Centroamérica

Mareros y pandilleros

¿Nuevos insurgentes, criminales?

Por José Luis Rocha [1]
Revista Envío Nº 239, Nicaragua, agosto 2006

¿Por qué las feroces Mara 13 y Mara 18 no actúan en Nicaragua? ¿Por qué las pandillas nicaragüenses -que son muchas y muy activas- son menos violentas que las del resto de Centroamérica? El discurso sobre la violencia juvenil está lleno de miedos, leyes y mitos. Tenemos que ir más allá, tenemos que pensar más.

La Policía de la Humanidad, el Ejército de los Estados Unidos, ya empezó a dirigir su ominoso periscopio hacia las pandillas juveniles. El US Army War College publicó en marzo de 2005 un número más de su serie especial “Insurgencia y Contrainsurgencia en el siglo XXI” titulado Street gangs: the new urban insurgency, un manual destinado a formar en el tema a los miembros del Ejército estadounidense. Lo escribe Max G. Manwaring, profesor de estrategia militar de la academia militar, coronel retirado y ex-miembro del Comando Sur y de la agencia de espionaje para la defensa. Como su título lo proclama, este documento presenta a las pandillas juveniles como una metamorfosis de la insurgencia urbana, ya que las pandillas tienen en común con las viejas formas de insurgencia el objetivo de hacerse con el control del gobierno.

Su naturaleza: política y criminal - Su amenaza: el colapso de los estados

La naturaleza de las pandillas -afirma textualmente Manwaring- es mitad política y mitad criminal y esto se manifiesta en que generan inestabilidad e inseguridad nacional y regional; exacerban los problemas de las relaciones civiles-militares y policías-militares, reduciendo la efectividad civil-militar en el control del territorio nacional; y apoyan a organizaciones criminales e insurgentes, a los señores de la guerra y a los barones de la droga erosionando la legitimidad y la soberanía efectiva de los Estados-nación. Los delitos y la inestabilidad son sólo síntomas de la amenaza y la amenaza final es el colapso del Estado o la violenta imposición de una restructuración radical socioeconómica y política del Estado y su gobernabilidad.

Las pandillas centroamericanas son las primeras en recibir la atención de Manwaring, quien asegura que los pandilleros de California empezaron a mudarse a inicios de los 90 hacia las cinco repúblicas centroamericanas. El primer ímpetu vino como resultado de la deportación de pandilleros desde prisiones en Estados Unidos hacia sus países de origen. Esas pandillas incluían a la famosa Mara Salvatrucha (MS-13), a la Mara 18 y a muchas otras pandillas salvadoreñas, como Mao Mao, Crazy Harrisons Salvatrucho y Crazy Normans Salvatrucho. El coronel retirado calcula en 39 mil los miembros activos de las pandillas en El Salvador, a los que añade miles de individuos vinculados a ellas, pero residentes en Estados Unidos y otros países de Centroamérica, Suramérica, México, Canadá y Europa. Y asegura que desde sus inicios hasta hoy, todas las pandillas centroamericanas han florecido bajo la protección y los ingresos mercenarios provistos por grandes redes criminales. La base de esta alianza es el comercio ilegal de droga, pues por Centroamérica pasa alrededor del 75% de la cocaína que ingresa a los Estados Unidos.

Manwaring tiene muchos colegas en los aparatos coercitivos de los Estados centroamericanos que coinciden con su interés. Los productores de orden establecen alianzas, organizan seminarios y diseñan estrategias para sofocar la amenaza pandilleril. ¿Ese documento es sólo otro rostro siniestro de la política anti-inmigrantes?

Al exagerar la vinculación de las pandillas con las redes del crimen organizado y asociar exclusivamente su inicio a las deportaciones, criminaliza la migración, sin hacer ni una mínima alusión a los problemas de adaptación que viven los migrantes como consecuencia de las políticas y reacciones xenófobas, el desmesurado afán de lucro de muchos empresarios o la segregación residencial. Existen muchos razonamientos cuestionables, muchas omisiones y otras tantas afirmaciones carentes de fundamento en el documento de Manwaring. ¿Será útil refutar, corregir o completar sus tesis? Es de mayor interés reflexionar sobre la violencia y delin¬cuencia juveniles a partir de cierta información estadística y algunas teorías.

Un estudio pionero y el debate actual: ¿son delincuentes o son un síntoma?

Cuando la doctora Deborah Levenson, pionera muy madrugadora y visionaria considerando la temprana fecha en que llevó a cabo su investigación -1987-, realizó su estudio sobre jóvenes pandilleros en Centroamérica, las pandillas centroamericanas estaban casi en pañales y no se podía predecir la fuerza avasalladora que alcanzarían apenas cinco años después. Levenson las describió como organizaciones voluntarias compuestas por jóvenes nacidos y crecidos primordialmente en la ciudad, que tienen un sentimiento positivo acerca de su participación en un grupo que perciben como democrático. Sus miembros no son los más pobres de los pobres ... Sus actividades de grupo son más importantes que las de otro tipo para ellos. Las maras han crecido considerablemente durante el último año sin involucrar más que a unos pocos adultos. Las drogas son importantes para sus miembros pero no centrales y en un sentido muy amplio se perciben a sí mismos como rebeldes. También destacó que en estos grupos se da ayuda, camaradería, algunos momentos agradables, identidad y un poco de dinero.

Posteriormente, dos grandes consorcios mareros absorbieron a las múltiples pandillas que existieron en los 80: la Mara 13 y la Mara 18, que ahora tienen sucursales en Guatemala, Honduras, El Salvador, México y Estados Unidos. El nivel de violencia ascendió y las medidas represivas hicieron otro tanto y más. En el contexto actual, las coordenadas de las discusiones sobre las pandillas y la violencia juvenil están marcadas por los paladines de la seguridad ciudadana y por quienes en otro extremo -como la comunicóloga mexicana Rossana Reguillo- prefieren pensar a las pandillas como un síntoma, como una expresión radicalizada del malestar contemporáneo, que encuentra, frente a la carencia o insuficiencia de lenguajes para ser expresado, un vehículo idóneo en ‘lo criminal’.

Presentamos algunas tesis sobre las pandillas partiendo del hecho de que la criminalidad -como dice el penalista italiano Alessandro Baratta-más que un dato preexistente comprobado objetivamente por las instancias oficiales, es una realidad social de la cual la acción de las instancias es un elemento constitutivo.

Urge un debate informado y crítico

Por razones de espacio no analizaremos en detalle ni el discurso ni las acciones de las instancias de control y rehabilitación, aun cuando deben ser entendidas no como variables independientes, sino como elementos constitutivos de una misma realidad social, como otras formas de expresión de un mismo problema, como síntomas diversos pero no ajenos o nítidamente disociables. La ONG que rehabilita, el sistema judicial que indulta o penaliza, la policía -tanto cuando participa en el comercio de la droga como cuando propina una paliza o aplica programas no represivos-, los abanderados de un Código de la Niñez y Adolescencia que encuentran más legitimación internacional que consenso social nacional, son expresiones de distintas estrategias que se condicionan mutuamente. Todos éstos, y muchos otros, son factores que el análisis de la violencia y delincuencia juveniles debe tener presente.

Un debate informado es condición indispensable para la formulación y ejecución de políticas públicas efectivas y nos sitúa -como sostiene Reguillo- en un lugar mejor para entender a la mara, cuya complejidad no logra calibrarse en el debate público, porque son sus rasgos espectaculares los que quedan fijados en un discurso que se expande -más que la mara misma- y cuyo efecto es el de obturar la reflexión crítica.

En Nicaragua nadie ha comprado aún la franquicia de esos dos gigantescos consorcios juveniles que son la Mara 13 y la Mara 18. Persisten los grupos fragmentarios, las pequeñas pandillas no asociadas a mayores conglomerados y menos permeables al influjo norteamericano. Las pandillas nicaragüenses no han entrado aún a la onda de las maras y son menos violentas que las del resto de Centroamérica. ¿Por qué? Utilizaremos la comparación de Nicaragua con Guatemala, El Salvador y Honduras en ese aspecto como un recurso metodológico para poner en cuestión ciertas tesis y aportar sustento a otras, sin por ello pretender que la situación de los jóvenes en Nicaragua es mejor que en estos tres países. La comparación de ciertos indicadores puede arrojar pistas sobre qué elementos están asociados a la violencia juvenil y con qué factores no se puede establecer una correlación unívoca.

¿Más violencia juvenil que nunca antes?

Desde inicios de la década de los 80 la violencia, y en general la delincuencia juvenil, se convirtieron en focos de atención de analistas sociales y diseñadores de políticas públicas centroamericanas. Se tomó nota de que la tasa de participación juvenil en la comisión de homicidios era notoriamente elevada y navegaba en alarmante ascenso. En 1996, el 29% de todos los homicidios reportados en América Latina fueron cometidos por jóvenes cuyas edades oscilaban en¬tre los 10 y los 19 años y más del 34% por jóvenes entre 20-29 años.

En Nicaragua -y de acuerdo a las estadísticas policiales de enero-noviembre 2005- más del 43% de los detenidos de sexo masculino acusados de asesinatos, homicidios culposos y homicidios dolosos fueron jóvenes entre 18-25 años. Si ampliamos el rango a los jóvenes de 15 a 25 años, la participación se eleva hasta el 50.6%. Ese rango concentra al 73.32% de los detenidos por robo con violencia y al 51.48% de todos los detenidos. Esta actividad delictiva está muy por encima del peso demográfico de estos jóvenes. El rango de edad entre 15-24 años representa el 20.5% de la población total y al 37% de la población en edad de ser detenida (de 15 años o más). La participación delictiva -medida en número de detenidos- del rango de 15 a 25 años de edad está 14.48 puntos porcentuales por encima del peso demográfico del rango de 15 a 24 años en la población de 15 años o más. Y su participación en los robos con violencia duplica su peso demográfico. Se confirma así una desproporcionada participación de jóvenes en los delitos y, en particular, en la violencia etiquetada como delito.

La violencia es un componente muy visible del funcionamiento de la sociedad nicaragüense, de las sociedades centroamericanas y de otras sociedades del mundo. La violencia denominada “criminal” ha sido reconocida como uno de los mayores problemas sociales de nuestro tiempo. Según el antropólogo británico Dennis Rodgers, en todo el mundo las tasas de crímenes se han incrementado en un 50% a lo largo de los últimos 25 años, con un notable repunte en la década de los 90. Este fenómeno ha afectado a todos los países subdesarrollados, pero ha sido particularmente marcado en América Latina, donde las formas más visibles de violencia ya no son activadas por conflictos ideológicos en relación a la naturaleza del sistema político, como en el pasado, sino que aparecen como delincuencia común y crimen más o menos organizado. Otro rasgo que diferencia la violencia actual de sus predecesoras es el hecho de que su uso ha dejado de ser patrimonio de los aparatos coercitivos del Estado y los grupos de oposición organizada, dando lugar a lo que Dirk Kruijt y Kees Koonings denominan la democratización de la violencia, ahora disponible como opción para múltiples actores en busca de todo tipo de metas.

En Nicaragua, y en otros países centroamericanos, el cese de los conflictos bélicos de los años 80 provocó un desplazamiento: mientras la guerra concentró la violencia en las zonas rurales y se mantuvo generalmente a distancia de las ciudades, tras los acuerdos de paz, la guerra -bajo la modalidad de la delincuencia- se trasladó a los centros urbanos.

La violencia de hoy: sin ideología, más democrática y más urbana

Tres cambios imprimen carácter a la violencia actual: desideologización de la violencia, democratización de su ejercicio y urbanización de sus escenarios. Una mirada a las estadísticas del delito en Nicaragua refuerza la tesis de la “democratización”, que tal vez debería llamarse “espontaneidad desideologizada de su ejercicio”. De acuerdo a las estadísticas policiales, las cifras de lesiones muestran un constante ascenso: desde las 1,875 de 1984, pasando por las 4,568 de 1990, hasta superar las 10 mil en 1995. Una curva semejante describen las estadísticas de asesinatos, homicidios, violaciones y asaltos. En 1981 hubo 1,862 robos con intimidación, reducidos a 64 en 1985. Todavía en 1989 -un año antes del cambio de gobierno- hubo apenas 830 robos con intimidación.

Pero posteriormente -según afirma la Comisionada de la Policía Nacional de Nicaragua Aminta Granera en un estudio publicado en 1997- en el robo con intimidación se observa de manera más pronunciada el drástico aumento en la ocurrencia a partir de 1990, año en el cual este delito se elevó 87%. En 1994 se reportaron 3,018 casos, que representan un incremento del 28% en relación a 1992. El crecimiento no sólo se da en términos absolutos. En los primeros cuatro años de la década de los 90, la población creció a un ritmo del 3.3% anual, mientras la criminalidad promedió -y así lo hizo la violencia criminal- un 18% anual, creciendo 5.5 veces más que la población. Este abrupto incremento pue¬de ser visto en parte, aunque no exclusivamente, como un fenómeno típico de postguerra y de las transiciones de regímenes con aparatos coercitivos contundentes a regímenes con aparatos de control más reducidos y políticas más laxas.

La participación juvenil en el ejercicio de la violencia criminal se ha convertido en foco de atención de organismos multilaterales, gobiernos y académicos. La CEPAL observa: Lo más sintomático y preocupante es que los rostros de la violencia son casi siempre jóvenes, tanto en su carácter de víctimas como en su calidad de victimarios. El estado de alerta que reclama la CEPAL es encomiable, pero su justificación urge una mayor elaboración. Una mirada más atenta al comportamiento de los jóvenes en las últimas tres décadas revela que la violencia juvenil ni es un hecho novedoso ni está en su momento pico.

¿Por qué ponerles la etiqueta de “delincuentes” y “criminales”?

La participación juvenil en la criminalidad -entre otros delitos, en la violencia calificada como crimen- ha aumentado, pero no necesariamente su participación en la violencia, que incluso ha disminuido en términos del porcentaje de jóvenes implicados en actos violentos.

En Nicaragua, en los años 70, decenas de miles de jóvenes empuñaron las armas durante la insurrección que derrocó a la dictadura de Somoza. No sólo integraron la mayor parte del ejército guerrillero. Fueron claves en la conducción de la lucha: muchachos y muchachas de 20 años ostentaban el rango de comandantes. En la siguiente década, la edad para prestar obligatoriamente el Servicio Militar Patriótico instalado por el gobierno sandinista iba desde los 16 a los 25 años, precisamente las edades que actualmente concentran al mayor número de jóvenes integrados en las pandillas y a la mayor parte de detenidos por comisión de delitos.

Pero mientras el servicio militar reclutó a cientos de miles de jóvenes -a los que habría que sumar los jóvenes que militaban en las filas de la contrarrevolución-, es probable que los jóvenes integrados en las pandillas nicaragüenses en los últimos diez años no hayan sobrepasado los 25 mil. Por consiguiente, hablando con propiedad, el verdadero auge de la violencia juvenil en Nicaragua hay que ubicarlo en los años 70 y 80, aunque aquella era una violencia institucionalizada, con bases ideológicas y con predilección por los escenarios rurales.

Lo que ha ocurrido es que los jóvenes -especialmente los involucrados en pandillas- practican hoy un tipo de violencia que, debido a su relativa espontaneidad desideologizada y al hecho de discurrir fuera de canales jurídicamente establecidos, es etiquetada como criminal. Lo novedoso no es tanto la violencia juvenil cuanto sus escenarios, su carencia de ideología y su calificación como delito por transitar fuera de los canales institucionalizados y por estar asociada a los llamados delitos comunes: riñas callejeras, robos, atracos, etc. El razonamiento que encuentra en la actualidad una violencia juvenil superior -o cuando menos, más amenazadora- es tributario de un discurso y una estrategia. Un discurso que ve en la época de paz un retorno a la normalidad, al imperio de la ley, donde existen normas precisas e incuestionables sobre qué conductas pueden ser calificadas como plausibles o como desviadas. Es un discurso que proclama la existencia de lo que pretende producir: la consecución de los fines pasa por ciertos canales, terminó la etapa de la pugna de todos contra todos, la juridicidad de una conducta es su mejor pasaporte hacia la continuidad.

Para este discurso, la violencia, si está domesticada por una ideología y opera bajo ciertas circunstancias, tiene cierto carácter legítimo del que carece en época de paz. Ese discurso -con sus leyes y sus mitos- obedece a una estrategia de sectores de clase media. La guerra ocurrió en escenarios que no los afectaron y por ello subestiman sus dimensiones y se rehúsan a descubrir la continuidad histórica. Por eso articulan un discurso que presenta a los años 80 como una ruptura. Esa década es “la noche oscura”, “la década perdida”, un paréntesis entre una normalidad que, para seguir funcionando, requiere de cierto marco legal reinstaurado.

Conviene poner en evidencia el carácter criminalizado de las pandillas y su etiquetamiento como una transgresión de las normas que constituyen la normalidad reinstaurada. Por el lado de las pandillas juveniles, este énfasis es obligatorio porque su violencia es objeto de atención en tanto que transgresión. Retomando ese enfrentamiento entre las actividades de las pandillas y su etiquetamiento por parte de los organismos productores de orden, Rossana Reguillo propuso que la pandilla fuera también vista como una representación del rostro más extremo del agotamiento de un modelo legal. En la gama de las reacciones pandilleriles a ese agotamiento, las peleas son una transgresión más, y ya no la más vigorosa. Existen otros rostros de ese agotamiento del modelo legal. ¿Será la droga el más siniestro?

¿Son los pandilleros nicas los autores de tan incontables daños?

Un análisis superficial y con poco fundamento asocia las mayores manifestaciones de violencia y criminalidad con las pandillas. La misma Policía Nacional de Nicaragua sostenía en 1999 que gran parte de la delincuencia juvenil estaba asociada a la existencia de las pandillas y por eso procuraba llevar registros concienzudos de su número, ubicación y actividades. En 2002, la Policía Nacional de Managua “capturó” -así rezan los documentos policiales- a 736 jóvenes, a los que identificó como pandilleros. Esa cifra indicaría que ese año el 33% de los pandilleros de Managua fueron aprehendidos por la policía. La Policía estimaba ese año un total de 2,229 pandilleros en Managua, integrados en 118 pandillas. Se trataría de una elevada afectación para tan reducido grupo y sería indicio de que las pandillas fueron foco de privilegiada atención policial. Pero esos 736 pandilleros apenas representaron el 7% de los jóvenes detenidos entre 15-25 años en Managua. El reducido peso de los pandilleros entre el total de los jóvenes detenidos no se corresponde en modo alguno a la extrema peligrosidad que se les atribuía.

En 2003 la Policía reconoció que las pandillas cometieron apenas el 0.51% de los delitos. ¿Acaso los pandilleros no eran un segmento delincuencial muy activo? O bien las estadísticas están mal construidas o bien la actividad de las pandillas es poco penalizada en relación al resto de infracciones porque las denuncias son mínimas -por temor en el barrio donde operan, por ejemplo- o porque los pandilleros son extremadamente hábiles para evadir a los policías, o la policía aplica frecuentes penalizaciones extrajudiciales, o la actividad de las pandillas se ha desplazado hacia conductas menos penalizadas o identificadas como propias de pandilleros, o se hace un ruido desproporcionado en relación a la actividad de las pandillas. Seguramente, debe existir una combinación de varias de estas posibilidades.

Dado que la Policía tenía desde 1999 un operativo denominado Plan Pandillas y dada la terca predilección por las pandillas en los documentos policiales sobre violencia juvenil, no parece haber falta de celo policial en referir y penalizar las actividades de las pandillas. El elevado peso de los jóvenes entre el total de los detenidos muestra que son un segmento muy apetecido para la criminalización secundaria, que opera cuando agencias del sistema penal, como la policía, los jueces o la magistratura, atribuyen la condición de criminal a individuos específicos. ¿Por qué los jóvenes pandilleros no se cuentan en alto número entre esos detenidos? En primer lugar, porque la aparición en Nicaragua del Código de la Niñez y Adolescencia multiplicó los castigos extrajudiciales, especialmente para el principal delito que cometen las pandillas: peleas de jóvenes contra jóvenes, donde a menudo no hay quien ponga una denuncia que desencadene un proceso legal. En segundo lugar, porque la actividad de los pandilleros se concentra ahora más en el consumo de drogas y en hurtos y pequeños atracos, realizados de manera individual y no en grupo. En tercer lugar, porque los medios de comunicación han inflamado la percepción pública sobre las pandillas, haciendo más ruido sobre sus hazañas y sus “incontables muertes y daños” que las mismas pandillas, y atribuyendo a los pandilleros delitos que tienen autores no pandilleros.

Grupos juveniles en riesgo o pandillas

¿Existe una subestimación en las estadísticas policiales de Nicaragua del número de pandillas y esto repercute sobre las estadísticas de las actividades pandilleriles y del número de pandilleros detenidos?

La Policía Nacional de Nicaragua diseñó una nueva clasificación de las pandillas que aplica desde 2003. La primera categoría la constituyen los denominados Grupos Juveniles en Alto Riesgo Social, integrados por jóvenes que se relacionan espontáneamente a veces con fines menos lícitos; ocasionalmente consumen licor, drogas, estupefacientes y sicotrópicos; entre los que afloran algunos signos de violencia y rebeldía; y eventualmente cometen infracciones leves calificadas como faltas penales. La segunda categoría, identificada como peligrosa, aunque no al nivel de sus homólogas centroamericanas, es la Pandilla Juvenil, conformada por jóvenes que se identifican como grupo;manejan símbolos, lenguajes y conductas de identidad; a veces no tienen vínculos familiares; se organizan de forma local -la cuadra, la cancha, la esquina y el barrio, que consideran “su territorio”-; cometen delitos, faltas penales, lesiones y daños a la propiedad que provocan un gran sentimiento de inseguridad; consumen alcohol y drogas habitualmente; ejercen la violencia continua y muy afirmada en el grupo; generan enfrentamientos con otros grupos o pandillas en defensa de “su territorio” -para ello hacen uso de armas de fuego, blancas, hechizas, y otras-; y constituyen un tipo penal calificado como asociación para delinquir.

En cursiva señalamos los términos que marcan el contraste que la Policía Nacional encuentra en estos dos grupos: los Grupos Juveniles integrados por individuos que se relacionan espontáneamente y que sólo ocasionalmente consumen drogas aparecen como claramente diferenciables de las Pandillas Juveniles, generadoras de inseguridad, fuente de violencia continua, organizadas por territorios y entregadas al consumo de drogas. Únicamente se concede la categoría de “pandilla” a los grupos que reúnen estos rasgos, elaborados a partir de criterios definidos por el conjunto de los aparatos policiales de la región centroamericana.

De acuerdo a esta clasificación, los Grupos Juveniles y las Pandillas alcanzan en Nicaragua los volúmenes que indi¬ca el cuadro de la página 45.

El caso del distrito V de Managua: ¿desinformación, prudencia o algo más?

Managua siempre ha tenido el mayor peso en la presencia de pandillas. En 1999 se dio la cifra de 110 pandillas en Managua. En 2001, la Policía Nacional registró 96 pandillas y 1,725 pandilleros en la capital. Un año después dio cuenta de un incremento: 118 pandillas y 2,229 pandilleros. En enero 2003 contabilizó 117 pandillas y 2,139 pandilleros en Managua. Un mes después, registró el mismo número de pan¬dillas, pero un contingente de pandilleros superior: 2,171.

Estas cifras arrojan una densidad de unos 18 pandilleros por grupo, volumen semejante al de las pandillas (parches) colombianas en 1997. En noviembre 2005, las 34 pandillas y 706 integrantes de Managua representaban el 38% y 32% del total nacional de pandillas y de jóvenes pandilleros, un peso muy superior a la participación de la capital en la población total del país, que se aproxima al 25%. El departamento con mayor presencia pandilleril después de Managua es Estelí, con el 24% de las pandillas y el 19% de los pandilleros. Aparte de las de Managua, sólo las pandillas de Estelí han sido objeto de estudio. Tanto Managua como Estelí son ciudades que destacan por su vertiginoso crecimiento urbano.

En el distrito V de Managua -donde concentré el trabajo de campo de esta investigación- la Policía registró, en el tercer trimestre de 2005, la existencia de apenas cinco grupos juveniles y pandillas con un total de 61 miembros. Se mencionaba sólo a Los Rampleros, Los Caucheros, Los 165, Los Power Rangers y Los Plot. Pero un sondeo entre distintos habitantes del barrio -especialmente entre los mismos pandilleros- mostró coincidencia en que en los datos oficiales de la Policía estaban ausentes Los Mata Perros, Los Churros, Los de la Adoquinada, Los Billareros, Los Placeños, Los Aceiteros, Los Puenteros, Los Raperos, Los del Pablo Úbeda, Los Come Muertos, Los Bloqueros, Los Nanciteros, Los Cholos, Los Diablitos y Los Roba Patos -antes Los Búfalos, que incluyen a Los Concheños- entre otras agrupaciones de vigorosa actividad. También estaban ausentes Los Tamales del Urbina, sin duda la más famosa y beligerante pandilla del distrito V. Es imposible ignorar a algunos de estos grupos, como Los Puenteros, presentes de forma habitual en los periódicos e identificados como los autores de varios asesinatos.

Los PIP: el extremo opuesto de los VIP

Las estadísticas policiales muestran un sesgo hacia el caos. La pandilla de Los Cholos aparece en su registro de pandillas circuladas y sus miembros figuran entre los pandilleros detenidos, aunque está ausente del registro general de las pandillas. En ese registro sólo aparecen pandillas del Reparto Schick y no aparecen otros barrios de conocida actividad pandilleril del distrito V. También hay una subestimación del número de pandillas por barrios. Los habitantes del Grenada hablan de Los Diablitos, Los Crazy y Los Colchoneros. Hay ausencias también notables en otros distritos: Los Parrilleros y Los Tomateros son algunos de los referentes pandilleriles de mayor recurrencia en conversaciones con pandilleros del Reparto Schick y no aparecen en los registros de la Policía.

¿Desinformación o intento de dorar la píldora? La Policía Nacional puede estar interesada en que sus reportes reduzcan a su mínima expresión el volumen de pandillas como una forma de tranquilizar a la sociedad. Los policías de la zona, encargados de pasar sus informes a la delegación policial del distrito V, conocen al detalle todas las pandillas y a cada uno de sus integrantes porque realizan visitas regulares a todos los integrantes de pandillas como parte de su rutina. En los registros policiales los pandilleros están catalogados como PIP: Personas de Interés Policial, y sus expedientes deben ser habitualmente actualizados por los Jefes de Sector. Obviamente, las PIP son el extremo opuesto de las VIP...

Podría existir una voluntad de la Policía Nacional de presentar una situación más pacífica de la que en verdad existe, quizás porque sería un indicador de su buen desempeño y porque esto empalma con la decisión gubernamental de presentar a Nicaragua como el país más seguro de Centro¬américa, libre hasta de “tomatierras” y, por tanto, atractivo para la inversión extranjera. Pero esta subestimación también puede obedecer, simultáneamente, a una estrategia desestigmatizadora.

¿Por qué las violentas maras 13 y 18 no están en Nicaragua?

En 2006, el escritor salvadoreño Juan José Dalton brindó esta cifra en el prestigioso diario español “El País”: 100 mil jóvenes integraban las Maras 13 y 18, cantidad que comparaba con la fuerza militar y policial de todo el istmo centroamericano. ¿Por qué no hay Maras 13 y 18 en Nicaragua? ¿Y por qué en Nicaragua las pandillas no muestran la misma ferocidad que las maras del resto de Centroamérica? Aun cuando la presencia y actividad de las pandillas sean mayores de lo que reflejan las estadísticas policiales, los pandilleros en Nicaragua son menos numerosos y violentos que los de Guatemala, Honduras y El Salvador, países donde operan esos dos grandes conglomerados transnacio¬nales de pandillas que son las Maras 13 y 18.

Esas maras -también presentes en Estados Unidos y México- no han extendido sus escenarios de acción a las ciudades nicaragüenses, situación que no deja de causar intriga dada su voluntad expansiva y su condición de fenómeno casi regional. Aquellos que insisten en una correlación unívoca entre violencia juvenil y niveles de pobreza, ¿cómo explican la ausencia de maras y los menores índices de violencia de las pandillas nicas? Como muestra el cuadro de esta página, y de acuerdo al Panorama Social de América Latina que la CEPAL dio a conocer en 2005, Nicaragua muestra niveles de pobreza y exclusión superiores a los países con presencia de maras en áreas muy sensibles y determinantes.

En su estudio “Juventud, población y desarrollo en América Latina y el Caribe”, la CEPAL sostiene que resulta conveniente evitar ciertos simplismos todavía vigentes en la interpretación del fenómeno de la violencia y delincuencia juveniles. Uno de ellos es el que asocia mecánicamente pobreza y delincuencia. Bajo este enfoque, la violencia es un derivado lógico de la pobreza, pero la evidencia disponible muestra que -contrariamente a lo que esa teoría indica- las mayores expresiones de violencia no se concentran en las zonas más pobres del continente, sino en aquellos contextos donde se combinan perversamente diversas condiciones económicas, políticas y sociales. Así, la mera pobreza y exclusión no pueden ser factores que determinan de forma exclusiva la violencia y la delincuencia juveniles.

Otros factores, otras explicaciones

En la búsqueda de explicaciones, otra senda que algunos han explorado es la de las relaciones con el gobierno, los valores democráticos y la confianza entre la ciudadanía. El estudio sobre cultura política y democracia coordinado por Mitchell A. Seligson, de la Universidad de Vanderbilt, cuyo estudio del caso nicaragüense estuvo a cargo de Luis Serra y Pedro López Ruiz, de la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua, tiene datos reveladores. Mostró que en Nicaragua apenas el 28% de las personas encuestadas tiene valores que apoyan una democracia estable.

Sólo Guatemala, con un 21%, está por debajo de Nicaragua. Honduras llega al 30% y El Salvador al 32%. La eficiencia del gobierno fue calificada de la siguiente manera: 17.5 en Nicaragua, 27.3 en Honduras, 32 en Guatemala y 35.6 en El Salvador. Nicaragua tiene la más baja satisfacción con los servicios municipales. En la valoración del Estado de derecho, El Salvador obtuvo un puntaje de 39.7, frente a 32 Nicaragua. La confianza en las fuerzas armadas, que en Nicaragua sólo obtiene un puntaje de 54.2, llega a los 60 en Honduras y a 68.6 en El Salvador. Algo semejante ocurre con la confianza en la policía, el Congreso, la Suprema Corte, la iglesia y los partidos políticos. La mayor victimización por actos de corrupción en el istmo fue registrada en Nicaragua. Finalmente, el estudio dirigió su atención hacia el capital social. Al indagar por la confianza interpersonal, encontró un índice de 56 en Nicaragua, seguido de un 57 en Guatemala y un 63 en Honduras y El Salvador. Conclusión: tampoco estos elementos son determinantes en la menor violencia juvenil que existe en Nicaragua.

Otros factores asociados o asociables a la violencia juvenil y a la existencia de las Maras 13 y 18 que merecen ser sometidos a examen son: las migraciones, el crimen organizado, la disponibilidad de armas y los operativos policiales. Todos ellos son variables con un impacto nada desdeñable en la expansión -aunque no necesariamente en la aparición- de las maras y en los índices de violencia juvenil. Es necesario analizarlos.

Transculturación: los “negros curros” de La Habana y los “cholos” de los 80

Las maras son un fenómeno transnacional. Este rasgo, con su corolario de transculturalismo, recuerda las referencias a los “negros curros” que en el primer tercio del siglo XIX -en pleno auge de la esclavitud- se pavoneaban libres por las calles de La Habana, ataviados de manera estrafalaria, hablando una jerga propia y sembrando el pánico en un alarde de mala vida, delincuencia, marginación y violencia. El etnólogo cubano Fernando Ortiz acuñó el concepto de “transculturación” para referirse a las diferentes fases del tránsito de una cultura a otra, que implica una parcial desculturación -desarraigo de una cultura precedente- y una neoculturación: la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales.

Según Ortiz, en todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también siempre es distinta de cada uno de los dos. En conjunto, el proceso es una “transculturación”, y ese vocablo comprende todas las fases de su parábola.

La transculturación ha dejado su huella en muchos de los rasgos de la cultura cubana, como la santería, tan lejos -o tan cerca- de sus orígenes africanos como del catolicismo español. La transculturación decimonónica produjo los “negros curros”, ahora desaparecidos, pero entonces surgidos al compás del vigoroso flujo migratorio entre España y Cuba. Los “negros curros” tenían muchos rasgos andaluces: la jerga, la valentía, lo pendencieros. Se distinguían por la forma de caminar, el atuendo y su vida de crimen y valentonería, siempre armados de cuchillo en mano: retadores, reverteros y fáciles a las cuchilladas. El continuo tráfico de esclavos producía un trasiego cultural. Se trasegaban estilos de vida e instituciones culturales que producían identidad, a menudo identidades mixtas y conflictivas, y así brotó el “negro curro”.

Actualmente existen muchos vehículos facilitadores del trasiego cultural entre Estados Unidos y Centroamérica: la música -rap, reggaeton, perreo-, que reflejan una mezcla de motivos comunes de los jóvenes que habitan distintas latitudes; los programas de televisión; la ropa -donde es clave el papel de las pacas de importación de ropa “USAda”, que permiten vestirse al estilo gringo y disfrazarse de “cholo” a bajo precio-; los amigos y familiares que vienen y van o que permanecen allá, pero se comunican con regularidad y son una especie de modelo de persona exitosa -el primo, la tía, el hermano rico que se fue a buscar fortuna-.

Con remesas culturales y con jóvenes nómadas

Estas remesas culturales mantienen la conexión entre el allá y el aquí: Estados Unidos y Centroamérica. Y así surge una complejísima maraña de supervivencias culturales y mixturas de todo tipo, marcadas por los problemas de adaptación de allá y aquí, de ahora y otrora: los pachuchos, los cholos, las pandillas de los 80. Las maras existían desde los años 80, antes que las olas migratorias adquirieran las dimensiones actuales, alarmantes para algunos, naturales para otros, celebradas por muy pocos.

En 1987 Deborah Levenson encontró que en la ciudad de Guatemala existía una multitud de pandillas con nombres pintorescos: Tigresa, Ángeles Infernales, Escorpión, Güevudos, Zope, Relax, Nice, Motley Crew, Apaches, Las Pirañas. Un equipo de la Universidad Rafael Landívar descubrió que doce años después todas esas pandillas habían sido absorbidas por dos grandes corporaciones pandilleriles rivales: la Mara 13 y la Mara 18, correspondientes a dos calles y pandillas de Los Ángeles, California. Aunque la influencia estadounidense ya era perceptible desde 1988 en el uso de nombres en inglés, la globalización de las pandillas sólo quedó institucionalmente consagrada años después por su carácter transnacional y los vigorosos vínculos entre las del Norte y las del Sur, hasta el punto de que existen emisarios de las pandillas del Norte que visitan a sus filiales centroamericanas para transmitirles reglas y dinero.

Estos jóvenes trashumantes se sitúan en el cruce de la transculturación, donde se dan cita las remesas culturales, las asimilaciones y sus tropiezos, y la droga, entre otros ingredientes. Como observó el antropólogo guatemalteco Ricardo Falla, con la migración abierta a los Estados Unidos por efecto de las guerras refluyen ideas y agentes orga¬nizativos -los deportados- de las maras. Y Rossana Reguillo remacha el nomadismo de la mara: En su fase actual, la novedad que la mara introduce es la de llevar el territorio a cuestas y su capacidad para establecer vínculos de estabilidad relativa en las localidades donde se instala.

Emigrantes centroamericanos: trashumantes, residentes, deportados...

Las deportaciones desde los Estados Unidos aparecen fuertemente asociadas a las maras. Un reportaje de “Los Ángeles Times” describió en 2002 a las pandillas de Tegucigalpa como nutridas a base de deportados: Cerca de allí queda el barrio llamado El Infiernito, controlado por la pandilla Mara Salvatrucha (MS). Algunos de estos pandilleros eran residentes de Estados Unidos y vivieron en Los Ángeles hasta 1996, cuando entró en vigor una ley federal que dispuso su deportación por delitos graves. Ahora andan sueltos por México y Centroamérica. Aquí en El Infiernito cargan chimbas, que son armas de fuego confeccionadas con tubos de plomería, y beben ‘charamila’, hecha con alcohol metílico diluido. Se suben a los autobuses para asaltar a los pasajeros. De ser cierto este vínculo entre las maras y la migración a los Estados Unidos y las deportaciones, estaríamos ante una de las razones de la ausencia de maras en Nicaragua.

El destino de las migraciones de nicaragüenses presenta una marcada diferencia con respecto a la del resto de países centroamericanos. Es distinto en dos sentidos. En primer lugar, la mayoría de los migrantes nicaragüenses se dirigen a Costa Rica y no a Estados Unidos. Se calculan en alrededor de medio millón los nicaragüenses que de manera temporal o permanente residen en Costa Rica. Los nicaragüenses en Estados Unidos, de acuerdo a una encuesta del U.S. Census Bureau, eran 248,725 en 2004, apenas el 8.57% de los centroamericanos en ese país.

En segundo lugar, los nicaragüenses que han migrado a Estados Unidos se han instalado principalmente en Miami y otras localidades del estado de Florida y sólo un 12% en Los Ángeles, la ciudad de cuyas calles las maras tomaron los nombres 13 y 18. Los nicaragüenses apenas son el 4% de los centroamericanos que residen en Los Ángeles, mientras en Miami son el 47%. Casi el 31% de los salvadoreños que migraron a los Estados Unidos reside en Los Ángeles y el 43% en California. Si bien en Los Ángeles reside apenas casi el 14% de los hondureños, son 56,555, en contraste con los 29,910 nicaragüenses.

Esta distribución espacial debe ser complementada con las diferencias en los volúmenes de deportados. El flujo y reflujo poblacional es un poderoso condicionante. Los nicaragüenses han sido menos afectados por las deportaciones desde Estados Unidos que sus vecinos centroamericanos. Entre 1992-1996 hubo sólo 1,585 nicaragüenses deportados desde Estados Unidos, según las estadísticas oficiales del Servicio de Inmigración y Naturalización de ese país. Un promedio de 317 al año. Los nicaragüenses detenidos para ser deportados entre 1998-2002 fueron 5,026, un promedio de 1,005 por año, cifra insignificante comparada con los deportados de otros países centroamericanos. En 1998-2002 Estados Unidos deportó a 63,639 hondureños, 56,076 salvadoreños y 39,669 guatemaltecos.

Y esto no sólo ocurre porque haya menos migración nicaragüense en Estados Unidos. La misma situación se refleja en los volúmenes relativos. Los porcentajes de nicaragüenses naturalizados sobre el número de sus conna¬cionales deportados se mantienen muy por encima de los calculados para Honduras, Guatemala y El Salvador.

Los nicaragüenses han sido relativamente más beneficiados por las naturalizaciones que afectados por las deportaciones. Entre 1998 y 2002, Estados Unidos naturalizó a 4.5 nicaragüenses y concedió la residencia a 14 por cada uno de los nicaragüenses que detuvo para ser deportados. En cambio, apenas 1.5 salvadoreños y un guatemalteco fueron beneficiados con la residencia por cada uno de sus connacionales deportados. En las antípodas de Nicaragua, está Honduras, con 3 hondureños deportados por cada naturalizado.

Los cubanos residentes en Miami sintieron afinidad política con los nicaragüenses que arribaron a esa ciudad en los años 80 y pusieron sus contactos entre los políticos del Partido Republicano al servicio de los recién llegados. Muchos de los recién llegados fueron acogidos como refugiados políticos que huían del gobierno sandinista, considerado un régimen comunista. Los trámites de naturalización y residencia fueron inusitadamente ágiles para ellos. En la actualidad, muchos nuevos migrantes pueden cosechar los efectos de aquella política privilegiada no siendo objeto de persecución.

Después de comienzos tan favorables y de años que también lo fueron, la tendencia del influjo migraciones-pandillas nicaragüenses dependerá en gran medida de las futuras políticas migratorias estadounidenses, de los cambios en los patrones de distribución espacial de los migrantes al interior de los Estados Unidos y del incremento de los nicaragüenses jóvenes que actualmente están emigrando a San Miguel y a otros departamentos de El Salvador, donde podrían recibir el influjo de las Maras 13 y 18. También, y más, dependerá de los encuentros entre los muy numerosos deportables de todas las nacionalidades centroamericanas que se reúnen en el territorio mexicano, esa enorme guardarraya vertical, filtro anti-migratorio al servicio de Estados Unidos y lugar de tantos intercambios culturales.

Centroamérica: gran disponibilidad de armas en manos civiles

En el temprano momento en que Deborah Levenson realizó el primer estudio sobre pandillas en Guatemala -un momento previo incluso al surgimiento de las Maras 13 y 18- presentó conclusiones que resultaron premonitorias: No hay dudas de que su falta de orientación las deja expuestas a la manipulación por parte de grupos políticos y no escaparían de ser incorporadas o utilizadas por redes criminales de adultos, absorbidas por el crimen. Si así fuera, irían más allá de un punto sin retorno para volverse centralizadas, antidemocráticas, autoritarias, más violentas. Diversos estudios coinciden en la evolución de las maras hacia una violencia de grandes ligas.

Parece razonable la hipótesis de que la violencia de las pandillas es proporcional a la disponibilidad de armas. Gran parte de los homicidios y otros delitos ocurren por la capacidad de disponer de armas de fuego. Según una publicación del Survey de Armas Pequeñas y la Iniciativa Noruega sobre Transferencia de Armas Pequeñas, en el 2000 existían 52,390 armas legales en Nicaragua, cifra solamente superior a las 43,241 de Costa Rica y muy inferior a las 170 mil de El Salvador, las 147,581 de Guatemala e incluso las 96,614 de Panamá, país caracterizado por su relativa ausencia de conflictos bélicos.

Nicaragua tiene bajos índices de homicidios en comparación con el resto de Centroamérica. En 1997 las estadísticas policiales y otras fuentes gubernamentales daban cuenta de estas tasas de homicidio por cada 100 mil habitantes: 9.2 en Nicaragua, 109.1 en El Salvador, 52.5 en Honduras y 30 en Guatemala. El estudio de William Godnick, Robert Muggah y Camila Waszink, “Balas perdidas: el impacto del mal uso de armas pequeñas en Centroamérica” mostró que Nicaragua destaca por su bajo nivel de violencia. Los 12.26 homicidios por cada 100 mil habitantes, aunque muy superiores a los 5.94 de Costa Rica, lucen exiguos frente a los 43.4 de El Salvador, 36.11 de Honduras y 30.2 de Guatemala. Algunas áreas de El Salvador y Guatemala tienen índices de homicidios cercanos a 100 por cada 100 mil habitantes.

Nicaragua: gran abundancia de armas y mucha gente que sabe usarlas

Obviamente, en Nicaragua se oculta tras estos promedios tan bajos una distribución de la violencia que golpea a los barrios populares con mayor contundencia. Viviendo durante un año (1996-97) en el barrio pobre de Managua que disfraza bajo el seudónimo “Luis Fanor Hernández”, el antropólogo británico Dennis Rodgers contabilizó 9 muertes violentas. Esta cantidad es proporcionalmente equivalente a 360 muertes por cada 100 mil personas. De su experiencia, Rodgers infiere que el subregistro es un serio problema en Nicaragua.

Si contabilizamos las armas “hechizas” -tubos de chacos a los que se acondiciona un percutor, con capacidad de disparar tiros de AK-47-, la disponibilidad de armas en Nicaragua aumenta. De acuerdo a los cálculos que realicé durante el trabajo de campo de esta investigación, en algunos barrios de Managua hay al menos tres pistolas “hechizas” por cada veinte casas. Por otro lado, Nicaragua podría fácilmente tener un bajo registro legal de las armas y una alta distribución de ellas porque, en su afán de noquear a la contrarrevolución, el gobierno sandinista de los años 80 creó mecanismos de defensa armada con reclutamiento masivo: Servicio Militar Patriótico (SMP), Batallones de Reserva, Milicias Populares Sandinistas (MPS), Comités de Defensa Sandinista (CDS), Batallones Estudiantiles de Producción (BEP), etc. Muchas de las armas propiedad de estas instituciones quedaron en manos de sus miembros.

Una idea del subregistro de las armas en Nicaragua nos la proporciona la encuesta que la firma Borge y Asociados realizó en 2001. Sólo el 6.2% de los dueños de armas entrevistados dijeron haber registrado legalmente sus armas. En algunas zonas del país, por lo menos la mitad de los encuestados dijeron estar bien entrenados en el uso de armas de fuego. En 2002 el Ministerio de Gobernación de Nicaragua calculaba un total de 140 mil armas de fuego en manos de civiles, de las que sólo 69,157 estaban legalizadas. Al menos hasta julio de 2001 se seguían encontrando arsenales de armas escondidos en Managua.

Aún considerando todos estos nada despreciables factores, la brecha entre Nicaragua y el resto de Centroamérica es tan amplia, la migración de armas desde Nicaragua hacia el resto de Centroamérica a inicios de los 90 fue tan nutrida y el problema del subregistro está tan generalizado en la región, que parece fuera de duda el hecho de que en Nicaragua hay menos armas y homicidios que en los países con maras. Son rasgos que merecen consideración como explicación de la notablemente menor belicosidad de las pandillas nicaragüenses.

Otro elemento importante es la vinculación o semejanza de las maras con el crimen organizado, detectada en Guatemala, Honduras y El Salvador. El crimen en Nicaragua ni está tan organizado ni ha desarrollado tantos vínculos con las pandillas, excepto en el ámbito de los pequeños mercados de la drogas, muy localizados en los barrios. A pesar de la presencia de algunos capos en los barrios con alta presencia de pandillas, el tráfico de grandes volúmenes de droga que realizan no involucra a los pandilleros.

El rostro más aterrador de las maras

Si se mantiene la validez del principio según el cual la violencia engendra violencia, es indudable que las acciones de la Policía, como entidad autorizada para ejercer la violencia institucional y legítima, son una fuerza condicionante de otras manifestaciones de la violencia.

¿Acaso el número de civiles muertos a manos de los distintos aparatos policiales centroamericanos no debería ser un indicador clave de la promoción estatal de métodos violentos para resolver los conflictos? Esa desconocida y difícilmente conocible tasa es básica para explicar los niveles ascendentes de violencia y la percepción del Estado de derecho.

En abril de 2006 tuvo lugar en la capital salvadoreña, la segunda Convención Antipandillas, en la que participaron 170 expertos de ocho países, incluyendo México y Estados Unidos. En esa ocasión, el comisionado Omar García Funes, de 40 años, ex-teniente del Ejército salvadoreño, graduado en Chile como oficial carabinero y en la actualidad a cargo de las divisiones especializadas de la Policía Nacional Civil, dijo a la prensa: Tienen un punto común las Maras Salvatrucha y 18. Fueron fundadas por salvadoreños y sus integrantes son en su mayoría salvadoreños que cruzan las fronteras. Hoy siguen teniendo control del barrio porque son territoriales. Tienen muchos recursos: antes pedían 25 centavos de dólar a los automovilistas. En la actualidad cobran miles de dólares en las extorsiones a restaurantes, tiendas y transportistas para dejarlos operar. Ahora se movilizan en vehículos, tienen celulares, radios, la mayoría producto de robos. Hay clicas especializadas en sicariato. Sabemos de gente que los ha contratado para eliminar a enemigos con los que han tenido rencillas. Además, usan la inteligencia. Ellos incursionan o se infiltran en un lugar antes de actuar. Es decir, hacen operaciones de reconocimiento. Hemos sabido por nuestro propio director general de la Policía Nacional Civil, Rodrigo Ávila, de infiltraciones en las propias unidades de la policía.

La voluntad de presentar el rostro más aterrador de las maras es evidente. El comisionado Funes concluyó: Las maras han mutado y son un fenómeno del crimen organizado. Si la teoría del labelling approach -la influencia del eti¬quetamiento- está en lo cierto, la actitud oficialmente no cri¬minalizadora de la Policía Nacional nicaragüense puede te¬ner el efecto de no estimular la carrera violenta y criminal.

Si la violencia engendra violencia, la policía también influye

La Policía Nacional de Nicaragua aplica un enfoque hacia la violencia juvenil en general, y especialmente hacia las pandillas juveniles, que muestra un marcado contraste con las políticas que aplican sus homólogos centroamericanos. Sus operativos dirigidos hacia las pandillas han sido bautizados con nombres de efemérides -Plan Belén en Navidad o Plan Playa en Semana Santa-, en contraste con los operativos policiales de El Salvador, Guatemala y Honduras, que ostentan nombres que revelan la voluntad de reprimir severamente a los pandilleros: Leyes Anti-maras, Plan Escoba, Plan Cero Tolerancia, Plan Mano Dura y Plan Súper Mano Dura.

Las estadísticas de la Policía Nacional de Nicaragua y la distinción que hace la institución entre pandillas y grupos juveniles también tienen un efecto descriminalizador. ¿Podríamos decir que el subregistro y la clasificación de las pandillas también se inscriben en esa estrategia? En cierto modo las podemos interpretar como una aplicación del teorema de W. I. Thomas: Si algunas situaciones son definidas como reales, son reales en sus consecuencias. Este teorema se aplicaría aquí de esta forma: “Si la Policía determina que hay muy pocas pandillas y que la mayoría de ellas tiene un carácter inofensivo, aunque esto no sea cierto, ese subregistro, clasificación y determinaciones tendrán el efecto de no reforzar la carrera criminal, y eso contribuirá a que las afirmaciones policiales terminen por ser ciertas.”

El caldo de cultivo de todo tipo de pandillas: legales e ilegales

Intuitivamente sabemos que la existencia y manifestaciones de las pandillas juveniles, para ser comprendidas en toda su significación, deben vincularse a la precariedad laboral, al colapso del antiguo modelo de la seguridad social y su transformación, al debilitamiento de muchas instituciones, a la deslegitimación del aparato de justicia por su puesta al servicio de intereses privados y a la transnacionalización de las élites, todo lo cual cuaja en una crisis de la hegemonía de los organismos que administran el orden social.

Todas estas transformaciones han generado y diseminado mecanismos de inseguridad ciudadana más contundentes y cotidianos que los anatematizados por el sistema penal y los medios de comunicación. La existencia de partidos políticos dominados por una red clientelista que controla el gobierno y mantiene vínculos indisolubles con el sector privado, su manipulación de las instituciones democráticas y la permanencia de las pandillas de políticos nepotistas y corruptos como una forma legítima de capital social en la economía política de Nicaragua y de Centroamérica hacen de la corrupción un sistema duradero con múltiples lazos en la política y la cultura.

El sistema de corrupción institucionalizado hunde sus raíces en concepciones que deslegitiman el aparato judicial y el poder normativo del Estado, diseminando una amplia aceptación de la impunidad y de lo ilegal permisible. La erosión de la legitimidad estatal -expresada por Reguillo como agotamiento de un modelo legal- es un caldo de cultivo idóneo para todo tipo de conductas trasgresoras, unas muy penalizadas, otras inmunes a la criminalización debido al estatus de quienes las adoptan. Como sostienen dos expertos en sistemas judiciales -el chileno Mauricio Duce y el venezolano Rogelio Pérez Perdomo- se asume que las personas procesadas por el sistema penal son peligrosas para la sociedad, a menos que sus conexiones sociales demuestren lo contrario.

¿Qué hacer?: políticas para la policía y la sociedad

Más allá o más acá de la intuición, el análisis comparativo de los datos presentados destaca la influencia de ciertos factores: las migraciones, la disponibilidad de armas, el crimen organizado y los operativos y discursos policiales. No se trata de que en Nicaragua los jóvenes, por el hecho de ser aparentemente menos violentos y no participar en las Maras 13 y 18 se encuentren en una situación mejor con respecto al resto de países centroamericanos. No hemos pasado revista a muchos indicadores de la situación de los jóvenes, como la tasa de suicidios -la violencia ejercida contra sí mismos-, el consumo de alcohol y drogas ilegales y la violencia sexual. Sin embargo, sobre la base del contraste encontrado en algunos condicionantes de las pandillas de Nicaragua y las maras de Guatemala, Honduras y El Salvador, se pueden sugerir políticas. Teniendo también en cuenta, por supuesto, que la pobreza -y, sobre todo, la desigualdad- y muchos otros elementos juegan un papel en la violencia juvenil.

En primer lugar, el control de las armas y la reducción de su posesión y uso deben ser una prioridad de los aparatos policiales. Este buen propósito tropieza con el hecho de que en Nicaragua -quizás también en otros países de la región- hay estrechos vínculos entre la Policía Nacional y las casas comercializadoras de armas y municiones. Así, la venta de armas seguirá siendo un negocio muy lucrativo. Lo que puede cambiar es la legislación con respecto a su posesión y uso y la prohibición de nexos entre miembros o ex-miembros de la policía, el ejército y el mercado de armas.

En segundo lugar, las policías centroamericanas deben adoptar prácticas y discursos no criminalizadores de los jóvenes y adolescentes, y apegarse más a lo establecido en los Códigos de la Niñez y Adolescencia y en la legislación de Naciones Unidas en la que se inspiran.

En tercer lugar, el vínculo entre maras y pandillas no debe conducir a criminalizar a las migraciones o a los deportados. En todo caso, habría que criminalizar las deportaciones. Los problemas de adaptación están en la raíz del problema, y requieren un tratamiento en los países de destino de los migrantes. La lucha contra las deportaciones debe continuar, pero si las deportaciones continúan, la reinserción de los deportados en sus países de origen debe ser más benigna y objeto de una política activa.

¿Sálvese quien pueda pagar?

Hace falta más investigación y voluntad política para reducir las desigualdades sociales y para trabajar sobre todas estas áreas. Y hace falta, sobre todo, salvar a la sociedad en su conjunto, y no con operaciones de salvamento individuales manifiestas actualmente en la privatización de la seguridad ciudadana de Nicaragua.

En 2005, Nicaragua disponía de 8,360 policías. Ya desde el año 2000, 47 compañías de seguridad privada operaban en el país y empleaban a 6,536 agentes. En 2005, llegaron a ser 67 empresas de seguridad privada que cubren 4,153 objetivos con 9,329 guardas y 6,805 armas. Sólo en Managua, los 8,217 guardas de estas empresas se acercan al número nacional de policías. A esos guardas se suman 5 mil vigilantes de calle que operan de forma independiente.

Hace falta otro tratamiento radical ante la delincuencia y la violencia, que no se vaya por las ramas, que terminarán desgajándose. Hace falta una estrategia integral. Si seguimos así vamos en camino a la atomización, a la disolución de los lazos sociales, al “sálvese quien pueda… pagar por su seguridad”.


[1].- Investigador de Nitlapán-UCA (Universidad Centroamericana). Miembro del Consejo editorial de Envío.