Cuba

El intento de sustituir las decisiones de los trabajadores mediante un aparato
“iluminado” fomenta la ineficiencia y la corrupción

Burocracia y fuerzas contrarrevolucionarias

Por Guillermo Almeyra (*)
La Jornada, 18 y 25/07/10

Primera parte (18/07/10)

El dilema de un analista que tiene a su disposición sólo un artículo semanal de 5 mil espacios consiste en lo que los franceses llaman “l’embarras du choix” (que no significa el embarazo de la anchoa, sino la dificultad para elegir entre temas muy importantes).

Hoy, por ejemplo, deberé postergar el intento de sacar algunas conclusiones de los cambios en la sociedad argentina expresadas por la derrota de la guerra de Dios” promovida por los inquisidores de la jerarquía católica y la victoria, en cambio, de las libertades y de una mayor justicia, aunque en esa sociedad se está formando una marea de fondo que no tiene una expresión política que la canalice directamente pero que se manifiesta en la extensión de los derechos a los homosexuales (que dividió a la misma Iglesia, a la oposición y al peronismo entre cavernícolas golpistas y modernizantes más democráticos), al igual que en la ley de protección de los glaciares contra la minería trasnacional, tras grandes manifestaciones y pobladas contra las minas, o en la ley contra el monopolio de los medios de comunicación (léase sobre todo Clarín y La Nación, los grandes organizadores de la derecha en Argentina).

Pero “lo primero es lo primero”, dice la filosofía popular. Pero lo que está en juego en Cuba no sólo es más importante sino que también está siendo poco y mal analizado, o en parte silenciado, por los amigos de la revolución cubana y, sobre todo, es tergiversado por sus enemigos.

La liberación de 52 presos por el gobierno cubano y su viaje a España quita, sin duda, pretextos para las medidas de bloqueo europeas y estadounidenses y da nueva fuerza y legitimidad a la campaña por la liberación de los cinco cubanos que llevan largos años presos ilegalmente y en condiciones terribles en las cárceles de Estados Unidos, y para la expulsión del campo de concentración en Guantánamo que todavía encierra casi el doble de prisioneros (además no enjuiciados por autoridades civiles) que todos los que jamás hubo en Cuba. Pero ese acto de distensión política plantea diversas cuestiones importantes y levanta una esquina del velo de la desinformación sobre lo que pasa en Cuba y sobre la lucha política en el seno de la isla y en el seno del mismo régimen y del gobierno.

En primer lugar: dos declaraciones. La primera es que Cuba tiene el derecho y el deber de defenderse, apelar al contraespionaje y detener a los agentes enemigos dada la guerra que, con todo su poderío y con todos los medios, económicos, políticos, informativos, de sabotaje e inteligencia militar y, en su momento, mediante atentados e invasiones, libra Estados Unidos desde hace más de 40 años contra la revolución cubana.

La segunda es que Cuba no necesita “amigos” que sigan al gobierno adorando su trasero y diciendo a todo que sí, a posteriori, en vez de dar una opinión oportuna y de disentir de lo que a todas luces es peligroso para el proceso cubano. Amigo real es el que a veces, e incluso equivocándose, prefiere aportar ideas a tiempo para sostener, reforzar y regenerar la revolución cubana, que es parte esencial e imprescindible del proceso de liberación en América Latina y en todo el mundo. Quienes tienen el “síndrome del pesero” (porque acatan el cartelito “No molestar a quien conduce”) y nada dijeron en su momento sobre “el socialismo real” del régimen soviético para “no ayudar al imperialismo” o son acríticos y no propositivos ante los gobiernos antiimperialistas o la dirección de movimientos sociales, ayudan involuntariamente al imperialismo que, por supuesto, está bien informado sobre los problemas de sus adversarios, y dejan en cambio en el error a quienes quieren sostener.

Digo esto porque es trágico que el gobierno cubano tenga que liberar tarde y mal a los presos políticos que no reconocía como tales y deba hacerlo no de motu proprio sino bajo la presión y con intervención de la Iglesia (que es una fuerza contrarrevolucionaria) y del gobierno imperialista español. Los presos, pocos y sin apoyo popular, desde el comienzo eran más peligrosos en la cárcel que en el exilio. El gobierno cubano, por no comprenderlo a tiempo convirtió en mártires a un puñado de mercenarios o de cadáveres políticos, dio espacio para la jerarquía católica y aparece cediendo ante el huelguista de hambre profesional Fariñas, un residuo del caso del fusilado general Ochoa, y ante dos estados: el Vaticano y el de Madrid.

Igualmente grave es que se separe del Partido Comunista Cubano a quien habla claramente sobre los peligros contrarrevolucionarios en la isla –denunciados además anteriormente por el propio Fidel Castro–, a un intelectual destacado, apoyado por su organización de base y por sus colegas, como es el caso del doctor Esteban Morales (como antes sucedió con otros críticos revolucionarios de izquierda, también defenestrados), o que en kaosenlared un plumífero vomite infamias contra Pedro Campos o Morales acusándolos nada menos que de agentes del capitalismo, ¡por proponer un socialismo sin burócratas y autogestionario, apoyándose para eso en Marx!

La burocracia, que no es homogénea ni tiene una sola solución para los graves problemas que enfrenta actualmente la revolución cubana, en esta crisis mundial, tiene sin embargo un humus cultural común: es profundamente conservadora y es ideológicamente estéril. Es un lastre político y económico cuya base hay que conocer, para combatirla más eficazmente, y cuyos lazos con la contrarrevolución no basta denunciar, pues deben ser extirpados por un mayor control de la sociedad que la padece. Pero sobre esto, por la falta de espacio, volveremos en la segunda parte de este artículo.

Segunda parte (25/07/10)

La cubana no fue una revolución radical y profunda de masas para cambiar el sistema: fue una revolución antidictatorial, democrática y antimperialista radical, contra la corrupción y la violencia, dirigida por un grupo reducido y heterogéneo de jóvenes revolucionarios de clase media, en cuyo seno sólo unos pocos eran comunistas y que, además, tuvo que vencer la resistencia del partido comunista cubano (el PSP, entonces) y la suspicacia del Partido Comunista soviético, al mismo tiempo que los intentos del gobierno de Estados Unidos de cooptar a su dirección, e incluso a Fidel Castro.

Ésta llegó al gobierno en 1959 con el apoyo militante y entusiasta de la mayoría de la población y de los trabajadores urbanos y rurales más pobres, porque pocos apoyaban al batistismo, pero no con un proyecto de construcción del socialismo ni con un pueblo ganado mayoritariamente a la idea socialista. Fue la presión contrarrevolucionaria del imperialismo la que obligó a solamente una parte del gobierno antibatistiano –dirigida por Fidel Castro– a avanzar con contramedidas sociales y políticas, lo cual hizo que muchos flamantes ministros, encabezados por el presidente Manuel Urrutia, y hasta comandantes revolucionarios, se exiliasen en Miami asustados por la profundización de ese proceso. La misma Unión Soviética dudó mucho antes de reconocer a Cuba (más de dos años), Fidel Castro declaró que Cuba era socialista sólo después de rechazar la invasión de Playa Girón en 1961 y fue hasta 1972 que Cuba entró en el Comecon o Came, el sistema económico-político dirigido por la burocracia soviética.

En ese lapso se habían producido ya varias depuraciones: en primer lugar, la de la burguesía cubana y sus servidores, que en ondas sucesivas huyeron a Miami, dando de paso homogeneidad política y social a la inmensa mayoría del pueblo cubano, que es independentista, antimperialista y por muchos años comenzó a luchar contra el capitalismo con una visión internacionalista. La otra depuración, en el marco del aparato burocrático, fue la liquidación del grupo más sectario y ligado a los soviéticos en el aparato estatal cubano –la “microfracción” del secretario de organización del partido, Aníbal Escalante–, pues la misma quería transformar a Cuba en un seudo Estado independiente de la URSS, como los de Europa Oriental, a pesar de que el sometimiento incondicional al Kremlin desde hacía rato hacía aguas en el mundo, con la rebelión yugoslava de 1948, la húngara de 1956, la crisis con China y con los principales partidos comunistas europeos. La originalidad de la revolución en la isla consistió en que fue parte de la revolución anticolonialista mundial y se hizo en tiempos de crisis profunda del estalinismo y después de la muerte de Stalin.

Recuerdo todo esto, que es conocido pero, en los hechos, olvidado o mistificado, para subrayar algunos puntos esenciales: un gobierno revolucionario asume el control de un país capitalista, en el que aún no tiene base social sino que debe construirse una concepción contrahegemónica, anticapitalista, socialista. El poder, sobre todo en los pequeños países dependientes, está todavía en buena medida en manos del capital internacional que, con el mercado mundial, su tecnología y sus finanzas, domina y arrastra a la escasa y débil burguesía nacional, que se fusiona con aquél y es antinacional.

En Cuba el capitalismo no reside en una burguesía que huyó del país y se ubicó en Miami, sino en la dependencia del mercado mundial capitalista y en la influencia cultural hegemónica capitalista, heredada junto con el aparato del Estado por el gobierno revolucionario, que es continuamente frenado por el espesor sociocultural de aquél, entre otras cosas porque a la tradición del aparato estatal capitalista se agregó el burocratismo importado de los soviéticos.

En Cuba hay lucha por construir el socialismo, voluntaria y conscientemente, pero no hay socialismo porque éste es imposible en una pequeña isla poco poblada, tal como fue imposible en la vasta Unión Soviética, y se construye recién cuando la sociedad autorganizada comienza a diluir el aparato habitual del Estado y a asumir muchas de sus funciones, cosa que no sucede hoy ya que el aparato de Estado se refuerza y constituye lo que –Lenin decía– imperaba en los primeros años en la Unión Soviética, o sea, un capitalismo de Estado con un gobierno anticapitalista: un capitalismo sin capitalistas.

La burocracia es en cierta medida inevitable no sólo por la escasez y el atraso técnico, que le da un papel de intermediario, sino también porque en un largo periodo de transición subsiste la diferenciación entre “los que piensan y deciden” y “los que ejecutan”. Para controlarla políticamente, aunque no sea muy fácil controlarla en su papel de intermediaria en un régimen de escasez acentuado por el bloqueo imperialista, no hay otra arma que la participación consciente y militante y el control de los trabajadores en todas las instancias de la vida: social, cultural, económica, productiva, en la elaboración de planes, en la supervisión constante de los mismos. La lucha burocrática contra la burocracia –inspectores, comisiones, evaluaciones, etcétera– es necesaria pero insuficiente.

El único antídoto antiburocrático es la democracia plena en el partido y en toda la vida social y política, con la consiguiente posibilidad de discutir en aquél, de disentir, de hacer contrapropuestas y con la consiguiente libertad, respetando siempre la defensa del país sitiado, para quienes disienten pero no organizan acciones contrarrevolucionarias.

El intento de sustituir las decisiones de los trabajadores mediante un aparato “iluminado” fomenta la ineficiencia y la corrupción, además del amiguismo. O sea, elementos culturales capitalistas, no socialistas. Y el esfuerzo por acallar voces revolucionarias disidentes, partidarias de la autogestión, lleva a la pasividad política, al desarme ideológico. Todo eso es contrarrevolucionario, sobre todo en un periodo en que Cuba y la lucha por la liberación nacional y social se preparan a sufrir duras pruebas debido a la situación mundial. Democracia plena y autogestionaria: ese es el remedio contra la burocracia, que es la principal fuerza contrarrevolucionaria.


(*) Guillermo Almeyra, historiador, nacido en Buenos Aires en 1928 y radicado en México, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de París, es columnista del diario mexicano La Jornada y ha sido profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Entre otras obras ha publicado “Polonia: obreros, burócratas, socialismo” (1981), “Ética y Rebelión” (1998), “El Istmo de Tehuantepec en el Plan Puebla Panamá” (2004), “La protesta social en la Argentina” (1990–2004) (Ediciones Continente, 2004) y “Zapatistas–Un mundo en construcción” (2006).