América Latina

Piratas en los mares del Sur

Por Edith Papp
AIS (Agencia de Información Solidaria), 28/05/04

En nada se parecen a sus antecesores atraídos por el oro y la plata de los galeones que llevaban hacia Europa los tesoros del Nuevo Mundo. En sus barcos no ondean las tan temidas banderas con la calavera y los huesos, y ellos mismos tampoco llevan un parche en el ojo, ni garfios, ni patas de palo. Nobles propósitos científicos enmascaran su afán de lucro, y sólo la vigilancia permanente de los ecologistas –y de la sociedad civil cada vez más alerta ante las tentativas de saqueo de los recursos genéticos de las naciones pobres– permite desenmascararlos a tiempo.

Se llaman "biopiratas" y uno de sus representantes más ilustres recorre en estos meses los mares del Sur recolectando microorganismos con vistas a controvertidos proyectos de creación de vida artificial en laboratorio y otros objetivos.

Se trata de J. Craig Venter, ex director de la empresa estadounidense Celera Genomics, y conocido desde el año 2000 como el descifrador del genoma humano, empeñado esta vez en investigar –con el evidente objetivo de patentar luego– la enorme biodiversidad de los océanos y, sobre todo, sus elementos más desconocidos: los microorganismos marinos, de los cuales sólo se conoce un 1% en la actualidad, según se afirmó en el Foro Global de Biotecnología, celebrado en 1999.

Como presidente del Instituto para las Energías Biológicas Alternativas (IBEA) –un organismo no lucrativo, pero dotado de una extraordinaria habilidad para obtener generosas subvenciones de entidades como el Departamento de Energía– Venter emprendió, desde agosto del 2003, un ambicioso proyecto para conocer mejor los microbios exóticos, considerados como la posible materia prima para la creación de nuevas fuentes de energía y nuevas formas de vida.

A bordo de su barco, que lleva el sugestivo y bien merecido nombre de “Sorcerer II” (El Hechicero), el científico realiza actualmente la etapa sudamericana de su travesía mundial, durante la cual tiene previsto tomar muestras a cada 200 millas en las aguas cercanas a México, Panamá, Ecuador y Chile antes de poner proa rumbo a la Polinesia Francesa, y desplazarse luego a África y Australia. Antes había recorrido, con idénticos objetivos, la costa Este de los Estados Unidos, la de Canadá y el Mar de los Sargasos, en las proximidades de las Bermudas.

Una ONG internacional con sede en Canadá, el grupo ETC, dedicada a la promoción de la diversidad cultural y biológica y la defensa de los derechos humanos, ha denunciado recientemente que las investigaciones de Venter, financiadas por la administración estadounidense, se apropian así de los recursos genéticos de las naciones del Sur, en violación de la Convención sobre Biodiversidad, que el gobierno de Washington tuvo la precaución de no suscribir en su momento.

La deliberada inclusión en el proyecto de territorios especialmente protegidos, como las Islas Galápagos, con su ecosistema único, que ha comenzado a provocar protestas por parte de organizaciones ambientalistas, genera preocupaciones aún mayores ante la escasa transparencia en la actuación de las autoridades oficiales, al parecer poco interesadas en proteger la riqueza ecológica nacional.

Las pesquisas de este biopirata, además, no sólo plantean la escabrosa problemática de la soberanía nacional sobre los recursos biológicos, sino obligan también a preguntarse con qué objetivo se van a utilizar dichos recursos, una vez que las muestras lleguen al laboratorios de IBEA en Rockville (Maryland) y los científicos logren secuenciar la ADN de los microbios.

Lo que hace aún más peligrosos estos planes, apunta ETC, es que en ellos convergen dos grandes líneas de la revolución científica, cuyo predominio conllevará –como lo muestra la actual “fiebre de oro” para apropiarse de los recursos biológicos ajenos– una nueva ola de saqueo de las riquezas de numerosos países en vías de desarrollo, carentes de la capacidad tecnológica y de los recursos financieros para aprovecharlos en su propio beneficio.

Se trata de la biotecnología y la nanotecnologia: mientras la primera lleva ya tres décadas dedicada a introducir genes nuevos en organismos vivos, la segunda se empeña en construir, “molécula a molécula” unas máquinas “híbridas” que incorporen elementos vivos y materia inerte, y puedan ser utilizados industrialmente.

La entidad presidida por Venter, IBEA, ya alcanzó éxitos notables en este terreno. Según anunciara en noviembre de 2003 el propio Secretario de Energía de Estados Unidos, Abraham Spencer, los científicos de Rockville ya habían ensamblado “más de 5.000 bloques de ADN para crear un diminuto virus artificial que infecta a las bacterias”.

Con este antecedente, agregó el alto funcionario gubernamental “en un futuro no muy distante... podríamos fabricar seres microscópicos que coman dióxido de carbono, otros que ayuden a que crezcan árboles en tierras erosionadas y climas hostiles y crear hidrógeno para los vehículos que mañana se moverán con combustible celular”.

Las perspectivas, pues, son más que halagüeñas, pero los países de origen de estos tesoros futuros, una vez más, parecen condenados a quedar fuera del reparto de los dividendos: cuando más, podrán ver sus recursos pirateados hacia el Norte industrializado regresar, a precios prohibitivos, hacia el Sur, convertidos en inventos realmente útiles y beneficiosos para la humanidad.

Para que esto no ocurra, y para que las investigaciones científicas sean encaminadas de acuerdo con criterios éticos y ecológicos aceptables para todos, el grupo ETC propone como primer paso una Convención Internacional para la Evaluación de las Nuevas Tecnologías en el ámbito de la ONU y una implicación más profunda de la sociedad civil en el debate y la acción con respecto a la orientación de la ciencia y al impacto de las nuevas tecnologías, antes de que se les vayan de la mano a unos pocos... y todos suframos las consecuencias.