América Latina

Dos elecciones que abren signos de interrogación

Por Claudio Testa
Socialismo o Barbarie, periódico, 08/06/06

El 4 de junio y el 28 de mayo respectivamente se realizaron elecciones presidenciales en Perú (segunda vuelta) y en Colombia. Los triunfos  de Alan García y Álvaro Uribe –candidatos bendecidos por Bush– parecen contradecir la onda de “desobediencia” al amo del Norte que recorre América Latina. Por eso los medios serviles se apresuraron a festejar estos “triunfos de la democracia”. Sin embargo, una mirada más atenta nos revela un panorama diferente.

Perú: ¿Qué hay detrás de los resultados?

Finalmente Alan García –candidato del APRA y hombre de la socialdemocracia internacional– se impuso en la segunda vuelta de las presidenciales contra el candidato nacionalista Ollanta Humala, que sin embargo hizo una extraordinaria elección al alcanzar más del 47% de los votos válidos.

De ese modo llega por segunda vez a la presidencia de Perú un personaje famoso por dos récords históricos: los millones de dólares que robó y la cantidad de gente que mató. Sólo su sucesor, Fujimori, lo superó en ambos rubros...

Otro elemento a destacar es que hasta hace pocos meses, la intención de voto por Alan García (y también por Ollanta Hulama) era pequeña. La candidata que “corría seguro” era Lourdes Flores, neoliberal pura y dura, la amada de Washington, las multinacionales mineras y la burguesía vendepatria. Desde el vamos, Lourdes era la elegida por estas tres fuerzas... sin embargo, llegó tercera. Pero después de su derrota, esa trinidad que maneja y explota Perú no tuvo otra opción que volcarse al poco serio y confiable Alan García.

El motivo de su devoción por Lourdes Flores no era ningún secreto: ella garantizaba la continuidad del neoliberalismo salvaje –sin retoques “populistas” y/o nacionalistas– que en Perú aplicó primero Fujimori y luego el presidente saliente Toledo. Y significaba también la aprobación sin objeciones del TLC, el colonial “Tratado de Libre Comercio” ya suscripto por el agonizante Toledo.

Perú viene siendo un país que el FMI levanta como “ejemplo” en Sudamérica. En el podio del FMI, Perú compite con Chile –que ahora comienza a trastabillar por la rebelión de los estudiantes– y con Colombia, la gran democracia de los narcos y paramilitares.

Las elecciones han significado, entonces, una especie de “vuelta de campana” del barco político peruano, que hasta ahora seguía imperturbable el curso marcado por la brújula neoliberal. Sin embargo, que un barco dé esa voltereta es un gran problema, pero no necesariamente implica ya un cambio de rumbo.

¿Qué sería necesario para eso? La irrupción de las masas trabajadoras y populares del Perú, como sucedió en Bolivia y otros países del continente. Eso aún no ha ocurrido, pero las elecciones suelen ser el reflejo distorsionado y a veces anticipado de procesos más profundos. Lo que es claro es que el monumental No a Lourdes Flores expresó un gran deseo de cambio, de rechazo a “más de lo mismo”. Un deseo confuso y contradictorio en su expresión por la positiva, pero indudablemente poderoso.

El nacionalismo de Humala y el significado de su voto

En un artículo sobre la situación peruana publicado el año pasado se hablaba de “las dificultades de una nueva etapa que no termina de nacer” (Socialismo o Barbarie periódico, 12-8-05). Para entender el fenómeno político-electoral de Ollanta Humala hay que situarlo en este contexto de incubación de una nueva etapa política que supere las atroces derrotas del pasado, especialmente la de los tiempos de Fujimori.

En esto hay que distinguir dos aspectos relacionados pero diferentes: lo que expresaron las masas con el voto a Humala, y la caracterización de este personaje y su corriente política.

Como ya señalamos, este voto expresó el deseo de un cambio político radical. Y esto se fue acentuando a medida que los medios de la burguesía y las cadenas del imperialismo desarrollaban una campaña delirante, con las peores provocaciones, como la “satanización” de Chávez y otros ingredientes. Pero esto tuvo un “rebote” contradictorio y peligroso: el voto a Humala por el lado de las masas se fue cargando de una intención de rechazo y protesta cada vez más radical.

Esto contrastó con la conducta diametralmente opuesta del candidato, que se fue haciendo cada vez más pusilánime a medida que arreciaba el vendaval de provocaciones de los medios burgueses e imperialistas.

Humala inició su campaña con un programa nacionalista tibio, pero que criticaba al TLC y proponía una Asamblea Constituyente (un tema democrático sentido por la vigencia de la autoritaria Constitución de Fujimori). Sin embargo, a medida que el viento en contra que soplaba desde Washington se convertía en huracán, Humala fue arriando velas. La oposición al TLC se transformó en sólo “revisarlo”. La propuesta de Constituyente naufragó de la misma manera. Y lo peor: Humala inició un humillante lloriqueo en los medios para demostrar que ama a Bush y no tiene nada que ver con Chávez: “no tengo animadversión hacia EEUU; no me sumaré al conflicto de Hugo Chávez con Bush”, declaraba.

Es probable entonces que, si ganaba las elecciones, el gobierno de Humala se pareciera más al del coronel Lucio Gutiérrez –derrocado en la rebelión del año pasado en Ecuador– que al de Evo Morales en Bolivia. Sin embargo, éstas son sólo conjeturas sin respuesta.

Lo único firme de estas elecciones es que han reflejado, como dijimos, el “no va más” de amplios sectores de las masas trabajadoras y populares. En otras palabras, hay “sintonía” con el “humor” del resto del continente.

Lo cuestión va a ser si, del terreno del voto (tramposo y pasivo), este sentimiento pasa al terreno de la acción, de las luchas. Entonces las cosas, al fin, habrán comenzado a cambiar en el Perú.


El triunfo de Uribe en Colombia

Un segundo mandato con legitimidad dudosa

La reelección el 28 de mayo del notorio paramilitar ligado al narcotráfico Álvaro Uribe Vélez a la presidencia de Colombia, provocó en los medios “democráticos” aun más alborozo que la victoria de Alan García en Perú una semana después.

Efectivamente, los titulares de los falsi-medios festejaron el “triunfo aplastante” (Clarín), la “arrasadora victoria de Uribe con el 62% de los votos” (CNN).

Pero sólo uno de cada treinta diarios o noticieros de TV aclaraba que aun más “arrasador” había sido que casi el 60% del padrón no había ido a votar. Y esta abstención se produjo a pesar de que en muchas regiones de Colombia las metralletas de los paramilitares trataron de convencer a los electores de que les sería saludable ir a votar... y naturalmente por Uribe.

Otro aspecto de la reelección fueron las multitudes de electores muertos que, emulando a Lázaro, se levantaron de sus tumbas y marcharon a votar por Uribe. Pero sólo un cable de agencia, perdido entre una montaña de otros despachos, informaba que, por ejemplo, “en Manizales y otras zonas del departamento de Caldas” se había verificado que centenares de fallecidos “se acercaron a ejercer su derecho ciudadano” (textual).

Es dentro de este cuadro que hay que evaluar los resultados oficiales de las elecciones: 62% por Uribe; 22% del Polo Democrático Alternativo, que levantaba la candidatura del ex juez Carlos Gaviria, y sólo un 12% para el histórico Partido Liberal. Y, también, es la ocasión de hacer un balance de las diferentes políticas de la izquierda.

El voto es un problema táctico, así como el de presentarse a elecciones o llamar al boicot y/o la abstención. Pero eso no significa que carece de importancia. En este caso particular, estimamos que la mejor política de la izquierda, sobre todo de las corrientes que se reivindican revolucionarias, hubiera sido la de unirse para pelear por la abstención masiva, para despojar de toda legitimidad a la reelección de Uribe.

Meses antes de las elecciones presidenciales hubo comicios parlamentarios. Pese a todos los esfuerzos del gobierno (y, lamentablemente, de candidatos que se dicen de “izquierda”), la abstención superó el 70% (y en algunas regiones, el 75%). Eso indicaba ya una realidad de “protesta pasiva”.

Por supuesto, la abstención o el voto nulo o en blanco no tienen una clara fisonomía. “Normalmente” expresan a sectores atrasados o marginales. Pero cuando por sus dimensiones son “anormales” –como en Colombia–, entonces empiezan a reflejar otra cosa: la protesta (aún pasiva) de millones.

Esto pone en cuestión la legitimidad de los electos en esas condiciones. Y cuando se trata de elecciones presidenciales en un régimen autoritario con disfraz democrático –un régimen que en los últimos años ha asesinado a miles de dirigentes sindicales y campesinos, que ha legalizado el paramilitarismo y que se presenta en Sudamérica como el agente directo e incondicional de Bush– esto tiene una importancia inmensa. Uribe necesitaba como cuestión de vida o muerte legitimar su reelección con un cierto porcentaje de votantes. Repetir la abstención de más del 70% de las elecciones parlamentarias era muy grave para una elección presidencial.

El liquidado Partido Liberal no podía “solucionar” este problema a Uribe. Fue el Polo Democrático quien le hizo el favor, prestándose a legitimar la reelección en el papel de “oposición de Su Majestad”... y acarreando gente a votar.

De todos modos, la legitimación de Uribe quedó a mitad de camino. Evitó una catastrófica abstención como la de las elecciones parlamentarias. Pero, pese a la colaboración del Polo Democrático, las cifras ponen en duda desde el inicio la legitimidad de su segundo mandato.