Ago - 29 - 2013

La rebelión popular estalla en Siria a mediados de marzo de 2011, apenas un mes después de la caída de la dictadura de Mubarak. Pero a diferencia del fulminante curso de los acontecimientos en Egipto, Siria aún arrastra una horrenda guerra civil de resultados inciertos.

Después de más de 200.000 muertos, 3 millones de refugiados y ciudades enteras arrasadas, el resultado final es incierto en muchos sentidos: desde si caerá finalmente una dictadura familiar de 43 años, hasta qué régimen la sucedería en ese caso.

Hay una combinación de motivos para este signo de interrogación, que se resumen en una sola frase: mientras por diversas razones la rebelión egipcia dejó a Mubarak pataleando en el vacío, el levantamiento de Siria no logró lo mismo en relación a Al Assad.

Aunque no caben dudas que la mayoría del pueblo sirio está en oposición al régimen, éste conserva sin embargo el apoyo de sectores minoritarios pero importantes de la población. Este apoyo, decisivo para no derrumbarse, va desde quienes lo sostienen contra viento y marea hasta otros, probablemente más amplios, que lo consideran un “mal menor”, sobre todo  ante la amenaza de que su caída dé vía libre al islamismo retrógrado y/o a las persecuciones a las comunidades minoritarias religiosas y/o étnicas.

Una fragmentación “comunitaria” sectario-religiosa y/o étnica

Esta compleja combinación tiene en primer lugar un factor que ha teñido la historia de toda la región. A diferencia de la sociedad egipcia que se ha caracterizado por su relativa homogeneidad, Siria (y toda la región, Libano, Iraq, etc.) arrastra de su pasado precapitalista la rémora de la fragmentación de “comunidades” sectario-religiosas y/o étnico-lingüísticas. Es una larga lista de decenas de variantes y escisiones del islam y el cristianismo que se combinan en algunos casos con minorías de distinta lengua y nacionalidad.

No se trata meramente de “creencias” ni –como dicen los escribas de la prensa occidental– del incomprensible “fanatismo religioso” que estaría en los genes de la población. Tras esas ideologías hay “comunidades” con estructuras, intereses e ideologías que vienen del pasado precapitalista. Sobrevivieron, en parte, por culpa del atraso y el colonialismo que impusieron los imperialismos europeos y después EEUU. Pero también por responsabilidad de las clases dirigentes y de los regímenes posteriores a la independencia. En el caso de Siria, es responsabilidad ante todo del nacionalismo laico (que además se presentaba como “socialista”) y que terminó en la dictadura de la familia Al Assad, que se apoya en primer lugar en la secta aluita, una variante del chiísmo.

Por supuesto, esto no significa que no existen clases sociales modernas (capitalistas, trabajadores, sectores medios, etc.). Pero esas clases se entrecruzan con el tramado comunitario religioso y étnico.

En una situación (como hubo en el pasado) en que la clase obrera y trabajadora estuviese movilizada, con organismos propios de lucha, los clivajes comunitarios quedarían relegados. Pero una de las peores consecuencias del régimen de los Assad es haber logrado liquidar desde hace décadas cualquier expresión independiente de los trabajadores como clase. Es lo opuesto de lo que sucedió en Egipto en los años que precedieron a la caída de la dictadura, donde a pesar de Mubarak hubo un notable ascenso obrero. Y casi lo mismo se puede decir de las masas de la juventud, especialmente estudiantil.

En cambio el régimen, aunque en sus orígenes se dijo laico y “socialista”, se cuidó muy bien de sostener y conservar las instituciones y los aparatos clericales de todas las comunidades… aunque por supuesto exigiendo fidelidad o por lo menos no beligerancia. Así, las retrógradas fronteras comunitarias se mantuvieron e incluso se fortalecieron, sobre todo después de la caída de la ex Unión Soviética (que tenía gran influencia en Siria) y el consiguiente “fracaso del socialismo”.

Frente a la rebelión que estalla en 2011, la política de la dictadura, además de la represión bestial, fue la de hacer un gran chantaje hacia todas las comunidades minoritarias, en primer lugar hacia los alauitas, pero también hacia los cristianos, los drusos, otros chíitas, etc.

Este chantaje fue convencerlas de que, si triunfaba la rebelión que se había iniciado en ciudades y barrios principalmente sunnitas, sería inevitable la masacre de las otras comunidades.

Este chantaje tenía de qué tomarse para hacerse creíble. En primer lugar, del antecedente de la larga y sangrienta guerra civil del Líbano (1975-90). Este es un ejemplo muy cercano, porque en verdad Líbano es parte histórica de la “Gran Siria”, artificialmente dividida por los colonialistas europeos y sus cómplices de las burguesías nativas.

Contra esa maniobra, en los primeros tramos de la rebelión, en la etapa de las grandes manifestaciones populares opositoras, primaron las consignas expresamente antisectarias, que retomaron el lema de la gran rebelión de 1925 contra el colonialismo francés: “¡La religión es para dios; el país es para todos!”.

La militarización del conflicto y sus consecuencias

Pero la brutal represión llevó a la militarización del conflicto. Y, en el marco de esa militarización, fueron también creciendo los aspectos sectario-religiosos, inicialmente insignificantes.

Algunas corrientes de la izquierda, en su fenomenal ignorancia de la región y de la situación política y social de Sira, tomaron el curso hacia la guerra civil como un “salto”, un “avance” en la lucha revolucionaria contra el régimen. En verdad, aunque haya sido inevitable, fue un retroceso. Y una de sus peores consecuencias fue abrir más los cauces al chantaje comunitario del régimen.

En primer lugar, la guerra es territorial, lo que se ajusta mejor al carácter también territorial de las comunidades sectario-religiosas y étnico-lingüísticas. Es decir, al igual que en el Líbano, hay muchas ciudades, barrios o poblaciones donde viven casi exclusivamente miembros de una determinada comunidad (sunnita, aluita, cristiana, druza, kurda, etc.). Entonces, si por ejemplo, en un barrio sunnita o una ciudad kurda salen a protestar, se hace una masacre indiscriminada de la población.

Así, los bombardeos de barrios y ciudades enteras, donde sus habitantes son de una comunidad considerada “enemiga”, no son un invento del actual gobierno sino una vieja práctica basada en esta realidad de fragmentación de la sociedad por líneas sectario-religiosas y/o étnicas. El padre y el tío del actual dictador se hicieron famosos por la masacre de la ciudad sunnita de Hama en 1982. Para reprimir a un pequeño grupo de la Hermandad Musulmana, la bombardearon durante casi un mes provocando casi 40.000 víctimas civiles. Y digamos que no inventaron nada. No sólo en la actual Siria sino en toda la región sobran los antecedentes. Basta recordar el genocidio de 1915 del millón y medio de armenios por el Imperio Otomano, cuando Siria también formaba parte de él.

El mismo criterio, basado en el carácter comunitario –amigo o enemigo– de cada población, explica hoy los ataques con gases, o los bombardeos indiscriminados de artillería y aviación.

Pero esta no es la única consecuencia de la militarización del conflicto. La guerra es sinónimo de “verticalismo”. En una situación como la de Siria, no hay lugar en ella a organismos democráticos de masas, debates democráticos entre las corrientes opositoras al régimen, etc.

Por supuesto, no cultivamos el cretinismo pacifista. La lucha de clases y las rebeliones populares muchas veces hacen ineludible y legítima la lucha armada. Pero esto no evita sus consecuencias, que en el caso de Siria no han sido precisamente la de favorecer la decantación de fuertes corrientes independientes, clasistas y de izquierda.

Fragmentación político-militar y el crecimiento de las “milicias islámicas”

La combinación de los clivajes comunitarios religiosos y étnicos con la fragmentación regional (una característica de Siria) ha llevado también a dos fenómenos muy negativos para librar una guerra victoriosa contra el régimen.

El primero es la fragmentación regional de los combatientes. No hay un solo ejército opositor, sino múltiples grupos en armas, asociados además bajo diferentes mandos. Estos expresan también, aunque confusamente, programas y políticas distintas.

Uno de esos mandos es el Ejército Libre de Siria (ELS), de carácter laico, cuyos cuadros en gran medida son ex militares de las Fuerzas Armadas que fueron rompiendo con la dictadura.

Pero lo peor no es eso, sino el crecimiento paralelo de grupos islamistas rabiosos, como los agrupados en el Frente Al-Nusra o Jabhat al-Nusra un organización asociada a Al Qaeda. Al-Nusra ha proclamado la constitución del “Estado Islámico de Siria e Iraq” y su política es abiertamente de guerra sectario-religiosa contra las otras comunidades y también contra los laicos que no comparte su fanatismo en las propias filas sunnitas.

En julio pasado, un grupo de “Comités de Coordinación Local” denunciaba “los excesos cometidos por los movimientos yihadistas y especialmente los de los miembros del ‘Estado Islámico de Iraq y Siria’, que no han dejado de sucederse en varias zonas liberadas, donde han intentado imponer sus ideas y decisiones a los ciudadanos por medio de la fuerza, fuerza que en algunos casos ha llegado al asesinato”.[[1]]

Efectivamente, en las zonas dominadas por Al Nusra o pandillas semejantes, se intenta imponer por la fuerza las bárbaras leyes islámicas, que afectan en primer lugar a las mujeres.

Demás está decir que el crecimiento de estos grupos islamistas le viene como anillo al dedo a la dictadura de Al Assad. Puede mostrar a los sectores laicos y al resto de las comunidades no sunnitas… y también a los sunnitas que en su mayoría no comparte ese fanatismo, que él es la única alternativa: “Si yo me voy, vienen estos”, puede decir Al Assad.

La consecuencia es que de algunas comunidades, especialmente de sectores cristianos, se han incorporado voluntarios a las fuerzas armadas de la dictadura. La ven en todo caso como un mal menor ante la perspectiva de que se impongan estos islamistas.

Algo decisivo en la guerra: cómo te provees de armas y municiones

Por último, el curso a la guerra civil ha planteado otro problema: ¿quién te provee de armas y municiones?

Al principio, las mismas deserciones implicaron una fuga importante de material bélico proveniente de las Fuerzas Armadas o capturado a ellas.

Pero la prolongación de la guerra establece una dependencia de proveedores del exterior, que van desde Turquía (que opera con las potencias occidentales) hasta Arabia saudita y otros estados del Golfo (de donde vienen armas para los islamistas).

Esto implica también grados diversos de dependencia y control político, aunque nadie ha dado a los insurgentes armas en cantidad y calidad suficientes como para establecer una superioridad militar. ¡Los diversos estados y gobiernos que “operan” desde afuera se han cuidado muy bien de dar armamento pesado capaz de poner a los insurgentes a la par con las fuerzas de Al Assad!

Como señalan muchos analistas, les conviene un hostigamiento que obligue finalmente a Al Assad una salida negociada y controlada por la “comunidad internacional” (es decir, EEUU-OTAN, por un lado, y Rusia, por el otro), que un simple derrumbe de la dictadura. Esto podría abrir en Siria una caja de Pandora. De allí podría salir cualquier cosa y resultar incontrolable.

[1].- “Comunicado sobre prácticas del ‘Estado Islámico de Iraq y Siria’”, Traducciones de la revolución siria, 12/07/2013.

 

Por Elías Saadi, Socialismo o Barbarie, semanario, 29/08/2013

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