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May - 18 - 2017

La situación política en Estados Unidos comienza a ponerse más tensa, al calor de una incipiente crisis en las alturas. La semana pasada, el presidente Donald Trump despidió al director del FBI, James Comey. El mismo era el encargado de realizar la investigación a su gobierno por posibles vínculos con funcionarios de Putin, el mandatario ruso.

La cuestión de los vínculos de Trump con Rusia posee una gran importancia para el porvenir del presidente de EEUU. Ya desde su asunción al gobierno, el Partido Demócrata y los grandes medios de comunicación lanzaron una campaña en su contra, acusándolo de connivencia con hackers rusos que serían responsables de haber difundido los mails privados de Hillary Clinton. El incidente del servidor privado que utilizaba la candidata demócrata fue uno de los grandes temas de campaña, que erosionó su imagen y facilitó el triunfo de Trump.

El siguiente paso de la crisis fue la acusación al general Flynn (quien ocupó brevemente el estratégico puesto de Asesor de Seguridad Nacional) de haberse reunido con funcionarios rusos antes de que hubiera asumido ningún cargo público, lo cual es ilegal. El escándalo le valió la renuncia al poco tiempo de haber tomado posesión de su cargo.

Estas investigaciones eventualmente podían llegar a tocar al propio presidente Trump, por lo cual aprovechó un momento de debilidad del director del FBI para removerlo de su cargo. El pretexto es que este último había cerrado prematuramente la investigación sobre los emails de Clinton, atribuyéndose prerrogativas que no le corresponden. Luego del reconocimiento por parte de Comey de haber cometido algunos errores, fue despedido de manera fulminante.

El despido de Comey abrió una incipiente crisis política, ya que el Partido Demócrata y los medios de comunicación opositores como el New York Times lanzaron una campaña trayendo nuevamente a escena el fantasma del “Watergate”. No se trata de una cuestión menor, ya que el “Watergate” (como desarrollaremos más abajo) culminó en la única renuncia de un presidente de Estados Unidos, en agosto de 1974.

Pero la tensión siguió aumentando en los días posteriores. En los últimos días se sumó una nueva acusación contra Trump: el haber filtrado información confidencial al presidente Putin en una reunión realizada esta semana. Según se sostiene en varios medios, esta información refería al Estado Islámico y había sido provista por los servicios de inteligencia israelíes. Esto provocó una fuerte conmoción, ya que la comunidad de inteligencia de diversos países comenzó a considerar como “no confiable” al gobierno de EEUU, que filtra información de gran importancia a sus enemigos geopolíticos.

Por último, el día de ayer el congreso de EEUU avanzó en un pedido al FBI para que revele documentos sobre posibles “aprietes” de Trump hacia Comey, evidenciando que su despido estaría motivado por el interés de evitar cualquier investigación hacia él sobre el asunto ruso. La aprobación de este pedido parlamentario contó con el visto bueno de los representantes del Partido Republicano, es decir, del propio partido del presidente. Esto es un indicio de distanciamiento y que puede precipitar en una crisis política mucho mayor.

Lo que está en el tapete es el fantasma de un “impeachment” a Donald Trump: es decir, una investigación parlamentaria que eventualmente termine en su destitución del cargo de presidente. Esto todavía no está en el horizonte inmediato por dos razones: en primer lugar, porque todavía no existe una investigación formal en su contra que reúna una gran cantidad de pruebas fehacientes, a diferencia del “Watergate”. Por otro lado, porque el Partido Republicano posee mayoría parlamentaria, y por el momento no parece dispuesto a dejarlo caer. Pero estas condiciones pueden darse vuelta eventualmente si el clima político se sigue caldeando.

En cualquier caso, la resurrección del fantasma del “Watergate” y de un posible impeachment significa una advertencia-amenaza a Trump, que lo coloca entre la espada y la pared. De esa manera el “establishment” político conformado por los grandes partidos, los medios y el “Deep State” (Estado profundo, es decir los funcionarios permanentes que sobreviven a los cambios de gobierno) consigue una herramienta para controlar al presidente díscolo e imponerle que se mantenga dentro del “statu quo” (es decir, los grandes consensos que rigen el sistema político).

Un horizonte de incertidumbres

El triunfo electoral de Donald Trump ya fue de por sí un hecho disruptivo. Su carácter de “outsider”, su perfil político y el tono de sus propuestas ya rompen por sí mismo el “consenso” político en que se basa el régimen norteamericano. Su irrupción en la escena política solo se explica considerando sus causas estructurales: la enorme crisis económica de 2007-2008 y sus secuelas sociales, así como las consecuencias acumuladas durante décadas de globalización neoliberal. Es decir, auténticas “bombas” a los pilares de esa misma estabilidad. Pero una cosa es que un sector de la sociedad se sienta identificado con Trump, y otra muy diferente que la gran burguesía estadounidense y su personal político estén dispuestos a tolerarlo.

A esto se suma el hecho de que las propuestas de Trump son “disruptivas” desde el punto de vista del modo de acumulación existente y del orden geopolítico. Tanto las medidas de proteccionismo imperialista que anunció en su campaña (aunque luego no implementó) como sus anteriores declaraciones sobre el acercamiento a Rusia y hasta una posible salida de la OTAN, son medidas alrededor de las cuales la burguesía estadounidense no tiene ningún consenso. En ambos casos, se trata de giros políticos que pondrían en cuestión el orden económico y político mundial tal como lo conocemos, sin que nadie sepa a ciencia cierta qué resultaría de ellos. Más aún, el hecho de que el personal político a cargo de estos giros sea totalmente “externo” a los círculos habituales del poder abre enormes interrogantes sobre la estabilidad política de la principal potencia imperialista del planeta. En este sentido es sintomático que en los periódicos yanquis estén calificando a Trump de infantil e irresponsable: no parece que los verdaderos dueños de EE.UU. le permitan “experimentar” grandes giros históricos.

Por esto mismo, y ante el hecho de que Trump ya enfrenta la oposición en las calles de amplios sectores (lo que se agrava por el hecho de haber obtenido un triunfo electoral muy exiguo, quedando en el voto popular por debajo de su rival Hillary Clinton), la clase dominante de EEUU inicia maniobras preventivas que apuntan a meterlo en caja. Si bien no parece inmediatamente probable su destitución (todavía es un gobierno muy “jóven” que no cumplió el año de mandato, conserva una base social propia muy considerable, además de conservar mayoría parlamentaria, etc.), esta comienza a aparecer en el horizonte de lo posible. Este hecho es de por sí mismo todo un factor en la situación política, que solo puede dinamizarla, aumentando los niveles de tensión y polarización político-social.

Si bien en estas condiciones el presidente Trump ya abandonó (por los menos momentáneamente) las aristas más “desestabilizantes” de su discurso y parece haberse sometido en líneas generales a los lineamientos más estratégicos del “establishment” yanqui, su naturaleza sigue siendo imprevisible. En los próximos meses, este puede desembocar en una crisis política mucho mayor. Está en los intereses de los sectores explotados y oprimidos de EEUU y de todo el mundo intervenir en esta situación para derribar al reaccionario gobierno de Trump a través de la lucha en las calles, poniendo en cuestión el conjunto del régimen imperialista de Estados Unidos.

¿El regreso del “Watergate”?

El “Watergate” fue el escándalo iniciado en Estados Unidos a comienzos de la década de 1970. El entonces presidente Richard Nixon (electo en 1968 y reelecto en 1972), miembro del Partido Republicano, debió presentar su renuncia luego de que el parlamento iniciara contra él un proceso de Impeachment, que avanzaba hacia su destitución.

El “Watergate” comenzó en el marco de la campaña electoral de la reelección de Nixon. Como parte de ella, agentes que respondían a su gobierno intentaron penetrar secretamente en la sede central del Partido Demócrata (llamada, precisamente, Watergate), para colocar en ella dispositivos de espionaje y robar documentos partidarios. Pero fueron descubiertos, y se inició un proceso de investigación de altísimo perfil, que ganó los titulares de los grandes medios durante largos meses. Una ola de indignación recorrió Estados Unidos, ante la percepción de que el presidente abusaba de sus poderes e incurría directamente en la ilegalidad.

El proceso de investigación llegó muy cerca del propio presidente, por lo cual este reaccionó destituyendo al fiscal que lo investigaba, Archibald Cox, en octubre de 1973. Comenzó a ser acusado entonces de “obstrucción a la justicia”, lo que precipitó la apertura formal del proceso de Impeachment en febrero del año siguiente. En ese momento, el parlamento estaba en manos del Partido Demócrata, lo cual significaba la práctica seguridad (en ese contexto de gran tensión política) de su destitución. El desarrollo de las investigaciones y de la crisis política condujo directamente a su renuncia en un discurso televisado ante toda la nación, el 8 de agosto de 1974.

El “Watergate” fue posiblemente la mayor crisis político-institucional de la historia de EEUU desde el fin de la guerra civil norteamericana del siglo XIX. El cuestionamiento de la institución presidencial no es de ninguna manera una tradición política de EEUU: por el contrario, se trata de un régimen político extremadamente “estable”, por lo menos en cuanto a sus formas institucionales. Esto es parte genética de su régimen de gran potencia imperialista, donde desde el comienzo los grandes grupos capitalistas ejercieron el poder a través de un conjunto de “reglas del juego” consensuadas entre ellos. La alternancia bipartidista y toda la tradición constitucional y jurídica apuntalan esta estabilidad. Por estas razones, la invocación del “Watergate” son palabras mayores: significa que algo realmente grande puede ocurrir, o que al menos está en el imaginario de un sector de la sociedad.

Por Ale Kur, SoB 426, 18/5/17

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