Perú

La huelga amazónica y el gobierno de Alan García

¿Qué pasó en la selva peruana?

Por Raúl Wiener (*)
rwiener.blogspot, 12/06/09

Curva del Diablo, Bagua: policía de Alan García aplasta la cabeza de un indígena sobreviviente (Foto: intercontinentalcry.org)

¿Qué pasó en la selva peruana? ¿Cómo actuó el gobierno de Alan García?, ¿Por qué murieron tantas personas? ¿Qué ocurrió a la Policía? ¿Cómo queda el país después de la matanza? El artículo que presentamos intenta responder a estas y otras peguntas que se hace el mundo entero, anonadado por las trágicas noticias que llegan desde el Perú.

Lima.- El miércoles 3 de junio en la noche, en el Consejo de Ministros, el presidente Alan García expresó entre adjetivos su malestar por la prolongación de los bloqueos en las carreteras de la selva y por la indecisión del ministerio del Interior y la policía de usar la fuerza para controlar la situación. La ministra Mercedes Cabanillas soportó la descarga y cuando pudo hablar indicó que dispondría el desalojo de los indígenas que bloqueaban la curva del diablo en la carretera Fernando Belaúnde, en el departamento de Amazonas, en las siguientes 48 horas.

Los jefes de la Policía fueron convocados a Palacio en ese mismo momento y notificados del acuerdo. Había que trasladar una fuerza especial a la ciudad de Bagua para iniciar el ataque en la madrugada del viernes. García retomó la conducción del Consejo y resumió los pasos que debían seguirse. La sesión se levantó sobre la media noche. El jueves 4 los congresistas del APRA iniciaron la fase política de lo que al día siguiente sería la batalla decisiva. Entre las 9 y las 9.15 am, aprovechando la demora de los congresistas nacionalistas que seguían coordinando su estrategia, el bloque de APRA, Unidad Nacional y el fujimorismo, impuso una votación sin debate que se derive la propuesta de derogatoria del DL 1090, a la mesa de diálogo del Primer Ministro que ya no funcionaba desde hacia varias semanas.

A las 10 de mañana del jueves ya se sabía que el oficialismo había vuelto a burlar a los amazónicos. Mientras tanto tres aviones Antonov de la Fuerza Aérea embarcaban 600 políticas de la dirección de operaciones especiales de la Policía. Llevaban fusiles Akm, cacerinas, granadas, bombas lacrimógenas, perdigoneras, etc. Esa tarde el batallón llegaría a una tierra que la enorme mayoría desconocía, para enfrentar a personas que tampoco comprendían. Pero la decisión era evidente: no usar los efectivos que ya estaban en la zona y que habían tenido contacto con los indígenas. En esta selección estaría la explicación de una parte importante de la tragedia.

Varias veces durante los días de la huelga, la Policía había conversado con los piquetes el retiro pacífico de áreas críticas como el puente Corral Quemado y otros, lo que se consiguió en todos los casos. En la altura, en la estación 6 de bombeo de petróleo, la patrulla de protección compuesta por 38 policías llevaba varios días intervenida por un gran número de nativos ante los cuales se rindieron para evitar enfrentamientos. Los Apus (jefes de comunidad) ordenaron retenerlos porque intuían un empeoramiento de las cosas. Tal vez creían que evitarían un eventual ataque mientras hubiera policías en poder de los indígenas.

A las 5 de madrugada del viernes sonaron los primeros disparos y bombas. Cientos de policías se dirigían hacia la curva del diablo donde los esperaban más de mil indígenas con lanzas, cuchillos y algunas escopetas. Por el aire llegaban dos helicópteros que descargaron una lluvia de bombas lacrimógenas orientadas a crear la confusión y dispersar al grupo principal. Las balas llegaban de varios francotiradores apostados en áreas elevadas que disparaban directamente al cuerpo. La confusión en el bloqueo fue inmediata y desató una atroz estampida de indígenas por la carretera. Pero mientras corrían cargando a sus heridos y sus muertos, las balas y las bombas los perseguían provocando un mayor número de bajas.

La prensa llegó al lugar de los hechos antes de las seis de la mañana y logró excepcionales tomas sobre el enfrentamiento, el ataque desde el aire, la multitud replegándose, los heridos y los muertos. Las radios, tanto las locales como las nacionales, transmitieron en directo lo que iba pasando y en poco tiempo ya había imágenes al aire sobre la violencia desatada. Ahí también reventaron las ciudades cercanas: Bagua, Bagua Grande y Jaén, donde muchos civiles salieron a las calles y provocaron graves disturbios, apedreando e incendiando diversos edificios oficiales y el local partidario del APRA. Igualmente quemaron diversos vehículos del Estado. La policía, por su parte, respondió a la turba con armas de fuego incrementando de esa forma el balance de muertos de la jornada. La reacción en las ciudades estaba cargada de espontaneidad e indignación. Es imposible ver ahí un mínimo plan de acción o alguna previsión de mecanismos de defensa para los manifestantes. Pero a esas alturas la policía ya no estaba para sutilezas.

En la mañana del 5 de junio, todo el Perú estaba convencido de una cosa: el gobierno quiso desalojar sin aviso y con suma violencia el bloqueo de la carretera y produjo reacciones entre nativos y policías. Las noticias que llegaban hablaban de más de veinte muertos indígenas y de alrededor de cinco policías abatidos. De pronto el presidente García apareció en el Proyecto Olmos en Lambayeque, donde había viajado más temprano el premier Yehude Simon, y como se suele decir en el Perú, le robó el micro y salió declarando que había habido un operativo necesario para restablecer el orden, con un bajo costo social. Pocas horas después el costo seguiría subiendo, las llamadas de autoridades, médicos, periodistas de la zona advertían de un escenario dramático. El gobierno empezaba a reconocer la gravedad de la situación y Simon hacía su primera conferencia de prensa informando que el saldo de la trifulca ascendía a nueve policías y tres indígenas muertos.

Esa noche los números fueron reajustados: doce policías y nueve civiles fallecidos, entre indígenas y pobladores urbanos. En el terminal aéreo de la aviación empezó un desfile de ataúdes que duraría hasta la noche del día siguiente y daba la sensación de aún mayor cantidad de policías caídos que los que realmente se produjeron. Ya estaba claro entonces que el gobierno había decidido una línea de información y confrontación política, en la que sorprendentemente la policía era la atacada y la que había sufrido las bajas por su excesivo afán dialogante, lo que por lo grave del resultado no podía tener otra explicación que una conspiración internacional. Pero aún las cosas iban a empeorar:

en la estación 6, en Imacita, la versión de la matanza de indígenas produjo una conmoción y un desesperado deseo de venganza en el grupo que mantenía retenidos a los 38 policías. Según se conoce los captores decidieron ejecutar a nueve policías en ese lugar, incluido el comandante de puesto y nadie sabe cómo fue que finalmente lograron huir los otros.

Esta matanza horrible es muy difícil de entender, sino se apela a la mirada que las comunidades de selva tienen de los agentes estatales que para ellas son invasores de sus tierras y en este caso, asesinos de sus hermanos. El gobierno tenía una responsabilidad respecto a la vida de estos efectivos, cuando lanzó la operación en la curva del diablo sabiendo que había un contingente de sus hombres en poder de los indígenas. Es verdad también que en este caso el choque cultural se transformó en una tragedia. Pero justamente porque pasó esto es que se puede decir que nadie podía influenciar las determinaciones de los indígenas, ya que nada podía ser más negativo para sus objetivos que esta carnicería sin sentido. Por cierto que esta es una valoración de opinión pública y efectos políticos que significa poco traducido a la lengua de los amazónicos.

El hecho es que el sábado 6 ya sumaban más de veinte los policías muertos y todos los medios, incluidos los que habían trasmitido los incidentes de forma directa a través de la versión de sus corresponsales, se cerraron en la historia oficial. No había ocurrido enfrentamiento alguno, la policía no había querido usar sus armas, los indígenas los habían matado cuando conversaban, la matanza había sido de uniformados, etc. A esto se salpicaba el mayor o menor autocontrol de los editores frente a los anatemas racistas que subsisten soterrados en el país y afloran en circunstancias como estas (el antecedente que me viene a la memoria es la matanza de periodistas en Uchuraccay en 1983, que llevó a titulares que hablaban de “salvajes”, como ahora). El clima político empezó a hacerse aplastante con el bombardeo mediático que eludía toda responsabilidad del gobierno en lo acontecido.

Esta resaca duró dos días, pero el lunes 8 se resquebrajó. El diario más influyente de Lima, el decano de la prensa, “El Comercio” editorializó reclamándole al gobierno reconocer sus propios errores y pidiendo la renuncia del Consejo de Ministros. A su lado otros diarios y algunos programas políticos de la televisión y la radio empezaron a recepcionar puntos de vista críticos, y a poner en duda aspectos del discurso oficial. A la disonancia de algunos contados medios de oposición (diario “La Primera” y estaciones radiales de provincias), le seguía ahora un distanciamiento de la llamada “prensa seria” que veía peligroso seguir operando como resonancia del gobierno aprista. Ese mismo día además se produjo la primera, y hasta ahora, única renuncia al gabinete de ministros. La ministra de la Mujer, Carmen Vildoso anunció su salida informando que se trataba de discrepancias en torno al manejo de la crisis de la selva y de su decisión de asumir su parte de responsabilidad por lo sucedido.

Tras este quiebre empezaba a surgir un intento postrero de diálogo después de 55 días de huelga en los que el gobierno ignoró el problema hasta el día 40, y generó una mecedora de reuniones infructuosas con el primer ministro los días siguientes, hasta que se impuso la lógica de la muerte. Entre el director de “El Comercio”, el Episcopado de la Iglesia, la Defensoría del Pueblo, estaba germinando un salvavidas político, que consistía en dar un medio paso atrás poniendo en “suspenso” algunos decretos (la figura no existe legalmente) y construyendo una mesa de diálogo de mayor amplitud, con nuevos actores. El premier Simon dio su apoyo a la propuesta y con ella quiso detener la renuncia de Vildoso, sin conseguirlo. A su vez el fujimorismo le entró al tema y detrás de ellos lo hizo Lourdes Flores. Pero llegaban tarde a un escenario crispado y polarizado. El presidente y los líderes del APRA acentuaban el ataque, las comunidades declaraban que era derogatoria o nada y los sectores políticos que habían apoyado a los indígenas se sentían obligados a seguirlos ante el riesgo de terminar rechazados.

La idea de que todos tenían que ceder algo en sus posiciones no encajaba en los acontecimientos. En las zonas donde continuaba la huelga, el sentimiento era de haber sufrido una larga burla que concluyó a balazos. Por otra parte, aún cuando la “suspensión” debería entenderse como una derrota política no explicitada del gobierno y como el fin de dos de los decretos más controversiales, los apristas insistían en decir que volverían a restituirlos, dando a entender que lo que menos les interesaba era un entendimiento. El miércoles 10 al votarse la suspensión la sensación que flotaba era que estábamos enfrentando posiciones extremas, cundo técnicamente hubiera podido decirse que la suspensión era nada más que otra forma de la derogatoria ya que regresaba a la situación anterior a la elaboración de dicha norma. Pero como serán las cosas que la votación no quiso hacerse sobre las posiciones que estaban en juego, sino a favor o en contra de la posición de la mayoría y esto desbordó el vaso para convertirse en una protesta activa de la bancada nacionalista que se negó a abandonar el hemiciclo hasta el día siguiente, para terminar con un tercio de sus miembros sancionados (escogidos arbitrariamente).

No había acuerdo, ni lugar para las salidas intermedias. Por eso el día 11 la protesta nacional convocada días antes no celebraba la suspensión, sino se enfocaba en denunciar la masacre contra los amazónicos y la necesidad de un cambio político, que para algunos todavía pasa por un cambio de gabinete, y para otros llega hasta la vacancia presidencial. Que ese día hubieran nativos selváticos desfilando en Yurimaguas, la selva central y otras localidades; campesinos serranos invadiendo el aeropuerto en Andahuaylas y pobladores de Puno, Moquegua, Huancayo, protestando a favor de los amazónicos; y chicos limeños negando a dispersarse en el centro de la ciudad a pesar de las nubes de las más apestosas e irritantes bombas; advierte de una conjunción que hasta hace poco se hubiera tomado por insólita. Nadie imaginaba a los universitarios sacando la cara por los indígenas, o a las poblaciones serranas tan cerca del sentimiento de la selva, o a campesinos quechuas y aymaras sentirse parte del mismo mundo que el de las comunidades nativas.

De algún modo era como si la parte que le faltaba a las protestas sociales se hubiera integrado y no sólo eso, sino que todos se sintieran indígenas y amazónicos, frente a un gobierno que había tratado de fomentar un racismo subterráneo y un desprecio profundo por el anacronismo y las creencias de los pueblos más olvidados de la historia nacional. El 11 de junio (en algunos lugares hasta el día 12), la protesta nacional nos remontó en la memoria nueve años hacia atrás. No había ocurrido efectivamente desde la marcha de los Cuatro Suyos el 28 de julio del 2000, que l ciudad de Lima fuera dominada por horas por manifestantes que no reclamaban nada específico para ellos, sino que se enfrentaban al gobierno de turno, porque entendían que no había otra manera de evitar un agravamiento de la situación.

El 11 de junio estaba a la vista que en el Perú se había abierto una nueva situación política, que la determinación del presidente de atacar a los nativos tenía mucho más que ver con la noción de autoridad del Estado que está en las entrañas de Alan García, que con la necesidad de pase de los camiones por las carreteras. La democracia post fujimorista había sido demasiado pusilánime, tal vez por deberle a las propias masas su existencia. Por eso Toledo retrocedió en tantas ocasiones, y el propio gobierno actual tuvo que firmar interminables actas con diversos gremios, para nunca cumplirlas. La mano dura le picaba a García desde hace tiempo.

Pero no ha ganado. Como se ve por todos lados. Peor aún, no han podido explicar porque una policía al ataque, con armas de tiro a distancia, tuvo tantas bajas frente a indígenas con lanzas y machetes. Tampoco han convencido a nadie sobre los muertos que se esfumaron después de las primeras vistas y despachos del conflicto, y por qué hay tantas familias que reclaman a sus hijos que no regresan. Todo está como una enorme espada de Damocles sobre la cabeza de un gobierno que se empeña en fugar hacia adelante.

No es una crisis, es la crisis, dirían los historiadores. Y lo más irónico es que García llego a ella empezando por una sistematización de su nueva filosofía en la que calificaba a las comunidades y muchos otros sectores como perro del hortelano, que no podía comer por la debilidad de sus medios productivos, pero no dejaban comer a la gran inversión que nos tocaba la puerta. Esta teoría ha sido destrozada por la vida, aunque su autor no quiera reconocerlo. Pero lo peor no él mismo, que ya no tiene remedio, sino a los que arrastra en su caída y no pueden contenerlo. Ese es quizás el mayor drama del Perú actual, la elección por miedo que se dio en el 2006: miedo a Humala, al chavismo, a cualquier cambio del modelo económico, le otorgo un excesivo poder a García para que salvase a los asustados. Ahora a quién hay que temer es al propio Alan García.


(*) Analista político y económico peruano. Especializado en temas de inversiones, privatizaciones, tratados de libre comercio, minería, hidrocarburos, aviación comercial, agro. Ha escrito varios libros, entre ellos “Bandido Fujimori” (2000), “Auge exportador, pobreza de las regiones” (2005), “LAP, un fraude en tres letras” (2005) entre otros.