Sudáfrica

Los ataques a inmigrantes y refugiados económicos

Los porqués de esta violencia

Por Sergio Kiernan
Corresponsal en Sudáfrica
Página 12, 25/05/08

Los pobres se lanzan contra los pobres en las ciudades sudafricanas: una sorpresa que tiene raíces en la explosiva situación social del país, la tensión de las cosas que no se resuelven y la pasividad de su gobierno

Una mañana en Sudáfrica alcanza para sentir la tensión: es un país que todavía no sabe muy bien qué es pero ya sabe de sobra que la tiene difícil. Como en toda Africa, se apilan varias etnias que no tienen un modelo tradicional de convivencia, y además millones de blancos y descendientes de asiáticos, los coloured malayos, paquistaníes e hindúes. Esta sociedad formada hasta en los cuerpos por el Imperio Británico tiene un mandato y un sueño, el de ser el primer país de ese continente que logre una democracia plena, sepa prosperar y forme una identidad nacional que supere la tribu y el dialecto.

Con esta tarea por delante, los sudafricanos son gente que insiste en portarse bien y llegar temprano, y tienen un qué de ceremoniosos. Se tiene un evidente cuidado de qué se dice y cómo se dice, y la informalidad gritona de los argentinos –como las discusiones a los gritos– sería para el asombro. No se anda gritando por uno de los países más violentos del mundo.

Sudáfrica es, por supuesto, una economía subdesarrollada y muy ineficiente, con islas tecnológicas a la brasileña, como sus estupendos bancos, y sorpresas, como sus rutas casi perfectas. Es un país lo suficientemente europeo como para soñar en ser Australia y tan africano para verse en los espejos múltiples de Zimbabwe y Ruanda, que oscila entre el autoritarismo y el mandato democrático, tiene un desempleo astronómico y busca que cuarenta y ocho de millones de habitantes abandonen sus lenguas y hablen inglés. Y en medio de todo esto, el brote xenofóbico...

La Agencia Nacional de Inteligencia, la NIA, dijo previsiblemente que todo estaba orquestado por manos ocultas. La primera versión vino desde la política y sugirió que eran “grupos de derecha” de los que históricamente habían fomentado divisiones y violencias entre los pueblos. En el contexto sudafricano, esto se descifra como “nostálgicos del apartheid” y como “blancos boers”. Pero hace ya rato que los blancos entendieron que la Nueva Sudáfrica les conviene casi más que a nadie y sus grupos de extremistas son tan ínfimos, tan de comedia, que la versión no prendió.

Entonces Manala Manzini, director de la NIA, sofisticó el libreto en una conferencia ante jefes de inteligencia de la región realizada el jueves en Ciudad del Cabo. “Esto es deliberado y con miras a la elección presidencial del año que viene”, dijo y dejó filtrar. Nuevamente, hay que descifrarlo: en diagonal, Manzini les apuntaba a los zulúes disidentes del partido Inkhata, caudillos en su provincia de KwaZulu–Natal y nunca del todo resignados a que el ANC –el partido de Mandela y todavía con una cierta identidad étnica xhosa– siga eternamente en el poder.

Pero lo más probable es que este pico de violencia sea nada más que lo que parece ser, un brote irracional y oscuro, medio que inexplicable y sorprendente pero tampoco caído del cielo. Después de todo, la energía destructiva de Sudáfrica mantiene a sus ciudades en el podio máximo del mundial de asesinatos.

La violencia comenzó en las barriadas inmensas de Johannesburgo, la capital económica del país. La ciudad son dos ciudades, hasta legalmente, con Jo’burg propiamente dicha y la célebre Soweto, que queda en el imaginario como una favela pero tiene casi el tamaño del Gran Buenos Aires. Esta inmensidad abraza todo tipo de condiciones, desde las casonas amuralladas de los primeros millonarios negros hasta las interminables hileras de casitas con jardincito de la clase obrera y la clase media estables. Pero la mayoría son casillas y hostels, las pensiones donde viven los migrantes y los solteros. Millones y millones de personas en casillas, con y sin familia, con y sin los más mínimos servicios.

Soweto fue, a comienzos de los noventa, escenario de batallas olímpicas entre grupos políticos por el control territorial, como si fuera un La Matanza enorme donde combatían Inkhata y el ANC al mejor estilo fierrero. De esos tiempos quedaron las imágenes de la muerte atroz del “cuello Mandela” –una cubierta empapada en nafta, encajada en el cuello de la víctima, prendida entre risas y gritos– y de la muerte lenta a golpes y golpes donde el que muere se retuerce en el suelo y los que matan bailan el toyi–toyi y usan palos y caños. Estas imágenes volvieron esta semana, porque los refugiados de Zimbabwe y los migrantes de Etiopía y Mozambique están muriendo del mismo modo.

La acusación es la de siempre: que los inmigrantes compiten con los locales por los conchabos más simples y ganan porque trabajan por menos y en cualquier condición. Esto es mucho decir, porque en Sudáfrica falta empleo para uno en cuatro y los salarios son bajos hasta para un argentino. A esta vida dura, sin mayores seguros de desempleo y poco servicio social, llegan tres millones de zimbabweños y nadie sabe cuántos etíopes, mozambiqueños y zambianos. Un sorprendente número abre tiendas, crea empleo y mejora el país, pero todos caen en la bolada.

Lo que empezó en Soweto se extendió a Durban, tierra de zulúes, ya tocó la mucho más pacífica Ciudad del Cabo y hasta dio un chispazo en Knysna, la Pinamar del Cabo, pequeña y paqueta. Los grandes suburbios segregados están en manos de bandas armadas que aparecen, “limpian” sectores de extranjeros y se esfuman para que horas después otros pobres tomen las casas abandonadas y las saqueen.

Thambo Mbeki se despertó y autorizó a que la policía usara equipos del ejército y tenga a las tropas de backup si la situación se desmadra. Si los militares llegan a tomar las calles será otro fantasma de los noventa, cuando un ejército estrictamente blanco dominaba a balazos la situación. Mientras, prestan carpas y cocinas móviles para alimentar los insólitos campos de refugiados que ahora rodean las comisarías de los suburbios pobres. Allí malviven miles y miles de extranjeros que alcanzaron a escaparse con lo puesto.

Si esta violencia puede interpretarse políticamente, el sayo le cae a Mbeki, un presidente con algo de De la Rúa y la íntima convicción de que los problemas se solucionan solitos si uno los demora. Sudáfrica hizo el milagro de subir a la clase media o a la riqueza yuppie a toda persona con talento, contactos o educación –para verlos mudarse masivamente a los barrios blancos–, pero se olvidó de las otras tres cuartas partes del país. Esta revuelta cruel sale de ahí y con la injusticia de la ignorancia termina en la de siempre: el pobre contra el pobre, el negro de aquí contra el negro de allá.

Mientras las ONG se asombran de las masivas donaciones para los inmigrantes atacados, el gobierno cuenta las balas, busca a quién culpar y se prepara por si hay que reprimir en serio.