Oct - 15 - 2015

A 70 años de su finalización

Caracterizar la Segunda Guerra Mundial exige un esfuerzo de aplicación dialéctica de las herramientas del materialismo histórico. Es evidente que tuvo una serie de determinaciones muy complejas que complicaron las cosas respecto de la primera guerra (Bensaïd habla de “un laberinto donde las líneas del frente se recortan y se encabalgan”).

La guerra expresó un conflicto social básico: el conflicto interimperialista. La pelea por el reparto del mundo entre potencias imperialistas no había quedado resuelta a la salida de la Primera Guerra.

Varios elementos se conjugaron aquí. El principal de ellos era que Alemania salió humillada de la contienda, y el Tratado de Versalles rápidamente dio pasto al desarrollo de tensiones nacionalistas. Pero lo característico aquí es que Alemania sufrió una derrota que no significó un retroceso histórico en su desarrollo; de ahí que, pasadas las convulsiones revolucionarias de los años 1920, volviera a levantar sus ambiciones imperialistas bajo el régimen nazi.

Mandel, siguiendo a Trotsky, señala que, además, entre Francia e Inglaterra había matices en el tratamiento de Alemania. Porque si la primera quería ir hasta el final en el cobro de las reparaciones de guerra, Inglaterra recelaba de la hegemonía continental que pudiera obtener Francia y, sobre todo, del peligro comunista que venía desde Rusia.

En definitiva, la lucha hegemónica no se había saldado con la primera guerra. Incluso el reemplazo de Inglaterra por EE.UU. todavía no estaba decidido, y Francia, a pesar de haberse quedado económicamente atrás respecto de la competencia con EE.UU. y la propia Alemania, había salido como una de las grandes vencedoras de la contienda, lo que complicaba las cosas.

Trotsky insistiría desde comienzos de los años 30 en esta caracterización, previendo que en la medida que la lucha de clases no pudiera dar vuelta las cosas –y no pudo, entre otras razones por el papel contrarrevolucionario del stalinismo en España– la dinámica hacia la guerra sería inexorable.[1]

Más allá de este elemento básico común entre ambas guerras, la segunda, por un lado, adquirió un rasgo de guerra contrarrevolucionaria del nazismo contra la ex URSS, patria de la revolución socialista de 1917.

En la ofensiva de Hitler sobre la Unión Soviética (algo que Trotsky advirtió una y mil veces) se combinaron dos objetivos. Primero, el nazismo concebía a la ex URSS como un enorme reservorio de materias primas; el ataque era un movimiento colonizador clásico para obtener un “espacio vital” (Lebensraum) que le diera a Alemania las colonias que no había obtenido en el reparto del mundo ocurrido de finales del siglo XIX, ni logrado resolver con la primera guerra (el líder nazi hablaba de la URSS como el “África” de Alemania).[2] Segundo, había un evidente contenido social y político contrarrevolucionario en el sentido de la vocación por liquidar el ejemplo y la existencia misma de la más grande revolución socialista que había vivido la humanidad.

Pero el hitlerismo y el fascismo plantearon otro problema: se trataba de regímenes capitalistas, como las democracias burguesas imperialistas que dominaban en Inglaterra o los EE.UU., pero políticamente totalitarios, de supresión de las libertades democráticas e incluso, en el caso del primero, de exterminio de minorías sociales y de la izquierda.

Para definir el carácter de la segunda guerra es necesario contemplar estas especificidades respecto de la primera. Pero el hecho social básico siguió siendo que se trataba de una guerra interimperialista; subordinado a esto, se sumó que el hitlerismo encarnaba un régimen sociopolítico más reaccionario que la democracia imperialista tradicional, y que llegó a desatar una guerra contrarrevolucionaria contra la URSS y de exterminio social en el este europeo.[3]

Vinculado a esto se dio el fenómeno de la ocupación de países enteros, cosa que no había ocurrido en la primera guerra, que se había estancado muy rápidamente en una guerra de trincheras bastante cerca de las viejas fronteras. Este fenómeno nuevo llegó a ser planteado por algunos cuadros trotskistas como Jean Van Heijenoort en tiempo real.

En realidad, la ocupación de países coloniales o semicoloniales (como las regiones que luego integraron la ex Yugoslavia, Grecia o China) no debía ofrecer demasiadas dificultades de interpretación: había que estar del lado de la nación oprimida en su lucha emancipatoria contra la potencia opresora, manteniendo una perspectiva política independiente y socialista. Asoma así un nuevo factor: el carácter de guerras de liberación o emancipación nacional como parte de los desdoblamientos de la contienda. En el debate de los núcleos trotskistas hubo quienes comprendieron correctamente las guerras de liberación nacional en los países no imperialistas como progresivas, más allá de sus direcciones stalinistas.

Ya más complejo es abordar la ocupación de naciones imperialistas como Francia, que aun invadida no llegó a perder su viejo imperio, además de que durante un primer período una parte del país estuviera en manos de autoridades francesas (la Francia de Vichy encabezada por el mariscal Petain). Robert Paxton cuenta que a principios del régimen de Vichy, Petain gozaba de alta popularidad, basada en cierto convencimiento que el nuevo orden nazi tendría perspectivas históricas, y De Gaulle era mal considerado.

Con el deterioro de la economía francesa y el curso mismo de la guerra, así como la ocupación de Francia entera por parte de la Wehrmacht, esto cambió completamente. El cuadro se agravó aún más cuando comenzó el reclutamiento forzoso de mano de obra para ir a trabajar a Alemania en 1943, razón material que empujó a decenas de miles de franceses a la Resistencia para escapar de este destino.

En Francia, entonces, los requerimientos de la lucha contra la ocupación debían combinarse con mantener la lucha política contra la burguesía imperialista francesa, en abierta oposición a los criterios de “Unión sagrada” que oportunistamente había establecido el PCF con De Gaulle, participando incluso con representantes en el gobierno burgués de la llamada “Francia Libre” establecido en Londres.

En cualquier caso, tanto en el este como en el oeste el trotskismo debía sostener una pelea por el internacionalismo. Porque, desde la URSS a Francia, el stalinismo (y ni hablar de las demás direcciones burguesas o pequeño burguesas) le imprimió a la pelea un carácter estrechamente nacionalista.

Ya señalamos el caso de las violaciones sistemáticas de mujeres en Berlín como reflejo de este gravísimo problema, y el criterio nefasto y criminal de la “culpabilidad colectiva” del pueblo alemán. Parte de esto último es la consigna del Partido Comunista en Francia durante la ocupación: “A chacun son boche” (a cada cual su alemán), que convocaba a todo francés a matar un soldado alemán, o los planteos del autor ruso Ilya Ehrenburg de que “el único alemán bueno era el alemán muerto”.Todo alemán era un nazi; fin de la discusión.[4]

Si a Mandel, en su enriquecedora definición de la Segunda Guerra, se le puede reprochar no establecer una clara jerarquía en su carácter social básico, Moreno fue cualitativamente más lejos en sus unilateralidades.

Su preocupación acerca de las especificidades de la Segunda Guerra Mundial partía de un elemento real. Expresaba las inmensas dificultades que la guerra había planteado a un movimiento trotskista joven e inicial, para colmo sin Trotsky y en medio de una contienda con todas las complejidades apuntadas, como desdoblamiento de la guerra interimperialista en otras contiendas de diverso orden.

Sin embargo, como parte de una elaboración teórica unilateral y objetivista desarrollada a comienzos de la década del 80, Moreno terminaba interrogándose, erróneamente si la segunda guerra no había sido, más que una guerra imperialista, una “guerra entre regímenes políticos”, y si ese segundo factor no había dominado el primero: “La guerra civil española demostró hasta qué grado el régimen democrático burgués era antagónico con el fascismo, no sólo con la clase obrera y sus organizaciones. La Segunda Guerra Mundial presenta, como mínimo, elementos similares. Sin desarrollar el tema, creemos que hay que estudiar seriamente si no fue el intento de extender la contrarrevolución fascista imperialista a todo el mundo, derrotando principalmente a la Unión Soviética, pero también a los regímenes democrático-burgueses europeos y norteamericano. Esto no quiere decir que la Segunda Guerra mundial no haya tenido también un profundo contenido de lucha interimperialista. Lo que decimos es que hay que precisar bien, al igual que en la guerra civil española, cuál fue el factor determinante. ¿Fue la lucha del régimen fascista esencialmente contra la URSS, pero también contra la democracia burguesa? ¿O fue el factor económico, la pelea entre imperialismos por el control del mercado mundial?” (Las revoluciones del siglo XX: 51).

En otros textos Moreno daba un paso más: en caso de que el carácter esencial hubiera sido la lucha entre regímenes, se planteaba la pelea por la democracia (burguesa) como una etapa en sí misma, lo que implicaba orientaciones de frente único con sectores burgueses por la democracia, y que era posible que el trotskismo “haya sido en toda la posguerra una secta por no haber hecho esto durante la guerra”, es decir, por haber sido sectario en relación con esta lucha por la “democracia”.

Aquí aparecían, entonces, dos problemas esenciales a clarificar: el carácter de la guerra y la política de los revolucionarios, que veremos más adelante.

Acerca del carácter de la guerra, Moreno se plantea un interrogante legítimo, que resuelve de manera equivocada al colocar como hecho básico de la contienda el político (“guerra de regímenes”) en detrimento del social (“carácter interimperialista de la contienda”). Confunde el hecho de que cuando se trata del interior de un país o un estado (como fue en la guerra civil española), el problema de los regímenes políticos tiene un lugar central. Pero cuando se trata de guerras entre estados, lo fundamental es la naturaleza social de los contendientes. De ahí que la analogía entre la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial no fuera válida, aun si el nazismo efectivamente había planteado el problema de la pelea contra el totalitarismo.

Moreno tendía a perder de vista el aspecto estructural de la jerarquía de países y naciones en el orden capitalista mundial, que se manifiesta en la competencia entre países imperialistas por los mercados y la hegemonía internacional. Sin esto, se pierde la base material del análisis: la motivación concreta económica y social por detrás de la competencia entre naciones imperialistas, relacionada con la dominación del mundo y el reparto de las áreas de explotación.

El nazismo fue la forma política que en las condiciones de los años 30 (Gran Depresión y surgimiento de la URSS) la burguesía alemana encontró para resolver el problema de Alemania como potencia imperialista emergente: la carencia de un “espacio vital” colonial para su desarrollo. Moreno pierde de vista esto, con lo que su análisis queda idealista, ya que las motivaciones políticas terminanindependizándose de las circunstancias materiales.

Es verdad que las cosas se complejizaron en la segunda guerra, pero esto requería un análisis que no rompiera con el suelo granítico del materialismo ni planteara abstractamente el enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución, y que tampoco conciba la contienda como una mera lucha de regímenes políticos.

El grano de verdad del análisis de Moreno es que a la cabeza de las potencias imperialistas había regímenes políticos diversos, que expresaban determinadas relaciones de fuerzas entre las clases en cada uno de esos países. A este respecto también había una diferencia con la primera guerra, porque las principales potencias enfrentadas, imperios o no –Inglaterra, Francia, Alemania, Austria, EE.UU., y, en menor medida, Rusia–, tenían gobiernos bajo formas parlamentarias con mayores o menores grados de libertades democráticas.

Es desde ese punto de vista que debía entrar el tema de los regímenes políticos, sin confundir los hechos sociales básicos. Es que el “nuevo orden” de reparto mundial del hitlerismo[5] –y éste era un hecho social básico del carácter interimperialista de la guerra– implicaba no sólo la restauración capitalista en la Unión Soviética, sino una “carcasa política” (una forma de dominación), en cada uno de los países ocupados y en la propia Alemania, abiertamente contrarrevolucionaria sobre los explotados y oprimidos. De este hecho real se desprendió que EE.UU. pudiera explotar a su favor una imagen legitimadora como potencia “benigna” o imperialismo “democrático” en la pelea contra el nazismo. Y esta imagen solamente se podía combatir si no se perdían los puntos de referencia elementales del análisis de clase de los fenómenos, como tendía a ocurrir con las sugerencias de Moreno.

La orientación política capituladora y no independiente que el stalinismo le dio a la pelea en las condiciones de la segunda guerra tomó la forma de presentarla como un enfrentamiento entre “fascismo y democracia”, que Eric Hobsbawm hiciera suya en su Historia del siglo XX.

Aquí ya todas las jerarquías y relaciones entre los fenómenos quedaban invertidos: el hecho esencial pasaba a ser el enfrentamiento estrechamente político entre “dictadura y democracia”, y no las motivaciones sociales y el contenido de clase de las peleas, que quedaban convenientemente ocultadas al servicio de una política de conciliación de clases y de “socialismo en un solo país”.

De ahí también los graves peligros políticos de visiones unilaterales como las de Moreno, porque desarmaban y abrían la puerta a orientaciones que, en definitiva, perdían el carácter independiente y de clase de la política revolucionaria.[6]

A los hasta cierto punto inevitables rasgos sectarios de los pequeños núcleos trotskistas en la guerra se le contrapuso una reinterpretación que recaía en un curso oportunista. De hecho, durante la segunda guerra hubo desvíos para ambos lados, oportunistas pero también sectarios, y, sobre todo, una casi imposibilidad (dadas las correlaciones de fuerza existentes) de salir de una dramática situación de marginalidad. Detengámonos ahora en la acción y la política de los socialistas revolucionarios durante la contienda.

Las dificultades planteadas para la política revolucionaria por la Segunda Guerra Mundial y la pelea por una orientación independiente

De esta complejidad en el carácter de la guerra se desprendieron las extremas dificultades de los marxistas revolucionarios para presentar una política independiente e internacionalista durante la guerra. Hubo varias presiones, tanto oportunistas como sectarias. Todo en el contexto de una conflagración cataclísmica, dónde las fuerzas del trotskismo se contaban con los dedos de una mano en una contienda que involucraba multitudes millonarias. De ahí que un firme a la vez que sutil manejo de las herramientas del materialismo histórico y de la política revolucionaria fuera tan importante, y tan difícil de llevar adelante para un joven movimiento en ausencia de Trotsky.

Este manejo de la política revolucionaria debía moverse entre dos límites: partir de la naturaleza de clase interimperialista de la guerra, pero sin caer en el sectarismo y el abstencionismo, como negarse a pelear contra el ocupante nazi en función de criterios “derrotistas”, al tiempo que sostener la defensa incondicional de la URSS en relación con el nazismo.

Hubo varios jalones al respecto. Uno de gran importancia fue el pacto Ribbentrop-Molotov (agosto 1939). La oposición antidefensista de Burnham y Schachtman en el SWP norteamericano (el mayor grupo del trotskismo en ese momento), se agitó de manera extrema señalando que como subproducto de ese pacto contrarrevolucionario ya no se podía defender a la URSS. Su definición acerca de la URSS era que estaba transformándose en un “colectivismo burocrático” y que todos los regímenes sociales del mundo evolucionarían hacia allí (hipótesis evidentemente disconfirmada).[7]

Trotsky respondió que ninguno de los hechos sociales básicos se había modificado, que la Unión Soviética seguía siendo un estado obrero degenerado y que era necesario defenderla incondicionalmente. Stalin había firmado ese acuerdo como maniobra defensiva para ganar tiempo, lo que constituía un hecho político criminal y contrarrevolucionario,pero que no cambiaba en nada la posición básica de los revolucionarios en el sentido de la incondicional defensa de la URSS.

Una ubicación similar planteó cuando el reparto de Polonia con Hitler. Por un lado, era visto como un intento de Stalin de ganarse un “colchón de seguridad” frente a un posible ataque de Hitler. Por el otro, y a pesar de las expropiaciones de la propiedad privada que eventualmente Stalin llevaría a cabo en la parte ocupada por la URSS, Trotsky señalaba que desde el punto de vista político el mal superaba con mucho el beneficio de las medidas expropiadoras en sí mismas positivas, porque le hacía creer a la clase obrera mundial que una burocracia parásita degenerada “podía suprimir con maniobras burocráticas a la clase obrera en la obtención de logros y conquistas”.

Sin embargo, el hecho social básico no cambiaba: la URSS seguía siendo un estado obrero, que aun degenerado debía ser defendido. Inclusive, Trotsky establecía una analogía y señalaba que aun si no considerase ya a la URSS como “estado obrero” no necesariamente se debía caer en el antidefensismo, como lo hacía la minoría del SWP. La URSS podía ser defendida perfectamente como se defiende un país colonial o semicolonial frente al imperialismo; no había nada cualitativamente distinto al respecto. Afirmó esto no una sino varias veces en esos años, y argumentó que “sería un monstruoso absurdo romper con camaradas que, si bien en la cuestión de la naturaleza sociológica de la URSS, sostienen otra opinión, son con nosotros solidarios en lo que hace a las tareas políticas” (“La URSS en guerra”: 240).

Señalamos esto para desmentir a quienes doctrinariamente afirman que cualquiera que no reconociese a la URSS como “Estado obrero” se convertiría automáticamente en antidefensista. Bensaïd va incluso más allá cuando señala que la analogía entre la defensa de la URSS como Estado obrero y el apoyo a un país colonizado contra una potencia colonial revelaba, sin embargo, “una ambigüedad, puesto que el carácter ‘obrero’ del Estado no es determinante en el asunto” (Trotskismos: 42).

En cualquier caso, en todos estos aspectos domina el análisis social sobre el estrechamente político. Aunque los regímenes de Hitler y Stalin fueran similares (“astros gemelos” los llamó Trotsky),lo que los diferenciaba era sunaturaleza social, y era a partir de ese criterio que se debía formular la política revolucionaria.

Esta “jerarquía del análisis” se planteaba como necesario punto de partida en relación con los contendientes imperialistas de la guerra. Es sabido que en la Primera Guerra Mundial Lenin formuló una orientación que planteaba “transformar la guerra imperialista en guerra civil” dentro de cada país, y que “el mal menor era la derrota del propio imperialismo”. En la primera fase de la segunda guerra, con sus más y sus menos, esta orientación era válida a partir del carácter interimperialista de la guerra.

Pero luego las cosas se complicaron, y mucho. ¿Cómo abordar el tema de la ocupación de Francia por parte de los nazis? ¿Con qué orientación pelear contra ella? También estuvo el complejo problema del ingreso de EE.UU. en la contienda y la posición de los revolucionarios al respecto.

En Francia, por ejemplo, el problema estaba en que su territorio nacional estaba ocupado, pero el país como tal, la burguesía francesa, seguía siendo imperialista y dominando sus viejas colonias. Aquí se trató de abordar la cuestión con una suerte de combinación de la lucha contra la ocupación nazi (hecho político), simultáneamente con mantener la pelea contra la burguesía imperialista francesa (hecho social básico).

En el caso de EE.UU., la dificultad era plantear una política independiente de ambos sectores burgueses: los intervencionistas y los aislacionistas. Las dificultades fueron agudas en este caso, porque mientras que el SWP denunciaba el carácter imperialista de la guerra, sufriendo un juicio y el encarcelamiento de sus principales dirigentes durante 16 meses (hecho social básico), al mismo tiempo formulaba, por recomendación del propio Trotsky, la que se dio en llamar “Política Militar Proletaria” (PMP).

Esta orientación significaba que, tácticamente, los revolucionarios se enlistaran en el ejercito para ser los mejores “obreros-soldados” acompañando a la clase trabajadora “adonde tuvieran que ir” en su experiencia (hecho político). Una posición compleja que desde algunos sectores del trotskismo fue vista como una capitulación chauvinista al llamar a alistarse a los sectores revolucionarios en una guerra interimperialista.

Si la PMP tenía evidentemente sus complejidades (era difícil rechazar la acusación que la orientación era alistarse en el bando de la “democracia” yanqui para pelear contra la dictadura nazi), no dejaba de ilustrar las dificultades extremas de la política revolucionaria durante la guerra y la necesidad de darse orientaciones concretas y no sólo generalidades frente a ella, adaptando la política a los desafíos específicos que iba planteando sin perder la perspectiva de clase e independiente.

En todo caso, aquí la cuestión remite a la caracterización y la política revolucionaria frente a las guerras en general. Se puede decir que hay cuatro tipos generales de guerras: interimperialistas, de liberación nacional, contrarrevolucionarias contra estados o sociedades no capitalistas, y guerras civiles.

En las tres primeras –guerras entre estados–, lo que manda no es la naturaleza del régimen político que esté al frente de cada uno de los contendientes (si son dictaduras o democracia), sino el carácter de las naciones enfrentadas. Cuando se trata de guerras fratricidas que enfrentan dos países atrasados, tampoco importa la naturaleza política del régimen de gobierno de cualquiera de ellos: estamos por la paz y contra la guerra.

Ya en el caso de los golpes de estado o la guerra civil que se desencadena dentro de un país, lo que domina es la defensa de las libertades democráticas o del proceso revolucionario, siempre con una política independiente de todo sector burgués en la perspectiva de una revolución social.

Cuando la guerra civil se desarrolla estando en el poder la clase obrera, como ocurrió inmediatamente después de la Revolución Rusa, las cosas son más simples: hay que hacer todos los esfuerzos por que la dictadura del proletariado se afirme e, incluso, se extienda más allá del país en cuestión.

Veamos, en síntesis, la definición que daba Mandel de las guerras justas en el contexto de la Segunda Guerra Mundial: “Con la fórmula de ‘guerra justa’ queremos identificar las guerras que debían ser peleadas, y que los revolucionarios apoyaban. Esta categorización busca evitar la ambigüedad política de la fórmula acorde con la cual las fuerzas activas en la guerra eran divididas en ‘fascistas’ y ‘antifascistas’, una división basada en la noción de que –debido a su naturaleza específica– las formas alemana, italiana y japonesas de imperialismo debían ser combatidas en alianza con las clases dominantes de Inglaterra, Estados Unidos, Francia, etcétera.

“La política de la ‘alianza antifascista’ (…) implicó, en realidad, una colaboración de clasessistemática: los partidos políticos, y especialmente los PCs que sostenían que los estados imperialistas del Oeste estaban llevando adelante una guerra justa contra el nazismo, terminaron formando coaliciones de gobierno después de 1945 en las que participaron activamente en la reconstrucción del estado burgués y la economía capitalista. Además, esta incorrecta comprensión del carácter de la intervención de los estados occidentales en la guerra llevó a la sistemática traición de las poblaciones coloniales en sus luchas antiimperialistas, por no hablar de la contrarrevolución en Grecia” (Mandel: 45-6).[8]

En la Segunda Guerra Mundial las coordenadas social y política se combinaron de una forma original, y de ahí su extrema complejidad. Para responder a ella de manera revolucionaria la misma se debía partir del elemento social y luego abordar su “complicación” por el lado político, sin abstraer el segundo aspecto del primero, que es lo que podía dar lugar a lecturas oportunistas, pero tampoco diluyéndolo al punto de llevar a un abstencionismo sectario y fuera de la realidad.[9]

[1] Un debate que ya excede este trabajo remite a la situación general del trotskismo a la salida de la segunda guerra. Si bien Trotsky había sido un maestro en el análisis de la dinámica de clases de la segunda guerra, en materia de los pronósticos políticos más generales de lo que ésta depararía, las cosas fueron más complejas. Esos pronósticos no se dieron, lo que no es de extrañar, ya que Trotsky fue asesinado en agosto de 1940, cuando la guerra recién comenzaba y su frente más importante, el oriental, ni siquiera había comenzado a tener actividad. Tampoco llegó a ver los demás elementos que señala Mandel, todos posteriores. El imprevisto resultado fue que el stalinismo quedó a la cabeza de la derrota histórica del nazismo, fortaleciéndose en lo inmediato, aunque socavando estratégicamente la perspectiva del socialismo de manera irremediable, por razones materiales y políticas que ya señalamos. El capitalismo mundial se recuperó (también gracias al rol contrarrevolucionario siniestro del stalinismo, incluidos los acuerdos de Yalta y Potsdam), y vivió el más grande boom económico de su historia: los “Treinta gloriosos”. El trotskismo quedó como una extrema minoría.

[2] Recordemos aquí que del primer reparto colonial se habían beneficiado países como Inglaterra, Francia y otros menores como Holanda. Alemania, Japón y EE.UU. habían quedado fuera de él (aunque este último ya estaba dominando como su “patio trasero” a Latinoamérica). Trotsky trazó agudos análisis respecto de estos problemas en folletos como Sobre Europa y EE.UU. y otros textos de los años 30.

[3] En el oeste, la ocupación fue mucho menos brutal que en el este europeo. Cabe comparar, por ejemplo, el trato dado a los prisioneros de guerra franceses o ingleses, que nada tuvo que ver con el calvario de los prisioneros rusos. Si entre estos últimos el número de muertos en cautiverio alcanzó a más del 60% de los prisioneros (la mayoría por hambre), entre los primeros la mortandad no superó el 1% (en museos franceses de la guerra se pueden ver las fotos, por ejemplo, del soldado Louis Althusser, detenido en Alemania en condiciones inimaginables para los rusos).

[4] Contra esta orientación chovinista, y para los anales de la heroica historia del trotskismo durante la guerra (y de sus dramáticas dificultades), quedó una pequeña experiencia de enorme valor educativo: la que llevaron adelante los trotskistas de La Verité (órgano del PCI en la clandestinidad), que publicaron un boletín clandestino en alemán durante 1943 titulado Arbeiter und Soldat, con el objetivo de llevar a cabo un trabajo político entre los soldados de la Werhmacht. Lamentablemente, la célula ocupada de esta actividad cayó presa y fue fusilada por los nazis.

[5] Aquí es interesante señalar que ya desde el nazismo y su dominio del continente entre 1940 y 1944, se llegó a colocar el problema de la unificación europea, que Hitler buscaba “resolver” bajo el paraguas de su “Nuevo Orden”.
[6]Este carácter se perdía no sólo en el análisis de la guerra mundial –en última instancia, un ejercicio puramente especulativo y teórico–, sino más cotidianamente: recordemos que esta elaboración de Moreno hace parte integral de la teoría de las “revoluciones democráticas” de los años 80 que desarmaron al viejo MAS y la vieja LIT lanzándolas a un curso oportunista que no tuvo retorno.

[7] Es interesante lo que señala Bensaïd en el sentido que este tipo de caracterizaciones tuvo en la posguerra paralelos con la de “totalitarismo”, definiciones que tendían a igualar fenómenos distintos y que sirvieron para ensalzar la democracia burguesa, operativo espurio que ya hemos criticado.

[8] Mandel mantenía una posición independiente alrededor de la participación del trotskismo en la segunda guerra, que paradójicamente no supo sostener en los procesos revolucionarios posteriormente a la contienda, donde capituló sistemáticamente a sus direcciones burocráticas o pequeñoburguesas.

[9]Bensaïd cuenta a este respecto el caso de la corriente de origen de Lutte Ouvriere, uno de los grupos trotskistas más conocidos de Francia: “Su grupo veía en la Resistencia ‘un engaño de la colaboración de clases’, y su boletín repetía machaconamente consignas contra la guerra imperialista directamente inspiradas en el derrotismo revolucionario de los tiempos de la Primera Guerra Mundial”.

 

Por Roberto Sáenz, Socialismo o Barbarie, 15/10/15

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