Polémica

Populismo, izquierda “teórica” e
izquierda revolucionaria

Por Luis Mankid
Para Socialismo o Barbarie, marzo 2010

El siglo XXI comenzó a mostrar en sus inicios – de la mano de la ola de revueltas populares en América Latina – un retorno de los gobiernos populistas y por ende de su concepción y estrategia política. Hacia el final de su primer década, la experiencia de las masas con estos gobiernos pareciera ir minando la confianza que hacia ellos guardaban. Puesto que parte de ese desencanto se expresa electoralmente en votos de centro derecha y desde ya en una gran apatía política, no faltan aquellos intelectuales que intentan reflotar los mismos, intentando aggiornar sus postulados y criticando a la izquierda que no renuncia a la independencia de clase como principio cardinal de la estrategia política de los trabajadores.

Buena prueba de lo que decimos es la fatigosamente extensa historia del peronismo (*) que uno de los intelectuales firmantes de la Carta Abierta – de explícito apoyo al gobierno K durante el pasado conflicto con las patronales del campo – viene llevando a cabo en el “boletín oficial”, nos referimos por supuesto al diario Página 12.

Lo que hace interesante dicho trabajo, es la pretendida erudición y manejo de categorías hegeliano/marxistas que el autor intenta emplear. No se valida a los populismos desde un mero sentimentalismo – Leonardo Favio sería para Feinmann un magnífico ejemplo de esto – o desde algún postulado vitalista; sino que se lo lleva a cabo mediante un arsenal –¿ecléctico? – que va desde Heidegger y Foucault hasta Laclau y Zizek; y que encarnaría aquí en la Argentina primeramente John William Cooke y la revista setentista Envido integrada por el propio JPF y el hoy funcionario Horacio González. Asimismo como una interesante nota de color, digamos que es por lo menos decepcionante, que sea un populista como Feinmann quien revalorice y reivindique la obra de Milcíades Peña, y no muchos historiadores que se autoproclaman marxistas.

La intención de este breve trabajo es desentrañar – y criticar – algunos de los postulados del populismo (del peronismo en particular, el resto de las experiencias latinoamericanas requeriría de un trabajo más extenso y específico) como así también defender la tradición y política de la izquierda revolucionaria a la que despectivamente el autor clasificará como una variante de la “izquierda teórica”.

No nos parece una tarea meramente histórica, aunque en parte lo es como modo de realizar un breve balance sobre lo actuado en los años setenta. Es una tarea netamente política. Si hasta corrientes de la propia izquierda trotskista aquí y en otros lugares de América Latina capitularon ante diversos populismos e intentaron validarlo teóricamente – en forma muy tosca en verdad –, ese “desenmascaramiento” adquiere una importancia capital para que las seguras convulsiones que este nuevo siglo viene preparando, no se diluyan en el atajo del oportunismo y la claudicación ante sectores de la burguesía.

El peronismo que Perón no quiso o Los deseos imaginarios de JPF

Tomaremos algunos párrafos que nos parecen centrales para ver cómo define al primer peronismo – tipo modélico de populismo para el autor – y a su vez el juicio de valor que le merece lo escrito (y actuado ¡!) por Peña y la corriente política a la cual éste pertenecía. Para lo primero, se afirma:

“El peronismo no fue antiobrero. Fue obrerista. No le dio a la clase obrera una conciencia de clase pero sin duda le dio una conciencia antipatronal... “De casa al trabajo y del trabajo a casa” expresaba lo que Perón había conseguido para el pueblo y lo que habría de garantizarle siempre: un trabajo digno y una vivienda digna. Hoy, por ejemplo, ése es un ideal imposible. Hoy es impensable la clase obrera peronista porque es impensable el Estado de Bienestar.” (JPF 5)

La caracterización del primer peronismo – y su consecuente traducción en la prácti ca política – fue motivo de discusiones profundas en la izquierda argentina. No por casualidad serán los pequeños sectores que provenían del trotskismo – contrariamente al PC stalinista y a la socialdemocracia – quienes aún con errores, se posicionaran mejor ante ese fenómeno nuevo. La categoría de bonapartismo sui generis que el Trotsky exiliado en México había acuñado para ciertos gobiernos latinoamericanos, como su teoría del desarrollo desigual y combinado en la historia; les permitían alejarse de la definición taxativa de fascismo que para las demás corrientes de izquierda le cabía al peronismo. Permitiéndonos cierta ligereza conceptual, la calificación de Estado de Bienestar que Feinmann le atribuye a dicho gobierno, está mucho más cerca de la verdad que la burda asimilación con Hitler o Mussolini. Claro está que dicho estado no deja de ser una variante más del estado burgués. Volveremos sobre ello.

Nos interesa en cambio hacer hincapié en la afirmación – repetida incluso por muchos izquierdistas a posteriori – de que el peronismo sería “obrerista” pues infundió una conciencia anti patronal a la clase trabajadora. Si entendemos lo anterior como conciencia sindical, fragmentada, en relación a la conciencia de clase que abarcaría la totalidad (y por ende, se elevaría de lo meramente gremial a lo político); también ello es una verdad parcial en lo que al peronismo refiere. Si por un lado es cierto que las mejoras concedidas desde el gobierno ocasionaron choques con fracciones burguesas importantes y motivaron que la burocracia sindical en determinadas coyunturas profiriera ciertos discursos antipatronales; el eje fuerte del discurso y de la doctrina fue la “armonía entre capital y trabajo”, armonía que redundaría en el engrandecimiento de “la patria” garantizada desde el accionar del propio estado.

La desmovilización de la clase (no otra cosa significa “de casa al trabajo...”) o las movilizaciones controladas y armadas desde la cúpula del estado, el partido y los gremios, conforman desde ya, la antítesis de lo que conforma una verdadera conciencia de clase: la acción independiente y la autodeterminación de los sectores trabajadores. El peronismo entonces – característica central de todo populismo, bonapartismo y/o caudillismo – se apoya en la clase trabajadora (quedando solamente reducida a ésta, cuando la burguesía en su conjunto le quita su apoyo) y en sectores de las fuerzas armadas, para desde allí oficiar de árbitro entre las clases fundamentales de la sociedad. Es importante para que esto “cierre”, que dicho régimen conceda determinadas reformas que le garanticen esa adhesión de los sectores subalternos; aunque no por ello, claro está, pierden su carácter de clase. Siendo breves, prestemos atención a lo que señalaba sobre un ejemplo similar, Rosa Luxemburgo:

“La naturaleza de un gobierno burgués no viene determinada por el carácter personal de sus miembros, sino por su función orgánica en la sociedad burguesa... Las reformas sociales que un ministro "amigo de los obreros" puede realizar no tienen en sí mismas nada de socialistas; sólo son socialistas en la medida que se hayan conseguido por medio de la lucha de clases. Pero, viniendo de un ministro, aquéllas no pueden tener el carácter de clase proletario, sino únicamente el carácter de clase burgués, pues el ministro, por el puesto que ocupa, no puede dejar de lado la globalidad de su responsabilidad en todas las demás funciones del gobierno burgués.” (El affaire Dreyfus y el caso Millerand).

Hasta aquí, el señalamiento de una distinción necesaria al pensamiento populista/peronista que creemos capital. Una pena que el autor no desarrolle el corolario de su cita: coincidimos efectivamente en cuanto a la imposibilidad del agotamiento de todo tipo de reformismo o estado de bienestar en los albores del siglo XXI. Extremando lo que decimos, señalemos que incluso para lograr condiciones sociales y laborales más dignas (ni que hablar de una vivienda) es necesario una revolución social que acabe con el capitalismo. En relación al segundo aspecto, señala:

“Milcíades Peña – contrariamente a la izquierda gorila y liberal – era un tipo que sabía pensar y lo que le reprochó a Perón no fue que agredió a las instituciones de la República, al estilo de vida argentino, a la prensa libre y al campo que es la natural fuente de riquezas de este país. Le reprochó que no les dio armas a los obreros en el 55. Milcíades se puso al lado de ese Perón al que tanta bronca le tuvo, al que tanto criticó, cuestionó, al que tantas agachadas le echó en cara, porque sabía que lo otro era peor, y por que era un hombre de la izquierda revolucionaria, un teórico que sabía, como siempre hay que saber, dónde están los que más daño le van a hacer al pueblo, y ponerse enfrente... El problema de un ejército burgués y de un orden burgués como el del Estado de Bienestar Peronista es que si arma a la clase obrera no sabe dónde ésta se va a detener... Ahora bien lo que dice Peña es su tesis central. Se cree en ella o no. Se la discute. Se la acepta. Se la rechaza. Escribe: “En verdad, no fue la matanza lo que Perón trató de evitar, sino el derrumbe burgués que podría haber acarreado el armamento del proletariado. La cobardía personal del líder estuvo perfectamente acorde con las necesidades del orden social del cual era servidor... La caída ingloriosa del régimen peronista dio lugar, pues, a gérmenes de una insurrección obrera. Diez años de educación política peronista y el ejemplo de la dirección peronista se encargaron de que esos gérmenes no prosperaran” (El Plata de Montevideo. Octubre 3, 1955).” (JPF 4)

Párrafos por demás jugosos. Aquí hay un lapsus del autor o cierta mala fe. Habla de izquierda revolucionaria para referirse a Peña y su corriente, término que no volverá a emplear y que reemplazará – como ya veremos – por el peyorativo de “izquierda teórica”. En la segunda parte, desarrollaremos esto.

El estado de bienestar peronista es una variante (seguramente no la más cómoda para la burguesía, costo que se vio obligada a pagar desde 1917 en adelante) del estado burgués: capitalista colectivo como decía el viejo Engels. Armar a la clase trabajadora – y puntualicemos: permitir su autodeterminación expresada en sus propios organismos – es algo que toda dirección populista (recordemos Chávez ante el golpe de los escuálidos y en todo su accionar para con su principal base social) se va a negar rotundamente a llevar a cabo por su propia naturaleza social (no es un “significante vacío”, como desde el “pos marxismo” de Laclau se va a pontificar). Feinmann aprueba lo señalado – y actuado – por Milcíades... y tiene razón.[1] Pequeño excurso necesario: “ponerse al lado de Perón” como dice JPF no significó darle apoyo político de ningún tipo. Se llamó a luchar contra el golpe gorila y reaccionario (tarea principalísima de toda corriente que se dice revolucionaria) pero no depositando – y haciéndoselo saber a la clase – ni un gramo de confianza en dicha dirección política.

Digamos sí que Peña en cierta medida subvaloró las luchas que gran parte de la clase trabajadora y ciertos sectores de la pequeñoburguesía radicalizada, dieron luego del 55 y que se conoció como Resistencia. Requeriría un análisis más exhaustivo cuantificar en qué medida esos “gérmenes” de los que hablaba, no prosperaron y no guardan un lazo de continuidad con el alza obrero estudiantil ocurrido a partir de 1969 (proceso que Milcíades no llegó a ver). Lo que sí es clave resaltar es que “la educación política y el ejemplo de la dirección peronista” fueron una mediación, una barrera importante para que la clase no se elevara a su conciencia total o política.

Es en esta coyuntura fundamentalmente cuando aparece la figura que Feinmann levantará fervorosamente: John W. Cooke. Diputado durante el primer peronismo, secretario personal de Perón luego, defensor de la revolución cubana después y tempranamente fallecido hacia 1968. ¿Qué es lo que se reivindica de él? Oigamos:

“Cooke coincide con Milcíades en que la resistencia popular era posible y en que había que armar a las masas. Todo parece indicar que no se encontraron. Lástima. Se habrían potenciado. ‘Lo de Cooke, en el 55, fracasa, pero su recurrencia a las armas se encarnará en las actividades desarrolladas durante la resistencia a los regímenes militares en la segunda mitad de los años 50 y 60.’ (Tarcus, Diccionario de la izquierda argentina). Pero hay que aclarar algo: Cooke, en 1955, quiere armar a las masas. Quiere recurrir a la violencia pero con las masas como protagonistas. No busca el grupo guerrillero que habrá de surgir de la equivocada y fatal teoría del foco guerrillero guevariana y el poder galvanizador de la guerrilla. Cooke tiene a las masas peronistas. Milcíades también. Y cuando en el 55, buscan armas esas armas no son para ellos. Son para crear milicias obreras. No son jóvenes de clase media dispuestos a salvar a la clase obrera. Trabajan con la materia prima de la clase obrera. Este punto es fundamental.” (JPF 33)

Cooke entonces junto a Peña – hasta aquí: “la izquierda revolucionaria” – cuenta con las masas trabajadoras como sujeto eficiente de la historia, tanto para frenar un golpe militar reaccionario que atentará contra sus libertades democráticas como en el camino hacia el socialismo (término que adquirirá distinto sentido según quien lo empleé). Este punto es fundamental, afirma, y estamos de acuerdo.

Hay una primera distinción para con aquellos que decidirán – con honestidad y heroísmo, qué duda cabe – arribar al socialismo sustituyendo a dicho sujeto de la transformación y ejerciendo sobre ellos un centralismo burocrático acorde con la disciplina militar que dicha estrategia requiere. Pero el problema no acaba allí, en verdad recién comienza: la pregunta axial es ¿con qué política te dirigís a las masas? La justa premisa de estar junto a ellas... ¿lleva a la conclusión – mala – de acompañarlas aún en el error y la claudicación a una dirección burguesa? Pensamos que la otra cara del sustituismo ultraizquierdista es el seguidismo y el oportunismo más visceral. Esto “olvida” JPF – y en gran medida Cooke – para validar su populismo.

Sería bueno que se sacaran todas las conclusiones de lo ocurrido a posteriori. Estar con las masas peronistas llevó a la aceptación de la dirección política de Perón (dirección unipersonal, un “centro” que abjura de los “rizomas” como posmodernamente dice JPF, un “dogmatismo férreo ornamentado con un pragmatismo de gran ubicuidad”, etc) y culminó con la repulsa y la propia exterminación física ejercida por el propio líder y sus acólitos. Y lo que es peor, constituyó como ya dijimos una barrera – hecha de muertes y persecución – para franjas de la clase obrera que haciendo la experiencia con “su” gobierno justicialista, intentaban comenzar a llevar a cabo una política independiente.

“El peronismo que Perón no quiso” como dice Feinmann es en verdad una tautología. Tanto en su versión vanguardista montonera como en la versión “de masas cookiana/feinmaniana”, ambas coincidían en que se lo podía “empujar”, “presionar“, “llevar hacia sus proyectos” al viejo zorro que era Perón. Casi un “objetivismo” minimalista, podríamos decir. Y como ello era imposible, le cabe también la definición adorniana tomada por Sebreli: todo aquello no era otra cosa que los deseos imaginarios de una parte de jóvenes dirigentes políticos setentistas (¿y de algunos que se reclaman trotskistas del siglo XXI?).

“En política qué difícil es hallar un adversario honesto”, Lenin

La medianamente justa crítica a las concepciones vanguardistas y sustituistas que realiza el autor (en especial a Santucho y al ERP) se halla validada mediante una amalgama. No sólo Guevara sino – y fundamentalmente – Lenin, serían sus “padres ideológicos”. Ante la ausencia de proletariado en la Rusia de los zares, el jefe bolchevique decide “sustituirlo” por el partido, que a la vez no es otra cosa que una vanguardia “iluminada” (pues posee la teoría creada por los intelectuales burgueses como Marx) que reemplaza a esa clase ausente, según se deja ver en las páginas del Qué hacer. Esa es la tesis fuerte que maneja JPF. Para nada novedosa, agreguemos.[2]

Señalemos brevemente: 1) Lenin escribe dicho texto en una coyuntura particular, en lucha teórica y política contra la corriente economicista predominante en el movimiento obrero y en el partido socialdemócrata ruso. Es por ello que el trabajo tiene en efecto algunas aseveraciones unilaterales y la “vara parece tenderse marcadamente hacia un lado”. Como el mismo Lenin dijo años después, ese texto no debía ser tomado como una verdad suprahistórica, aunque hay aspectos – los más, pensamos nosotros – que son universalmente correctos y que conservan aún hoy plena vigencia y 2) Lenin siguió escribiendo, y lo que es más importante, actuando y dirigiendo la primera revolución obrera y campesina de la historia y dicha praxis desmiente el mote de “aventurero blanquista” que se le quiere endilgar. El dejar de lado este hecho por todos sus críticos, habla de una mala fe y una deshonestidad intelectual evidentes.

Vamos a ser sucintos. La parafernalia de citas del marxista ruso que desmentirían lo que sus críticos señalan es vastísima. Sólo en 1917, ese verdadero “laboratorio político” que fue el proceso de la revolución rusa, nos brinda ejemplos magníficos de lo que decimos: Todo el poder a los soviets” resume brillantemente la política leninista. A la crítica demoledora del poder constituido – república parlamentaria con amplias libertades en relación a la autocracia zarista – se la debe acompañar (y el doble poder ya lo plantea en la propia realidad) con la propaganda y la agitación, no de un gobierno ejercido pura y exclusivamente por el partido (o lo que es peor: por su secretario general ¡!) sino por los propios organismos de masas en donde sí el partido tiene que intentar lograr la hegemonía contra otras corrientes reformistas que los integran. Pero oigámoslo al propio Lenin:

“Es una dictadura revolucionaria, es decir, un poder directamente basado en la toma revolucionaria del poder, en la iniciativa directa del pueblo desde abajo, y no en una ley promulgada por un poder político centralizado. Es un poder completamente diferente del que existe en general en las repúblicas parlamentarias democráticoburguesas. Este poder es del mismo tipo que la Comuna de París de 1871... El “error” de los dirigentes que he mencionado reside en su posición pequeñoburguesa, en que, en lugar de esclarecer la conciencia de los obreros, los confunden; en lugar de disipar las ilusiones pequeñoburguesas, las infunden; en lugar de liberar al pueblo de la influencia burguesa, consolidan esa influencia. Nosotros no somos blanquistas, no somos partidarios de la toma del poder por una minoría. Somos marxistas, somos partidarios de la lucha de clase proletaria contra la embriaguez pequeñoburguesa, contra el defensismo chovinista, contra la fraseología y la subordinación a la burguesía.” (El doble poder)

Uno de los aspectos más terribles del proceso de fetichización que posee la sociedad capitalista – fenómeno no sólo intelectual, sino fundamentalmente material – consiste en que así como invierte al sujeto productor de la riqueza (lo pone al capital y no a los trabajadores), ello tiene su complemento en el plano político: éstos no pueden gobernar la sociedad, tarea que naturalmente recae en la burguesía y sus elencos políticos, producto de la misma “lógica” fetichizada que rige en el ámbito económico (ámbitos, el económico y el político que conforman una totalidad contradictoria, nunca dejemos de recordarlo). Claro está que esto tiene fisuras. Como bien decía Lenin, existen en las masas “instintos” revolucionarios que la propia explotación y las luchas que ella ocasiona, van conformándose en su metabolismo. La alienación nunca es total. Allí aparece la necesidad del partido, como guía, con la tarea fundamental de esclarecer (el verbo es repetidamente utilizado por Rosa Luxemburgo) al sujeto de la transformación que es la propia clase obrera. Trotsky afirmaba que la guerra durante el período del doble poder ruso, había sido un disparador fenomenal para que esa tarea de “esclarecimiento” se viera facilitada. En otras ocasiones, los tiempos son muy otros y el partido como vanguardia – no en el sentido guevarista sino en el que le da Marx en el Manifiesto Comunista – queda nadando contra la corriente, explicando pacientemente y viendo cómo su política todavía no “prende” en las masas, no se convierte aún en “fuerza material”. Esto no quita – es más: presupone – que el partido debe tener iniciativas políticas, planteando las tareas inmediatas que el movimiento de masas tiene como perentorias en una dialéctica permanente con sus objetivos históricos.

Todo esto nos lleva al último punto que queríamos abordar. Lo anterior para nuestro pensador “camporista”, convierte a la izquierda revolucionaria en meramente “teórica”, ausente del proceso histórico vivo y de las luchas – y retrocesos – de la clase trabajadora. Por supuesto que no es así. Pero a Feinmann dicha amalgama le viene de maravillas para validar su populismo inveterado. Veámoslo:

“Debemos extraer de aquí una cuestión conceptual importante. Esa izquierda “teórica”, que ve “populismos” por todas partes, no entiende nada de estas cuestiones. Los inofensivos – para el imperialismo, para los que defendieron al Occidente cristiano y lo siguen defendiendo – nunca fueron los despectivamente calificados como movimientos populistas. (Al contrario: más bien se han despreocupado de las izquierdas académicas desbordantes de teorías pero incapaces de la más mínima movilización de masas)... Seguimos con el estigma del populismo a cuestas. Que el populismo – por acudir al concepto de “pueblo” – tiene la perversa finalidad de ocultar la lucha de clases. Falso: todo populismo sabe que la liberación del “pueblo” tiene como condición de posibilidad la liberación nacional y (en un mismo movimiento político y temporal) la liberación social. Esto, los enemigos de la causa de los pueblos, lo saben bien. Siempre les importa el lugar que ocupan las masas. En América Latina – o, fijemos la cuestión, en Argentina – las masas jamás han estado del bando de la izquierda. La izquierda argentina ha sido y es impotente para nuclear a las masas. El resultado es que este hecho la torna inofensiva. ¿Qué peligro puede surgir de un partido con 1.000 militantes y tres teóricos empachados por el Manifiesto, El 18 Brumario, un poco del capítulo 24 de El Capital, los obligados manuales entre darwinianos y biologistas de Engels, el Qué hacer de Lenin y uno que otro Trotsky?” (JPF 79)

Pedimos disculpas por lo extenso de la cita, pero resultaba necesaria. Imprescindible para ver la pedantería y autosuficiencia que tiene el autor. ¿Los “tres téoricos empachados” (expresión que posee un tufillo anti intelectualista de la peor especie) incluye a Peña de quien tan bien había hablado? Menudo problema. Si izquierda “teórica” es igual a académica, digamos – siendo conscientes que es un tema que merece un análisis mayor – que esa izquierda además de engendrar gorilas antipopulistas, también prohijó populistas varios (el ya citado Laclau, Puiggrós, Portantiero, Pasado y Presente, el propio González, Argumedo y siguen los etc.). Pero queda claro por el final de la cita que no refiere sólo a ella: “un partido con 1.000 militantes y sus teóricos empachados”, conforman el centro de su ataque.

Insistimos: que a la clase dominante nativa – algo que omite decir nuestro crítico – como al imperialismo “siempre les importa el lugar qué ocupan las masas”, estamos mínimamente de acuerdo. De allí desprender que como éstas adhirieron al populismo (otro aspecto que merece más desarrollo: en América Latina no es el populismo la única tradición con la contaron las masas, el ocultamiento u olvido de ello también forma parte de la deshonestidad de la que ya hablamos) éste objetivamente se convierte en el único enemigo del poder capitalista, es totalmente falso. Desde ya eso no invalida que el propio Milcíades como el conjunto de la izquierda revolucionaria, no hayan cometido errores o no hayan sufrido presiones sociales de todo tipo. No existe dirección política infalible. La virtud es ser permeable a los dictámenes que la propia lucha de clases va sancionando y que enriquecen dialécticamente su estrategia y su cosmovisión.

Retomemos. Paradójicamente es el propio Feinmann quien a lo largo de su kilométrica Historia... deja entrever que no es el populismo como práctica política el principal enemigo para la burguesía y el imperialismo. Todo populismo se niega a armar a las masas cuando corre peligro aún su propio gobierno, ya que su movilización puede dar comienzo a una acción independiente que superaría los marcos del estado burgués. Perón precisamente retorna a la Argentina – reclamado por el conjunto del bloque dominante – no para conducir proceso revolucionario alguno o alentar la toma de fábricas y autoorganización de la clase obrera como venía ocurriendo a principios del 73, sino todo lo contrario: viene a absorber la crisis orgánica existente, a revalidar a la burocracia sindical y a conformar la Triple A para aniquilar a los gérmenes de independencia de clase que estaban surgiendo (embrionariamente también dentro de ese amplio espectro llamado izquierda peronista: militantes de base, “perejiles” como dice JPF). O sea viene a realizar la “noble” tarea de reconstruir el dañado estado burgués. Pavada de “manito” que le brinda a la clase dominante local y al imperialismo.

Claro está que nunca va a ser para éstos “su” gobierno preferido, sino un tipo de gobierno anormal, producto de los cortocircuitos que tarde o temprano amenazan la estabilidad y gobernabilidad burguesa. Desde ya, el centro nervioso de todo es la lucha de clases: si estos gobiernos anormales no pueden evitar el cortocircuito social, no trepidarán en voltearlo – que aunque parezca paradójico – también es una forma de conservarlos como posible estructura de recambio a futuro, como ocurriera con el peronismo en 1976. No por casualidad el PJ es el partido burgués por excelencia de la clase dominante argentina en la actualidad. Feinmann puede resultar eficaz cuando de enmendarle la plana a gorilas tales como Aguinis o Halperin Donghi se trate. Luego, tiene que apelar a la amalgama o a la deshonestidad. No nos extraña.

Para saber cómo es la realidad

Para ir finalizando, digamos que a “esta altura de la vida” seguir escuchando que la categoría pueblo resulta una herramienta privilegiada para comprender el entramado social y político de la realidad, nos parece realmente muy pobre. Queda por debajo – permitidnos la comparación – de los monólogos de Bombita Rodríguez (siendo éste muchísimo más simpático, por supuesto), quien recurre en ellos a categorías como clase obrera o clase trabajadora. Si sólo fuese una omisión, o como se decía en los sesenta/setenta: la clase obrera es parte nodal del pueblo, ameritaría un terreno común para debatir. Aquí no. Se postula que ya “ no hay clase trabajadora” (¿! ), que “el capital financiero terminó con ella y lo que ahora existe es el sujeto comunicacional que todo lo controla”. Por si hiciese falta aclararlo: no somos insensibles a la realidad. Somos conscientes que hubo cambios materiales y en la subjetividad de esa clase obrera en especial desde 1976 en adelante y hay que estudiar más profundamente si no asistimos actualmente a una etapa de reconfiguración relativamente importante de la misma

Cuando se sostiene lo anterior lo único que resta es la desesperanza. Como esto suena muy nihilista se apelará – siempre se la tiene a mano – a la cita benjaminiana.[3] O al apoyo al gobierno populista de los K – hoy reducido a un “reformismo sin reformas” – supuesto mal menor y ejemplo de pragmatismo y posibilismo. Por supuesto que para llevar a cabo tamaña empresa hay que omitir y ocultar la realidad. Apoyar y avalar a las burocracias sindicales como máximo ejemplo de realpolitik, silenciar la represión y la persecución a toda expresión y organización independiente de los trabajadores, hacer mutis por el foro cuando de garantizar ganancias siderales a capas concentradas de la burguesía nativa y “amiga” del gobierno se trate, ignorar (o hacer como qué se ignora) que el país posee una infraestructura cada vez más deplorable en cualquier ámbito por el que se lo mire (industrial, sanitario, ocupacional, educativo).4

Marx decía que mientras exista el capitalismo, ideologías como el romanticismo lo acompañarían inexorablemente hasta la tumba. Forzando – pero no mucho – lo expresado por el autor de El Capital digamos que mientras perdure el capitalismo, el populismo (y sobremanera aquí en América Latina) constituirá siempre un intento de salida a la crisis y a la radicalización de las masas por parte de franjas – grandes o pequeñas de la burguesía – y por los diversos imperialismos y puede ser abrazado por sectores de trabajadores e intelectuales. Si la historia enseñara algo (Hegel decía que en verdad no enseñaba nada) dicha lección es que éste constituyó un atajo – la más de las veces trágico – para la verdadera superación de la barbarie capitalista. Ésta no es otra que el socialismo, como la toma del poder mediante una auténtica autoorganización y autodeterminación de la clase trabajadora.


Notas:

(*) Feinmann, José Pablo, Peronismo, filosofía política de una pasión argentina. Siempre que hagamos referencia a esta obra la señalaremos indicando el número de fascículo correspondiente (JPF 1, etc)

1.– No nos parece casual que dentro de esta reivindicación de la producción historiográfica – fragmentada e inacabada, recordemos – de Peña, Feinmann no “recuerde” los porqué de la critica que aquél hacía al peronismo y sus “sirvientas de izquierda” como el colorado Ramos: la constatación de toda carencia revolucionaria para las burguesías del llamado tercer mundo, burguesías meramente locales y sin desarrollo autónomo aunque esto no quite roces con el imperialismo; límites de la burguesía “cupera” o hija del estado peronista/populista, el reconocimiento de que un movimiento de liberación nacional (o al menos de tareas que en países dependientes se hallan irresueltas) sólo puede realizarse con la dirección de la clase trabajadora siendo ésta el caudillo de los otros sectores subalternos, etc. Si bien, retóricamente, Feinmann puede conceder en su trabajo este útimo aspecto, su práctica política que es lo que en definitiva cuenta (apoyo sin fisuras a la conducción de Perón en el 73 y apoyo a los K en el siglo XXI) lo desmiente.

2.–Amén de toda la derecha y el progresismo habido y por haber, ese argumento también es esgrimido por autores que se denominan marxistas. En ocasión del centenario del “Qué hacer”, el colectivo Herramienta editó un libro con artículos varios en el cual – si bien con un mayor nivel de erudición que el mostrado por Feinmann – intentaban demostrar lo mismo que estamos señalando en esta oportunidad. Para una buena crítica a ese trabajo, ver Roberto Saénz Una defensa crítica a la luz del Argentinazo en Socialismo o Barbarie Nro 15, Setiembre 2003

3.– “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza” (Walter Benjamin). Con dicha cita cerraba Herbert Marcuse su trabajo El hombre unidimensional. No por casualidad en ese texto “clásico” de los sesenta, el autor afirmaba la inhabilitación de la clase obrera metropolitana – producto de su aburguesamiento que él creía eterno – para postularse como sujeto del cambio social. Como Marcuse era un brillante hegeliano/marxista, lo que no abandonó jamás fue la búsqueda de un sujeto para la transformación y creyó encontrarlo en los “marginados” y “excluidos” de la sociedad.

4.– “Reconoce la propia UIA que las subas a los salarios de convenio, que benefician sólo al 27 % de los ocupados, no han resultado eficaces para mejorar sustancialmente la distribución del ingreso, agudizando aún más la diferencia entre trabajadores calificados y no calificados... 13 millones pobres según la CTA (5 millones de ellos, indigentes) 37% índice de pobreza en el conurbano bonaerense para mayo de este año.” (negritas en el original: A. Oña, Clarín 21/7/09)