África

Sueño blanco, pesadilla negra

Por Andrés Criscaut
Revista Ñ, 20/06/09
Enviado por Correspondencia de Prensa, 23/06/09

Desarrollo desigual: un guerrero masai con gigantescas antenas satelitales al fondo.

A lo largo de su historia moderna, África ha sido un territorio dominado y repartido entre las grandes potencias. Después de un complicado proceso de descolonización, junto a instrumentos de progreso, persisten conflictos que en su momento fueron estimulados.

“Exterminad a todos los salvajes” es lo que recomienda, en el relato de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas un personaje llamado Kurtz, quien abrió, a golpe de masacre y esclavismo, la cuenca superior del río Congo al progreso europeo de principios del siglo XX. Si bien ya han pasado más de cien años de esta historia, esa gran masa de territorio que se extiende al sur del Mediterráneo sigue siendo aún una terra incógnita, un pedazo de mapa incompleto. Pestes, conflictos, inestabilidades, hambrunas y barbarismos continúan siendo las claves de lectura de un continente que, si bien geográficamente se encuentra mucho más cerca de la Argentina que Europa o los Estados Unidos, en el imaginario occidental posee un lugar y una dimensión mucho más distante, vasta y amenazadora que la real. Como dijo el periodista y cronista polaco Ryszard Kapuscinski en su libro “Ébano”: “Este continente es demasiado grande para describirlo. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos 'África'. En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe”.

Sí existen dos regiones bien definidas, separadas por ese inmenso y refractario mar de arena que es el desierto del Sahara y el Sahel. El África que queda al norte es una estrecha franja que bordea el Mediterráneo y que histórica y culturalmente posee una homogeneidad muy marcada, ya que siempre estuvo orientada hacia el mundo árabe. Vista desde los grandes imperios musulmanes que dominaron desde Oriente Medio y Egipto, esta es una importante prolongación de su área de influencia, que en algún momento llegó incluso a poseer en sus confines a España, Sicilia, Córcega y Cerdeña. El uso del camello permitió sortear el desierto y, junto con las rutas comerciales árabes, entre el 600 y el 1500, el islam llegó a extenderse más hacia el sur y al oeste, marcando una segunda gran divisoria, esta vez religiosa y cultural, a lo largo del norte de la línea del Ecuador y de la costa del océano Indico. Varios conflictos actuales, como el de Sudán o Nigeria, tienen un importante componente que bordea esta línea de alta tensión entre un norte islámico y un sur evangelizado por el cristianismo.

Hacia el sur, África subsahariana o “negra” presenta una complejidad geográfica y social, así como un desarrollo histórico, mucho más acentuado. Entre los siglos XVI y XVIII sus costas se vieron salpicadas de enclaves comerciales europeos que extrajeron, de una miríada de pequeños “estados” autónomos, 15 millones de esclavos y valiosos productos. Sin embargo, con el gran auge de la industria y la tecnología europea del siglo XIX, ese “gran interior” llegó a ser penetrado y pasó a ocupar un lugar de reservorio de materias primas del sistema imperial. La difusa figura del misionero, explorador y comerciante concentró la “carga del hombre blanco”, que bajo toda una panoplia ideológica y política, devino en la del soldado. Entonces, la conquista dejaba de ser un emprendimiento “privado” y/o científico limitado, y se transformaba en parte de una política militar y a gran escala de los gobiernos de las metrópolis. Comenzaba una gran carrera imperial en la que África, más que cualquier otra parte del mundo, pasó a ser parcelada en colonias, protectorados y condominios, y donde grandes zonas y poblaciones eran piezas de un gran juego militar y diplomático.

En 1884 las potencias se reunieron en el Congreso de Berlín para intentar poner orden al caos y a las tensiones entre ellas, repartiéndose casi todo el continente. Sin embargo, 1898 sería el año decisivo para una nueva “pax britannica” en el continente. Tanto Portugal como Francia ansiaban lograr una continuidad territorial de sus colonias, una línea este/oeste entre el Atlántico y el Indico: la primera uniendo Angola y Mozambique, en lo que se conoció como el “mapa cor–de–rosa”, por el color que utilizaban en su cartografía; los franceses debían alcanzar su pequeño puerto de Djibouti (o Yibuti) sobre el Mar Rojo, con sus vastos territorios de África Occidental y Central, que se desparramaban desde Senegal hasta Sudán. El gran eje británico norte/sur, entre El Cairo y Ciudad del Cabo, precisamente interceptaba estos planes en seco.

Una pequeña guerra fría se desató en ese momento, cuando los portugueses fueron fácilmente sacados del circuito cuando Inglaterra los intimó a abandonar sus pretensiones sobre lo que sería luego Rhodesia (hoy Zambia y Zimbabwe) y las fuerzas francesas tuvieron que retroceder al encontrarse cara a cara con los británicos en la ciudad de Fachoda (hoy Kodok, en el sur de Sudán).

La evolución de la zona sur del continente mostró quizás uno de los pocos casos de una guerra colonial entre blancos. En su lucha contra Napoleón, Londres tomó nuevamente el enclave estratégico de El Cabo en 1806, desplazando hacia el interior a los colonos holandeses, asentados en la región desde el siglo XVII y, por entonces, aliados de los revolucionarios franceses (la palabra apartheid es, de hecho, de origen holandés).

Los bóeres o afrikaners establecieron dos repúblicas en el interior, Orange y Transvaal, que entre 1899 y 1900 mantuvieron una feroz resistencia de guerrillas. Doblegarla le costó a Inglaterra casi 22.000 muertos, de un total de 70 mil muertos (28 mil civiles bóeres y 20 mil negros). Los ingleses no sólo vieron en riesgo su honor militar sino que tuvieron que desplegar las técnicas más modernas de combate y control social: fue la primera vez en la historia que se establecieron campos de concentración y confinamiento para civiles.

A partir de entonces y hasta ahora, el predominio blanco sudafricano ha influido en toda la zona: llegó a ser el baluarte anticomunista durante la Guerra Fría, intervino en las guerras civiles de Angola y Mozambique contra tropas cubanas, apoyó la independencia de facto de 250.000 rhodesianos blancos sobre cuatro millones de negros en 1965, invadió Namibia y estuvo presente con mercenarios y traficantes en casi todo conflicto.

Ente 1885 y 1908, el Estado Libre del Congo, adjudicado al rey Leopoldo II de Bélgica en nombre del comercio libre, la evangelización y la filantropía de sus habitantes, resultó ser el mayor campo de trabajo forzado privado de la historia; y quizás la máxima premonición de un Estado presente sólo para generar ganancias. Peter Forbath en su libro “El río Congo” no dejas dudas: “El Congo no había pasado a ser una colonia de Bélgica (...). Se había decretado la aparición de un Estado flamante en medio del vasto territorio africano”, y cita a un periodista estadounidense que dijo en aquel entonces que “Leopoldo II es el dueño del Congo al igual que Rockefeller es el dueño de la Standard Oil”.

Allí fueron esclavizados, mutilados y exterminados más de 10 millones africanos que trabajaban en la extracción de marfil y en la naciente industria del caucho. El famoso y lúgubre explorador Henry Morton Stanley fue la mano derecha del rey en esta empresa, y Conrad, Mark Twain y Arthur Conan Doyle, junto a varios misioneros protestantes, participaron de la primera gran campaña por los derechos humanos contra esta explotación.

Los africanos fueron muy probablemente los primeros en conocer las ametralladoras a repetición, la guerra química, e incluso el bombardeo aéreo estratégico de poblaciones civiles, durante la conquista española de Marruecos. El sistema de “gobierno indirecto”, como lo llamaban los británicos, no sólo aprovechó y ahondó diferencias existentes entre los colonizados, sino que en muchos casos inventó estas discrepancias. Muchos conflictos “étnicos” actuales, como el de los hutus y tutsis, deben ser analizados dentro de esta mecánica de “artificialidad”. Ella fue heredada tras años de un sistema gestor de desequilibrios.

Así, más que un continente de bárbaros o “brutos”, África fue y sigue siendo una zona barbarizada y embrutecida hasta un nivel todavía desconocido, mucho mayor que lo ocurrido en Asia o en las Américas. Sin embargo, cierta “devolución” de este salvajismo colonial, comienza a verse, al menos en algunas interpretaciones de la Guerra Civil Española (Franco pertenecía al ejército colonial de Marruecos), de la Segunda Guerra Mundial, e incluso del genocidio nazi, como continuidad y como partes de un mismo contexto. Las aplicadas en aquellos casos fueron políticas semejantes a la aplicada en África, sólo que en estos casos se ejercía sobre la población autóctona europea, de manera aún más industrial.

Si hasta 1950 sólo Egipto, Liberia y Etiopía lograron mantener cierta independencia, a partir de ese momento comenzaría una verdadera revolución descolonizadora. La Primera Guerra Mundial demostró a los batallones de africanos que lucharon contra los alemanes la vulnerabilidad del hombre blanco. Y el fin de la Segunda Guerra Mundial, que los imperios ya no podían sostener sus colonias. A su vez, las elites africanas aprendieron los conceptos de Estado e independencia en las mismas escuelas europeas. Así como también “que si no hubiera sido por Rusia, el movimiento africano de liberación hubiera sufrido la persecución más brutal”, como dijo el ghanés Kwame Nkrumah, uno de los primeros líderes independentistas africanos.

Aunque luego se sucedieron dictadores y cruentas guerras civiles, las condiciones de vida básica de los africanos mejoraron y produjeron un importante crecimiento poblacional. Kapuscinski mostraba en sus crónicas de África cómo la simple introducción del bidón de plástico permitió a los niños acarrear agua a sus poblados y mejorar así su bienestar. Sin embargo, el fracaso, la inoperancia de los gobiernos, el derrumbe del bloque socialista, y el capitalismo salvaje han invocado una nueva versión del colonialismo en suelo africano. Así como los limites de la administración colonial se perpetuaron casi sin grandes modificaciones en las fronteras de los actuales países africanos (aún mucho más que en América, y sin duda alguna que en Europa o Asia), el espíritu del rey Leopoldo II sobrevuela el continente, ahora con otros ropajes.

El niño de las minas de ese pedazo de Zaire arrebatado por Laurent Nkunda (líder militar tutsi y predicador mesiánico adventista de los Rebels for Christ, una de las casi 9.000 sectas que proliferan como hongos en el caldo de cultivo de la miseria africana) sólo sabe que la vida es corta; que su padre fue asesinado y que su madre fue violada. Nada sabe de que ese polvo que busca es coltan y que terminará dentro de algún celular en Calcuta.