Colombia

El impacto de la liberación de Ingrid Betancourt

Por Álvaro Sierra (*)
Razón Pública, Bogotá, 07/07/08

La liberación de Ingrid Betancourt y sus 14 compañeros de cautiverio es un hecho que cambia la situación política colombiana, por los profundos efectos que tiene en tres frentes: el curso de la confrontación con las FARC y el conflicto armado; la crisis político-institucional entre el Presidente y la Corte Suprema de Justicia, y el mapa de la sucesión presidencial. Además, deja no pocos interrogantes sobre las perspectivas de un acuerdo humanitario para la liberación de quienes siguen en manos de esa guerrilla.

Con esta operación, cuyo único precedente en la historia universal de la inteligencia –según la versión oficial, pronto acogida por los medios pese a que faltan “detalles” esenciales – sería la del Caballo de Troya (y aun en el engaño homérico hubo combate). El presidente Uribe, en medio de una crítica situación política, recibió como caído del cielo un inusitado refuerzo político-militar, y, como dice Hernando Gómez Buendía, “resolvió la cuadratura del círculo”: sin rescate a sangre y fuego y sin negociación, el gobierno colombiano devolvió a la libertad, sanas y salvas, las “joyas de la corona” del intercambio humanitario. Sin Ingrid Betancourt y sin los tres mercenarios estadounidenses (“contratistas” es el eufemismo políticamente correcto), las posibilidades de chantaje de las FARC con sus “canjeables” se desploman. Hace un año, esa guerrilla tenía 58 secuestrados, buen número de ellos de tal valor político que mantenían al mundo atento a toda comunicación desde las “montañas de Colombia”. Ahora, será una suerte si, pasados unos meses, se mantiene la presión nacional e internacional por los 25 que quedan en su poder, tres de ellos civiles. Así lo expresa de manera dramática el llamado de Marleny Orjuela, de Asfamipaz, la asociación de familiares de soldados y policías cautivos: “Francia, no nos olvide”.

La operación del 2 de julio devuelve el intercambio humanitario al terreno nacional y al control del gobierno colombiano, despachando de escena, por lo pronto, a actores de reparto que habían cobrado carácter protagónico como Hugo Chávez y Nicolás Sarkozy. Ayer espectador de las liberaciones unilaterales conseguidas por el presidente venezolano y la senadora Piedad Córdoba, hoy el gobierno colombiano retoma el mango de la sartén de la que era una de sus confrontaciones más complejas con las FARC, por su gran costo político. Entonces, Uribe hacía fintas y malabares ante la presión internacional, las caminatas del profesor Moncayo y el clamor por lo que se veía como su terca obstinación en no despejar territorio; ahora, las Fuerzas Armadas retornan limpiamente con el trofeo supremo (solo faltó el cabo Moncayo para redondear la “moñona”), rodeadas de un respaldo apoteósico, con el prestigio popular de su comandante en jefe en rangos históricos y validada su insistencia en no ceder, como probablemente lo mostrarán las encuestas. La emoción que suscitó lo sucedido en la Colombia urbana tiene pocos precedentes y su primer efecto es hacer aún más inexpugnables las ya fortificadas posiciones presidenciales. The Economist asevera que lo ocurrido podría, incluso, asegurarle la reelección (aunque le sugiere, más bien, decir: “gracias y buenas noches”, en 2010).

Este es el primer impacto de la operación del 2 de julio. Aún es pronto para determinar cómo afectará la evolución de los acontecimientos en el país y a los actores involucrados, pues no se conocen todos los factores. Pero hay indicios. Hay caminos posibles, unos quizá más probables que otros. Y variantes deseables (o indeseables), que podrían llevar el conflicto armado y la situación política hacia rumbos más o menos convenientes para el interés público y para lo que, a fin de cuentas, realmente importa: la paz de Colombia.

La operación

Si un gran estudio de Hollywood quisiera hacer una película de espionaje que fuera un hito de taquilla, ni el más talentoso de sus escritores hubiera dado con un guión como el de la “Operación Jaque”. Aún un rescate modelo, como el de Entebbe (Uganda), en julio de 1976, implicó el uso de la fuerza y costó la vida a tres de los 103 rehenes. Y sin embargo el rescate deja algunas preguntas que las autoridades deberían absolver, por herméticas que sean las necesidades de la inteligencia. No es lo más importante plantearlas, pero aquí están:

La versión oficial es la de una doble infiltración: al Frente Primero, de ‘César’, y al Secretariado. Mediante la “astucia”, como lo puso el comandante del Ejército, se logró engañar al uno para que creyera que entregaba al recién posesionado jefe del otro, en el helicóptero de una “misión humanitaria” insólita, ataviada con camisetas del Che Guevara, a los rehenes más importantes de las FARC. Aun si se timó a ‘César’, ¿cómo actuó este sin confirmación directa de parte de Cano? Están cortadas e intervenidas las comunicaciones y reducida la capacidad de mando y control, se contesta. La versión de que alguien impostó la voz del nuevo jefe del Secretariado linda con la ciencia ficción. ¿Acaso no se formaron las FARC en la tradición de correos humanos? ¿E Internet? ¿Cómo una organización estalinista, centralizada, diestra en la clandestinidad más dura, como las FARC – que se saben, además, infiltradas –, mueve a la que es su última baza de supervivencia política (Ingrid y los tres estadounidenses) a partir de comunicaciones entre intermediarios de intermediarios?

Aunque probablemente nunca se sepa exactamente lo que pasó, cabe indagar –y este es deber de los medios – otras posibilidades: ¿se compró al jefe mismo del frente, “neutralizándolo” luego en el helicóptero para efecto de presentación de la operación, como lo aseguró la estatal Radio Suiza Romande, diciendo que a ‘César’, por intermedio de su compañera, capturada anteriormente, se le habrían pagado 20 millones de dólares? El gobierno y los militares colombianos lo negaron enfáticamente. ¿Se “persuadió” a mandos medios, y el frente en masa desertó? Los 100 millones de dólares en recompensas anunciados por el gobierno podrían estar tras una operación como esta; éxito comparable al de Troya –aunque algo menos cinematográfico –.

Jorge Orlando Melo recuerda un elemento “misterioso”: el 13 de junio, desde Presidencia, se dijo que dos mandos de las FARC, con línea directa al Secretariado, habrían ofrecido entregar a Ingrid y otros secuestrados. Podría ser la típica noticia plantada, para provocar que los movieran. Pero sería tan raro que el Secretariado se la creyese, como que, si lo hizo, no haya tomado medidas preventivas, o que justo la reacción haya sido trasladarlos como quería el Ejército.

Aunque sea poco popular en un ambiente de triunfo y emotividad patriótica como el actual, es necesario hacer estas preguntas. Que no deben cerrar la puerta a lo contrario: la versión oficial puede ser cierta. Parecerá de Hollywood, pero, por la situación de las FARC y los evidentes avances de la inteligencia y la tecnología militar colombiana –de la mano de los israelíes y con ayuda estadounidense y británica–, es plausible.

Las FARC, el conflicto

Sea como sea, el golpe asestado a las FARC no admite atenuantes. Para una organización –y un comandante recién asumido, como Cano–, el revés estratégico, el golpe de confianza a la tropa, la desmoralización, son tremendos. Vienen de más golpes. Pero este es el más importante que hayan sufrido. Las deja sin su única carta en una partida ya muy comprometida. Expone debilidades que no habían mostrado. En este tipo de confrontación, la infiltración exitosa por parte del enemigo es, invariablemente, anuncio de derrota.

¿Cambia el signo del conflicto esta liberación? ¿A la “Operación Jaque”, como su nombre y sus autores lo sugieren, le sigue el jaque mate? ¿Se imponen la tesis del “fin del fin” del comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla? Estas no son solo afirmaciones oficiales sino las preguntas que se hacen por estos días no pocos expertos, considerando que las FARC están ante la alternativa de la desmovilización o la derrota definitiva. Pero, como lo señala Medófilo Medina, “el menú es más amplio”, y la simplificación, inherente a toda confrontación, puede impedir la serenidad y la sofisticación que demanda una buena solución. Lo que sobrevenga depende tanto de lo que hagan las FARC como de las opciones del gobierno.

Las posibilidades son tan diversas como inciertas. Medina apunta a la conformación del nuevo Secretariado (con tres miembros nuevos y nuevo jefe, cualquier grupo de siete es nuevo): salvo el jefe militar de las FARC, Jojoy, todos son de extracción urbana, con estudios universitarios, algunos en el exterior, y militancia política legal previa. Camilo es médico; Joaquín Gómez es veterinario de la Universidad de Moscú; Alfonso Cano viene de la Universidad Nacional y la Juventud Comunista. No hay uno solo de tiempos de Marquetalia y todos andan por la cincuentena. Todo esto –y el severo declive militar– podría favorecer una suerte de retorno a la política de parte de la comandancia de las FARC.

Pero, en el extremo opuesto, presionadas por la escala militar, desprovistas de figuración política, rebeladas ante la idea de echar a la basura 44 años de lucha, y persuadidas de que la pobreza y la injusticia social acabarán por contar a su favor, también sería posible que las Farc optaran por la vía de los bombazos tipo el del Club del Nogal o por operaciones comando para secuestrar a nuevas “fichas” políticas.

Las FARC se mueven hoy entre una opción realista (buscar una salida política, negociada, así los parámetros para ella sean mucho más reducidos que los del Caguán) y la opción maximalista, de radicalización, en un intento de ratificarse como actor mediante voladuras, atentados y secuestros. Jojoy, que pese a su carácter militarista tiene la astucia instintiva del campesino rico de pueblo, dijo poco antes de la ruptura de las negociaciones con Pastrana: “O nos vemos en unos años con el Putumayo y el Caquetá despejados, o en un pueblito de Alemania”. Una negociación hoy estaría más cerca de lo segundo; la cuestión es si Jojoy y sus colegas así lo entienden. En un raro “Llamado a la cordura”, Anncol, la agencia de prensa oficiosa de las FARC, declaró “necesario llamar a las partes –guerrilla y gobierno – a no echar en saco roto una oportunidad histórica”. El rechazo reiterado de Hugo Chávez a la lucha armada y al secuestro podría favorecer una salida de este tipo.

Pero hay otra variante, peor que la del coletazo terrorista, porque es quizá más probable: la de la disgregación. Arrinconadas militarmente, tras sucesivos golpes que desprestigian a la comandancia y desorganizan sus filas, no debe descartarse que las FARC pierdan su capacidad de mando centralizado y se rompan en grupos centrífugos que, en unos casos, reivindiquen una “línea histórica”, en otros se dediquen en exclusiva al narcotráfico o al secuestro, o mezclen una y otra cosa. Combinada con el rearme de bandas con integrantes que provienen del paramilitarismo, tal opción puede dejar a Colombia sumida en un conflicto armado interminable, aún más degradado y sin solución que el actual, que, al menos, conserva en cierta forma carácter político, no solo delincuencial.

Por último, está la (improbable) variante de la recuperación. Un cambio brusco de política en materia de seguridad en el año 2010; una prolongada batalla en torno a la reelección, que paralice al gobierno; la agudización de una crisis política como la que asomó con el enfrentamiento entre el Presidente y la Corte Suprema de Justicia; una decidida ayuda desde Venezuela podrían dar a las FARC el aire que esperaron en vano si Uribe no se hubiera reelegido en 2006. Contra esta posibilidad conspiran hoy la mayoría de las variables, pero un conflicto tan largo y de raíces tan hondas como el colombiano, ya vio, por ejemplo, al ELN renacer en una década de las cenizas de la derrota de Anorí, en 1972, con la extorsión petrolera a multinacionales en Arauca en los años ochenta.

Vista así la situación de las FARC, su derrota militar y desmovilización lucen de un optimismo tan simple como difícil de concretar. Sin embargo, mucho depende de lo que hagan el gobierno y las Fuerzas Armadas. Y en este terreno hay señales, aunque muy incipientes, alentadoras.

El gobierno, los militares

Algunos de los militares y policías liberados fueron capturados en Miraflores, en 1998. Entonces, las FARC lucían invencibles y bases completas del Ejército eran avasalladas por operaciones de 800 guerrilleros. En diez años la ecuación militar se invirtió completamente. Las Fuerzas Militares, el gobierno que las comanda y la política de “seguridad democrática” salen de esta operación en el apogeo de su prestigio. De fiascos notables, aún en medio de la recuperación militar, como el de Urrao, en mayo de 2003, que culminó sin poder impedir el asesinato de los rehenes y desprestigió la opción de rescate, se pasa a un golpe de mano que se presenta convincentemente como la madre de todas las operaciones de inteligencia, el área en la que más han avanzado los militares.

Las Fuerzas Militares y el gobierno están también ante una disyuntiva

Pueden ser triunfalistas. Muchos elementos – el ánimo en la población urbana, el aplauso general, la seguidilla de éxitos militares – abonan el terreno. Les sirve para sostener la moral de la tropa y de la opinión pública; para arrinconar a la oposición; para asestar nuevos golpes (otra “cabeza” del Secretariado, la desmovilización de un frente, el chorro de la deserción individual); para levantar la tapa de la caldera de los militares de alto rango presos o investigados por paramilitarismo; incluso, para la reelección.

Pero pueden optar por un camino más sofisticado, más civilista, si se quiere. Administrar el triunfo de manera dosificada; manejar un discurso que no dé rienda suelta al ciego aplauso del patriotismo ni al ánimo, que reina en algunos sectores, de “no dar cuartel”; tender puentes a las FARC mientras quede una estructura organizativa capaz de una negociación; tener la flexibilidad de ofrecer una salida que, a la vez que aprovecha el cambio en la ecuación militar, brinde a esa guerrilla incentivos para volver a la política, podría, eventualmente, hacer mejor servicio a lo que realmente interesa a Colombia: el fin del conflicto armado.

Dos elementos nuevos apuntan en esa dirección, aunque tímidamente. Por una parte, este triunfo militar fue incruento. El gobierno dijo que se decidió no disparar contra 60 guerrilleros que custodiaban a los rehenes en el momento de la entrega. Una señal para los que siguen armados. Por otra parte, el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, y el Presidente insistieron en que, si las FARC están dispuestas a una “negociación seria”, este gobierno también. De las bravatas del Ministro de Interior Carlos Holguín y el Comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo, hemos pasado a tener en ese ministerio a Fabio Valencia Cossio, uno de los pocos hombres de este gobierno que conoce de cerca a las FARC y sus comandantes, por su papel en tiempos de la zona desmilitarizada en el Caguán, y a frases como “la única cuenta de cobro es la paz”. Como dice Medina: “ni el gobierno ni los militares han exhibido el lenguaje del aplastamiento”.

Michael Shifter, vicepresidente del Diálogo Interamericano y un convencido de la fragmentación a la que marchan las FARC, dijo a Time: “lo que es importante que el gobierno Uribe haga ahora es ofrecerles más incentivos para que se incorporen a la sociedad civil”. Esa guerrilla y este gobierno pueden estar en las antípodas y una negociación lucir imposible. Pero en guerra no hay nada imposible. En El Salvador, en 1990, el FMLN, en la cúspide de su poderío militar, con misiles tierra-aire que derribaban la aviación oficial, pactó la paz con Alfredo Cristiani del partido Arena, fundado por Roberto D’Aubuisson, organizador de escuadrones de la muerte. Entonces, había un empate militar; aquí la balanza ya se inclinó. Si cierta magnanimidad y sofisticación política del lado oficial se combinasen –sin ceder la presión militar – con la extracción urbana y más moderna del nuevo Secretariado (y con un empujón ‘ideológico’ de Chávez), un escenario nuevo, hasta ahora cerrado, podría, eventualmente, abrirse en Colombia. Pero es pronto para decirlo.

La crisis político-institucional

Mientras tanto, como lo dice Elizabeth Ungar, “el rescate no debería servir para echar tierra a lo que hasta el 2 de julio estaba al orden del día”: la crisis político-institucional desatada por el fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre Yidis Medina y la reacción del Presidente de enfrentar a la justicia con “la democracia”, mediante “la repetición de las elecciones”.

Pese a que un editorial de El Tiempo pidió a Uribe que, en un “gesto magnánimo”, reconsidere su idea del referendo, los días siguientes a la liberación el gobierno no dio ninguna señal en esa dirección. Pero concurren otros elementos.

La decisión de la Corte Constitucional de no revisar su sentencia sobre la exequibilidad del Acto Legislativo de la reelección, señala José Gregorio Hernández, “le quita la razón de ser al referendo”. Aunque se anunció que el nuevo ministro de Interior tendría lista la pregunta, esta no se ha presentado. No se convocó el Congreso a sesiones extras. Hubo un pronunciamiento de la Corte Suprema que le bajó la temperatura al enfrentamiento. Y la operación de liberación ha desplazado por completo el tema de la atención pública.

Esto no significa, empero, que la crisis esté resuelta. Habrá que esperar la decisión del Presidente. Que puede, como ha hecho con su reelección, dejar pendiente la espada de Damocles del plebiscito, sin concretarlo pero sin desistir, sobre su enfrentamiento con la Corte Suprema. Quizá el suspenso continúe hasta el 20 de julio, cuando se sabrá si el gobierno presenta o no su pregunta.

El enfrentamiento entre el Presidente y la Corte está en suspenso, no terminado, y la liebre puede saltar en cualquier momento. Como con los otros factores, aún dista de estar claro qué efecto surtirá la liberación de Ingrid y sus compañeros sobre esta crisis, que estaba en pleno desarrollo cuando sucedió. Uribe puede sentirse tan fortalecido que continúe a todo vapor con su plan de desplazar al órgano en el que parece ver el principal peligro para su futuro, por su papel en la investigación de la parapolítica. Lo deseable sería que ocurriera lo contrario y que, como en la guerra, en la política primara la serenidad. Como lo puso uno de los participantes en el debate de Razón Pública: “la situación (a partir de la liberación) podría servir para enmendar el curso político del régimen”.

La reelección, la política

El impacto de la liberación de los 15 en la evolución general de la situación política en el país es múltiple. Por supuesto, por su efecto sobre la marcha de la guerra y la paz, pero también desde un doble punto de vista: el éxito refuerza tanto las posibilidades de reelección de Uribe como las de una candidatura de Juan Manuel Santos, quien orienta el spin oficial cada día más claramente en esa dirección; pero, a la vez, ese éxito ha devuelto a la escena política a un peso pesado, de forma completamente inesperada.

Más allá de su “rescate de película”, la gran sorpresa del retorno de Ingrid son las posiciones políticas que empezó a formular desde la escalerilla del avión que la llevó a Bogotá. La contestataria del gobierno Samper, la de “La rage au coeur” (“La rabia en el corazón”, su libro de 1998), dio un espaldarazo categórico a Uribe y su política de seguridad, a las Fuerzas Militares como garantes de que se llegará a la paz y, en su rueda de prensa en la embajada francesa poco antes de partir, a la reelección. A la vez que llamó a una negociación con las FARC “no sólo de prebendas judiciales sino de reformas que el país necesita” y aseveró que el acuerdo humanitario está hoy “en una sin salida”, dijo: “Uno de los éxitos de Uribe contra las FARC fue lograr introducir la reelección en el sistema político colombiano. No fueron cuatro años, fueron ocho (…) Me gusta la reelección. La tercera reelección, ¿por qué no?”.

Si se decide a presentarse como candidata, envuelta en el inmenso prestigio y la estatura moral de seis años y cuatro meses de secuestro, una Ingrid que recoja banderas fundamentales del uribismo, daría una patada al tablero de todos los cálculos hasta ahora hechos en torno a la reelección de Uribe o a su sucesión. La primera víctima sería, paradójicamente, su salvador: Juan Manuel Santos. Pese a lo que Semana llamó su “moñona”, este difícilmente aguantaría una competencia de carisma e imagen con ella.

Todo esto es sumamente especulativo. Depende de consideraciones personales que la propia Ingrid ha hecho explícitas sobre decisiones en torno a su futuro. Ella es también francesa y, si lo desea, tiene espacio como actor de peso allá. Puede concentrarse en la liberación de los rehenes restantes. Puede acabar de saltar a la escena mundial con la postulación al Premio Nobel que se anuncia desde Italia. En fin… El caso es que su liberación y el peculiar ropaje político con el que ella misma se ha vestido al salir de la selva, introducen en la compleja ecuación de reelección-sucesión un elemento tan inesperado como desconcertante.

Cuál vaya a ser el efecto, sobre las aspiraciones de Santos, que cada día se conduce con mayor aplomo como delfín, o las del senador uribista Germán Vargas Lleras (que anuncia su retorno en agosto); sobre la coalición de gobierno; sobre el referendo que promueve Luis Guillermo Giraldo para reelegir a Uribe son otras tantas preguntas para las que ahora apenas hay respuestas.

El acuerdo humanitario

Una última cuestión es si, luego de la “Operación Jaque” el jaque mate no es, más bien, para el acuerdo humanitario. ¿Pierde toda vigencia la posibilidad de un intercambio de rehenes por guerrilleros presos, o la recobra?

Aquí, también, solo cabe señalar indicios, pues todo depende de la actitud del gobierno, que tiene ahora en su mano un juego mucho más conveniente a sus intereses. Y también de las FARC, que habiendo perdido los ases, conservan, en teoría, la posibilidad de una mano que les devolvería sus restos políticos, como es la liberación unilateral.

Un debate de fondo es si la salida de los “canjeables” política e internacionalmente valiosos podría poner en primer plano el elemento puramente humanitario del acuerdo: liberación de civiles; intercambio de prisioneros uniformados.

Para ello haría falta, argumenta Melo, “quitar dos inamovibles que no son lógicos: el de las FARC, de zona de encuentro estratégica, que no tiene un solo argumento presentable a su favor; y el del gobierno, del compromiso de que los guerrilleros no vuelvan a la guerrilla, militarmente de impacto marginal (hoy, para las FARC, recibir un guerrillero que sale de la cárcel es más peligroso que una acción militar del enemigo). Si el gobierno aceptase, por ejemplo, despejar una zona y las FARC liberar a todos los secuestrados civiles, “canjeables” y extorsivos; si enseguida se negociara el intercambio de los 22 policías y soldados cautivos por guerrilleros presos sin delitos penalizados por el derecho internacional; y si el gobierno dejase de insistir en la calificación de terrorista a cambio, por ejemplo, de un compromiso de las FARC de no secuestrar ni atentar contra civiles, la puerta de un acuerdo puntual de intercambio podría abrirse. Y –por la situación militar – la posibilidad de un segundo capítulo en la forma de una negociación de paz no sería descabellada.

* * * *

En resumen, el impacto de la liberación de Ingrid Betancourt y sus 14 compañeros es tan profundo que apenas pueden dibujarse, por ahora, algunas hipótesis sobre su efecto. Dada la ecuación de la guerra y de la política hoy en Colombia, si el gobierno y los militares tienen en cuenta, como dice Medina, “la multiplicidad de caminos que pueden transitar las FARC y hacen una proyección serena y no triunfalista”, sofisticada y no simplista, del éxito logrado; si el nuevo Secretariado de las FARC asume su real situación militar y la posibilidad de una opción política realista, y confluyen factores internacionales como el de Chávez, el país estaría, a partir de esta liberación, ante la posibilidad de un cambio profundo en la situación política y militar que lleve, eventualmente, a sentar las bases para resolver el conflicto armado.

Pero se trata sólo de eso, de una posibilidad. Hay otras, peores, como la de la disgregación de las FARC, la tentación del aplastamiento y la “derrota final” en el gobierno y los militares, el escalamiento de la crisis político-institucional o una pugna en torno a la reelección, que paralicen al país.

No hay elementos para asegurar cuál de todas estas opciones es la más probable –aunque es evidente cuáles son deseables, al menos desde el punto de vista de la Razón Pública-. Muchos factores están apenas en ciernes; otros ni se conocen. Pero, a partir de la liberación de los 15 rehenes, el tablero político y militar colombiano ha sido sacudido con tal fuerza que una nueva situación política y militar se está dibujando. Señalar las opciones que se abren en toda su complejidad es el primer paso para diseñar las soluciones de fondo que Colombia persigue infructuosamente desde hace más de 40 años.


(*) Álvaro Sierra: Periodista, especializado en cubrimiento de conflictos armados. Fue corresponsal en Moscú y Beijing y trabaja desde hace ocho años en Colombia. Profesor universitario en el área de medios de comunicación y conflictos armados.

Notas:

[1] Este artículo ha sido producto de una discusión colectiva de varios miembros de Razón Pública, en la que participaron Hernando Gómez Buendía, María Victoria Duque, Medófilo Medina, José Gregorio Hernández, Elizabeth Ungar, Carmenza Saldías, Jorge Orlando Melo, Francisco Thoumi y el autor. La responsabilidad por su contenido es, por supuesto, del autor.