Abr - 24 - 2015

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Al cierre de esta edición de Socialismo o Barbarie, debo dar una charla para la cátedra de Asia de la profesora Bárbara Bavoleo, en la Universidad Nacional de Gral. Sarmiento, San Miguel, Gran Buenos Aires, acerca de la Revolución China de 1949. Este texto está pensado como “guión” de la misma[1].

“Es tiempo de concentrar la reflexión sobre la cuestión más decisiva para los
herederos de la tradición marxista: el lugar de la emancipación social,
y, más particularmente, de la auto-emancipación de los oprimidos
en el proceso revolucionario chino” 
(Roland Lew, “L’intellectuel, l’État et la Révolution.
Essais sur le communisme chinois et le socialisme réel”, Paris, L’Harmattan, 1997)

Revoluciones históricas

Lo primero a señalar es que la Revolución Rusa y la China fueron las dos principales revoluciones sociales del siglo pasado, revoluciones históricas por así decirlo, en el sentido que pasaron a integrar junto a la Revolución Francesa, algunas de las más grandes revoluciones en la historia de la humanidad.

Paradójicamente, a pesar de ocurrir en el mismo siglo y bajo el contexto de un mismo sistema social, el capitalismo, constituyeron, sin embargo, “tipos ideales” de revoluciones distintas en casi todos los sentidos que se puedan pensar.

Está claro, y es conocido, que la revolución del 17 en Rusia fue el tipo clásico de revolución obrera y socialista que dio lugar a la primera dictadura proletaria en la historia de la humanidad (el antecedente por excelencia fue la experiencia de la Comuna de París de 1871, donde la clase obrera tuvo el poder por algunas semanas).

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Con centralidad urbana, poniendo en pie organismos de poder de los obreros y soldados (mayoritariamente campesinos en uniforme), teniendo a su frente un partido socialista y revolucionario como el de los bolcheviques y como su núcleo social una clase obrera joven y concentrada, generacionalmente reconstituida a comienzos de la década de 1910 cuando el ascenso industrial de la producción, y cuyas tradiciones socialistas habían arraigado de manera amplia, se trató de la más grande revolución en la historia de la humanidad.

Como señalara Trotsky, no había antecedentes de un “cambio de frente” tan abrupto en ninguna otra revolución; algo que ya había sido subrayado por el periodista socialista norteamericano John Reed cuando a su obra cumbre le ponía el título de “Diez días que conmovieron el mundo”.

Si las revoluciones ocurridas en torno al período de la Revolución Rusa tuvieron rasgos similares (desde el caso húngaro, pasando por Alemania, hasta la segunda revolución china y la guerra civil española, entre otras), resultó ser que con la derrota de las grandes revoluciones de la década del 20 y el 30, la burocratización de la ex URSS y la emergencia del nazismo y el fascismo, el patrón de la revolución terminó cambiando.

Esto pasó porque los movimientos obreros de Europa y Asia quedaron monopolizados por los Partidos Comunistas estalinizados, partidos que a la salida de la Segunda Guerra Mundial pactaron con el imperialismo que ninguna revolución socialista triunfante ocurriera en la Europa capitalista, razón por la cual la revolución termina trasladándose a lo que hoy podría llamarse el “mundo emergente”.

Contra los deseos de Stalin, que había pactado con EEUU que China pasara a la órbita “occidental”, pero en manos de un partido-ejército estaliniano hasta el hueso de base campesina, en 1949 se salda la guerra civil del PCCh con el Kuomintang de la burguesía “nacional” de Chiang Kai-shek cuando el derrumbe de este último. Las guerrillas de Mao terminan entrando en las ciudades bajo la mirada atónita de un movimiento obrero por completo ajeno al Partido Comunista; se estaba consumando una “revolución fría” (en relación al proletariado) como la caracterizó un militante trotskista griego presente en el terreno mismo de los acontecimientos (Frank Glass)[2].

Lo que terminó ocurriendo fue una grandiosa revolución, pero de ninguna manera obrera ni tampoco socialista, sino anticapitalista campesina bajo patrones completamente distintos a la rusa de 1917. Una inmensa revolución en el país más populoso de la tierra, cuya sede fue el enorme campo chino (sobre todo del norte del país) y no las ciudades, y cuyo sujeto social fueron los campesinos, campesinos encuadrados por un partido ejército estalinista.

Un “modelo” de revolución opuesto a la democracia obrera de los soviets y la conducción política de los bolcheviques. Conducción democrática que nada tenía que ver con el tipo de relacionamiento burocrático y bonapartista (desde arriba) instrumentado por el maoísmo con las masas populares.

Si el sujeto social de la revolución no era el proletariado, toda una serie de investigadores han señalado que ni siquiera se vivió una experiencia de “democracia campesina”; esto sencillamente porque el campesinado que formó filas masivamente en el PCCh no poseía organismos propios, independientes, de representación, ni el propio partido era la expresión directa de sus intereses como clase (hay que recordar, además, que el campesinado no es “una clase” sino que la noción define un conjunto de clases en el campo; ver al respecto nuestro folleto “La rebelión de las 4 por 4”).

En esto Pierre Rousset, un autor marxista francés proveniente de la corriente mandelista, erra en el blanco: ¡presenta una elaboración acerca del maoísmo que es casi una adaptación completa a él y donde no aparece presente el problema de la ausencia de autodeterminación obrera y campesina en la revolución!: “La originalidad del maoísmo no radica en haber reconocido la importancia de la cuestión agraria y del campesinado –esto ya se había hecho en Rusia- sino de haber sido capaz de organizarla directamente, de arraigarse en el mundo rural, de no sólo aliarse con los movimientos campesinos, sino de haberlos dirigido” (“Un balance crítico del maoísmo en la revolución”).

El autor francés desarrolla un análisis casi opuesto a nuestra investigación, que referenciándose en un conjunto de autores prestigiosos en el país oriental, plantean la ausencia en China de verdaderas tradiciones de comuna rural: de “democracia campesina”; tradiciones que, obviamente, el PCCh se dedicó, de todas maneras, y cuando embrionariamente aparecieron, a desalentar.

Parece olvidarse que Trotsky había recomendado la orientación opuesta (retroceder con la clase obrera manteniendo el trabajo privilegiado del partido en el ámbito urbano). También pierde de vista (no le merece casi ninguna reflexión), que el campesinado es más pasible de imposiciones bonapartistas desde arriba, que fue lo que hizo, a la postre, el maoísmo, anulando, a nuestro modo de ver, el posible carácter socialista de la revolución[3].

En cualquier caso, la paradoja fue que se trataron de dos inmensas experiencias revolucionarias casi opuestas, como ya está dicho, que dieron lugar a la expropiación de la burguesía de sus respectivos países (entre ambos, un tercio del globo), pero que como subproducto del sujeto social que las llevó a cabo, y de la organización política que las encabezó, desembocaron en un tipo de poder completamente distinto.

Si la Revolución de Octubre llevó al poder a la clase obrera mediante sus organismos y partidos (soviets y partido bolchevique), la Revolución China de 1949 terminó llevando al poder a una organización burocratizada que nunca se basó en organismos de poder obreros, y, ni siquiera, de los campesinos, configurando lo que a nuestro modo de ver fue a la postre un Estado burocrático, que por su naturaleza nunca logró poner en marcha un proceso de verdadera transición al socialismo y que en pocas décadas volvió al capitalismo.

La clase obrera nunca estuvo en el poder

Esta última conclusión es la que nos lleva a una de las enseñanzas más importantes dejadas por el siglo pasado y que cobran vida, justamente, en el balance de las revoluciones históricas que fueron la rusa y la china: las consecuencias (respecto de la dinámica de la transición al socialismo) que tuvo la burocratización de ambas revoluciones. En realidad, la rusa burocratizada por el estalinismo, la china nacida burocráticamente deformada desde el comienzo, y, por añadidura, sin una base social en la clase obrera, de la cual el PCCh en 1949 era completamente ajeno (esto último es una evidencia histórica confirmada por la investigación).

Mucho se ha discutido entre los revolucionarios acerca de las consecuencias de esta realidad. Para no perder de vista las realizaciones de la Revolución China (la expropiación de los capitalistas, la independencia del imperialismo y la unificación del país), se la tendió a definir como una revolución “obrera y socialista”. Estaba claro que la rusa había sido el más alto ejemplo de ese “tipo” de revolución: había dado lugar a una auténtica dictadura del proletariado, a un Estado obrero. Con la burocratización de la Revolución Rusa desde mediados de los años 20 y, definitivamente, con las terribles purgas de los años 30, la dictadura del proletariado fue liquidada: la clase obrera perdió el poder.

En todo caso, restaba definir si la URSS seguía siendo un Estado obrero. Perdido el poder por parte de la clase obrera, el Estado tendió cada vez más a dejar de ser obrero transformándose en burocrático, cambio cualitativo que se puede fechar entre finales de los años 30 y la salida de la Segunda Guerra Mundial.

En el caso chino las cosas fueron más complejas, si se puede. Nadie en su sano juicio puede afirmar hoy que hubiera configurado una dictadura del proletariado: el proletariado, como tal, nunca estuvo en el poder; otro interrogante era si, al menos, llegó a ser un Estado obrero de alguna manera “deformado”.

Podemos tomar (con beneficio de inventario) una afirmación del reaccionario historiador liberal del siglo XX, Françoise Furet, que nos parece de todas maneras aguda respecto de lo que estamos afirmando: es cuando denuncia las “equivalencias abstractas” al que se hacen uso en las ciencias políticas para definir algunos fenómenos.

Algo de esto hubo cuando se definió como “dictadura del proletariado” al Estado no capitalista chino posterior a 1949 dando a entender que como el PCCh era, en definitiva, un “partido obrero”, y como éste había llegado al poder, entonces en China se había puesto en pie una dictadura proletaria…

Autores provenientes de la derecha “estalinófila” del movimiento trotskista llegaron a hablar de la China anticapitalista como de una experiencia de “sustituismo a escala gigantesca” (Deutscher), afirmando que aunque la clase obrera como tal no estaba en el poder, China era de todos modos un “Estado obrero” como subproducto de las “fuerzas gravitatorias obreras y socialistas” que provenían de la URSS.

Delimitemos dos cosas: muchos socialistas revolucionarios podían reconocer que China no era una dictadura proletaria; otra cosa era su identificación como “Estado obrero”, a lo que convenía la mayoría en la medida que los capitalistas habían sido expropiados.

Esto provenía de una definición de Trotsky (sobre la base de la experiencia concreta de la degeneración de la URSS), donde afirmaba que en la medida que la propiedad siguiera estatizada, a pesar de la burocratización de la revolución, el Estado seguiría siendo “obrero”.

Pero Trotsky también alertaba que si la relación de monopolio de la burocracia sobre el Estado y el excedente social se cristalizaba, era factible que se diera lugar a otro fenómeno social (por más que éste se mantuviera como un fenómeno inestable, agregamos nosotros).

Esto es lo que nos parece ocurrió en la propia URSS a partir de la burocratización de la revolución, y en China a partir de la toma del poder por parte del PCCh: no dio lugar a una dictadura proletaria, pero tampoco a un auténtico Estado obrero. Lo que emergió, más bien, fue una suerte de “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas” (Rakovsky), que demostrando en la experiencia histórica el acierto y profundidad de la teoría política de Marx (que la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos), no logró conducir a una transición al socialismo sino a la crisis y degeneración de esas sociedades, y, a la postre, a la vuelta al capitalismo.

Queremos señalar algo más a este respecto. El marxista norteamericano Hal Draper señaló con agudeza en su momento, que el principal aporte de Marx a la teoría política era, justamente, el que acabamos de señalar: la idea de la liberación por ellos mismos de los explotados y oprimidos, más precisamente, de la clase trabajadora.

El propio Mandel, proveniente de otra corriente política del trotskismo que la del revolucionario norteamericano, le reconocía a Draper esta afirmación, y realmente es así: la teoría política de Marx tiene como centro la afirmación de que nadie, ningún elemento “externo”, ningún deus ex machina puede venir a realizar la emancipación de la clase obrera en sustitución de la misma clase obrera (incluyendo dentro de esto, claro está, sus organismos, programas y partidos), algo que toda la experiencia histórica del siglo pasado vino a confirmar y que fue, precisamente, la característica de las revoluciones anticapitalistas de posguerra, incluyendo en esto la china: el fracaso, a la postre, de todas las experiencias de sustitucionismo social y político.

La paradoja de la potencia china

Pero lo anterior no puede desconocer una serie de desarrollos paradójicos, sobre todo en el caso chino. Es un hecho real que la revolución anticapitalista de 1949 tuvo toda una serie de logros y conquistas duraderas que no se habrían podido obtener bajo el capitalismo y que son las que, paradójicamente, crearon las bases de la enorme potencia capitalista que es China hoy, segunda economía mundial.

Sin la Revolución China habría quedado despedazada, sometida a los imperialismos triunfantes de la Segunda Guerra Mundial. Nada de esto ocurrió: la unidad nacional del país lograda por la revolución, así como su independencia del imperialismo, fueron otras tantas de las bases estructurales para la potencia que se transformó China hoy, restauración del capitalismo y mundialización mediante: “La nueva burguesía china puede darle las gracias a Mao: si la Revolución China no hubiese protegido el país contra el dominio imperialista, la burguesía no habría podido ocupar la posición internacional que ocupa” (Pierre Rousset, “Hace 60 años… La República Popular China”).

Segunda paradoja: no son tan claras las consecuencias que respecto de la condición obrera trajo la expropiación de los capitalistas. Mejor dicho: sí es claro que benefició claramente a un sector del proletariado (al que se educó de manera corporativa). La plusvalía estatizada fue a parar a manos de la burocracia, que la administró dándole concesiones a un sector del mismo: el sector del proletariado trabajador efectivo de las empresas estatales (una “nueva clase obrera de Estado” según la definición de Roland Lew, que sin duda vio elevada su condición de vida).

Pero restó un inmenso sector de los trabajadores sometido a condiciones de precariedad: “Los once millones de trabajadores de fábrica (obreros y empleados), se dividían, en lo esencial, en dos categorías: los más favorecidos son los obreros permanentes de las fábricas estatales (…) la otra categoría era la de los obreros temporarios, de estatus precario, sin estabilidad en el empleo, privados de las ventajas de la seguridad social. Se trataba de campesinos recientemente trasplantados a las villas y dispuestos a aguantar hasta hacerse efectivizar en las fábricas, a aceptar una situación incierta y precaria. Este sector obrero desfavorecido (largo tiempo desconocido en Occidente), cuya existencia era justificada por el régimen como ‘el precio provisorio de un desarrollo rápido’, era todavía en los años 80 la ‘ulcera’ del mundo obrero” (Lew, ídem, pp. 130).

Otro capítulo es el de las consecuencias de las orientaciones administrativas y voluntaristas del PCCh, como el Gran salto adelante de finales de los años 50, cuya resultante fue producir una tremenda hambruna en el campo. Sería largo extendernos aquí en los desastres de la planificación burocrática del maoísmo, que terminaron -previo paso por la fallida “Revolución Cultural”- en la vuelta al capitalismo impulsado por Deng desde finales de los años 70 (y el maoísmo, como corriente dirigente dentro del partido, en bancarrota).

En síntesis: es incuestionable que la Revolución China logró resolver (hasta cierto punto, al menos) tareas progresivas que no lo hubiesen sido si seguía el Kuomintang en el poder. ¿Esto quiere decir que, en definitiva, el PCCh era progresivo? Para nada. Lo único que significa es que la fuerza tremenda de la revolución anticapitalista permitió encarar algunas de las tareas históricas planteadas, aunque dicha resolución fuese distorsionada desde el momento mismo de la toma del poder por parte de la burocracia maoísta.

Al no quedar el poder en manos de la clase obrera, no se pudo erigir un verdadero Estado obrero: rápidamente se reprodujeron dramáticas desigualdades sociales y las conquistas de la revolución, lamentablemente, fueron otras tantas bases para los éxitos capitalistas de la China de hoy: “Ironía de la historia, el capitalismo chino saca hoy los beneficios de la radicalidad de la revolución de 1949. Sin ella, el país habría pasado a la dependencia política y económica exclusiva de Japón o, más probablemente, habría caído bajo el dominio del imperialismo yanqui (…) El capitalismo chino ha recibido así una segunda oportunidad” (Pierre Rousset, “Revolución y contrarrevolución en la República Popular de China”).

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[1].- Para ampliar la lectura, ver el texto “Un debate necesario. China 1949: revolución campesina anticapitalista” (Socialismo o Barbarie, revista Nº 19, diciembre 2005 en  http://socialismo-o-barbarie.org/revista_19/china1.htm ), del mismo autor de esta nota.

[2].- Luego de la traición de la revolución obrera de 1925-27, y a partir del giro campesinista impreso por el maoísmo al PCCh, el partido se desimplantó duraderamente de los centros urbanos y el proletariado. De ahí que cuando los ejércitos campesinos ingresaran en las ciudades, la clase obrera los viera como ajenos; estaba cualitativamente despolitizada en relación a los años 20 (donde había sido el sujeto central de la Segunda Revolución China), habiendo retomado sus tradiciones corporativas alentadas por el Kuomintang (que fue el que durante esos 20 años había dominado sin competencia las mismas). La aberrante paradoja resultó ser que el PCCh en el poder lejos de darse un curso para elevar a la clase obrera a los asuntos generales (a clase dominante), alimentó estas tradiciones corporativas llevando incluso al enfrentamiento de un sector obrero contra otro: los efectivizados contra los temporarios.

[3].- Lo increíble del análisis de Rousset acerca de la Revolución China, es que parece insistir que la manera “no dogmática” de abordarla sería, a comienzos de este siglo XXI, no analizar críticamente las limitaciones que le trajeron la ausencia del rol central del proletariado en la misma, sino la “novedad” de una suerte de revolución “socialista” apoyada en el campesinado; un “capítulo que considera todavía no cerrado, ni mucho menos”, olvidándose, al parecer, que China tiene hoy el proletariado más grande del mundo: ¡400 millones de obreros! Parte de esto mismo es que su análisis conlleva una crítica implícita a las posiciones estratégicas de Trotsky para China, olvidándose, a la vez, de plantear la necesidad de retomar el hilo de la tradición de Chen Dui-xiu, fundador del PCCh y eminente miembro de la Oposición de Izquierda en China a comienzos de los años 30.

Por Roberto Sáenz, Socialismo o Barbarie, 23/04/2014

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