Argentina

Una polémica de importancia trascendental

La nueva cuestión agraria

La rebelión de los patrones rurales y la izquierda argentina

Por José Luis Rojo[1]

Índice:

I. Introducción

II. Campos burgueses en pugna

III. Los nuevos actores sociales en el campo argentino

IV. “Marxistas” con el campo... enemigo

V. El retorno del socialismo liberal

VI. Un programa socialista para el campo argentino

VI. Un programa socialista para el campo argentino

“El monopolio de la propiedad de la tierra es una premisa histórica, y sigue siendo el fundamento permanente del modo capitalista de producción” (Karl Marx, El capital, Tomo III).

Todo programa revolucionario para el campo argentino tiene que partir del problema de la propiedad de la tierra. Por otro lado, hay que delimitar cuestiones teóricas, históricas y qué relaciones sociales y fuerzas productivas alentar luego de la expropiación de los grandes propietarios y capitalistas agrarios.

Básicamente, se trata de saber si la tarea planteada es la de crear (o fortalecer) una clase de pequeños y medianos propietarios, como defienden las corrientes de la “izquierda” pro ruralistas, o apuntar a formas socializadas de producción. Cabe aclarar que este planteo se refiere a la zona núcleo pampeana, es decir, el centro de la producción agrícola argentina (tanto en volumen como en divisas generadas), no para el resto del país, caracterizado por una enorme diversidad de situaciones y cuyo complejo panorama requeriría un capítulo programático específico que aquí no desarrollaremos.

La propiedad privada de la tierra como fundamento del capitalismo

El primer aspecto a abordar, entonces, desde un punto de vista marxista, es el de la propiedad de la tierra. Esto es, la expropiación de los terratenientes y la burguesía agraria, problemática que las corrientes de la izquierda ruralista no pueden plantearse de manera consecuente, al haberse puesto al servicio de la Sociedad Rural (so pretexto de apoyar a quienes fueron aliados incondicionales de ésta, los supuestos “pequeños y medianos propietarios”).

Bajo el modo de producción capitalista, la propiedad privada de la tierra está “naturalizada” como hecho social, en tanto la tierra es un medio de producción “natural”. Y uno de los supuestos de este modo de producción es la separación del verdadero productor –es decir, el trabajador asalariado urbano o rural– de las condiciones de la producción, sean éstas máquinas o la tierra. Como resume Marx, “la propiedad de la tierra presupone el monopolio de ciertas personas sobre determinadas porciones del planeta, sobre las cuales pueden disponer como esferas exclusivas de su arbitrio privado, con exclusión de todos los demás”.[1]

Se presenta aquí una contradicción, característica y fundamento mismo del sistema. La tierra en sí misma, la “tierra–materia”, salvo las mejoras que se le hagan (la “tierra–capital”), no está mediatizada por el trabajo humano. “Hay ramas de producción en las que ciertos medios de producción naturales, por ejemplo, las tierras de labor, los yacimientos de carbón, las minas de hierro, los saltos de agua, etc., son indispensables para que el proceso de producción pueda efectuarse, y sin los cuales no pueden producirse las mercancías correspondientes (...). [Este] medio de producción (...) no es trabajo materializado sino un don natural. ¿Acaso [se] podría fabricar tierra, agua, minas o yacimientos de carbón? ¡Claro que no! Por tanto, la propiedad privada sobre los elementos naturales, tales como la tierra, las aguas, las minas, etc., la propiedad de esos medios de producción, de estas condiciones naturales de la producción, no es una fuente de la que fluya valor, ya que el valor no es otra cosa que tiempo de trabajo materializado. Esta propiedad es, sin embargo, una fuente de ingresos. Es un título, un medio que permite al propietario de los medios de producción (...) apropiarse la parte del trabajo no retribuido arrebatado a los obreros por los capitalistas (...). Claro está que si la tierra se hallase como un bien elemental a la libre disposición de cualquiera, faltaría uno de los elementos fundamentales para la formación del capital. Este medio de producción esencialísimo que es, además, aparte del hombre mismo y su trabajo, el único medio de producción original, no podría enajenarse ni apropiarse, ni, por tanto, enfrentarse con el obrero como propiedad de otro y convertirle en obrero asalariado”.[2]

Hay tierras buenas y malas, fértiles e infértiles. Pero en tanto “tierra–materia”, esto nada tiene que ver con el trabajo humano. La Pampa húmeda es un subproducto de la evolución natural. La nación argentina “heredó” esta fertilidad natural por estar asentada donde lo está. Argentina tuvo la suerte (o la desgracia, según la clásica apreciación de Milcíades Peña) de que su territorio es de una fertilidad privilegiada según los estándares internacionales. ¿Con qué derecho, entonces, un determinado grupo de personas, puede monopolizar porciones de él?

Pero la propiedad privada de la tierra es una relación económico–social por excelencia del capitalismo, que se funda, precisamente, en la separación del trabajador de las condiciones de producción, sean “naturales” o “artificiales”. Lo que nos remite a la cuestión de los recursos naturales en general.

En efecto, los gobiernos “progresistas” latinoamericanos, al llegar al poder luego del incendio de comienzos del siglo, sabían que para poder subsistir como proyecto político debían poner en marcha una nueva redistribución de renta entre el Estado y los capitalistas privados. Es el caso de Hugo Chávez, de Evo Morales y también pretendía serlo de Cristina K con la elevación de las retenciones agrarias.

Ocurre que con las privatizaciones de los 90 se había entregado, aparte de la ganancia normal (que sigue incólume en manos de los capitalistas), prácticamente toda la renta del Estado en tanto propietario de los recursos naturales. Estos gobiernos lo que plantean es que una parte de la renta vuelva al Estado. No es mala oferta: los capitalistas se llevan la ganancia y, digamos, la mitad de la renta; los “progres” se conforman con la otra mitad de la renta para poder gobernar y administrar algo digno de ser llamado Estado capitalista con cierto margen de acción. En el fondo, éste es todo el secreto de las “nacionalizaciones” de un Evo o un Chávez: embolsar una parte de la renta producida por los recursos naturales de la nación.[3]

En la Argentina también cabe este debate sobre la renta, más allá que nuestro programa socialista revolucionario se asienta en la expropiación de los propietarios de la tierra y demás recursos naturales. La pampa húmeda fue siempre una “ventaja comparativa” de la Argentina en el mercado mundial. Y, como venimos señalando, todo país exportador de materias primas que explotan trabajo humano y expolian la naturaleza genera renta por eso. ¡Sólo “cipayos” neoliberales pudieron entregar la parte del león de esa renta a las multinacionales!

Lucha de clases en el campo

Olvidando o falsificando elementales criterios marxistas, el MST argumentó que su apoyo al reaccionario paro agrario se habría basado “en la letra misma del Programa de Transición de León Trotsky”. Pero el genérico planteo de apoyo a los “pequeños propietarios agrícolas” que allí figura parte de dos premisas. Primera y principal, que el planteo se realiza desde la clase trabajadora, y obviamente siempre que no se encuentren en alianza con los grandes terratenientes y productores capitalistas (en todo caso, apunta a destruir toda posibilidad de tal alianza). La segunda, que se trate realmente de “pequeños propietarios” explotados por los grandes, no unidos a ellos para defender su renta.

En el campo, como en el resto de la sociedad, hay y no puede dejar de haber clases sociales en lucha con intereses antagónicos. Existen propietarios terratenientes, productores capitalistas grandes y pequeños, capitales financieros volcados a la producción (pools de siembra), empresas multinacionales de acopio, comercialización y venta de insumos, empresas de medios de producción, etc. También medianos y pequeños productores, así como más de un millón de trabajadores asalariados rurales.

El Programa de Transición no hace más que recoger la tradición de todo programa socialista revolucionario para el campo que se precie de tal: dividir, no unir, las capas sociales agrarias distintas y antagónicas. Si al MST en verdad le importara la “letra” de ese clásico texto, habría encontrado que “en el campo, los compañeros de armas y equivalente del obrero industrial es el obrero agrícola. Son dos partes de una solo y misma clase. Sus intereses son indisociables (...). Los campesinos [que son propietarios de tierras y trabajan con sus propias manos] representan otra clase: son la pequeño burguesía de la aldea. La pequeño burguesía se compone de distintas capas, desde los elementos semiproletarios hasta los explotadores. De acuerdo con esto, la tarea política del proletariado es llevar la lucha de clases al campo. Solo así será capaz de trazar una línea divisoria entre sus aliados y sus enemigos”.[4]

Es decir, exactamente lo contrario de apoyar y hacer seguidismo a una organización que, como la FAA, se unió a la Sociedad Rural y a lo más granado de la oposición patronal detrás de un programa enteramente burgués y liberal, la libertad irrestricta de comercio. La única posición posible desde los intereses de la clase obrera era llamar a la FAA o a las verdaderas expresiones de los productores agrarios no capitalistas a romper esta unidad y aliarse a los trabajadores del campo y la ciudad. No hay otra estrategia política de clase y revolucionaria posible para el campo.

Ni siquiera cabe la coartada de apoyar “sectores populares”, ya que “Lenin y Marx definen el pueblo como la alianza de obreros y sectores empobrecidos de la pequeño burguesía. No fue el pueblo el que se movilizó, como afirma el PCR. Los 1.300.000 obreros rurales no participaron de la protesta: la mayoría de ellos continuó trabajando tranqueras adentro (el “paro” era sólo comercial) mientras sus patrones mateaban en la ruta. Tampoco hubo campesinado, sino capitalistas y rentistas más o menos grandes o pequeños, pero ninguno que sobreviva de otra cosa que del trabajo ajeno”.[5]

Viejos y nuevos terratenientes

El programa agrario socialista revolucionario se apoya en un eje fundamental: las grandes extensiones de tierra deben ser expropiadas. Esta “máquina natural”, fuente de la productividad agraria, no puede ser privada porque, entre otras cosas, el hombre no hizo nada para que sea como es.[6]

Como se ha señalado desde una izquierda no”campestre”, “ningún revolucionario serio puede llamar a otra cosa que a la expropiación de la única riqueza real que tiene la Argentina, a saber, la pampa. Todo lo demás, sencillamente, no tiene importancia. Renunciar a la revolución agraria, es decir, a la nacionalización y expropiación de toda la tierra y a su explotación por un Estado obrero, equivale a dejar en manos de la burguesía la principal riqueza nacional (…) Regalar la principal fuente de riqueza de tal manera, equivaldría a pedirles a los obreros venezolanos que renuncien al petróleo, a los bolivianos al gas o a los chilenos al cobre”.[7]

Este reclamo tiene un origen que señalaremos muy sucintamente. La propiedad de la tierra como fuente de riqueza tuvo un lugar central en la Argentina prácticamente desde la independencia misma. La famosa Ley de Enfiteusis de Bernardino Rivadavia (mayo de 1826), que hipotecó las tierras públicas como garantía a los prestamistas extranjeros, dio en usufructo grandes extensiones, que luego Juan Manuel de Rosas generosamente entregó a familias patricias en propiedad privada.[8]

Entrado el siglo XIX, tras la “Campaña del Desierto” (campaña militar de expansión de la frontera concluida en 1879), el presidente Julio A. Roca repartió esas tierras conquistadas al indio entre sus oficiales, fortaleciendo y renovando el plantel de la oligarquía “nacional”. Así se llegó al siglo XX, en que “el ‘granero del orbe’ no pertenecía ni por asomo al conjunto de la población. El censo de 1914 mostraba que la propiedad de la tierra era de muy pocos: el 5% de los propietarios disponía del 55% de las explotaciones”.[9]

Cien años después, el panorama no parece haber mejorado mucho. Según el último censo agropecuario de 2002, la superficie agropecuaria ronda los 175 millones de hectáreas, explotadas por 330.000 explotaciones agrícolas[10], una cantidad sensiblemente menor que las 420.000 del censo de 1988 o las 600.000 de veinte años antes.

Aún más aleccionador es desagregar esa cifra por tamaño: 936 explotaciones de más de 20.000 hectáreas suman más de 35 millones de hectáreas, presumiblemente de las más fértiles del país. Y si se consideran losa los propietarios de entre 5.000 y 20.000 hectáreas, se llega a que 6.160 “productores” poseen 87 millones de hectáreas. ¡Prácticamente la mitad de las tierras explotables de todo el país, es decir, una concentración brutal en materia de propiedad de la tierra! En el otro polo, existen 170.000 explotaciones agropecuarias de entre 5 y 100 hectáreas que sólo suman unos 5 millones de hectáreas. Es decir, más de la mitad de las unidades productivas sólo reúnen el 3% de las tierras. Entre ambos extremos hay unas 75.000 explotaciones de entre 100 y 500 hectáreas, que suman unos 18 millones de hectáreas, y las explotaciones “medianas” de entre 500 y 5000 hectáreas, son unas 44.000, y totalizan cerca de 67 millones de hectáreas.

En cuanto a la situación de la zona núcleo, entre 1988 y 2002 la región pampeana es la que registra la mayor caída (–29%) en la cantidad de “productores”, y el mayor crecimiento en materia de concentración de la tierra: 5.127 explotaciones abarcan 30 millones de hectáreas en la zona más rica del país.

Y en la provincia de Buenos Aires, “cinco grupos económicos y 35 grupos agropecuarios lograron ampliar sus dominios en el campo en los 90. Los primeros son Bunge y Born, Loma Negra, Bemberg, Werthein y la familia Blaquier). En total poseen 396.765 hectáreas en la provincia de Buenos Aires, lo que arroja un promedio de 79.353 hectáreas cada uno. Por su parte, los grupos agropecuarios están constituidos mayormente por familias de la aristocracia, que dieron origen a la Sociedad Rural. Son 35, que reúnen un total de 1.564.091 hectáreas, a razón de 44.688 hectáreas cada una. Figuran familias como Gómez Álzaga, Anchorena, Balcarce, Larreta, Avellaneda, Duhau, Pereyra Iraola, Ballester, Zuberbuhler, Vernet Basualdo, Pueyrredón, Bullrich, Udaondo, Ayerza, Colombo, Magliario y Lanz, etc. En total xisten en la provincia de Buenos Aires 1.294 propietarios con más de 2.500 hectáreas; 800 entre 2.500 y 5.000; 242, entre 5.000 y 7.500; 92, entre 7.500 y 10.000; 108, entre 10.000 y 20.000, y 534 de 20.000 en adelante. En conjunto son dueños de 8,8 millones de hectáreas, algo más del 32% del total de la provincia”.[11]

Ante semejante concentración de la propiedad (y la producción) agraria, no puede caber duda de que la primera tarea revolucionaria en el campo argentino pasa por la expropiación de los grandes propietarios y capitalistas del campo.

¿Reforma agraria o socialización?

A partir de esta definición de base, se trata de saber si en la zona núcleo la expropiación debe ser llevada adelante para impulsar una reforma agraria o para pasar directamente a formas socializadas de propiedad y producción. Como es sabido, la reforma agraria es la clásica tarea de la revolución burguesa en el campo, hoy defendida por las corrientes de la “izquierda” pro campo, que implicaría el reparto la tierra en beneficio de pequeños productores privados. Esto es lo que propone Eduardo Buzzi de la FAA: “La agricultura argentina avanza hacia un escenario donde 3.000 grandes empresas van a terminar produciendo 100.000 toneladas. Nosotros decimos que hacen falta 150.000 productores haciendo esas 100.000 toneladas”.[12] Adelantamos nuestra posición: se trata de una propuesta utópica, totalmente improductiva y, en el fondo, reaccionaria.

De más está decir que ni remotamente los socios políticos de Buzzi, la SRA y la CRA, compartirían semejante reclamo. Y mucho menos Buzzi estaría dispuesto a sostener seriamente ese proyecto, ya que siempre privilegió precisamente la alianza con los grandes productores. No se trata más que de una reivindicación pour la gallerie, lo que el MST sin duda sabe pero prefiere ocultar por razones de puro oportunismo.

Lo malo es que el MST se embandera sin reservas con ese programa tan ajeno como demagógico: “No hay salida de fondo para el campo ni democratización de la tierra o la renta agropecuaria, si no se expropian a los grandes capitales agrupados en los pools de siembra, si no se reparte la tierra de los grandes terratenientes entre los pequeños productores y los obreros agrícolas. O sea, si no se hace una reforma agraria integral. Una reforma de este tipo tendría que liquidar la propiedad terrateniente creando múltiples explotaciones, que algunos productores señalan deben oscilar entre las 150 y 200 hectáreas (...). Este impulso a la pequeña propiedad de la tierra, al redistribuirla entre miles y miles de pequeños productores y trabajadores agrícolas, sería un golpe tremendo para los capitalistas que engrosan sus bolsillos con el hambre de nuestro pueblo. Liquidaría la actual tendencia al monopolio, evitando la liquidación del pequeño productor”.[13]

En verdad, concurrir a los actos organizados y dirigidos de cabo a rabo por la SRA para defender la “expropiación” no suena muy coherente. Pero más allá de eso, este programa resulta, al menos para la zona núcleo pampeana, abiertamente reformista y pequeño burgués, y por tanto, reaccionario; no obrero y socialista. Dadas las características específicas de la Pampa húmeda, lo que está planteado es alentar la estatización de las grandes propiedades y empresas capitalistas y su puesta en producción bajo formas sociales y económicas de gran propiedad socializada, no de pequeña propiedad individual.

La realidad es que en esa zona la organización de la producción ya se encuentra bajo condiciones de un altísimo nivel de “socialización”. Es ampliamente reconocido que la causa central del actual predominio de grandes propietarios y/o arrendatarios capitalistas de más de 20.000 hectáreas se debe a la posibilidad de aprovechar las economías de escala. La reducción del costo por hectárea es mayor a medida que aumenta la superficie trabajada. Se está en presencia de una enorme tecnificación, una relativamente baja cantidad de trabajadores por superficie explotada (sólo 5 trabajadores cada 1.000 hectáreas en promedio, al menos en el caso de la soja), parte de ellos muy calificados, y la virtual inexistencia de campesinos sin tierras. Pasar de este esquema a una dispersión de unidades agrícolas de hasta 200 hectáreas es lisa y llanamente un retroceso.

Por otra parte, una parte sustancial de los pequeños y medianos propietarios son rentistas o productores agrarios capitalistas de pleno derecho, con lo que asumir como propio el programa de la Federación Agraria genera una absoluta distorsión de cualquier intento de revolucionar las relaciones sociales en el sector. Según un estudio, “en los últimos quince años el proceso de transformación en la forma de organización y de desarrollo técnico–productivo del campo ha provocado una acelerada concentración de la producción (...). Se produjo una revolución tecnológica (...) basada en la siembra directa y las semillas transgénicas (...). Este cambio tecnológico demanda mucho menos trabajo manual y mucho más capital. Se necesitan millonarias inversiones en maquinas para siembra directa que son distintas a las tradicionales. Por eso mismo surgieron contratistas –la mayoría son además medianos y grandes ‘productores’– que van por los predios con sus maquinarias a realizar el trabajo, que en la agricultura tradicional podían llevar de uno a dos meses, según la extensión, y hoy se realiza en uno o dos días (...). En ese contexto aparecen los fondos de siembra –pools– que tienen el capital suficiente para comprar y aplicar ese nuevo paquete tecnológico en economías de escala. Pero son los tradicionales grandes propietarios de tierras (...) los que han avanzado en concentrar cada vez más la producción en sus manos. Y esto fue así porque a los chacareros que no pudieron acceder a este nuevo paradigma productivo–tecnológico les resulta mucho más rentable alquilar la tierra que trabajarla”.[14]

En este marco, “lo que se ha verificado es una enorme concentración de la producción sobre tierras arrendadas, lo que ha provocado una profunda alteración de la estructura económica y social del campo. La propiedad de la tierra sigue tanto o más concentrada que antes. Eduardo Basualdo destaca que en la zona pampeana el 86,4% de la producción agrícola sigue en las mismas manos que hace un siglo. Este complejo panorama permite acercarse a la comprensión de la actuación de la Federación Agraria en el conflicto, que ha desorientado a quienes todavía consideran que sigue siendo una entidad que defiende a los pequeños productores arrendatarios. Giberti ilustra que ‘el clásico chacarero arrendatario, la imagen tradicional del socio de la FAA, prácticamente desapareció porque muchos se transformaron en propietarios’. Muchos pasaron a ser arrendadores de los pools o de los grandes propietarios, lo que explica la indiferencia que manifestaron al proyecto de Ley de Arrendamiento, y que sólo se preocupen por la defensa de la renta sojera, que es la que les brinda el alquiler de sus tierras. Por eso Giberti señala que ‘ese cambio de estructura social hace que el chacarero típico de hoy tenga enfoques muy distintos del de antaño. Es un pequeño propietario’ (...) La FAA se ha convertido en una entidad que representa fundamentalmente a pequeños propietarios que no trabajan la tierra, sino que la alquilan para vivir de rentas”.[15]

Con respecto a las otras dos entidades, la CRA y la SRA, se señala que “la primera concentra un grupo de entidades regionales, representando a propietarios con extensiones de tierra de un promedio de 1.000 hectáreas, que para la región pampeana significa un patrimonio de 8 a 10 millones de dólares (...). En tanto, la Sociedad Rural sigue representando a grandes propietarios, pero con otra estructura de negocios: también han incorporado la agricultura, cuando antes eran casi exclusivamente ganaderos”[16].

En estas condiciones reales, no en las fantasías de la izquierda pro campo, un programa centrado en la reforma agraria clásica queda entonces kilómetros por detrás del desarrollo ya existente de las fuerzas productivas. Y, sobre todo, no tendría un sentido anticapitalista.

Por el contrario, entendemos que lo que está planteado es pasar a la expropiación de las grandes extensiones y su puesta en producción bajo formas de trabajo socializadas: “Lo que no se puede es prometer la ‘distribución’ a los chacareros de la tierra expropiada (...). Menos con la pretensión de ‘repoblar’ la pampa, como si la urbanización pronunciada de la Argentina fuera el resultado del atraso agrario y no, en realidad, de una productividad única en el mundo. Semejante medida sería un desastre que nos llevaría a la destrucción de las fuerzas productivas alcanzadas por nuestro país en su desarrollo histórico”.[17]

Expropiación, pequeña propiedad y cooperación

Este programa no implica, claro está, la expropiación de todos los propietarios. En el caso de propietarios y/o productores familiares que no empleen mano de obra asalariada y que por la extensión de sus parcelas y los volúmenes de producción no configuren empresas capitalistas propiamente dichas y prefieran seguir trabajando la tierra de manera independiente, lo razonable es respetar esa decisión.

Pero estas características se dan justamente en la zona extra–pampeana, con un perfil muy distinto al de la zona núcleo: gran cantidad de minifundios y un auténtico campesinado sin tierras desplazado por la expansión de la frontera de la soja. Se trata de extensiones de una, cinco o diez hectáreas en provincias como Santiago del Estero, Formosa, Salta, Chaco, etc.

En estos casos sí cabe aplicar un programa más tradicional de reforma agraria, entregando tierras a los sin tierra o devolviendo los predios a las poblaciones originarias que así lo reclamen, alentándolas, llegado el caso, a poner en pie formas de producción cooperativas. Lo que está en juego aquí son los derechos históricos de las comunidades, con formas de propiedad comunal que remiten a algo muy distinto que a la propiedad privada capitalista o a la apropiación violenta de porciones del planeta, que es la base material de la renta capitalista de la tierra.

Este tipo de explotaciones están más ligadas al autoconsumo de un verdadero campesinado, que no dedica el centro de su actividad a producir mercancías e incorporar valor. En ese sentido, es una figura “precapitalista”, o de producción mercantil simple (Mercancía–Dinero–Mercancía). Esto es, no genera plusvalor y su ciclo productivo no se hace en función de la ganancia, sino de satisfacer necesidades por la vía de la venta de parte de la producción para comprar otras mercancías. Es decir, el objetivo central no es la acumulación de capital sino el consumo.

Esto es distinto, o más bien antagónico, con los productores capitalistas agrarios que llevan adelante la producción al solo efecto de obtener ganancia, de generar plusvalor. Es absolutamente tramposo que los medios de comunicación (y cierta “izquierda”) los caracterice como “campesinos”.

En todo caso: “Se puede conceder que por razones políticas (la necesidad de fracturar el frente único burgués en el campo), se establezca un tratamiento diferente para las fracciones más pobres de la pequeño burguesía rural, la que no explota fuerza de trabajo. Pero esta concesión debe limitarse a garantizar su supervivencia, no a estimular su acumulación”.[18]

Lecciones revolucionarias del siglo XX

Lo que está planteado es poner en pie un plan nacional integral agrícola–ganadero que dé una respuesta anticapitalista y socialista de conjunto, integrando variables según la zona, como los diversos tipos de propiedad (socializada, cooperativa e individual), las mejores vías para el desarrollo de las fuerzas productivas y la existencia real o no de pequeños productores y/o campesinos sin tierra.

Esta combinación de factores, en las revoluciones anticapitalistas del siglo XX en general y en la Rusia revolucionaria socialista en particular, demostró ser mucho más rica que el esquema simplista de los que defienden la reforma agraria por todo programa para el campo argentino.

Por ejemplo, para el MST, “hablar, como hacen algunas corrientes de la izquierda, sólo de la nacionalización de la gran propiedad agraria, que equivale a estatizar el latifundio, sin mencionar a la reforma agraria, que es el reparto de la tierra en pequeños propietarios, es ir contra la experiencia de las grandes revoluciones del siglo pasado, donde los pequeños productores se convirtieron en un aliado imprescindible de los trabajadores contra la gran propiedad capitalista, y es abandonarlos en los brazos de la Sociedad Rural, la oligarquía de los grandes pools y monopolios del campo”.[19]

Evidentemente, el MST, puesto a sacar lecciones históricas, desbarra tanto o más que cuando pretende “teorizar”. Porque, por un lado, no se trataba de “productores” en general, sino de un campesinado hecho y derecho que, más allá de sus diferentes tradiciones, como fue en el caso de Rusia y China –en el primer caso, con prácticas de comuna rural; en el segundo, de comunidad de mercado[20]– es imposible de comparar con los burgueses pequeños y medianos que estuvieron en las rutas durante el lock out agrario.

En segundo lugar, no tiene nada que ver el actual desarrollo de las fuerzas productivas en la zona núcleo del campo argentino –de primer nivel en el mercado mundial– con la situación agraria de Rusia y China del siglo pasado, signada por la improductividad y el atraso. No hay forma de validar la analogía.

Tercero: la “experiencia histórica” revolucionaria real, queda, particularmente en el caso ruso, reducida a la nada por el MST. Es sabido que Lenin probó con múltiples políticas, tácticas e instrumentos respecto del agro ruso. Primero el poder bolchevique se vio obligado a avanzar manu militari, en el marco de la guerra civil. Después se reintrodujo el dinero y mecanismos de mercado con la NEP, cuando se desbarrancaba la producción y en las ciudades había un hambre creciente.

Lenin no se quedó allí: el MST parece desconocer que, en uno de sus últimos escritos respecto de cómo para impulsar pasos transitorios hacia formas socializadas de propiedad y producción agrícola, insistió en que desde el Estado obrero se debían impulsar formas cooperativas de producción en el campo.

Al mismo tiempo, no puede desconocerse que luego de la muerte de Lenin hubo una orientación peligrosamente oportunista: el “campesinos, enriqueceos” y la “industrialización a paso de tortuga” fueron las palabras de orden de Stalin y Bujarin ya en pleno proceso de burocratización de la revolución. Frente a lo cual polemizaron Trotsky, Preobrajensky (en ese momento) y el resto de la Oposición de Izquierda.

Si cabe aquí una analogía entre la experiencia rusa y el lock out agrario en la Argentina, es que éste último expresa un reflejo socio–político similar al de los kulaks en el debate de los años 20, en un sentido limitado pero muy preciso: ambos exigían, frente a la pretensión del Estado de apropiarse parte de la renta agraria, un vínculo directo con el mercado mundial.

En efecto, la exigencia del kulak de permitir el libre comercio no era otra cosa que el reclamo de relacionarse directamente con la Europa capitalista. Algo que hubiera socavado decisivamente la dictadura del proletariado. El ala izquierda bolchevique, encarnada por la Oposición de Izquierda, planteaba en cambio que una parte de la renta, del plusvalor agrario, fuera transferido del campo a la ciudad. ¿Cómo? Vendiéndole a los productores agrarios, obligatoriamente, máquinas “caras”, es decir, de un valor mayor (y menor productividad), fabricadas por una clase obrera todavía muy atrasada. Es decir, el poder proletario debía obligar al “campo” más productivo y competitivo a transferir valor y renta a las ciudades. En este sentido, La nueva economía, de Preobrajensky, no se equivocaba al hablar de “explotación” de los productores agrarios. Era la derecha de Bujarin la que defendía la acumulación en el campo a cargo de los “productores” capitalistas. Este curso del stalinismo en ascenso llevó a una dramática crisis y a un brutal lock out agrario en 1927. La respuesta fue un bandazo: la orientación ultraizquierdista y represiva de impulso a la “colectivización” forzosa del campo, sin democracia obrera ni verdadera socialización de la producción, que liquidó las fuerzas productivas del campo ruso por varias décadas.

Las circunstancias específicas y la complejidad del caso obliga a ser cuidadoso con las analogías históricas, precaución que el MST no se molesta en tomar cuando acusa alegremente de “stalinismo” a los que no apoyamos un lock out agrario patronal de programa liberal. Pero esperar del MST respeto por los hechos históricos, sutileza conceptual o, aunque más no fuera, honestidad intelectual en la polémica es pedirle peras al olmo.

En suma, queremos concluir reafirmando que el eje de un programa agrario socialista revolucionario para nuestro país pasa por la expropiación de la gran propiedad, pero no para crear una clase de pequeños burgueses del campo sino para ir hacia la socialización de la producción. Y esta medida debe ir acompañada de la estatización bajo control de los trabajadores de las grandes unidades de producción capitalistas, pools de siembra, grandes contratistas, proveedores de insumos, acopiadores, exportadores, agro–industrias e industrias de maquinaria agrícola, poniendo la producción agraria bajo los principios de la planificación socialista de la economía.

»»» al capítulo I »»»


[1] Karl Marx, El capital, Tomo III, volumen 8, México, Siglo XXI, 1981, p. 793.

[2] Karl Marx, Teorías de la plusvalía, pp.342–4; Madrid, Comunicación, 1974, pp. 342ss.

[3] Por otra parte, esta moderada pretensión se limita sólo a algunos rubros esenciales. Por ejemplo, los Kirchner buscan elevar la recaudación fiscal con la renta originada en el agro, pero no tocan nada del escandaloso esquema de saqueo en la explotación minera, generado en los 90. Las compañías multinacionales que rapiñan recursos no renovables devuelven al Estado en concepto de regalías un ridículo 3%, con la total complacencia de la clase política provincial, que se vende a sí misma a precio de saldo.

[4] Leon Trotsky, El programa de transición, Buenos Aires, Crux, 1990, pp. 48–49.

[5] Kabat, idem.

[6] Hay un evidente paralelo con otros recursos naturales tales como el gas, el petróleo, la minería, la riqueza ictícola y otros tantos que pagan renta bajo el capitalismo.

[7] Eduardo Sartelli, “El convidado de piedra”, El Aromo 42.

[8] Por la Enfiteusis, entre 1822 y 1830 se entrega a 538 propietarios un total de 8.656.000 hectáreas en la zona más rica del país.

[9] Mario Rapoport, Pagina 12, 13–07–08.

[10] “Resultados definitivos del censo nacional agropecuario 2002”. Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos.

[11] David Cufré, Página 12, 13–07–08.

[12] Página 12, 21–7–08.

[13] Alternativa Socialista 473, 16–4–08.

[14] Alfredo Zaiat, Página 12, 12–7–08.

[15] A. Zaiat, cit.

[16] Idem.

[17] E. Sartelli, cit.

[18] Sartelli, ídem.

[19] Alternativa Socialista nª 473, 16–04–08.

[20] Ver Roberto Sáenz, “China 1949: una revolución campesina anticapitalista”, Socialismo o Barbarie, revista, Nº 19, diciembre de 2005.