India

El 77% de la población de la India –853 millones– es pobre y vulnerable y tiene una capacidad de consumo inferior a las 20 rupias diarias

Los atentados de Bombay y la elite india

Por Alberto Cruz (*)
CEPRID, 10/12/08

Los atentados de Bombay, realizados a finales de noviembre han desatado todo tipo de análisis, especialmente geopolíticos. Sin duda los intereses de los EEEU, Gran Bretaña e Israel –no hay que olvidar que entre India e Israel hay una alianza estratégica que tiene mucho que ver en el reciente auge del islamismo en India– están en juego, así como el intento de “balcanizar” la zona y, de forma especial, Pakistán.

Este país es la clave en la región pues tiene fronteras con Irán, Afganistán, India y China además de estar situado muy cerca de las repúblicas ex soviéticas de Asia Central, ricas en recursos energéticos y, sobre todo, en gas. Afganistán, al igual que Irak y a pesar de la guerra y del auge de la insurgencia talibán, ya está lo suficientemente desestructurado como para que represente problema alguno en cuestiones energéticas. Sólo faltan Pakistán e Irán. Esos son los objetivos a largo plazo del eje imperialista–sionista. Y de los dos países, el más débil es el primero.

Sin embargo, pocos análisis –por no decir ninguno– han abordado el frente interno de India. Y es aquí donde, también, hay que mirar de forma especial. Los ataques de Bombay han sido un golpe a los símbolos de la élite económica india y, por primera vez, este sector privilegiado donde le haya ha sentido miedo de forma directa. En un país donde las cuatro quintas partes de la población viven con poco más de un euro al día no sorprende que cuando se ha tocado la esencia de la oligarquía india se haya desatado el infierno.

Muy al contrario de lo ocurrido en otras ocasiones. En la misma ciudad de Bombay, en el año 1993, dos atentados masivos e indiscriminados, y coordinados, provocaron 257 muertos en barrios populares. En el año 2006 una serie de ataques coordinados contra la red de trenes ocasionaron 186 muertos en esa misma ciudad. Ni la prensa, ni la élite política, ni la económica mostraron preocupación alguna. A fin de cuentas, estos muertos eran de los otros, de los de siempre, de las clases populares. Si no les matan en atentados indiscriminados como éstos, a fin de cuentas morirán por no tener que comer, así que ¡qué más da!, pensaban.

Han sido muy pocas las voces que han podido traspasar la barrera de clase que se ha levantado con los atentados de Bombay. Una de ellas, la de Farzana Versey, escritora, artista y periodista alternativa y freelance residente en Bombay (1), pone el dedo en la llaga cuando afirma que ella se niega a meterse en el mismo saco que los demás colegas y no utiliza la palabra “condena” cuando habla de los recientes atentados. Eso le ha costado represalias en los medios con los que colaboraba, que ya no la publican sus análisis y artículos.

Farzana Versey pone el énfasis no en los hoteles de lujo atacados, o en las cafeterías chic, sino en la estación de tren, o en el hospital, o en los policías que se enfrentaron a los atacantes con armas poco menos que de la edad de piedra, según dicen. Y eso no gusta a la élite política y económica: les han acatado a ellos, por favor, y hay que solidarizarse con ellos y sólo con ellos. Las otras víctimas son prescindibles, ¿por qué preocuparse de los desechables?

La Agencia France Press viene a recoger algo parecido en uno de sus cables cuando afirma que “los millones de privilegiados de este país de 1.100 millones de habitantes tienen la sensación de que esas tragedias [los atentados con víctimas más numerosas que las que ha habido en este último de Bombay] apenas los conciernen, porque afectan principalmente a las clases populares” (2).

Antes de los ataques de Bombay en otras ciudades de India (Varanasi, Jaipur, Bangalore, Nueva Delhi, Surat y Ahmadabad) se habían producido atentados masivos e indiscriminados en el mes de septiembre sin que el lloriqueo mediático fuese similar al de ahora. Apenas un breve o un suelto en páginas interiores y nada en las televisiones. También los responsables de los mismos fueron islamistas, pero la diferencia es que las víctimas no eran representantes de la élite económica.

Nadie habla, ni habló entonces, de por qué los islamistas han comenzado, al menos desde 2003, una serie de atentados indiscriminados por todo el país. Nadie ha recordado, como bien pone de manifiesto Farzana Versey, que en 1992 la demolición de la mezquita de Babri en Ayodhya (Uttar Pradesh) provocó una revuelta que terminó con 900 muertos, que los responsables policiales de la matanza fueron ascendidos y que ni un solo responsable político dimitió; o que en 2002, en Gujarat, tuvo lugar una matanza de más de dos mil musulmanes.

Y es que en India hay 160 millones de musulmanes que son los parias de los parias, es decir, están muy por debajo de los intocables, de los dalit en el sistema de castas, y ningún gobierno ha hecho mucho por cambiar la situación, como denuncia Kavita Srivastava, Presidenta de la Unión para las Libertades Civiles de los Pueblos (PUCL por sus siglas en inglés). Lo mismo sucede con los cristianos, los adivasi (indígenas) o los dalit.

Y todo ello por no hablar del fundamentalismo hindú que se está extendiendo por toda la sociedad y que ha llevado, tardíamente, a que hayan sido detenidos militares, uno de ellos teniente coronel, de una célula hinduísta que habían atentado en la ciudad de Malegaon, una acción que había sido atribuida a los islamistas. Hablamos sólo de los aspectos religiosos, no de la común represión policial sobre los movimientos populares, como la ocurrida en el mes de mayo de 2008 que causó 16 muertos en Rajastán y que aún está por investigarse, por mencionar una con un número de víctimas elevado. Pero hay más, muchas más sin que el Estado indio se haya rasgado las vestiduras. Y no digamos la oligarquía.

El “envidiable desarrollo” indio

India como la mayor democracia del mundo. India como el país con el desarrollo más envidiable del planeta. La India democrática como contrapeso de la China autoritaria en esa parte de Asia. India dentro del tren de la modernidad occidental. India y Bollywood. Estos son los tópicos y estereotipos de los niños bien, de la clase media acomodada de Delhi, Bombay o cualquier otra de sus ciudades satélites, que comen sus hamburguesas o sus pizzas como en cualquier cafetería de occidente porque se niegan a comer la comida ladaquí o beber el tradicional té con mantequilla porque prefieren los refrescos de cola, compran la ropa en las tiendas Versace o Mango, los relojes en Cartier, hablan inglés, se pasean con sus coches de lujo –ellos no utilizan el tren ni los masificados y casi imposibles medios de transporte públicos– o en sus motos de gran cilindrada y muestran sus móviles de ultimísima generación mientras, condescendientemente, lanzan una moneda a quien hace unas gracias en la acera con piruetas o cualquier tipo de actuación para poder comer algo ese día.

Son los privilegiados, ese poco menos de 250 millones de personas –la población total es de 1.097 millones– que han hecho de India su cortijo particular desde que en 1990–1991, aprovechando la caída de la Unión Soviética, el país arrojase por la borda la política socializante, que no socialista, desarrollada por Nehru y abrazase con la fe del converso el liberalismo económico. El actual primer ministro, Manmohan Singh, era entonces el ministro de Finanzas. Al impulsar el neoliberalismo, el Estado abandonaba, de hecho, cualquier pretensión de igualdad social, tal y como había pretendido siempre Nehru.

Esa política económica, tan alabada, ha desintegrado el entramado local de interdependencia, ha debilitado los lazos familiares y comunitarios y ha puesto al consumo en el centro de la vida si se quiere tener reconocimiento social. Lo dicen los propios empresarios españoles (4) cuando afirman, en un extenso informe donde se alaban las oportunidades de inversión en India, que “el aumento de la inversión que hace el gobierno central en la economía rural implica que el poder de compra de este gran segmento de población aumentará y esto es una noticia muy buena para fabricantes de teléfonos móviles y proveedores locales o extranjeros de hipotecas para la compra de viviendas, así como fabricantes de bienes duraderos como electrodomésticos y otros aparatos electrónicos”.

Los empresarios españoles consideran, además, “signos de progreso” la eliminación de “las obsoletas leyes laborales de India que en la década anterior disuadieron la inversión extranjera” y alaban la creación de las Zonas Económicas Especiales que, en número de 339 quiere impulsar el gobierno central por todo el país. En estos momentos hay 40 ZEE en funcionamiento y son áreas que, gracias a las desgravaciones fiscales que hacen que las empresas no paguen ningún impuesto, gozan de ventajas fiscales y económicas para favorecer la productividad y donde se puede eludir la legislación normal del país en materia laboral, sindical y ambiental con el objetivo de atraer inversores locales y extranjeros.

Por lo tanto, el “envidiable desarrollo” de India se asienta sobre otra realidad mucho menos conocida. Digámoslo en palabras de Arjun Sengupta, Presidente de la Comisión Nacional para las Empresas del Sector No Organizado: “el 77% de la población de la India, 853 millones, es pobre y vulnerable y tiene una capacidad de consumo inferior a las 20 rupias diarias” (0,40 euros aproximadamente).

Sengupta clasifica a la población en seis grupos: los extremadamente pobres, los pobres, los marginalmente pobres, los precarios o vulnerables, los que tienen ingresos medios y los de ingresos altos. Dice que el porcentaje de extremadamente pobres ha descendido desde 1994 del 30,7% al 21,8% pero sólo para engrosar las filas de los marginalmente pobres y los precarios, cuyo índice de consumo se sitúa en esas 20 rupias diarias. Esos son los prescindibles, las víctimas de los atentados masivos que en los últimos cinco años, por lo menos, viene sufriendo India de forma periódica.

La división entre la enorme mayoría de pobres, esos 853 millones, y el resto, 244 millones, para ser exactos, es total y absoluta. No se mezclan y son los privilegiados, que se pueden dividir a su vez en clase media, más o menos acomodada (unos 200 millones), y ricos (unos 44 millones), quienes controlan el país, quienes controlan el parlamento, quienes controlan los medios de comunicación.

Pongamos un ejemplo reciente: a mediados de noviembre, antes de los atentados de Bombay, se realizaron elecciones locales en varios estados. En uno de ellos, Chhattisgarh, bastión de la guerrilla naxalita, de los 687 candidatos oficiales figuraban 42 millonarios (en India se considera millonario a cualquiera que posea al menos 10 millones de rupias). De ellos, 19 pertenecían a las listas del Partido del Congreso (autocalificado como centrista y en el gobierno estatal, al que también perteneció Nehru), 7 al Bharatiya Janata (Partido del Pueblo, derecha hinduísta) y cinco al Bahujan Samaj (clase media). Además, había otros 53 inmersos en procesos por corrupción (3). Como en muchas otras partes, la historia de India es una historia de clase.

Y es la clase económicamente más poderosa, la oligarquía y los terratenientes, la que, antes de los atentados de Bombay que les han afectado directamente, se sentía amenazada por la expansión naxalita y presionaba al gobierno central para que el Ejército se sumase a la lucha contra los maoístas. El Ejército indio tiene una larga tradición de fuerza laica y apolítica. Al contrario que la policía, que suele apoyar a los nacionalistas hindúes (Hindutva, supremacía hindú) en los enfrentamientos inter–comunitarios, el Ejército siempre ha actuado como una fuerza neutral. Pero para la élite económica eso tenía que cambiar ante el auge naxalita. Sus intereses estaban en juego a largo plazo.

Los maoístas indios nutren sus filas de combatientes de todas etnias, castas y religiones. Por ejemplo, en Orissa, la mayoría de naxalitas provienen de las comunidades cristianas, mientras que en otros estados son dalit e, incluso, de origen musulmán. La utilización del Ejército contra los maoístas supone un problema para el gobierno indio, pero no para la oligarquía.

El 23 de noviembre, tres días antes de los ataques de Bombay, el primer ministro Singh había pronunciado un discurso ante un auditorio selecto de altos cargos de la Policía y otros organismos de seguridad en el que, una vez más, consideró a los naxalitas como el principal problema interno de India (5) reconociendo que “a pesar de los esfuerzos que se han y se están realizando, las medidas adoptadas hasta el momento no han dado los resultados deseados", en referencia al plan gubernamental para contener el avance de la guerrilla: iniciar un programa de desarrollo de las zonas más empobrecidas de India, modernización de la Policía, creación de infraestructuras viales que sirvan tanto a las poblaciones como para facilitar el traslado rápido de las fuerzas policiales y la creación de seis escuelas de guerra, es decir, la formación de unidades antiguerrilleras para poder atacar y destruir los campamentos naxalitas en la selva.

Al mismo tiempo, pidió a los medios de comunicación una mayor beligerancia contra los maoístas. También insistió en el tema el ministro del Interior, Shivraj Patil, para quien “"una adecuada política de medios de comunicación ayudaría a la policía a obtener la confianza de los ciudadanos” (6) en la lucha contra los maoístas.

El fracaso de las medidas del gobierno central se debe a dos razones: primera, la expansión naxalita parece imparable, actuando en 14 (15 según el Centro Asiático de Derechos Humanos) de los 28 estados de India (Chhattisgarh, Jharkhand, Uttar Pradesh, Asma, Uttaranchal, Kerala, Tamil Nadu, Bengala Occidental, Gujarat, Andhra Pradesh, Madhya Pradesh, Orissa, Maharashtra y Bihar) lo que, en cifras, significa que en 182 distritos, de un total de 602 en que está dividido administrativamente el país, son los maoístas quienes controlan la situación.

Además, los naxalitas están comenzando a extenderse a las ciudades, especialmente a las zonas obreras e industriales de Delhi, Bombay, Raipur, Pune y Jammu alternando las acciones propagandísticas con las militares. El propio gobierno indio consideraba hace un año que entre el 30% y el 35% del territorio de India está bajo el control de los naxalitas (7) porcentaje que será mayor en la actualidad y de ahí la enésima preocupación del primer ministro y la oligarquía india; segunda, porque los maoístas han logrado crear su propio sistema de distribución pública en amplias zonas rurales de al menos cuatro estados en los que actúan: Jharkhand, Chhattisgarh, Bihar y Bengala Occidental.

Esto, de hecho, supone un gobierno de poder popular y los terratenientes de esos estados están muy asustados ante la posibilidad, real, de que los campesinos busquen la protección de los maoístas en los conflictos de tierras como ya ha ocurrido en Uthar Pradesh. Y en las últimas semanas se han incrementado sustancialmente las acciones maoístas contra destacamentos policiales (el último, con cinco muertos, el pasado día 6 en Jharkhand) u ordenando paros armados (como en los distritos de Gajapati, Kandhamal y Rayagada, del estado de Orissa) en protesta por la represión policial contra campesinos y que han sido secundados de forma masiva.

Incluso en las elecciones locales que han tenido lugar estas últimas semanas, en las zonas donde operan los naxalitas el boicot ha sido masivo, de forma especial en Chhattisgarh, donde pese a que el porcentaje total de voto se ha situado en el 53% (y aquí los paramilitares de Salwa Judum han tenido un papel preponderante, amenazando a quien no fuese a votar) en determinados distritos apenas ha llegado al 21%, como ocurrió en Bijapur, por mencionar sólo caso de ese boicot.

La élite económica, la oligarquía india, está cada vez más preocupada por el auge naxalita. Los maoístas indios plantean una guerra popular prolongada, mientras que los atentados de Bombay les han llegado sin avisar. Pero para la élite económica y la oligarquía india hay un orden de prioridades claro: “a pesar de los ataques terroristas de Bombay, la nación [India] tiene otra amenaza, más grave, más insidiosa, y la representa la extrema izquierda naxalita. (…) Los maoístas no son un enemigo a tomarse a la ligera. A menos que sean eliminados, pueden causar mucho daño” (8).


(*) Alberto Cruz es periodista, politólogo y escritor especializado en Relaciones Internacionales.

Notas:

(1) www.farzana–versey.blogspot,com, 5 de diciembre de 2008.

(2) AFP, 7 de diciembre de 2008.

(3) Prensa Latina, 19 de noviembre de 2008.

(4) “La empresa española ante el reto de la India”, Casa Asia, 2007. Pág. 15 y 16.

(5) AFP, 23 de noviembre de 2008.

(6) Times of India, 24 de noviembre de 2008.

(7) Alberto Cruz, “La Izquierda en India (I): la revolución naxalita” http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article278

(8) The Pioneer, 8 de noviembre de 2008.