México

Cómo se destruye México

Por Walden Bello (*)
Focus on the Global South, 16/05/08
Sin Permiso, 08/06/08
Traducción de Anna Garriga Tarrés

Cuando decenas de miles de personas se manifestaron en México, el año pasado para protestar por un incremento del 60 % del precio de las tortillas, muchos analistas señalaron al biofuel como culpable. Debido a los subsidios del gobierno de EEUU los granjeros americanos dedicaban cada vez más tierra al maíz para la obtención de etanol que de alimentos, lo que provocó una fuerte subida de los precios del maíz. La desviación del maíz de las tortillas hacia el biofuel fue desde luego una de las causas de la espectacular subida de los precios, pero la especulación de los intermediarios internacionales con la demanda de biofuel seguramente jugó un papel más importante. Sin embargo hay una cuestión intrigante que ha escapado a muchos observadores: ¿cómo es posible que los mexicanos, que viven en la tierra donde se domesticó el maíz, hayan pasado a ser ante todo dependientes de las importaciones?

La crisis alimenticia mexicana no puede ser bien entendida sin tener en cuenta el hecho de que en los años precedentes a la crisis de la tortilla, el país del maíz se había convertido en una economía importadora de maíz debido a las políticas de “libre mercado” promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y Washington. El proceso comenzó con la crisis de los años 80. Uno de los dos mayores países deudores en vía de desarrollo, México, se vio forzado a pedir prestado al Banco y al FMI para poder hacer frente a su deuda hacia los bancos comerciales internacionales. El quid pro quo de una ayuda financiera multimillonaria fue lo que un miembro del Banco Mundial describió como un “intervencionismo global sin precedentes” para eliminar los altos aranceles, las normativas estatales y las instituciones gubernamentales de ayuda, que la doctrina neoliberal definió como barreras a la eficiencia económica.

Los pagos de intereses crecieron desde un 19% de los gastos gubernamentales totales en 1982 hasta un 57% en 1988, mientras que los gastos de capital cayeron desde un ya bajo 19,3 % hasta un 4,4%. La contracción del gasto gubernamental se tradujo en el desmantelamiento del crédito estatal, de la producción agrícola subsidiada por el gobierno, de los precios políticos, de los consejos estatales de marketing y servicios de extensión. La liberalización unilateral del comercio agrícola impulsada por el FMI y el Banco Mundial también contribuyó a la desestabilización de los productores campesinos.

Este golpe a la agricultura campesina fue seguido por uno todavía mayor en 1994, cuando el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano entró en vigor. A pesar de que el NAFTA preveía un período de quince años para la eliminación de la protección aduanera de los productos agrícolas, incluido el maíz, el maíz de EEUU fuertemente subsidiado inundó rápidamente el mercado, reduciendo los precios a la mitad y hundiendo a este sector en una crisis crónica. Debido en gran medida a este acuerdo, el estatus de México como importador neto de alimentos ha quedado firmemente establecido.

Con el cierre de la agencia de marketing estatal para los cereales, la distribución de las importaciones de EEUU de grano y del grano mexicano fue monopolizada por unos pocos operadores transnacionales, como la norteamericana Cargill y Maseca, parcialmente propiedad de de EEUU, que operan a ambo lados de la frontera. Esto les ha dado un gran poder para especular en los términos del intercambio, de manera que los movimientos en la demanda de biofuel pueden ser manipulados y magnificados una y otra vez. Al mismo tiempo el control monopolístico del comercio local garantiza que una subida de los precios internacionales del grano no se traduzca en precios significativamente más elevados para los pequeños productores.

Se ha vuelto cada vez más difícil para los cultivadores mexicanos de maíz evitar el destino de muchos de sus colegas cultivadores de maíz y de otros pequeños productores en sectores como el arroz, vacuno, pollería y porcino, que se han arruinado debido a las ventajas concedidas por la NAFTA a los productores de EEUU subsidiados. Según un informe 2003 de la Fundación Carnegie, las importaciones de productos agrícolas de EEUU dejaron sin empleo a por lo menos 1’3 millones de campesinos, muchos de los cuales se han ido a Estados Unidos.

Las perspectivas no son buenas ya que los gobiernos mexicanos continúan siendo controlados por neoliberales que desmantelan sistemáticamente el sistema de ayuda a los campesinos, un legado clave de la Revolución Mexicana. En opinión del Primer Director Ejecutivo de Alimentos, Eric Holt–Giménez, “Llevará tiempo y esfuerzo recuperar la capacidad de los pequeños propietarios y no parece que haya ninguna voluntad política para ello – por no hablar del hecho de que el NAFTA debería renegociarse”.

La creación de una crisis del arroz en Filipinas

En el caso del arroz está más claro que la crisis alimenticia global emana principalmente de la reestructuración librecambista de la agricultura. A diferencia del maíz, menos del 10% de la producción mundial de arroz se comercializa. Es más, no ha habido desviación del arroz del consumo hacia los biofueles. Sin embargo, solamente este año los precios se han triplicado, desde 380 dólares por tonelada en enero hasta más de 1.000 dólares en abril. Sin duda alguna la inflación se origina en parte por la especulación de los cárteles mayoristas en una época de oferta restringida. Sin embargo, al igual que México y el maíz, el gran rompecabezas es porque países consumidores de arroz, autosuficientes anteriormente, se han vuelto gravemente dependientes de las importaciones.

Filipinas ofrece un terrible ejemplo de cómo la reestructuración económica neoliberal transforma un país de exportador neto de alimentos en importador neto. Filipinas es el mayor importador mundial de arroz. Los desesperados esfuerzos de Manila para garantizar provisiones como sea se ha convertido en noticia de primera página, y las fotos de los soldados protegiendo la distribución de arroz en comunidades pobres se ha convertido en un emblema de la crisis global.

Los grandes rasgos de la historia filipina son similares a los de México. El dictador Marcos fue culpable de muchos crímenes y fechorías, entre ellos no haber continuado la reforma agraria, pero una cosa de la que no puede ser acusado es de haber matado de hambre al sector agrícola. Para aplacar el descontento campesino, el régimen suministró a los campesinos semillas y fertilizantes subsidiados, lanzó planes de crédito y construyó infraestructuras rurales. Cuando Marcos salió del país en 1986, había 900.000 toneladas de arroz en los almacenes gubernamentales.

Paradójicamente, en los años siguientes, bajo la nueva administración democrática, se asistió al estrangulamiento de la capacidad inversora del gobierno. Al igual que en México, el Banco Mundial y el FMI, trabajando a favor de los acreedores internacionales, presionaron a la administración de Corazón Aquino para hacer del reembolso de la deuda externa, de 26.000 millones de dólares, una prioridad. Aquino consintió, a pesar de haber sido advertida por los principales economistas del país de que la “búsqueda de un programa de recuperación coherente con un calendario de reembolso de la deuda fijado por nuestros acreedores es un programa fútil”. Entre 1986 y 1993, de un 8 a un 10% del PIB salió cada año de Filipinas en pagos del servicio de la deuda – grosso modo la misma proporción que en México. Los pagos de intereses en porcentaje de los gastos creció de un 7% en 1980 a un 28% en 1994; los gastos de capital se hundieron de un 26 a un 16%. En resumen, el servicio de la deuda se convirtió en la prioridad presupuestaria nacional.

El gasto en agricultura cayó en más de la mitad. Sin embargo, el Banco Mundial y sus acólitos locales no se preocuparon, ya que uno de los objetivos de estrecharse el cinturón era que el sector privado dinamizara el campo. Pero la capacidad agrícola se erosionó rápidamente. La irrigación se estancó y hacia finales de los 90 solamente un 17% de la red viaria de filipinas estaba asfaltada, comparado con el 82% en Tailandia y el 75% en Malasia. Las cosechas fueron generalmente anémicas, con una cosecha media de arroz por debajo de las de China, Vietnam y Tailandia, donde los gobiernos impulsaron activamente la producción rural. El programa de reforma agraria post–Marcos se recortó, desprovisto de financiación para los servicios de soporte, lo que había constituido la clave del éxito de las reformas en Taiwan y Corea del Sur. Tal como en México, los campesinos filipinos se vieron confrontados con la retirada total del estado como suministrador de una ayuda comprehensiva– un papel del que habían llegado a depender.

El recorte de los programas agrícolas fue seguido por la liberalización del comercio, con la entrada de Filipinas en 1995 en la Organización Mundial del Comercio, que tuvo los mismos efectos que la entrada de México en el NAFTA. La participación en la OMC requirió la eliminación, por parte de Filipinas, de las cuotas de importación para todos los productos agrícolas excepto el arroz y permitir la entrada de una determinada cantidad de todas las primeras materias a tipos arancelarios bajos. Si por una parte se permitió al país mantener una cuota para las importaciones de arroz, por otra, tuvo que admitir el equivalente de un 1 a 4 % del consumo local durante los diez años siguientes. De hecho, debido a una producción gravemente debilitada como resultado de la falta de apoyo del estado, el gobierno importó mucho más de lo necesario para compensar la escasez. Las importaciones masivas deprimieron el precio del arroz, disuadiendo a los campesinos y manteniendo el crecimiento de la producción a una tasa muy por debajo de la de los dos principales proveedores del país, Tailandia y Vietnam.

Las consecuencias de la entrada de Filipinas en la OMC, se transmitieron al resto de su agricultura como un súper–tifón. Inundados por importaciones de maíz barato – gran parte del mismo, maíz subsidiado de EEUU – los campesinos redujeron la superficie dedicada al maíz de 3,1 millones de hectáreas en 1993 a 2,5 millones en 2000. Las importaciones masivas de pollo casi mataron a esta industria, mientras que el crecimiento de las importaciones desestabilizó las industrias del pollo, cerdo y vegetales.

Durante la campaña de 1994 para ratificar la participación en la OMC, los economistas del gobierno, aleccionados por sus garantes del Banco Mundial, prometieron que las pérdidas de maíz y otras cosechas tradicionales serían más que compensadas por la nueva industria exportadora de cosechas de “alto valor añadido”, como flores, espárragos y brócoli. Poca cosa de ello se materializó. Tampoco lo hicieron gran parte de los 500.000 empleos agrícolas que se suponía deberían ser creados cada año por la magia del mercado; en vez de esto, el empleo agrícola cayó desde 11,2 millones en 1994 a 10,8 millones en 2001.

El golpe del ajuste impuesto por el FMI y de la liberalización del comercio impuesta por la OMC, transformó una economía agrícola ampliamente autosuficiente en otra dependiente de las importaciones, ya que marginó definitivamente a los granjeros. Fue un proceso violento, cuyo dolor fue captado por un negociador del gobierno filipino durante una sesión de la OMC en Ginebra. “Nuestros pequeños productores”, dijo, “están siendo sacrificados por la gran injusticia del sistema de comercio internacional”.

La Gran Transformación

La experiencia de México y de Filipinas se repitió en un país tras otro de los que estaban sujetos a las imposiciones del FMI y la OMC. Un estudio de la Organización para la Alimentación y la Agricultura de la ONU, que abarca catorce países, encontró que los niveles de las importaciones de alimentos en el período 1995–98 excedieron los de 1990–94. Ello no es sorprendente ya que uno de los principales objetivos del Acuerdo Agrícola de la OMC, fue abrir los mercados de los países en desarrollo para que pudieran absorber los excesos de producción del Norte. Tal como lo expresó el entonces Secretario de Agricultura de los de EEUU, John Block, en 1986: “La idea de que los países en desarrollo deberían poder auto alimentarse es un anacronismo de una época pasada. Pueden garantizar mucho mejor su seguridad alimentaria apoyándose en los productos agrícolas de EEUU, que la mayoría de las veces están disponibles a menor coste”.

Lo que Block no dijo es que el menor coste de los productos de EEUU era debido a los subsidios, que se hicieron más masivos conforme pasaban los años, a pesar de que se suponía que la OMC tenía que eliminarlos. La suma total de los subsidios agrícolas concedidos por los gobiernos de los países desarrollados subió de 367.000 millones de dólares en 1995 a 388.000 millones en 2004. Desde finales de los años 1990 los subsidios han supuesto un 40% del valor de la producción agrícola en la Unión Europea y un 25% en los Estados Unidos.

Puede que los apóstoles del libre mercado y los defensores del dumping parezcan situarse en diferentes extremos del espectro, pero las políticas que defienden llevan al mismo resultado: una agricultura industrial capitalista y globalizada. Los países en desarrollo están siendo integrados en un sistema en el que la producción orientada a la exportación de carne y grano está dominada por grandes granjas industriales como las dirigidas por la multinacional tailandesa CP y en las que la tecnología progresa continuamente debido a los avances en ingeniería genética de firmas como Monsanto. La eliminación de las barreras arancelarias y no arancelarias facilita la presencia de un supermercado agrícola global de consumidores de élite y de clase media servido por corporaciones de comercio de granos como Cargill y Archer Daniels Midland y transnacionales de alimentos al por menor como la británica Tesco y el francés Carrefour.

En este mercado global integrado hay poco espacio para cientos de millones de pobres rurales y urbanos. Estos están confinados en favelas suburbanas gigantes, donde se enfrentan a precios alimenticios con frecuencia mucho más elevados que los precios del supermercado, o en reservas rurales donde están atrapados en actividades agrícolas marginales y cada vez más vulnerables al hambre. En realidad, dentro de un mismo país, el hambre en el sector marginalizado coexiste a veces con la prosperidad del sector globalizado.

No se trata simplemente de la erosión de la autosuficiencia alimentaria nacional o de la seguridad alimentaria sino de lo que la africanista Deborah Bryceson de Oxford llama “descampesinización” – eliminación de una forma de producción para hacer del campo un lugar más adecuado para la acumulación intensiva de capital. Esta transformación es traumática para cientos de millones de personas, ya que la producción campesina no es simplemente una actividad económica. Es un modo de vida ancentral, una cultura, lo cual es una de las razones que ha llevado al suicido, en la India, a campesinos desplazados o marginalizados. En el estado de Andhra Pradesh los suicidios de campesinos se incrementaron de 233 en 1998 a 2.600 en 2002; en Maharashtra los suicidios crecieron más del triple, desde 1.083 en 1995 a 3.926 en 2005. Según una estimación, 150.000 campesinos de la India se han suicidado. Según Vandana Shiva, activista por la justicia global, el colapso de los precios debido a la liberalización del comercio y la pérdida de control de las semillas a favor de las firmas biotecnológicas forma parte de un problema global: “Bajo la globalización, el campesino está perdiendo su identidad social, cultural y económica como productor. Un campesino es actualmente un “consumidor” de semillas caras y productos químicos costosos vendidos por poderosas corporaciones globales a través de poderosos terratenientes y prestamistas locales”.

La agricultura africana: de la sumisión al desafío

La descampesinización se encuentra en un estado avanzado en América Latina y Asia. Y si el Banco Mundial se sale con la suya, África caminará en la misma dirección. Tal como Bryceson y sus colegas apuntan correctamente en un artículo reciente, el Informe sobre el Desarrollo Mundial del 2008, que se ocupa extensamente de la agricultura en África, es prácticamente una guía para la transformación de la agricultura del continente basada en el campesinado en una agricultura comercial a gran escala. Sin embargo, como ocurre hoy en día en muchos otros lugares, los pupilos del Banco están pasando de un resentimiento pasivo a un abierto desafío.

En el momento de la descolonización, en los años 60, África era en realidad un exportador neto de alimentos. Actualmente el continente importa el 25% de sus alimentos; casi todos los países son importadores netos. El hambre y la escasez se han convertido en fenómenos recurrentes habiéndose asistido, tan sólo en los tres últimos años, al surgimiento de emergencias alimentarias en el Cuerno de África, el Sahel y África del Sur y Central.

La agricultura en África atraviesa una crisis profunda y las causas van desde las guerras al mal gobierno, la falta de tecnología agrícola y la expansión del SIDA. Sin embargo, lo mismo que en México y filipinas, una parte importante de la explicación es la eliminación de los controles gubernamentales y mecanismos de soporte bajo los programas de ajuste estructural del FMI y el Banco Mundial, impuestos como precio por la asistencia en el servicio de la deuda externa.

Los ajustes estructurales han llevado al descenso de la inversión, el incremento del desempleo, la reducción del gasto social, la reducción del consumo y una baja producción. La eliminación de los controles del precio de los fertilizantes junto con el recorte simultáneo de los sistemas de crédito agrícola ha llevado sencillamente a una reducción en el uso de los fertilizantes, menores cosechas y menor inversión. Además, la realidad no ha querido estar conforme con las expectativas doctrinales de que la retirada del estado allanaría el camino al mercado para dinamizar la agricultura. En vez de esto, el sector privado, que se dio cuenta correctamente de que la reducción del gasto estatal comportaba un mayor riesgo, no intervino para llenar el vacío. Uno detrás de otro, en todos los países la salida del estado “empujó hacia fuera” en vez de “empujar hacia dentro” a la inversión privada. Allí donde los comerciantes privados reemplazaron al estado, señaló un informe de Oxfam, “a veces lo han hecho en unos términos muy desfavorables para los pequeños campesinos” dejando a los “campesinos con una mayor inseguridad alimenticia y a los gobiernos dependientes de los flujos impredecibles de la ayuda internacional”. El Economist, normalmente pro–sector privado está de acuerdo, admitiendo que “muchas de las empresas privadas que sustituyeron a los investigadores estatales se han convertido en monopolistas a la búsqueda del beneficio”.

La ayuda permitida a los gobiernos africanos se canalizó a través del Banco Mundial hacia la agricultura de exportación para generar divisas, que los estados necesitaban para el servicio de la deuda. Pero, como en Etiopía durante la hambruna de los años 1980, esto llevó a que se dedicara tierra buena a las cosechas de exportación, forzando las cosechas de alimentos hacia suelos menos adecuados y exacerbando de esta forma la inseguridad alimenticia. Además el hecho de que el Banco Mundial favoreciera el mismo tipo de cosechas de exportación en varias economías llevó frecuentemente a la sobreproducción provocando el colapso de los precios en los mercados internacionales. Por ejemplo, el éxito en la expansión de la producción de coco en Ghana provocó una caída del 48 por ciento del precio internacional entre 1986 y 1989. En 2002–03 el colapso de los precios del café contribuyó a otra emergencia alimenticia en Etiopía.

Como en México y Filipinas, los ajustes estructurales en África no comportaron simplemente desinversión sino la salida del Estado. Pero hubo una diferencia importante. En África, el Banco Mundial y el FMI hicieron gestión microeconómica, decidiendo sobre el grado de rapidez en la eliminación de los subsidios, el número de funcionarios que debían ser despedidos, como en el caso de Malawi, qué parte de la reserva de grano del país debía ser vendida y a quién.

Al impacto negativo de los ajustes se añaden las prácticas comerciales desleales de la UE y los de EEUU. La liberalización permitió que el vacuno subsidiado de la UE llevara a la ruina a los ganaderos del Oeste y del Sur de África. Con sus subsidios legitimados por la OMC, los granjeros americanos inundaron de algodón los mercados mundiales a un 20%–55% del coste de producción, con lo que llevaron a la bancarrota a los granjeros del Oeste y Centro de África.

Según Oxfam, el número de africanos subsaharianos que viven con menos de un dólar por día casi se dobló, hasta 313 millones, entre 1981 y 2001 – el 46% de todo el continente. El papel de los ajustes estructurales en la creación de la pobreza es difícil de negar. Tal como admitió el economista jefe del Banco Mundial para África, “No pensamos que los costes humanos de estos programas serían tan grandes y que las ganancias económicas tardarían tanto en llegar”.

En 1999 el gobierno de Malawi puso en marcha un programa para dar a cada pequeña unidad familiar un paquete gratuito inicial de fertilizantes y semillas. El resultado fue un superávit nacional de grano. Lo que sucedió después es una narración que debería retenerse como un estudio de caso clásico de uno de los mayores desastres de la economía neoliberal. El Banco Mundial y otros donantes de ayuda forzaron la regresión y la eventual laminación del programa, arguyendo que el subsidio distorsionaba el comercio. Sin los paquetes gratuitos la producción se desplomó. Al mismo tiempo, el FMI insistió en que el gobierno vendiera una gran parte de sus reservas de grano para que la agencia de reservas de alimentos pudiera hacer frente a sus deudas comerciales. El gobierno accedió. Cuando la crisis alimentaria se convirtió en hambruna en 2001–02, casi no quedaban reservas. Murieron unas 1.500 personas. El FMI no se inmutó, de hecho suspendió los gastos de un programa de ajuste amparándose en que “el sector paraestatal continuará poniendo en peligro la buena ejecución del presupuesto 2002/03. Las intervenciones gubernamentales en los mercados de alimentos y otros productos agrícolas… están impidiendo un mayor gasto productivo”.

Cuando en 2005 ocurrió una crisis todavía peor el gobierno ya estaba harto de la estupidez del Banco Mundial/FMI. Un nuevo presidente reintrodujo el subsidio a los fertilizantes, posibilitando que 2 millones de unidades familiares pudieran comprarlo a un tercio del precio al detalle así como las semillas con descuento. Resultado: cosechas abundantes durante dos años, un superávit de maíz de un millón de toneladas y el país convertido en proveedor de grano de África del Sur.

El desafío de Malawi al Banco Mundial probablemente habría sido un acto de resistencia heroico pero fútil una década antes. Actualmente el ambiente es distinto, ya que los ajustes estructurales han sido desacreditados en toda África. Incluso algunos gobiernos donantes y ONGs que normalmente los suscribían se han distanciado del Banco. Quizás el motivo sea evitar que su influencia en el continente se vea todavía más erosionada con su asociación a una forma de actuar fracasada y a unas instituciones impopulares, al tiempo que la ayuda china está emergiendo como una alternativa al Banco Mundial, el FMI y los programas de ayuda de los gobiernos occidentales.

Soberanía alimentaria: ¿un paradigma alternativo?

Lo que está minando al FMI y al Banco Mundial no es solamente el desafío de gobiernos como el de Malawi y el desacuerdo de sus anteriores aliados. Las organizaciones campesinas de todo el mundo se han vuelto cada vez más militantes en su resistencia a la globalización de la agricultura industrial. Así, debido a la presión de los grupos de campesinos, los gobiernos del Sur han refutado un mayor acceso a sus mercados agrícolas y han pedido un recorte masivo de los subsidios agrícolas de los de EEUU y la UE, lo que llevó al estancamiento las negociaciones del Doha Round de la OMC.

Los grupos de campesinos han trabajado en red internacionalmente; uno de los más dinámicos es Vía Campesina. Este no solamente intenta “sacar a la OMC de la agricultura” y se opone al paradigma de la agricultura industrial capitalista y globalizada; también propone una soberanía alimentaria alternativa. La soberanía alimentaria significa, en primer lugar, el derecho de un país a determinar su producción y consumo de alimentos y la exención de la agricultura de los regímenes comerciales globales como el de la OMC. También significa la consolidación de una agricultura centrada en las pequeñas unidades familiares vía la protección del mercado local de las importaciones a bajo precio; precios remunerativos para los campesinos y pescadores; abolición de todos los subsidios a la exportación directos e indirectos; y eliminación de los subsidios locales que promueven una agricultura insostenible. La plataforma Vía también preconiza terminar con el Trade Relamed Intelectual Property Rights regime, o TRIPs (régimen de derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio), que permite a las corporaciones patentar semillas de plantas; se opone a la agro tecnología basada en la ingeniería genética; y pide reformas agrarias. En contraste con una monocultura global integrada, Vía ofrece una visión de una economía agrícola internacional compuesta por diversas economías agrícolas nacionales comerciando las unas con las otras pero centradas primordialmente en la producción local.

Los campesinos, vistos anteriormente como reliquias de la era preindustrial, están liderando actualmente la oposición a una agricultura industrial capitalista que les conduciría a la papelera de la historia. Se han convertido en lo que Karl Marx describió como una “clase para sí” políticamente consciente, contradiciendo sus preediciones acerca de su desaparición. Con la crisis alimentaria global se están colocando en el centro de la escena – y tienen aliados y apoyos. Mientras que los campesinos se niegan a aceptar tranquilamente su desaparición y luchan contra la descampesinización, los acontecimientos del siglo veintiuno están revelando que la panacea de una agricultura industrial capitalista y globalizada es una pesadilla. A medida que se multiplican las crisis medioambientales, que se amontonan las disfunciones sociales de la vida industrial urbana y que la agricultura industrial crea una mayor inseguridad alimentaria, el movimiento de los campesinos tiene una relevancia creciente no solo para ellos sino para todos los que están amenazados por las consecuencias catastróficas de la visión del capital global respecto a la organización de la producción, la comunidad y la vida misma.


(*) Walden Bello, miembro del Transnational Institute, es presidente de Freedom from Debt Coalition y analista senior en Focus on the Global South.