América Latina

Los mitos del librecomercio

Por Claudio Katz[1]

La generalizada aceptación del librecomercio es un evidente legado del neoliberalismo. Los intercambios sin aranceles favorecen a los capitalistas de las economías más avanzadas en desmedro de los países subdesarrollados. No existen ventajas mutuas en la especialización complementaria, ni tampoco satisfacción de necesidades recíprocas. Cómo las empresas metropolitanas cuenta con mayor nivel de productividad, industrialización y desenvolvimiento tecnológico, obtienen en el mercado mundial beneficios extraordinarios a costa de sus frágiles competidores de la periferia.

Estas ganancias no provienen de la localización, los atributos del suelo o las peculiaridades de cada población. Son el efecto comercial de las brechas de productividad que predominan en el capitalismo contemporáneo. El librecomercio renueva la vieja fractura internacional entre países exportadores de insumos básicos y economías productoras de bienes elaborados.

Las consecuencias de esta diferenciación están a la vista. El 94 % de las ventas y el 92,5% de las compras mundiales son manejadas desde centros ubicados en el 25% de los países y los 10 principales exportadores controlan el 56% de ese comercio. Al cabo de una década de fuertes rebajas aduaneras los beneficios de este modelo para los países dependientes son inhallables. Por eso los entusiastas del librecomercio están particularmente desconcertados no logran explicar los descalabros que provocó la apertura en América Latina[2].

Algunos analistas argumentan que la “apertura fue insuficiente”. Pero en ese caso los resultados deberían ser incompletos y no desastrosos. Es evidente que el retroceso de América Latina en el comercio global no obedeció a la carencia, sino al exceso de neoliberalismo. Esta regresión deriva del lugar subordinado que ocupa la región en el proceso de mundialización. Esta vez Latinoamérica no se perfila como el bastión colonial apetecido por imperios rivales, sino como un campo de múltiples negocios sustentados en el sufrimiento popular.

Las corporaciones norteamericanas

La liberalización comercial es un objetivo central de las corporaciones estadounidenses. La apertura les permite abaratar sus procesos de fabricación en maquilas y factorías, racionalizar el uso de los mismos servicios en varios países y obtener grandes beneficios con privatizaciones o préstamos a la periferia. Al distribuir filiales en distintas zonas, lucran con las ventajas de cada región. Pero el curso librecambista persigue además dos metas estratégicas: achatar los salarios estadounidenses y debilitar a los competidores carentes de peso global.

La presión sobre los salarios se ejerce a través de la importación de bienes fabricados en la periferia. El abismo de costos salta a la vista cuándo un mismo producto se puede fabricar en México o Centroamérica. Pero aunque este desplazamiento de la inversión es solo factible en algunas ramas, todos los capitalistas chantajean a los trabajadores con la misma amenaza: aceptar recortes salariales o arriesgarse a perder el empleo, si la planta se traslada al exterior.

El librecambio es un arma de las empresas globalizadas contra sus pares que solo operan en el mercado norteamericano y que se protegen con aranceles de esta concurrencia. La continuidad de varias industrias (acero), servicios (electricidad, camioneros) y proveedores agrícolas (carne, leche, azúcar) depende de estas barreras.

Tradicionalmente los gobiernos equilibran los intereses de ambos sectores. Bush impulsa el ALCA a favor de los globalistas, pero dispuso numerosas medidas de arancelamiento reclamadas por los proteccionistas (acero, aviones, agro). Pero el curso ascendente de la mundialización tiende a inclinar la balanza a favor de los internacionalizados. Este mismo arbitraje se avizora en la dupla Kerry-Edwards, que reúne a un hombre de las transnacionales con un defensor de los amenazados industriales locales.

El curso librecambista está sujeto también a las necesidades coyunturales de la economía norteamericana. Actualmente es utilizado para contrarrestar con exportaciones el déficit comercial y asegurar el ingreso de los capitales externos que financian el bache fiscal.

Las transnacionales europeas

Siguiendo el ejemplo estadounidenses las transnacionales europeas promueven la reducción de aranceles para debilitar a la clase obrera. Pero en este caso confrontan con los trabajadores más organizados y sindicalizados del planeta. La apertura es un instrumento patronal para atropellar las grandes conquistas del empleo, la seguridad social y las normas laborales.

En esta región el librecambio acelera la constitución de una clase capitalista continental. Este sector emerge sobre los restos de las empresas que solo operan a escala nacional o local. Esta reorganización afecta duramente a la pequeña producción agrícola, atropellada por la apertura y el recorte de los subsidios estatales.

El librecambio apuntala en esta región el surgimiento de un gran rival monetario e industrial de Estados Unidos, pero también asiste a las empresas ya asociadas con capitalistas extraeuropeos. Por eso la liberalización predomina sobre la tendencia a conformar un clásico bloque proteccionista contra el competidor transaltántico. El perfil de la Unión no está sin embargo completamente definido y por el momento solo se verifica la intención de ampliar esta asociación en el viejo continente, absorbiendo todos los recursos financieros posibles del resto del mundo.

En esta estrategia América Latina constituiría una fuente adicional de negocios si se suscribieran los acuerdos de librecomercio en discusión desde hace dos años. Pero esta negociación no es prioritaria, porque el “patio trasero del Viejo Continente se ubica en Europa Oriental y hacia allí se orientan las principales inversiones de las grandes corporaciones.

Este cuadro geopolítico explica porqué los capitales europeos penetran en Latinoamérica sin desafiar la hegemonía estadounidense y sin pretender expandir la “multipolaridad” hacia la región. Por eso no tiene gran fundamento la expectativa de apoyarse en los convenios con Europa para ampliar la autonomía política de la zona[3].

Ciertos analistas igualmente resaltan el carácter más benigno del capital europeo y le atribuyen un comportamiento más respetuoso hacia los derechos de la periferia. Pero esta percepción ha quedado refutada por múltiples experiencias[4]. Las privatizaciones españolas de 1995-2000 por ejemplo derivaron en un saqueo de recursos naturales y en el desmembramiento de los servicios públicos.

La prioridad asignada al saldo comercial favorable también se asemeja a los capitalistas europeos con sus rivales norteamericanos, como lo prueba el nítido superávit de intercambios con Latinoamérica desde 1993. Pero el apetito por ventajas sin contrapartida ha desembocado en el fracaso de varios intentos de alcanzar un acuerdo de libre comercio entre la UE y el Mercosur. Los negociadores del Viejo Continente exigen todo y no resignan nada. Especialmente pretenden la apertura total de la industria y los servicios brasileños, sin conceder reducciones significativa de aranceles para las exportaciones agrícolas de Sudamérica.

Las clases dominantes de Latinoamérica

¿Por qué los países latinoamericanos aceptan convenios librecambistas tan adversos? Quiénes formulan esta pregunta se olvidan de carácter inconsulto de estos acuerdos. En los contados casos de cierto plebiscito el rechazo popular fue contundente. Y como esta resistencia es ampliamente conocida por los gobiernos de la región, todas las negociaciones se desenvuelven en secreto, sin respetar normas constitucionales, ni controles parlamentarios.

La oleada neoliberal ha resucitado la vieja filiación librecambista de las clases dominantes y la tradición oligárquica que condujo al bloqueo del desarrollo industrial autónomo de Latinoamérica. Esta resurgimiento se apoya en los beneficios que muchos grupos capitalistas han obtenido de la regresión sufrida por los sectores muy dependientes del mercado interno.

Las fracciones transnacionalizadas de la burguesía latinoamericana promueven el libre comercio para arañar alguna migaja del mercado estadounidense o europeo. Con tal de lograr este acceso son capaces de aceptar la inundación metropolitana de importaciones y el manejo foráneo de los servicios públicos.

Este tipo de concesiones condujo en México a la expansión de las maquilas fronterizas, mientras se desmantelaba la industria nacional y se desnacionalizaban los bancos. También en Chile los exportadores de la frutas, madera y minerales toleran a cambio de sus ventas, la devastadora competencia externa que sufren los pequeños industriales y comerciantes.

En Centroamérica las clases dominantes tienen muy poco para ofrecer en el exterior y por eso nutren de fuerza de trabajo barata y soldados a Estados Unidos, a cambio de las remesas que envían los trabajadores emigrados[5]. Además, negocian por separado tratados de libre comercio (TLCs) que presuponen la eliminación de cualquier estructura arancelaria común.

Incluso un país de mediano desarrollo como es Argentina negocia vergonzosamente cuotas de abastecimiento de los consumidores del Norte que podrían terminar perjudicando al conjunto de la clase dominante. Con tal de ingresar productos en las metrópolis se acepta la continuidad (o la reducción muy paulatina) de subsidios al agro norteamericano y europeo que descolocan al comercio exterior del país. Pero quedar bajo el paraguas del librecomercio imperialista se ha tornado un mal menor para una burguesía tan desplazada de los intercambios mundiales[6].

Modalidades y efectos

El Alca es el principal símbolo del librecambio en Latinoamérica, pero constituye tan solo uno de los senderos de la desregulación comercial. El tratado fue originalmente concebido como un plan generalizado de reducción arancelaria que debía finalizar en el año 2005, pero actualmente evoluciona hacia una variante de compromisos más difusos (“Alca light”). El reciente fracaso de las negociaciones entre todos los gobiernos –en Cancún a fines del 2003- confirma este estancamiento.

En cambio las tratativas en la OMC avanzan con menos obstáculos. Allí los acuerdos entre Europa y Estados Unidos determinan la agenda de tratativas que sigue la periferia. Actualmente las dos potencias presionan sobre Latinoamericana por una rápida desregulación de los servicios que permita el cobro de todas las patentes (especialmente informáticas y medicinales). El cronograma de reducción de los subsidios agrícolas que se acordó recientemente anticipa, además, una fuerte ofensiva del agrobussines para imponer la adaptación de la producción alimenticia mundial a sus necesidades.

El librecomercio se expande también a través de los convenios bilaterales, que Estados Unidos y Europa suscriben con distintos países para impedir cualquier resistencia unificada a su dominación. El gobierno de Bush ha firmado este tipo de acuerdos con diversas naciones (Singapur, Australia y Marruecos) y en América Latina privilegió a México y Chile. Ahora está embarcado en suscribir convenios separados con cada país de Centroamérica y presiona a Colombia, Perú y Ecuador para que adopten este mismo curso. También la Unión Europea impulsa acuerdos bilaterales con algunas naciones (México) o regiones (Mercosur) e invariablemente exige garantías estatales a los inversores y alta participación en las privatizaciones.

Los demoledores efectos sociales de esta desregulación comercial son evidentes en la tragedia de pobreza, desempleo y miseria salarial que padece América Latina. Aquí la apertura no solo reduce los ingresos populares (como en Europa o Estados Unidos), sino que además amenaza la supervivencia de grandes sectores de la población. La vida no vale literalmente nada en el infierno de trabajo infantil que predomina en la región (17 millones de niños explotados en Bolivia, Perú y Brasil).

La liberalización desagota la superproducción agrícola norteamericana, pero pulveriza los sistemas de cultivo tradicional. Si el Nafta destruyó 1,7 millones de empleos en el campo mexicano, el tratado que suscribirán los países centroamericanos (Cafta) despedazará las formas de labranza en países corroídos por la desnutrición (uno de cada cuatro habitantes). Dos corporaciones (Cargill y Archer Daniels) ya preparan una avalancha de arroz y maíz a precios subsidiados y por eso incentivan tratados sin restricciones alimenticias en la zona. Siguiendo este camino Haití abandonó sus viejos cultivos y actualmente depende de las caridad internacional[7].

Los convenios en curso también autorizan la ampliación de las patentes a plantas y animales de uso tradicional (en Ecuador, Perú) y promueven el floreciente negocio de la privatización del agua. A medida que la destrucción de cuencas naturales anula la vieja gratuidad de este insumo, el control de las reservas latinoamericanas tiende a reportar extraordinarias ganancias, especialmente a las corporaciones europeas que manejan el servicio de agua en varios países (Argentina, México y Chile)[8].

La función del endeudamiento

La sujeción comercial de América Latina se sostiene en el endeudamiento externo de la zona, porque estos pasivos constituyen el instrumento de presión del FMI para imponer políticas librecambistas. Al mismo tiempo que genera una hemorragia constante de fondos hacia el exterior, la deuda refuerza la apertura y las privatizaciones. Por eso la deuda y el Alca constituyen dos caras de una misma dominación imperialista.

Pero el propio pago de la hipoteca tiende a provocar el dislocamiento periódico de la integración comercial. Por ejemplo, la agonía del Mercosur obedece en gran medida al ahogo financiero que padecen Brasil y Argentina como consecuencia de su cumplimiento con los acreedores. Para “preservar la confianza de los mercados”, Lula ha impuesto un nivel de superávit fiscal y ortodoxia monetaria ortodoxa que encarece las tasas de interés, frena el crecimiento y pospone indefinidamente las reformas sociales[9]. Por su parte, Kirchner confronta verbalmente con el FMI pero dispone enormes transferencias de divisas a favor de este organismo, mientras instrumenta un drástico ajuste fiscal para solventar con pobreza, desempleo y bajos salarios la salida del default.

El estancamiento del Mercosur deriva de esta subordinación financiera que le impide a Brasil y Argentina coordinar sus políticas cambiarias, forjar un área monetaria, eliminar las asimetrías de los subsidios y asegurar un arancel común. Mientras cada país negocie solitariamente con el FMI y diagrame su política económica en función de estas tratativas persistirán los superávit disímiles, los cronogramas impositivos peculiares y las tasas de interés o paridades cambiarias especificas que bloquean el avance del Mercosur.

Este deterioro potencia la influencia de los sectores capitalistas reacios a continuar con esta asociación. Ningún grupo dominante cuestiona las ventajas de hacer negocios en Brasil y Argentina. Pero la prioridad del Mercosur en relación a otros convenios (Alca o bilaterales) es cuestionada por ciertas elites de ambos países.

Los exportadores argentinos con ventas en Europa y Estados Unidos son permeables a la presión de ambas potencias para diluir el Mercosur o utilizarlo contra los industriales brasileños, que todavía constituyen un rival de importancia para las corporaciones metropolitanas.

El Mercosur tampoco es atractivo para los industriales argentinos afectados por la competencia de los vecinos paulistas y para grupos agroexportadores de Brasil, que prefieren desenvolver sus propios acuerdos comerciales internacionales sin cargar con el chaleco de restricciones que impone la asociación con Argentina, Paraguay y Uruguay[10].

Otra crisis del mercosur

Los recientes sacudones que ha sufrido la asociación argentino-brasileña son ilustrativos de los desequilibrios que arrastra esta relación. Nuevamente un ciclo de reactivación económica en Argentina ha incentivado una avalancha de importaciones desde Brasil que provocó la airada reacción de los empresarios locales. Este sector exige restaurar las barreras aduaneras para proteger la fabricación nacional de indumentaria, calzado, heladeras, lavarropas y televisiones.

Como aceptar estas restricciones destruiría el proceso de integración y eludirlas conduciría a un importante quebranto industrial, Kirchner optó por una salida intermedia. Ha propuesto negociar un esquema de cuotas, salvaguardas y distribución de inversiones que permita distender simultáneamente las quejas de los capitalistas locales y de sus rivales brasileños. Acompañó este improvisado arbitraje con alegatos que ponderan, por un lado, “la vigencia de la integración” y por otra parte convocan a “defender la industria nacional”.

Pero cualquiera sea el arreglo de esta controversia la superación de las asimetrías entre ambos países es muy improbable. La competitividad de la industria argentina es baja en comparación a la brasileña, porque opera con una escala de producción y niveles de eficiencia muy inferiores y además quedó muy afectada por la apertura de los 90.

La nítida preferencia de la inversión extranjera automotriz por Brasil (10 plantas nuevas inauguradas desde 1998 contra ninguna en su vecino) es otro síntoma de esta brecha. El 59% del mercado argentino ya está ocupado por autos brasileños mientras que la contraparte de su asociado apenas alcanza al 2,5%.

En el Mercosur actual, Argentina se perfila como proveedor de materias primas y Brasil como productor de bienes más elaborados. Esta división del trabajo es un efecto del librecambismo que rige al interior de esta asociación. Los capitales circulan con decrecientes restricciones y buscan las ventajas que ofrece el mercado más significativo. Por la misma razón que Estados Unidos lucra con el subdesarrollo latinoamericano, Brasil sale airoso frente a la Argentina en la pequeña escala del Mercosur.

La brecha entre ambas economías quedó establecida desde el momento que el progreso del Mercosur comenzó a medirse por el grado de reducción arancelaria. Este típico parámetro neoliberal ya no se explicita, pero subsiste bajo la gestión de Kirchner y Lavagna. Las grandes empresas –con plantas en ambos lados de la frontera- continúan obteniendo beneficios a costa de sus competidores más frágiles, que principalmente se ubican en el costado argentino.

Este desnivel no se corrige con exhortaciones (“lograr una integración más equitativa”), ni ensayando una competencia suicida entre ambos países. Rivalizar por subsidios a las empresas (zona franca de Manaos versus Tierra del Fuego), por auxilios crediticios (BNES de Brasil versus bancos oficiales de Argentina) o por bajos salarios (quién flexibiliza más la legislación laboral) conduce a una mutua destrucción, que solo favorecería a los grupos concentrados. Más contraproducente sería extender esta concurrencia al plano financiero (quién obtiene mayor superávit fiscal y recorta gastos sociales) o contractual (quién ofrece mayores prebendas a los inversores extranjeros).

El Mercosur languidece bajo el disfraz de su publicitada expansión. Cuánto mayor es el número de países proclaman su probable adhesión al acuerdo, mayor es el vaciamiento de la asociación. En realidad nadie sabe en qué términos se aproximan Chile, Bolivia, México o la Comunidad Andina. Si su eventual incorporación es un acto puramente formal, un nuevo sello se añadirá al vasto inventario de instituciones latinoamericanas irrelevantes. Si por el contrario, los acuerdos incluyen alguna adaptación efectiva de los aranceles a los patrones de México o Chile, el ensanchamiento del Mercosur constituiría más bien una plataforma para conformar alguna variante del ALCA.

Tres batallas conjuntas

Para avanzar hacia la integración real hay que sustituir las metas capitalistas por una agenda de reivindicaciones populares. Este giro introduciría un sentido provechoso a la vieja aspiración de ensamblar los destinos de Latinoamérica. En oposición al desempleo, la pobreza y la explotación –que potencian las tratativas en curso- habría que gestar una integración basada en la solidaridad, la cooperación y la satisfacción de las necesidades sociales.

Pero este rumbo exigiría distinguir los intereses divergentes que separan a los opresores de los oprimidos. Los trabajadores argentinos no ganan nada, tomando partido a favor de los empresarios exportadores o los industriales proteccionistas que se disputan mercados y subsidios oficiales. Y tampoco el pueblo brasileño mejorará su nivel de vida acompañando las exigencias de sus capitalistas[11]. Lo que corresponde es tejer vínculos de solidaridad entre los trabajadores, campesinos y desempleados de toda la región para promover un programa que resuma las demandas sociales comunes.

Este es un camino opuesto al adoptado por los gobierno de la región. Lula y Kirchner han cambiado el lenguaje, pero no la política de integración favorable a las clases dominantes. Las medidas económicas heterodoxas que aplican ambos gobiernos no revierten el actual horizonte de miseria y regresión social[12].

Un proyecto de integración popular presentaría modalidades singulares para cada país, pero supondría plantear tres batallas conjuntas: el rechazo del Alca, la deuda y la militarización. La conexión entre la dependencia financiera y comercial es evidente y muchos pueblos perciben que es más urgente luchar contra el FMI que denunciar la apertura. Por eso cualquier cuestionamiento del Alca divorciado de la resistencia al pago de la deuda carece de poder de convocatoria.

La resistencia contra la militarización es igualmente prioritaria, porque las corporaciones imperialistas solo pueden cobrar la hipoteca e inundar de productos la región, bajo el manto intimidatorio de bases norteamericanas y despliegues de marines. Es difícil pronosticar si el fracaso del ensayo colonial en Irak conducirá a Estados Unidos a la cautela o la virulencia en América Latina. Pero en cualquier variante la primera potencia buscará consolidar el control de su “patio trasero”. La competencia de militarismo que han entablado por Bush y Kerry confirma que en este terreno no dirimen grandes diferencias. El candidato opositor ya declaró su enemistad hacia Venezuela y su propósito de apoyar las provocaciones contra Cuba que alienta el lobby anticastrista de Miami.

Pero en lo inmediato el Departamento de Estado busca alentar la participación de los gobiernos latinoamericanos en sus operativos. Estas acciones incluyen ejercicios conjuntos de tropas y la colaboración de gendarmes en las regiones que Estados Unidos necesita algún auxilio. La presencia de tropas sudamericanas en Haití es el ejemplo más reciente de esta política.

Pero lo esencial son los vientos de emancipación que nuevamente soplan por América Latina bajo el impacto de grandes rebeliones populares. Las condiciones para una campaña contra la deuda, el Alca y la militarización son muy propicias. Solo falta poner manos a la obra.

10/10/04

Notas:

[1]Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz

 [2]Dos ejemplos de este estupor son: De Soto Hernando. “Es malo que el capitalismo siga fracasando” (La Nación, 21-1-04) y Porter Michael. “La receta de Porter para la competitividad de América latina” (La Nación, 10-6-04).

[3]Un ejemplo de la cautela europea en América Latina se verificó durante la última cumbre de mandatarios celebrada en Guadalajara a mediados del 2004. Los representantes del Viejo Continente se esforzaron tanto por evitar a cualquier cuestionamiento de Estados Unidos, que la delegación cubana caracterizó este comportamiento como propio de “corderos subordinados a Washington”.

[4]Este enfoque plantean: Lucita Eduardo. “Estancamiento del Alca, avance de la Unión Europa”. Mendez Dense. “La estrategia regional de la UE hacia América Latina”. Reunión de Autoconvocatoria contra el ALCA, Buenos Aires, abril 2004.

[5]Esta dependencia es tan grande que ya 28% de la población de El Salvador, el 24% de Guatemala y el 16% de Honduras recibe estas transferencias.

 [6]Este tipo de negociaciones ha propiciado: Redrado Martín. “La Unión Europea es nuestro socio estratégico”. Clarín, 27-4-04.

 [7] -Ricker Tom. “La recolonización del istmo”. Correspondencia de Prensa 21-8-04:
 [8] Clarke Tony, Barlow Maude. “La furia del oro azul”. Correspondencia de Prensa 27-7-04

[9]Estos pagos de intereses duplican los gastos sociales y han impedido subir los salarios, reducir el desempleo o poner en marcha el “programa de hambre cero”. Para hacer buena letra con los banqueros se han puesto en marcha varios proyectos de agresión contra los trabajadores como la reforma previsional.

[10] Un reflejo diplomático de estas desaveniencias es la negativa argentina a favorecer el ingreso de Brasil como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.

[11]El colmo de esta identificación fue la manifestación que hace dos meses realizaron algunos sindicalistas metalúrgicos de Sao Paulo frente al consulado argentino para exigir represalias contra cualquier traba aduanera a las exportaciones brasileñas.

[12] Los economistas heterodoxos más críticos suelen ver en el vecino el ejemplo a seguir. Los brasileños ponderan la “osadía de Kirchner frente al FMI”, mientras que los argentinos elogian la “estrategia comercial e industrial autónoma” de Lula.