América Latina

Centroizquierda, nacionalismo y socialismo

Por Claudio Katz ([1]), 20/02/05

Resumen: El ascenso de varios gobiernos de centroizquierda refleja el fracaso económico, el retroceso político y el rechazo popular al neoliberalismo. Pero cada proceso expresa realidades distintas. Lula asumió sin fisuras institucionales en un marco de recesión y desmovilización social. Kirchner arribó al concluir el descalabro político creado por una depresión rodeada de sublevaciones. Tabaré sigue el modelo político del PT en un cuadro económico semejante a la Argentina y ensayos similares enfrentan en Bolivia con la amenaza de balcanización.

El nacionalismo de Chávez es sustancialmente distinto porque se apoya en la ventaja petrolera para desplazar a los viejos partidos, hacer reformas y confrontar con la derecha. Además, estrecha relaciones con Cuba y encabeza una fuerte polarización político-social. Su proyecto del ALBA no es compartido por la centroizquierda, porque las clases dominantes de cada país tienen mayores negocios con las metrópolis que con sus vecinos. La constitución de Petrosur choca con la privatización del petróleo en el Cono Sur y al Bansur le falta un club de deudores.

Es incorrecto considerar que Lula y Kirchner encabezan “gobiernos en disputa”. Arbitran entre grupos capitalistas con modelos de ortodoxia socio-liberal o heterodoxia excluyente en desmedro de los intereses populares. Tanto el PT como el peronismo han perdido su originalidad contestataria. En Venezuela la disyuntiva es radicalizar o congelar el proceso bolivariano.

Ciertos enfoques sugieren que el imperialismo norteamericano es invencible e ignoran que su hegemonía no es un dato nuevo para la región. Tampoco registran los efectos contradictorios de la desaparición de la URSS y tienden a evaluar la correlación de fuerzas considerando más las relaciones entre los gobiernos que la lucha social.

La izquierda puede retomar el legado de los 70 si reconstituye su proyecto socialista. Las dificultades no derivan de la adversidad externa sino de las políticas implementadas en cada país. Es vital comprender por qué los proyectos de capitalismo regional autónomo son menos viables que en el pasado. La batalla por conquistas a escala local debe formar parte de una propuesta antiimperialista radical.

Los nuevos gobiernos de Sudamérica comparten la crítica al neoliberalismo, cuestionan las privatizaciones descontroladas, la apertura excesiva y la desigualdad social. También proponen erigir formas de capitalismo más productivas y autónomas con mayores regulaciones del estado. Pero su llegada ha creado dos interrogantes: ¿Conforman un bloque común? ¿Facilitarán el acceso del pueblo al poder?

Los fracasos del neoliberalismo

Lula y Kirchner llegan al gobierno porque el neoliberalismo no logró revertir el retroceso de Latinoamérica en el mercado mundial. Esta pérdida de posiciones se verifica en el estancamiento de la inversión y del PBI per capita y es muy visible en comparación a China o el Sudeste Asiático.

Los ciclos de prosperidad continúan sujetos a la afluencia de capitales financieros y a los precios de las exportaciones. Por eso los beneficios que obtuvieron los capitalistas durante los 90 fueron inestables. Además, la reducción de los costos salariales no compensó el estrechamiento de los mercados internos y la caída del poder adquisitivo afectó la acumulación.

También la apertura deterioró la competitividad y agravó las desventajas de los empresarios latinoamericanos frente a sus concurrentes. Muchos capitalistas lucraron con el endeudamiento público, pero el descontrol de este pasivo ha reducido la autonomía de la política fiscal o monetaria requerida para contrarrestar las fases recesivas.

El neoliberalismo no doblegó la lucha social. Las clases dominantes no lograron victorias comparables a las obtenidas en décadas anteriores. Al contrario han enfrentado sublevaciones que condujeron al derrocamiento de varios presidentes del área Andina y el Cono Sur.

La acción directa en el agro (Perú), la irrupción indigenista (Ecuador), la presión callejera (Argentina), el clima insurreccional (Bolivia), las ocupaciones de tierra (Brasil), el despertar político (Uruguay), las movilizaciones antiimperialistas (Chile) y las batallas contra el golpismo (Venezuela) jalonaron el nuevo ciclo de rebeldía que prevalece en la región.

Las clases dominantes han perdido la confianza que exhibieron en los 90 y sus principales exponentes se han retirado del escenario (Menem, Fujimori, Salinas, C.A. Perez, Lozada). Junto a ellos se desmoronó la identificación neoliberal de la corrupción con el estatismo. La continuada malversación de fondos públicos durante la última década confirmó que la corrupción es un rasgo de todos las regímenes que intermedian en los grandes de los negocios capitalistas.

El neoliberalismo ha perdido en América Latina el impulso que parece recobrar en Europa. En ambas regiones arremetió primero el thatcherismo y luego el social-liberalismo. Pero los efectos de la desregulación comercial y la flexibilización laboral han sido diferentes en un polo central y una zona periférica de la economía mundial. El mismo atropello a las conquistas populares que en Europa provocó pérdidas de conquistas sociales, en Latinoamérica precipitó catástrofes de gran envergadura. Por eso la intensidad de la reacción popular ha sido también superior en una región de economías muy vulnerables y sistemas políticos muy inestables.

Caracterización y comportamientos.

Con Lula y Kirchner cambia el marco político del régimen que desde hace décadas manejan las clases dominantes. Los empresarios y banqueros que lucraron con la desregulación ahora acompañan el giro intervencionista. Especialmente los sectores más afectados por el fracaso de los 90 buscan acaparar los subsidios y frenar la concurrencia foránea.

La alianza dominante de financistas, industriales y agroexportadores que maneja el poder ya no conforma la clásica burguesía nacional de los años 60. Reforzaron su integración al circuito financiero internacional (como tomadores de crédito y acreedores de los estados), consolidaron su perfil exportador en desmedro de los mercados internos y manejan fuertes inversiones fuera de sus países.

Pero esta mayor transnacionalización no ha extinguido sus raíces locales. Al preservar sus principales actividades en la zona, las clases dominantes sudamericanas se mantienen como sector diferenciado y rival de las corporaciones extra-regionales. Conforman el principal cimiento de los nuevos gobiernos y orientan el comportamiento crecientemente conservador de sus funcionarios.

Lula y Kirchner evitan la demagogia populista y eluden conflictos con el Departamento de Estado, porque sintonizan con los grandes capitalistas de la región. Esta cautela explica porqué negocian los mandatos de la OMC y las versiones aligeradas del ALCA, renunciando a gestar un real bloque aduanero. Implementan el ajuste fiscal, cumplen con las existencias del FMI y descartan un frente de deudores.

Los nuevos presidentes se han negado a participar en la ocupación imperialista de Irak, pero muy pocos mandatarios del mundo acompañan a Bush en esta cruzada. En cambio han enviado las tropas a Haití que el Pentágono necesitaba para liberar efectivos del Caribe y afrontar la guerra en el mundo árabe. Lula, Kirchner y Tabaré colaboran con la formación de un gobierno títere que legitime el golpe contra Aristide, regule el tráfico de drogas y controle la emigración masiva hacia Miami. Qué las tropas latinoamericanas actúen bajo el disfraz de la ONU no modifica el servicio que prestan a los Estados Unidos. Una contribución humanitaria no requería gendarmes, sino campañas de solidaridad e iniciativas para anular la deuda de ese empobrecido país.

Los gobiernos de centroizquierda desarrollan un trabajo de ablande de los movimientos rebeldes en la región. Este papel cumplieron los emisarios de Lula y Kirchner durante la debacle boliviana del 2003. Intervinieron en pleno alzamiento popular para favorecer la constitución delgobierno continuista que asegura la privatización del petróleo. Otros presidentes de origen progresista han cumplido esta labor reaccionaria sin necesidad de ayuda externa. Es el caso de Guitierrez, en Ecuador, que prometió soberanía y gobierna con represión y privatizaciones.

Brasil y Argentina

Los nuevos presidentes emergieron en diferentes condiciones. Lula asumió en la fase final de una crisis económica que acentuó la desigualdad urbana y la miseria rural que padece Brasil. Kirchner llegó al gobierno cuándo culminaba la mayor depresión de la historia argentina. Este desplome incluyó el desmoronamiento del sistema financiero, la confiscación de los depósitos y un nivel de pobreza, hambre y desempleo nunca vistos.

Lula se ha ganado los elogios de Wall Street porque mantiene el modelo neoliberal de F.H.Cardoso. Recurre a los mismos argumentos que su antecesor (“ganar la confianza de los mercados para atraer inversiones”) para reforzar las atribuciones de los financistas que manejan el Banco Central. También asegura los beneficios de los banqueros con un inédito superávit fiscal del 4,5% del PBI y la tasa de interés más elevada de las últimas dos décadas. Con estos mecanismos garantiza pagos a los acreedores que duplican los gastos sociales.

Kirchner evitó este continuismo puro porque debió reconstituir el maltrecho circuito de la acumulación. Adoptó políticas más heterodoxas para recomponer los beneficios de todos los capitalistas, orientando la distribución de las pérdidas. Aprovechó el rebote del ciclo económico para combinar el ajuste fiscal con múltiples subvenciones y reestableció el equilibrio entre los grupos ganadores (bancos y privatizadoras) y perdedores (exportadores, industriales) de la convertibilidad.

Como afrontó un colapso muy superior al registrado en Brasil, Kirchner debió seleccionar acreedores privilegiados y penalizados, dispuso compensaciones y puniciones financieras y ahora negocia tarifas y regulaciones con las compañías privatizadas. Se ha embarcado en un proceso de reconstitución del capital que Lula pudo soslayar. Pero ambos gobiernos defienden la rentabilidad empresaria a costa de los trabajadores.

El presidente brasileño ya impuso una reforma previsional regresiva, mantiene paralizada la reforma agraria y acentúa el deterioro del salario real. Su partido frena la lucha de los sindicatos y logró reducir el nivel de movilización popular. En cambio Kirchner enfrenta un panorama social mucho más complejo, porque asumió en un clima de rebelión popular. Ha buscado desactivar la protesta mediante la cooptación (conversión de luchadores en funcionarios), el desgaste (hostilidad mediática y aislamiento de sectores más combativos) y la criminalización (decenas de presos, miles de procesados).

Kirchner logró diluir el ímpetu de las cacerolas y los piquetes, pero no eliminar la presencia de las movilizaciones como telón de fondo de la política argentina. Desarrolla una gestión conservadora, pero disimula mucho más que su colega brasileño los nexos de continuidad con el pasado neoliberal.

Mientras que el ascenso de Lula se consumó sin fisuras institucionales, Kirchner llegó sorpresivamente a la presidencia al cabo de una tormentosa secuencia de renuncias y mandatos improvisados. Lo que en Brasil fue un recambio gubernamental sin sobresaltos, en Argentina ha sido un delicado operativo de restauración de la credibilidad del estado frente al masivo cuestionamiento del régimen político (“que se vayan todos”)

Lula está coronando la transformación del PT en un partido clásico del sistema burgués. Se desprendió de su pasado izquierdista e incorporó a esa organización a la alternancia bipartidista. Financia con la prebendas a un ejército de funcionarios que convalidó la expulsión de los diputados opuestos a la reforma provisional.

Esta misma transformación de un movimiento popular en apéndice de la dominación capitalista afectó al peronismo hace ya mucho tiempo. Por eso Kirchner renueva por enésima vez al partido que garantiza la gobernabilidad de la clase dominante. Pero recurre a una duplicidad infrecuente para encubrir el clientelismo con gestos favorables a los derechos humanos, la independencia de la justicia y la depuración de la corrupción.

Uruguay y Bolivia

Por la magnitud del descalabro económico, el caso uruguayo se asemeja a la Argentina. Pero la menor intensidad de la lucha social y la mayor estabilidad del sistema político lo equiparan con Brasil.

Aunque el PBI y la inversión se desmoronaron, la crisis no se “argentinizó” en la República Oriental. El Frente Amplio logró asegurar la continuidad institucional, evitando los desbordes y el vacío político. Ahora los futuros ministros se aprestan a introducir la orientación económica ortodoxa de Lula. Prometen mantener el pago de la deuda, el sistema impositivo regresivo, los privilegios del paraíso bancario y el enorme superávit fiscal impuesto para evitar el default de la deuda.

Esta evolución se explica en parte por el debilitamiento de la resistencia social afectada por el desempleo, la emigración y el envejecimiento demográfico. Pero también influye la tradición histórica de un país que no conoció insurrecciones populares, ni rupturas institucionales significativas, bajo el gobierno de arraigados partidos.

El Frente Amplio llega ahora al gobierno con fuertes compromisos de mantenimiento del status quo y un proyecto vaciado de contenido transformador. El mensaje oficial propaga que un “país chico no puede actuar solo”, como si los cambios progresistas fueran patrimonio exclusivo de las grandes naciones. Este discurso justifica la impotencia y chocará con la expectativa creada por el triunfo de la coalición. La implantación social, la hegemonía cultural y la organización popular del FA no congenian fácilmente con el falso realismo político que promueve la dirigencia.

En Bolivia la centroizquierda (Evo Morales) no gobierna directamente, pero sostiene al tambaleante presidente Mesa y trabaja para sustituirlo en la elección del 2007. Pero este cronograma no concuerda con el ritmo del mayor descalabro regional, ni con la frágil gestión de una clase dominante que carece de recursos económicos, instrumentos políticos y mediaciones institucionales para encarrilar la crisis.

El desplazamiento del eje productivo desde el Oriente minero hacia el Occidente petrolero acentúa la debacle económica. Si el cierre de los socavones masificó el desempleo, el intento de erradicar la coca devastó al campesinado. Esta pauperización acentúa la tendencia hacia la desintegración del país, que alientan los empresarios de Santa Cruz para apropiarse la renta petrolea. Su ambición choca con la demanda popular que provocó la caída de Lozada en el 2003: nacionalizar los hidrocarburos para industrializarlos localmente.

En Bolivia permanece muy viva la extraordinaria tradición de alzamientos populares. Por eso Mesa ha recurrido a un plebiscito tramposo que buscó disfrazar la continuidad de la privatización energética con promesas de nacionalización. El sostén de Evo Morales le permitió sugerir que se avanza hacia la estatización, cuándo en realidad contempla mantener los contratos por varias décadas.

Para intentar gobernar como Lula la centroizquierda debería desactivar la rebelión y conquistar la confianza de la clase dominante. Los proyectos moderados y los candidatos digeribles que promueve el MAS apuntan hacia ese objetivo. Pero la integridad territorial de Bolivia está amenazada por una tendencia balcanizadora, que coexiste con la perspectiva siempre latente de una nueva insurrección popular. Es improbable que en estas condiciones funcione la receta desmovilizadora que se aplica en el resto del Cono Sur.

El proceso Bolivariano.

¿Forma parte Chávez de la misma oleada centroizquierdista? La prensa internacional habitualmente contrasta su “populismo” con el rumbo “modernizador” de los restantes gobiernos, porque son muy significativas las diferencias que lo separan de Lula y Kirchner.

Chávez no preservó la continuidad institucional que predominó en Brasil y Uruguay, ni recompuso los partidos tradicionales como en Argentina. Emergió de una sublevación popular (el “caracazo” de 1989) y de una revuelta militar (1992) que condujeron a un gran éxito electoral (1998). Comenzó otorgando concesiones sociales y aprobando una constitución muy avanzada. Su gobierno se ha radicalizado junto a las movilizaciones populares para enfrentar las conspiraciones de la derecha. Esta dinámica lo distingue del resto de los gobiernos centroizquierdistas, porque reaccionó contra los empresarios (diciembre 2001), los golpistas (abril 2002), el establishment petrolero (diciembre 2002) y el desafío del referéndum (agosto 2004). Se pueden computar numerosas diferencias que separan el proceso venezolano del resto de Sudamérica.

Chávez concretó el desplazamiento de los viejos partidos de la clase dominante que perdieron su tradicional control del estado. Se apoya en los sectores populares y no es visto como socio o aliado por ningún sector capitalista. No se limita a prometer cambios, sino que ha iniciado verdaderas reformas con la distribución de tierras, los créditos a las cooperativas y la extensión de los servicios educativos y sanitarios al conjunto de la población.

Chávez reedita un proceso nacionalista en la tradición de Cárdenas, Perón, Torrijos o Velasco Alvarado. Este curso es una excepción en el marco actual de amoldamiento centroizquierdista al imperialismo. Es probable que las peculiaridades del ejército (escasa relación con el Pentágono, influencia de la izquierda guerrillera) y la gravitación del petróleo estatal (fortaleza de la burocracia, conflictos latentes con el comprador norteamericano, menor gravitación del sector privado) expliquen esta reaparición del nacionalismo. Su perfil antiimperialista lo sitúa en las antípodas de cualquier dictadura latinoamericana. Chávez tiene muchos parecidos con Perón, pero ninguno con Videla.

Las semejanzas con el justicialismo de los años 50 se verifican también en las conquistas sociales y el reciclaje con fines asistenciales de una renta natural. Recepta el mismo tipo de apoyo popular y rechazo burgués que predominaba en la Argentina. Si Perón se apoyaba en una clase obrera sindicalizada, Chávez se sostiene en la organización barrial de los trabajadores precarios.

También la confrontación con la derecha distingue a Chávez de sus colegas sudamericanos. Propinó varias derrotas a la oposición, que no cesará de conspirar mientras perciba amenazas a sus privilegios. Buscan remover a Chávez o forzarlo a una involución conservadora (como tuvo el PRI mexicano) para restaurar la estratificación socio-racial.

Estados Unidos maneja los hilos de cualquier golpe y de las provocaciones terroristas que se preparan desde Colombia. Pero al Departamento de Estado le falta un Pinochet y por eso recurre a los “amigos de la OEA” para socavar a Chávez. Mientras las palomas de la Casa Blanca rodean al presidente, los halcones preparan una nueva arremetida.

Bush no puede actuar con mayor descaro mientras afronte el pantano militar de Medio Oriente. No se atreve a equiparar a Chávez con Sadam, pero tampoco logra domesticarlo como a Khadaffi. Estados Unidos necesita el petróleo venezolano y debe lidiar con la estrategia bolivariana de intervenir activamente en la OPEP y reorientar las ventas de crudo hacia China y Latinoamérica.

Las tensiones con el imperialismo se agravan, además, porque Chávez ha establecido vínculos muy estrechos con Cuba, que desafían el embargo y auxilian a la isla con suministros petroleros y acciones diplomáticas. Venezuela no envió tropas a Haití, ni se adapta a las exigencias comerciales de Washington. Además, el país está muy sensibilizado por una presencia solidaria de los numerosos médicos y alfabetizadores cubanos. Esta relación con Cuba distingue a Chávez de Perón, porque no se nutre de la ideología reaccionaria que absorbió el caudillo argentino, sino que parte de una interpretación del bolivarismo afín a la izquierda y abierta al socialismo.

Venezuela está políticamente fracturada en dos bandos separados por el ingreso, la cultura y la tonalidad de la piel. La oligarquía busca contrarrestar la irrupción de los excluidos con la manipulación de la clase media. La batalla se dirime cotidianamente en las calles en una disputa por el poder de convocatoria, que no se observa en ningún otro país de la región.

Chávez ha demostrado gran capacidad para sumar adeptos y despertar las energías de los militantes contra el manejo derechista de los medios de comunicación. El clima del país presenta puntos de contacto con Nicaragua en los 80 o con la efervescencia militar-popular que rodeó a la revolución de los claveles en Portugal.

Es cierto que el control estatal de una gran renta petrolera brinda a Venezuela un espacio para reformas sociales que no existe en otros países. Utilizando este recurso el gobierno actúa con cierto desahogo, elevando el gasto público del 24% del PBI (1999) al 34% (2004) y afrontando con pocas dificultades el endeudamiento externo.

Las peculiaridades del proceso venezolano explican su vitalidad en comparación a los gobiernos de centroizquierda. Pero estas mismas singularidades crean serios interrogantes sobre el alcance continental del proyecto bolivariano.

¿”Un bloque regionalista”?

Las convocatorias regionalistas que lanzó Chávez no tuvieron gran recepción entre sus colegas de centroizquierda. Ninguno insinuó la menor intención de resistir el ALCA construyendo el ALBA. Pueden compartir su retórica latinoamericanista, pero no la decisión de avanzar en proyectos de integración antiimperialista.

Chávez ha propuesto tres iniciativas: asociar las empresas petroleras en un ente común (Petrosur), conformar un banco regional con las reservas ya acumuladas en todos los países (Bansur) y reforzar los acuerdos comerciales para constituir una asociación común (del Can-Mercorsur al Comersur).

En cierta medida estas iniciativas brindan cobertura a los negocios que ya entrelazan a varios grupos capitalistas. Pero de estos convenios no surge la integración autónoma que ambiciona Chávez. Este objetivo requeriría implementar transformaciones, que ningún gobierno centroizquierdista está dispuesto a llevar a cabo.

Para que Petrosur revierta la sumisión energética de la región habría que reestatizar el petróleo de Argentina y Bolivia, porque no tiene sentido integrar ese organismo a las compañías privadas extranjeras. Pero es evidente que Kirchner y Mesa mantienen alianzas estratégicas con Repsol para preservar la privatización del sector. La creación de Enarsa, sin recursos, ni pozos, no contribuye a la integración real. Y tampoco facilita ese proceso que Petrobrás compre los activos de una corporación argentina (Perez Companc) o que PDVESA se asocie con Enarsa para adquirir estaciones de servicio. Estos negocios no alteran el patrón rentista y depredador que rige al negocio petrolero en el sur del continente. Si Petrosur se constituye en este marco quizás sirva para apuntalar los beneficios de algunos contratistas y proveedores. Pero no aportará la base energética que necesita la región para desenvolver una industrialización favorable a la mayoría popular.

Las reservas para constituir un banco regional están disponibles, pero la custodia del FMI impide su manejo autónomo. Sobran las divisas, pero falta soberanía. Para crear el verdadero Bansur habría que concertar primero un “club de deudores” que revierta la ingerencia del Fondo y la hemorragia de los pagos. Esta propuesta –tan debatida en los 80- no figura actualmente en la agenda actual de ningún gobierno.

Las tratativas para avanzar en mayores acuerdos comerciales enfrentan la contrapresión de los acuerdos bilaterales que propicia Estados Unidos. Estos convenios influyen significativamente sobre las clases dominantes, que mantienen con las metrópolis más negocios que con sus vecinos de Sudamérica. Las dificultades del Mercosur reflejan esta contradicción.

Dentro de esta asociación persisten las divergencias aduaneras y el arancel común continúa perforado por más de 800 excepciones. Mientas que en la Unión Europea las exportaciones entre países miembros superan el 50 % de las ventas totales, en el Mercosur no llegan al 11%. Brasil no cumple el rol económico de Alemania y Argentina no juega el papel político que tiene Francia en el viejo continente.

La integración es vital para contrarrestar la tendencia hacia la fractura territorial que corroe a varios países (Oriente de Bolivia, sur de Ecuador). Pero las clases capitalistas tienen otras prioridades. No es cierto que “las burguesías nacionales sobrevivientes del neoliberalismo de los 90 se orientan a conformar un bloque común”[2]. La mayor transnacionalización de este sector ha reducido su inclinación integracionista y por eso resisten el regionalismo de Chávez. Las cumbres presidenciales -que se repiten junto a nuevos llamados a forjar la Comunidad Sudamericana- carecen de correlato práctico.

Lo que sí prospera en la región son los negocios de las empresas transnacionales que operan en varios países y buscan movilidad del capital para abaratar costos salariales, racionalizar subsidios y maximizar los beneficios de las rebajas aduaneras. Este tipo de integración no beneficia a ningún pueblo.

La expectativa chavista de contagiar el espíritu bolivariano a los gobiernos de centroizquierda choca con un obstáculo estructural: las clases dominantes de la región preservan la conformación centrípeta que históricamente bloqueó su asociación. Ningún argumento oficial, ni presión popular contrapesa este condicionamiento. El sueño de Bolívar y San Martín no podrá concretarse mientras estos grupos capitalistas manejen el poder.

“¿Gobiernos en disputa?”

Ciertos analistas consideran que la alternativa regionalista podría igualmente avanzar si convergen los procesos nacionalistas y de centroizquierda. Vinculan esta posibilidad a que Lula y Kirchner se afiancen y luego radicalicen sus gestiones. Por eso apoyan o participan en estas administraciones. Los argumentos que exponen para justificar esta actitud son muy semejantes en Brasil y Argentina[3]. Estos planteos abren el debate sobre el segundo problema de la etapa: ¿Facilitan los gobiernos de centroizquierda el acceso del pueblo al poder?

Es común escuchar que Lula y Kirchner encabezan “gobiernos en disputa”. Pero esta caracterización confunde los choques entre grupos empresarios -que afectan a cualquier gobierno capitalista- con la presencia de intereses populares en esas confrontaciones. Estas aspiraciones no figuran en los roces entre industriales y banqueros que dividen al equipo de Lula (Mantega versus Palocci) o en los desacuerdos sobre los subsidios que fracturan al gabinete de Kirchner (Lavagna contra De Vido).

Esta variedad de choques es consecuencia del carácter competitivo del capitalismo y afecta a todos los gobiernos latinoamericanos. El caso de Lula es particularmente revelador porque el presidente no es víctima de un entorno derechista, sino que él mismo ha optado por seguir los pasos de Tony Blair y Felipe González. Su origen popular y la base obrera del PT no han contrarrestado esta involución. Ya no puede atribuir su continuismo a la “herencia recibida”, ni argumentar que comanda una “breve transición”.

Algunos piensan que este conservadurismo es una táctica de Lula porque “llegó al gobierno sin conquistar el poder”. Pero esta distinción tendría sentido si el presidente alentara, protagonizara o aunque sea proclamara su oposición a la clase dominante. El control administrativo del estado podría ser un paso hacia el manejo efectivo de la economía si existiera la intención de transformar el status quo. Pero Lula ya es un hombre de confianza de los grupos capitalistas, que también guían la gestión de Kirchner.

Opciones ficticias

Obviamente “Lula es diferente a F.H.Cardoso” y “Kirchner no es igual a Menem o De la Rúa”. Pero esta caracterización solo constata que ningún presidente reproduce al anterior. El régimen político burgués funciona con alternancias para que cada gobierno se adapte a las necesidades cambiantes de la clase capitalista.

Ambos gobiernos refuerzan los mecanismos estatales de regulación. Pero lo importante es dilucidar a quién beneficia esta ingerencia. Los neoliberales, por ejemplo, utilizaron el aparato del estado para apuntalar privatizaciones y rescatar bancos quebrados. Y el intervencionismo actual de Lula bloquea aumentos salariales, garantiza altas tasas de interés y asegura que los agroexportadores se embolsen los beneficios de la reactivación. Estas acciones no son contradictorias con ensayar una “política exterior autónoma”, porque todos los presidentes de Brasil han buscado diversificar las transacciones comerciales y China se ha convertido en un mercado apetecido por todos los empresarios.

Algunos analistas consideran que al menos se introdujo el plan de hambre cero. Pero este programa nunca pudo arrancar efectivamente por falta de presupuesto. También se menciona la reforma agraria, sin notar como los terratenientes continúan intimidando a los terratenientes contra los ocupantes de tierras. Mientras un puñado de 27.000 oligarcas controlan la mitad del terreno cultivable, los asentamientos que prometió el gobierno se concretan a paso de tortuga.

La modesta recuperación económica reciente tampoco es un mérito de Lula, porque reactivaciones semejantes se verifican en toda la periferia. Desconociendo este dato –resultante de la afluencia coyuntural de capitales externos- es frecuente también atribuir el rebote de la economía argentina a la política de Kirchner. Algunos incluso celebran el comienzo de una redistribución de los ingresos que no pueden verificar en ninguna estadística. La explosión de pobreza se ha frenado por el cambio del ciclo. Este giro repite lo ocurrido a principios de los 90, cuándo el debut de la convertibilidad cortó la inercia inflacionaria. Lo llamativo en la actualidad es cuán poco bajan los índices de exclusión y desempleo en el contexto de enormes excedentes fiscales que acumula el gobierno para pagar la deuda.

En Brasil los seguidores de Lula esperan que el PT “vuelva a sus orígenes”. El propio presidente alienta estas ilusiones para retener a sus críticos y preservar su declinante legitimidad. En la Argentina los defensores de Kirchner prometen que transcurrido cierto lapso podrán vislumbrarse las ventajas del nuevo modelo. Pero todo indica que sucederá lo contrario, porque si el mandatario se estabiliza también afianzará el modelo patronal que aplicó durante su larga gestión en Santa Cruz.

La incansable reivindicación que hacen Lula y Kirchner del Mercosur es considerada por sus partidarios como otra prueba del cambio en curso. Pero ambos líderes sólo defienden a las empresas radicadas en los dos países. Buscan además preservar el equilibrio entre los grupos capitalistas favorecidos y afectados por la propia concurrencia brasileño-argentina. Reformular el Mercosur como proyecto de integración popular y resistencia al imperialismo no figura en sus planes.

Derecha, contradicciones y frentes

A veces se afirma que “una derrota de Lula favorecería a la derecha”. Pero es mejor analizar lo que sucede y no lo que podría ocurrir. Ya nadie puede caracterizar que la derecha desestabiliza a Lula, porque a diferencia de Venezuela la reacción felicita al líder del PT.

Otros analistas consideran que “cumplir con el FMI y pactar con la derecha” es el precio que tiene el logro de reformas sociales paulatinas. Pero como Lula asumió el programa de sus adversarios, estas conquistas simplemente no existen. Quiénes todavía piensan que no se puede “derrotar simultáneamente a la Lula y a la derecha” desconocen que el presidente cambió de bando y que los trabajadores necesitan contar con su propia alternativa.

El fantasma de la derecha se esgrime también en Argentina, sin ninguna prueba de rechazo del establishment al gobierno de Kirchner. Los capitalistas están agradecidos con el mandatario que les permitió recuperar dinero y poder. No hay que olvidar que el mismo diagnóstico conspirativo era utilizado hace algunos años para justificar las políticas regresivas de Alfonsín o De la Rúa. Pero lo peor es ignorar que Kirchner pertenece al mismo partido de Menem y Duhalde y por eso estrecha alianzas con los caudillos provinciales contra la protesta social y suscribe acuerdos con la jerarquía eclesiástica contra la rebeldía de los desocupados.

Algunos autores[4] reivindican la necesidad de un frente con el gobierno contra la derecha, partiendo de la distinción que estableció Mao entre contradicciones principales y secundarias. Pero retomar estos conceptos sólo tiene sentido si se postula una estrategia socialista. Al margen de este objetivo su utilización conduce a conclusiones de cualquier tipo. Especialmente hay que recordar que Kirchner no encarna a una burguesía nacional enfrentada al imperialismo, ni participa de un conflicto que podría agudizar contradicciones sociales irresolubles bajo el capitalismo. Este esquema de Mao no tiene ningún punto de contacto con la realidad política argentina actual.

Pero incluso en un escenario de ese tipo sería incorrecto rebajar las reivindicaciones para conformar un frente contra el enemigo principal. Cuándo se relegan las demandas populares para hacer buena letra con las clases dominantes, la unidad de los oprimidos se rompe y esta desunión de las clases explotadas termina ahogando los proyectos revolucionarios. Al postergar la “contradicción principal” para atender solo las “contradicciones secundarias” se diluyen los puentes que conectan las demandas mínimas y máximas de los desposeídos. Y esta fractura tiende frustrar el desenvolvimiento de una lucha social consecuente.

Identidades, caudillos y compromisos.

Algunos autores sostienen que la “identidad original del PT” se mantiene a pesar de la política de Lula. No registran que un partido al servicio de los banqueros ya borró su origen en la clase obrera y su perfil político inicial. Aunque conserve una base electoral popular se agotó como organización de izquierda.

EL PT jerarquiza los negocios, premia las carreras personales, destruye la militancia y exhibió su fidelidad al capital al expulsar a los legisladores contrarios a la reforma previsional. Esta regresión comenzó con compromisos neoliberales a escala municipal y se manifiesta actualmente en la promoción de una legislación laboral regresiva. Las referencias programáticas al socialismo han quedado completamente enterradas para aceitar las alianzas con los partidos de la derecha. El ejercicio del poder ha diluido totalmente la originalidad contestataria del PT, repitiendo lo ocurrido hace muchos años con el peronismo de Argentina.

Quiénes convocan a “cerrar filas en torno a Kirchner” ignoran esta última involución. Esperan del actual presidente lo mismo que aguardaron los trabajadores de Perón. Pero significativas diferencias separan a ambos dirigentes. Kirchner no es un líder popular derrocado, perseguido y exiliado por los militares. Ha sido un disciplinado funcionario del justicialismo, que brindó numerosas pruebas de lealtad al establishment durante su gestión como gobernador.

Muchos teóricos de la centroizquierda argentina y brasileña recurren al argumento del “mal menor” para sostener a Lula frente a Cardoso o a Kirchner frente a Menem. Pero este razonamiento conduce a una cadena de capitulaciones, porque la dimensión del mal aumenta con el paso del tiempo. Si solo existieran dos niveles de una misma desgracia no cabría otra salida que la resignación.

Algunos militantes reconocen su propia desazón y bajan los brazos comentando que “nuestro proyecto resultó más complejo”. En el caso de Lula no se verifica esta complicación, sino una descarada adaptación a la clase dominante. El devenir de Kirchner ha sido más inesperado, porque llegó a la presidencia antes de lo calculado. Pero desde el poder también persigue el objetivo de afianzar la supremacía capitalista con la desmovilización popular.

Cualquiera sea la caracterización exacta del PT o del peronismo kirchnerista lo que resulta inadmisible es la participación de militantes combativos en ambos gobiernos[5]. Ni la historia de un partido, ni lo que “piense la gente” o reclamen las organizaciones sociales justifica este compromiso con la aplicación de medidas antipopulares. Aceptar cargos implica asumir directamente la responsabilidad de ejecutar esas políticas. Cuando se actúa como funcionario ya no existen los grises.

Tampoco cabe la expectativa de actuar como vocero del pueblo en un gabinete dominado por los agentes del capital, porque la experiencia del siglo XX refutó ese mito socialdemócrata. Los ministros progresistas siempre fueron impotentes para implementar sus propuestas y simplemente encubrieron con su prestigios a los que atropellan sin pudor. Lula y Kirchner ha sabido usufructuar de estas contradicciones, colocando figuras de prestigio en las áreas de Cultura, Justicia o Derechos Humanos para dejar la política y la economía en manos del establishment.

Justificaciones comparadas

En Brasil se argumenta que Lula se inclinó hacia los conservadores por la ausencia de empuje del movimiento popular. En cambio en Argentina se explica la moderación de Kirchner por la falta de acumulación política previa. En un país se alega la inconveniencia de rifar con medidas radicales el acervo del PT y en otro se explica que las mismas decisiones no pueden aplicarse por la ausencia de una organización centroizquierdista significativa.

Esta inversión de argumentos se extiende a todos los planos. Mientras que en Brasil algunos intelectuales atribuyen la involución del PT al carácter despolitizado de su país, sus colegas de Argentina admiran la “capacidad de gestión” de ese partido y la interpretan como un reflejo de la madurez política brasileña. En ambos casos, la fascinación por el ejercicio del poder anula la indignación frente a la miseria y el sufrimiento popular.

Quiénes permanecen dentro del PT afirman que en Brasil “no existen luchas suficientes para gestar una opción socialista”. En Argentina se argumenta que la “correlación desfavorable de fuerzas” impone el apoyo a Kirchner. Pero en ambas situaciones los gobiernos promueven activamente la desmovilización popular, apuntalando respectivamente la transformación regresiva de la CUT y la reconstitución de la burocracia sindical peronista. Por lo tanto no tiene sentido sostener a Lula o a Kirchner aduciendo retrasos o reflujos de la lucha social. Estas adversidades no son datos objetivos ajenos a la política de ambos gobiernos.

Atribuir el continuismo neoliberal en Brasil y la heterodoxia excluyente en Argentina a la evaluación que Lula y Kirchner hacen de las relaciones sociales de fuerza es una ingenuidad, porque se presupone que ambos presidentes permanecen ubicados en el terreno de los oprimidos. Esta caracterización simplemente omite que ya demostraron su nítido interés por favorecer los negocios empresarios a costa de las reformas sociales.

Sostener a Lula obliga a justificar lo injustificable y a disuadir la radicalización política para no debilitar al gobierno. El mismo tipo de apoyo a Kirchner empuja a desactivar el legado del 20 de diciembre, abandonado las calles, renunciando a las exigencias de los desocupados, aceptando pactos con los caciques del justicialismo y encubriendo el envío de tropas a Haití.

En Brasil algunos piensan que es precipitado edificar otra alternativa, pero no aclaran cuándo será el momento oportuno para esa construcción. Las condiciones para ese giro nunca están a la vista, ni llegan con un cartel avisando “que estamos presentes”. Se puede evaluar esa maduración simplemente registrando la involución social del PT. El peligro no es la ruptura prematura, sino los efectos de una decepción popular generalizada.

La resignación adopta en Argentina formas curiosas. A veces se afirma que como “Kirchner es capitalista, no se le pueden pedir peras al olmo”. Pero partiendo de este mismo reconocimiento también cabría una conclusión opuesta: resistir los atropellos del gobierno, denunciar sus maniobras y construir un polo de izquierda.

Algunos creen que llegó el momento de repetir en Argentina el ejemplo del Frente Amplio. Pero este agrupamiento acaba de llegar al gobierno y se encamina por el rumbo de Lula. Se podría argumentar que el FA debe ser copiado en su “construcción por abajo” y no en su inminente gestión del estado. ¿Pero se pueden separar ambas instancias? ¿La decisión actual de mantener el status quo no se prepara con años de adaptación a las instituciones capitalistas?

Los dilemas de Venezuela.

A diferencia de Brasil o Argentina en Venezuela existe un “gobierno en disputa”. En los principales conflictos que afronta Chávez están en juego no solo conveniencias de uno u otro sector capitalista, sino también intereses de la mayoría popular.

Las pujas entre grupos empresarios para ganar el favor gubernamental se dirimen en un marco de confrontación de las clases dominantes con el proceso bolivariano. Este choque ha generado hasta ahora cierta dinámica antiimperialista de radicalización que opone a las clases opresoras y oprimidas.

Venezuela no es estructuralmente distinta al resto de Sudamérica. Padece el mismo nivel de inequidad social, subdesarrollo agrario y raquitismo industrial. La pobreza afecta al 80% de la población y el empleo informal abarca a tres cuartas partes de los trabajadores. No es posible erradicar esta herencia sin remover los obstáculos que bloquearon el desarrollo latinoamericano. Pero avanzar exige superar las limitaciones que frustraron a otros ensayos nacionalistas.

El asistencialismo social, la distribución de tierras improductivas y los créditos al cooperativismo permiten iniciar una redistribución progresiva del ingreso. Pero remontar la regresión social de los últimos años y revertir el desempleo estructural (resultante de la escasa y deformada industrialización) presupone inversiones estatales de grandes dimensiones. No alcanza con el “desarrollo endógeno” en las ciudades y la erradicación de tierras improductivas en el campo. Se necesita un programa de planificación industrial que elimine los privilegios de los grandes grupos capitalistas y sus socios de la burocracia oficial. Quiénes despilfarraron la renta petrolera no se convertirán nunca en artífices del desarrollo.

Un gran paso se ha dado con la expulsión de la gerencia transnacionalizada que controlaba PDVESA. También el incremento de las regalías y la decisión de reducir la dependencia petrolera con Estados Unidos (50% de las exportaciones y 8 refinerías en ese territorio) amplían la autonomía de la política energética. Pero existen por otra parte, nuevos indicios de manejos tecnocráticos, acuerdos inconsultos de explotación y dudosas inversiones.

Las ambiciosas reformas sociales que propugna Chávez requieren mayor radicalización política. Lula, Kirchner (o Zapatero) apuntan a neutralizar este proceso y por eso aconsejan tender puentes con la oposición y reconstruir el viejo régimen. El mismo trabajo realizan la OEA, Jimmy Carter y “Human Right Watch”.

Pero el principal freno del proceso bolivariano se localiza dentro de la propia administración chavista. Allí actúa una burocracia arribista e ineficiente que ofrecerá sus servicios a la oposición si percibe que los vientos soplan en otra dirección. Para preparar esa eventual emigración un sector del oficialismo (Comando Ayacucho) facilito el referéndum, avalando la recaudación fraudulenta de firmas. Han presionado para negociar nuevamente con los empresarios conspiradores luego del triunfo de Chávez.

La experiencia demuestra que las conquistas congeladas se diluyen. Si el proceso bolivariano es frenado volverá a repetirse lo ocurrido con el PRI o el peronismo, que involucionaron desde el poder hasta convertirse en opciones de las clases dominantes. El camino opuesto siguió la revolución cubana. Chávez ha declarado varias veces su admiración por ese segundo rumbo, pero no implementa las medidas de ruptura con el capitalismo que se adoptaron en Cuba en los años 60.

En Venezuela se está procesando una transformación democrática radical de las instituciones del estado. La estructura de este sistema no colapsó como en Nicaragua en los 80, pero está muy presente la posibilidad de un giro revolucionario. Se equivocan quiénes piensan que “en Venezuela no pasa nada” o que Chávez repite el “libreto populista” al no comandar una revolución social. El volcán latinoamericano está en ebullición, en un país que articula la resistencia antiimperialista de la región. La formación de nuevos sindicatos y la autoorganización popular en las misiones y los círculos bolivarianos indica que los protagonistas de un cambio radical ya están en movimiento.

Globalización y unipolaridad.

El ascenso del nacionalismo y la centroizquierda han cambiado el clima intelectual de Sudamérica. Ya no se discute solo cuánto avanzó el neoliberalismo, sino también cómo puede ser enfrentado y derrotado. En este debate muchos reconocen que Lula y Kirchner van por mal camino. Pero de esta constatación emerge otro interrogante: ¿Se puede hacer otra cosa ? ¿ La globalización no obliga a la izquierda a replegarse? ¿La ofensiva internacional del capital no limita las transformaciones posibles al marco antiliberal ?[6]

Frecuentemente se argumenta que las transformaciones registradas en el capitalismo contemporáneo han trastocado por completo el escenario latinoamericano. Y son evidentes los efectos de la revolución informática, la mundialización financiera, la internacionalización productiva o la transnacionalización del capital. Pero la pregunta clave es cómo impactan estos cambios en la región. ¿Agravan o atenúan los problemas históricos? ¿Potencian o disminuyen el subdesarrollo industrial, la dominación financiera y la dependencia comercial?

La inusitada gravedad de las crisis padecidas en la última década ilustra en qué lugar de la globalización ha quedado situada América Latina. El mismo proceso que permitió la recuperación parcial de la tasa de ganancia en varios países desarrollados precipitó una brutal polarización social de ingresos y una gran fractura entre economías prósperas y devastadas. Ya es evidente que Latinoamérica sufre el triple impacto del empobrecimiento, el desfinanciamiento y la primarización de sus exportaciones. ¿Pero podría recuperar la región cierto margen de autonomía para revertir esta regresión ?

Los teóricos de la centroizquierda y el nacionalismo responden positivamente y proponen empujar el surgimiento de un modelo capitalista productivo, incluyente y regionalmente integrado. Este proyecto solo computa los nichos que existen para gestar nuevos negocios, sin registrar los desequilibrios que genera esa acumulación en la periferia. Tampoco notan que el desenvolvimiento del capitalismo latinoamericano no es suficiente para competir con los centros imperialistas, ni para repetir el curso seguido por las grandes potencias.

Pero resulta además muy difícil dilucidar cuál es el espacio que efectivamente existe para el modelo económico centroizquierdista, porque su implementación requeriría ciertas decisiones antiimperialistas junto a la drástica ruptura con el patrón neoliberal. Y como ninguno de esos gobiernos parece dispuesto a embarcarse por este rumbo, el enigma del margen existente para erigir “otro capitalismo” permanece irresuelto. Los nuevos presidentes simplemente debutan con proclamas antiliberales y luego perpetúan el status quo. Por eso la radicalización anticapitalista y la perspectiva socialista constituyen la única certeza de bienestar y progreso. ¿ Pero el aterrador poderío norteamericano no descalifica esta opción ?

Esta preponderancia estadounidense no es un dato nuevo en la zona que ha padecido la carga histórica de conformar el “patio trasero” de la principal potencia. Todos los intentos de emancipación nacional y social del siglo XX chocaron con esa dominación. Y en más de una oportunidad se pudo doblegar a un enemigo que parecía invencible. La permanencia de la revolución cubana al cabo de 40 años de invasiones, embargos y conspiraciones ilustra este logro.

Es cierto que en la última década Estados Unidos reforzó su predominio militar y recuperó su primacía económica o política. Pero no ejerce un liderazgo estable porque sus rivales continúan actuando y los pueblos resisten su opresión. Lo sucedido en Irak revela estos límites del poderío norteamericano. Los marines no han podido reducir al país a un status colonial, ni tampoco lograron apropiarse del petróleo. Todavía habrá que ver si Bush redobla la apuesta militar o recurre al auxilio europeo para negociar algún compromiso en la región.

El alcance de las guerras preventivas que promueve Bush es terrorífico. Pero no hay que aceptar la imagen victoriosa que los neoconservadores difunden de sí mismos. Ese retrato oculta la gran brecha socio-cultural que genera la agresión derechista dentro de Estados Unidos. La combinación de varios desequilibrios económicos (financiamiento internacional del déficit fiscal y comercial) y políticos (luchas nacionales contra los atropellos imperialistas) desafía la unipolaridad estadounidense.

URSS y correlación de fuerzas.

Existe la impresión que el derrumbe de la URSS restó a la izquierda un aliado insustituible. Pero esta visión no toma en cuenta que la burocracia dirigente de ese régimen solo apuntalaba a los gobiernos o movimientos que coincidían con sus prioridades estratégicas. Por eso también apoyó dictaduras, sostuvo presidentes hostiles a la izquierda y sobre todo disuadió acciones revolucionarias. Esta conducta desató fuertes críticas de los propios líderes cubanos favorecidos por la ayuda soviética.

América Latina siempre fue para la diplomacia de la URSS una pieza de su ajedrez geopolítico con Estados Unidos. Por eso el fin de la guerra fría tiene efectos contradictorios y no puramente negativos sobre la región. Por un lado generaliza la sensación de mayor desprotección (o menor contrapeso) frente al imperialismo. Pero, por otra parte, crea las condiciones para disipar la identificación popular del socialismo con un régimen totalitario que no conservaba ningún resabio de su origen socialista.

Partiendo de ese balance habría que modificar los razonamientos de la izquierda exclusivamente centrados en diagnósticos “por arriba” (relaciones entre estados), recuperando el análisis de lo que sucede por “por abajo” (desarrollo de la lucha popular y de la conciencia de clase). Con este replanteo se puede evaluar con menos prejuicios la actual correlación internacional de fuerzas.

La estimación más corriente ignora el curso de la confrontación social y solo toma en cuenta el número de gobiernos progresistas que contraviene a los conservadores. Este enfoque preserva la vieja “visión campista” que dividía al mundo en dos bloques rivales (socialista versus capitalista), pero sin poder definir quién integra hoy el campo opuesto al imperialismo. ¿Europa? ¿China? ¿Los países árabes?

La forma adecuada de evaluar la correlación de fuerzas es definir quién se ubica a la ofensiva en la batalla que opone a los capitalistas con los trabajadores. En términos generales la clase dominante mantiene esta iniciativa desde el debut del neoliberalismo. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde fines de los 80. La agresión patronal se consolidó dentro de Estados Unidos y parece retomar fuerzas en Europa, pero numerosos países están conmovidos por levantamientos populares. Y América Latina ocupa un lugar de vanguardia en este escenario de revueltas.

Es erróneo repetir que “las relaciones de fuerzas son adversas en la región”, como si nada hubiera pasado desde los 90. Esa negativa evaluación contradice incluso la propia celebración que se hace de los nuevos gobiernos de centroizquierda. Es contradictorio subrayar el repliegue de los oprimidos y presentar al mismo tiempo a esos regímenes como ejemplos del avance popular. La primera afirmación no es coherente con la segunda. En realidad correspondería señalar que Lula y Kirchner son variantes de una dominación capitalista afectada por la pérdida de iniciativa patronal, que generó la crisis del neoliberalismo.

Adversidades externas e internas.

Quiénes remarcan la adversidad de las relaciones de fuerza también estiman resultaría muy difícil sostener un triunfo antiimperialista en algún país de América Latina. Y es cierto que el aislamiento constituye un recurrente problema de todas las revoluciones. Pero Cuba ya ha demostrado cuánto tiempo puede sostenerse una transformación social en condiciones de terrible hostigamiento imperialista. La globalización no incorpora obstáculos cualitativos adicionales a estas dificultades.

Hay que recordar, además, que todas las revoluciones irrumpieron en condiciones desfavorables y sobrevivieron sin grandes auxilios externos. Siempre debutaron a escala nacional y transformaron con su ejemplo el escenario regional. En ciertos momentos arrastraron a más de un país (Centroamérica en los 80), pero nunca se desenvolvieron en forma simultánea. Aunque esta desincronización fue un condicionante negativo, lo que habitualmente frustró a estos procesos fueron los frenos y desaciertos interiores.

La experiencia sandinista confirma que el obstáculo no es externo. Si bien enfrentaron el desgaste de la agresión imperialista, su proyecto fue socavado por la conversión de los dirigentes en una elite de nuevos ricos que pactó con la derecha el reparto del poder. A 25 años de esa revolución ya nada queda de la reforma agraria y de la alfabetización, en un país atormentado por niveles de pobreza y desigualdad apenas superados por la tragedia haitiana.

¿Pero hay que deducir de las frustraciones de los 80 que el proyecto socialista ha quedado sepultado? ¿Corresponde concluir que no se puede ir más allá de los ensayos de la centroizquierda y las apuestas del nacionalismo? La continuidad del impulso popular a la sublevación contradice este ese repliegue. La secuencia de levantamientos que conmocionó a varios países (Ecuador, Bolivia, Argentina) en los últimos años, revela que existe la disposición y la necesidad de encarar transformaciones antiimperialistas radicales, para revertir la degradación que sufre Latinoamérica. Los obstáculos para desenvolver estos proyectos no se localizan en el contexto internacional, sino en los errores (o traiciones) que predominan en el campo de los luchadores.

Lo que persiste en la región es la dificultad para alumbrar alternativas políticas de los propios explotados. Las clases populares conquistan las calles durante las huelgas, los enfrentamientos y las movilizaciones, pero entregan su destino al enemigo cuándo deben definir el rumbo político de sus países. El mayor ejemplo actual de esta paradoja es el ascenso al gobierno de la centroizquierda, que acompañó las protestas desde el llano y las disuelven desde el poder.

El giro localista.

Caracterizar que el ciclo revolucionario ha concluido conduce al apoyo de Lula y Kirchner y al reforzamiento de una estrategia localista que jerarquiza la actividad municipal. Algunos piensan que en este ámbito se puede prefigurar la democracia popular que a escala nacional inhibe el sistema burgués. Esta visión apuntaló en Brasil y Uruguay los ensayos locales de la centroizquierda que precedieron al triunfo del PT y del FA. Muchos supusieron que esas administraciones permitieron a la izquierda “superar su horror a la gestión”.

Pero la experiencia ha demostrado que esa aversión es un defecto menor frente a la tentación de gobernar haciendo concesiones a los capitalistas. Desde la órbita municipal o estadual, el PT reforzó su integración al estado hasta convertirse en una burocracia del establishment. El curso socioliberal de Lula fue preparado por esta asimilación. Las recientes derrotas electorales de Sao Paulo y Porto Alegre confirman, además, que al cabo de cierta frustración la ciudadanía sanciona a esas administraciones como a cualquier otra.

Estos fracasos no invalidan la importancia de la lucha municipal, ni la conveniencia de conquistar intendencias. Al contrario, estos desafíos ocupan un gran lugar en la construcción de la izquierda. Pero lo erróneo es suponer que en el municipio se realizará lo que no se intenta a escala nacional. Conviene concebir a los avances locales como peldaños de la batalla por conquistar el estado para comenzar a erradicar el capitalismo.

La experiencia también indica que los obstáculos para introducir transformaciones progresistas significativas son muy grandes a nivel municipal. Ninguna decisión clave depende de las intendencias, porque los resortes del poder se manejan desde el estado nacional. La burocracia central custodia los intereses de la clase dominante y coloca límites muy rigurosos a cualquier iniciativa local que amenace esos privilegios. En Latinoamérica los municipios se encuentran, además, agobiados por la falta de recursos, los recortes prespuestarios y la estructura regresiva de los impuestos. Pero sobre todo es la propiedad capitalista lo que impone estrictas barreras al ejercicio de la democracia municipal.

Para atenuar estas restricciones el PT introdujo el presupuesto participativo en varias localidades. Estos mecanismos incentivaron el control popular y el aprendizaje del autogobierno, pero no empalmaron con una práctica de lucha contra la clase dominante. Por eso condujeron a la administración de la pobreza y no contuvieron la involución conservadora de Lula.

El reformismo municipal que se promueve en Latinoamérica fue aplicado por la socialdemocracia en Europa durante décadas. Esta política completó la conversión de luchadores en funcionarios y contribuyó a disolver las energías militantes de una generación. Los argumentos utilizados durante esas experiencias (en su variante original o eurocomunista posterior) se repiten ahora sin grandes innovaciones: conquistar paulatinamente reformas en el marco constitucional, crear consensos amplios, evitar choques frontales con la burguesía y capturar posiciones dentro del estado para preparar una batalla ulterior.

Pero este avance gradualista siempre chocó con dos obstáculos. Por un lado el carácter convulsivo de la acumulación no brinda los respiros prolongados que se requerirían para implementar esa estrategia. Por otra parte la irrupción periódica de las crisis empuja a los capitalistas a resistir el otorgamiento de concesiones sociales. Estas barreras sofocan la transformación reformista y agotan las expectativas populares. En esas circunstancias los partidos tradicionales de la burguesía recuperan el gobierno si la cooptación socialdemócrata no ha sido total, ni plenamente funcional al sistema.

Escenarios y disyuntivas.

Cuándo concluyan sus respectivos períodos de gracia, Lula y Kirchner deberán afrontar las turbulencias de una región signada por la desigualdad social, el padrinazgo imperialista y la vulnerabilidad económica.

Estas tensiones pueden agravarse si la presión comercial de las corporaciones norteamericanas desemboca en menores aranceles y nuevas privatizaciones. La sustracción de recursos que genera el pago de la deuda externa agrega un componente de mayor conmoción a este cuadro, porque cualquier malestar financiero internacional tiende a resucitar la fuga de capitales y las conmociones cambiarias.

Pero el ingrediente más explosivo que amenaza la zona es la militarización que promueve Bush, al multiplicar el número de bases y transferir poderes de intervención a los comandos regionales. Qué haya elegido inaugurar su segundo mandato con abrazos a Uribe anticipa el protagonismo que mantendrá el Pentágono en Sudamérica. Los nuevos presidentes tratan de atemperar el impacto corrosivo de las presiones imperialistas con declaraciones y maniobras. Pero les ha tocado actuar en un contexto dominado por la derechización de la elite gobernante norteamericana.

Con distinto grado de intensidad las esperanzas que han despertado Lula, Kirchner se mantienen vivas en amplios sectores de la población. Lidiar con estas ilusiones exige adecuar las tácticas de la izquierda a circunstancias muy diversas. Pero acompañar las expectativas populares no es lo mismo que propiciarlas. Decir la verdad -aunque duela- es un deber de todos los socialistas, incluso frente a la actitud de apoyo a los presidentes de centroizquierda que expresan Chávez y Fidel.

Estos pronunciamientos carecen de contrapartida, porque Kirchner y Lula no aplauden la revolución cubana, ni saludan la movilización contra la derecha en Venezuela. Ninguno de los dos quiere enemistarse con el Departamento de Estado. En cambio, Fidel y Chávez elogian a los nuevos gobiernos para evitar el aislamiento y contrarrestar las campañas imperialistas. Pero confunden la acción diplomática con un sostén político innecesario y contraproducente para las organizaciones de Brasil y Argentina. La izquierda no debe repetir los errores del pasado, subordinando su acción a compromisos interestatales de política exterior. Ya fueron muchas las capitulaciones que se cometieron alegando la defensa de la Unión Soviética.

La izquierda sudamericana afronta serias disyuntivas. Lo central es reafirmar su terreno de acción junto a los oprimidos, sin involucrarse en las preocupaciones de los empresarios. El desafío es renovar el proyecto socialista y no discutir que tipo de capitalismo le conviene a cada país. Siguiendo esta segunda agenda varios líderes proponen “democratizar el capital”, “lograr rentabilidad en serio” e inducir a los “burgueses a cumplir su función”. Este mismo rumbo se enuncia a veces con fórmulas más vagas (“gestar algo nuevo”, “desarrollar políticas diferentes”, “crear una sociedad para todos”). Pero en ambos casos la izquierda abandona su identidad y renuncia a sus banderas de igualdad y emancipación. Por este camino la izquierda sepulta su futuro.

No hay que perder de vista el cambio de etapa. Muchos jóvenes ingresan a la vida política admirando el legado revolucionario de la generación precedente. Pero también observan como parte de esa camada se asimiló al establishment y se resigna ante el dominio de los poderosos. El rumbo para recuperar la herencia de los 70 es más firmeza, convicción y valentía.


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[1]Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz

[2]Esta tesis sugiere: Mermet Rolando. “Bolivarismo revolucionario y unidad suramericana” Questión, septiembre 2004, Caracas.

[3] Algunos exponentes de estas posturas son en Brasil: Betto Frei. “Ahora Lula conquistar el poder”. Página 12, 20-9-04, Pomar Valter. “La gauche a l´heure du choix”. Inprecor 497, septembre 2004, Pont Raul y Rosseto Miguel. “Ideias”. Agencia Carta Mayor, 3-5-04, Sader Emir. “Brasil y Lula desde un enfoque de izquierda” Propuesta, 10-6-04, -Articulacao de Esquerda e Democracia Socialista. “Carta aos Petistas”. Democracia Socialista , n 9, janeiro –fevereiro 2005. “Editorial”, Correio da ciuadania. “Un nouveaux parti socialiste”. Inprecor 497, septembre 2004. En Argentina: Tumini Humberto. En marcha 14-10-04, Rudnik Isaac. “¿Quién confronta con el FMI’?”. Desde los barrios, 12-12-04. En Uruguay: Huidobro Eleuterio Fernández. “O estamos fritos” Página 12, 25-1-05.

[4] Tumini Humberto. En marcha 14-10-04

[5] Como ha sido el caso de la corriente “Democracia Socialista” en Brasil y de “Barrios de Pié” en Argentina.

[6] Estos temas se discuten entre otros textos en: Harnecker Marta. “La izquierda latinoamericana y la construcción de alternativas”. Laberinto n 6, junio 2001, Harnecker Marta. “Sobre la estrategia de la izquierda en América Latina”. Venezuela. Una revolución sui generis, Conac, Caracas, 2004, Petras James. “Imperialismo y resistencia en Latinoamérica”. “La situación actual en América Latina”Los intelectuales y la globalización. Abya-Yala, Quito, 2004, Ellner Steve. “Leftist goals and debate in Latin America!. Science and society, vol 68, n 1, spring 2004.