Colombia

Las FARC y la paz de Colombia

Por Marco Palacios Rozo (*)
Razón Pública, 16/07/08

Con la serenidad de la distancia, el ex Rector de la Universidad Nacional y miembro de Razón Pública analiza la historia de las Farc, su situación actual y las claves del conflicto colombiano.(R.P.)

1. Del conflicto colombiano

Las FARC y Colombia interesan crecientemente a la opinión pública mexicana, así sea porque cuatro de los veinticinco muertos en el reciente bombardeo al campamento de Raúl Reyes en territorio ecuatoriano eran ciudadanos mexicanos, y mexicana una de las dos jóvenes sobrevivientes. Según una reciente encuesta Mitofsky, “los dos únicos países que en este momento tienen una imagen negativa entre los mexicanos son Cuba y Colombia”, y se atribuye el resultado de Colombia al mencionado bombardeo (Boletín semanal, núm. 262, junio de 2008).

Aunque los recientes reveses de las FARC han sido fenomenales, al no disponer del cadáver es imposible la autopsia. Aun así vale preguntarse si las FARC llegaron a su final y si Colombia marcha hacia una paz duradera.

Reconociendo el poder de la inercia, nos aventuramos a decir que puede haber FARC para rato. Qué tanto, dependerá, como en el ajedrez, de los movimientos que hagan los contendientes. Si el gobierno y la guerrilla siguen en lo mismo, en el maximalismo militar, entonces todavía correrá mucha sangre. Pero la solución negociada, que puede ser la más racional, no es nada fácil: está interferida por ideologías, intereses creados en la guerra, oportunismos políticos, pasiones arraigadas y nociones decimonónicas del honor.

Para empezar, cuatro datos. 1. Las FARC están tan lejos de capturar el poder del Estado como hace 44 años, cuando se organizaron en guerrilla móvil para hacer una revolución agraria. 2. Con todo y lo debilitadas, las FARC están igualmente lejos de ser el pequeño grupo de “autodefensas campesinas” que retrocedió en la Operación Marquetalia de 1964. Se dice que hace cuatro años tenían diecisiete mil combatientes y hoy doce mil; este era el pie de fuerza de los insurgentes comunistas en Vietnam del Sur en 1961. 3. El revés militar más serio propinado por las FARC ocurrió en noviembre de 1998, antes del Caguán y del Plan Colombia, con la toma de Mitú. Llevan más de diez años sin asestar los golpes demoledores de 1995–1997. 4. El ejército nacional ha sido reconstruido en un proceso lento desde mediados de la década de 1980 y lleva diez años con la moral alta.

¿Cómo puede soportar un Estado moderno medio siglo de insurgencia armada? ¿Por qué las FARC han crecido tanto? Aparte de otras formaciones guerrilleras, de las cuales sólo permanecen activas las FARC y el Ejército de Liberación Nacional, desde la década de 1960 pululan organizaciones locales de paramilitares de derecha que tuvieron reconocimiento legal de 1965 a 1989. En la década de 1980 estos grupos, ligados al narcotráfico y operacionalmente aliados de la Fuerza Pública, “copiaron” los esquemas organizacionales de las guerrillas, crecieron vertiginosamente y trataron de maniobrar a escala más nacional que local conforme a principios de contrainsurgencia.

Estas bandas confederadas pactaron con el gobierno de Uribe su desmovilización y, entre 2003 y 2006, negociaron la cuasi impunidad de una Ley de Justicia y Paz. Inclusive se argumenta que la reciente extradición a Estados Unidos de trece capos paramilitares es una forma de evadir los delitos de lesa humanidad que confesaron.

La conexión del narcotráfico con este tipo de organizaciones, a partir de los años ochenta, explica la escalada del conflicto: población desplazada, aumento de asesinatos, masacres, desapariciones, torturas, lesiones personales, secuestros, destrucción de propiedad pública y privada. Desde el punto de vista de los derechos humanos, Colombia ha sido una catástrofe con altibajos. Las FARC no siempre han sido el principal perpetrador, aunque sí el más constante.

Esta violencia no debe confundirse con los homicidios urbanos del periodo, que significaron alrededor del noventa por ciento de las muertes violentas y que comenzaron a ceder hacia 1993 en Bogotá y unos años después en todas las grandes ciudades. En cuanto a muertes violentas, la cuota del conflicto armado colombiano es equiparable a la de los accidentes de tráfico. Pero su capacidad de corromper la democracia electoral y destruir el tejido social ha sido abrumadora. Pensemos en los tres millones de colombianos “desplazados internos”.

2. El hábitat de las FARC

Con medio siglo de existencia, lo indeleble de las FARC es el origen campesino y el agrarismo nutrido en las movilizaciones de las décadas de 1920 y 1930. Es un lugar común decir que las FARC son parte del paisaje de las colonizaciones; y las que nos conciernen resultaron del aumento de población y la concentración de la tierra. Si de moverse como pez en el agua campesina se trata, los estrategas de las FARC encontraron un enorme potencial en colonos pobres de los nueve frentes de frontera interior de la segunda mitad del siglo XX, en los cuales se abrieron a la producción unos cuatro millones de hectáreas.

No en vano la respuesta inicial a la Operación Marquetalia fue el “programa agrario de los guerrilleros”, proclamado el 20 de julio de 1964; propuesta elemental y radical, plausible en uno de los países de mayor inequidad en la tenencia de la tierra.

La afinidad de la organización guerrillera y los colonos es verosímil y profunda. Aclaremos: antes de la economía de la coca, el nexo era esporádico y ocurría en territorios dispersos. Pero la trasformación de Colombia, de país de tránsito de estupefacientes a país productor de hoja de coca, y la formación de un amplio campesinado trashumante que tuvo en la coca su segunda oportunidad creó, a partir de la década de 1980 y sobre todo en la siguiente, una de las más sólidas estructuras de oportunidad para el crecimiento de las FARC.

Este proceso no fue ni automático ni sencillo. Las colonizaciones no inventan un orden social nuevo; reproducen el existente pero en un vacío político y de autoridad. En la base emergen antagonismos entre los intereses de los empresarios de frontera y las necesidades de diferentes estratos campesinos. Crear y sostener un orden viable en una frontera hobbesiana no es cosa de aprendices. Las FARC han crecido militarmente y se han devaluado políticamente en el aprendizaje. Aportan al orden social de las zonas de frontera cocalera la organización del mercado, el respeto a reglas básicas de convivencia social jerarquizada y el “poder que nace del fusil”. Es un orden siempre frágil, negociable, tan inestable y precario como el que allí logra construir el Estado nacional. Las políticas de erradicación, financiadas por el Plan Colombia, y en particular las de dispersión aérea de glifosato, dispararon el número de localidades productoras y con ellas el de los frentes de las FARC.

La historia de cómo “administrar” al menor costo político una zona de colonos no se ha escrito y aguarda a los historiadores, porque allí yace otra clave para entender de qué fibras está hecha la organización de Tirofijo.

Entre más administración, menos revolución. Es contradictorio que una guerrilla revolucionaria apuntale un orden clasista agrario y un tipo de economía tan capitalista como el narcotráfico. Cuando tuvieron que operar en una frontera menos reciente y con un potencial de lucha de clases, como en la del Urabá, la lucha de clases degeneró en una guerra contra una organización rival, primero por la supremacía sobre el sindicato de los trabajadores y luego por el control territorial. Entonces, ¿cuál es la identidad revolucionaria de las FARC?

3. Las FARC, comunistas de campamento

Aún no se han precisado del todo las relaciones entre las FARC y el Partido Comunista Colombiano (PCC). ¿Emergieron como su “brazo armado”, conforme al principio leninista de “combinar todas las formas de lucha”? ¿Recibieron la orientación ideológica y política de los países del campo soviético y el paraguas propagandístico del partido, de su pequeña prensa y sus múltiples “frentes” sindicales, estudiantiles, femeninos y de “personalidades democráticas”?

En cualquier caso, el colapso del comunismo soviético las afectó profundamente: las aisló del mundo. La ideología soviética dejó de ser una guía más o menos infalible: ¿sería Gorvachov un agente de la CIA? Ese tipo de paranoias surgió monte adentro precisamente cuando se fortalecía el aparato militar fariano [de las FAR(C), Fuerzas Armadas Revolucionarias (de Colombia)] y se debilitaba más, si cabe, el históricamente débil Partido Comunista. Es más: a la total independencia política y organizacional de las FARC había contribuido la “apertura democrática” del gobierno de Belisario Betancur (1982–86) y los diálogos de paz que llevaron a los Acuerdos de la Uribe del 28 de marzo de 1984 y al consiguiente protagonismo de las FARC, ahora sin la tutela del PCC pero como aliado en la nueva organización que marcaría su ingreso a la vida política legal: la Unión Patriótica (UP).

Desde sus orígenes las FARC cargan con una lista de los muchos enemigos y pocos amigos del PCC. En una izquierda que, quizá por su debilidad política, exagera los gestos ideológicos, es natural que las FARC, al surgir como un subproducto de la Guerra Fría, tuvieran por enemigos a los maoístas de guerra popular y a los maoístas legales; a los foquistas [del “foco guerrillero”], que hicieron la caricatura de las “autodefensas campesinas” a cargo de Régis Debray en Revolución en la revolución.

De allí los enfrentamientos, a veces sangrientos, con el ELN y el Ejército Popular de Liberación y las fuertes descalificaciones a las guerrillas que se avinieron a negociar una salida política, en particular el M–19. El distanciamiento de Cuba, abierto durante la Tricontinental de La Habana en 1967, aumentó con el repudio a la vía insurreccional que hiciera Castro en mayo de 1998 en una reunión de la OMC en Ginebra.

Como las inercias políticas suelen ser poderosas, la única organización de izquierda que hoy quiere prestar sus oficios bona fide para un posible arreglo político con las FARC es el PCC. En la coalición de centroizquierda del Polo Democrático son mayoría, a veces silenciosa, los que resienten el lastre que representan las FARC para el avance de la causa popular y el pretexto que dan al presidente Uribe.

4. Los problemas del crecimiento

Las FARC no han sido una guerrilla a la moda, ni Tirofijo un guerrillero de afiche. Cualquier análisis semiológico posmodernista caería en el vacío. Para los farianos, como para Yves Saint Laurent, las modas pasan cada año, pero el estilo queda. El estilo campesino de las FARC, ajeno a los romanticismos, se mantiene con la tenacidad, la autosuficiencia, el patriarcalismo y el pragmatismo como valores centrales.

Por eso no debe extrañar que, entre las nuevas generaciones de la Colombia urbana, los farianos sean vistos con desdén e ironía por su arrogancia y su violencia prolija y sombría.

Si ideología y organización pueden ser nociones aptas para desentrañar el estilo de las FARC, la ideología marxistaleninista se limita aquí a catecismos deterministas y teleológicos. Se expresan en un lenguaje marxista básico que predice el triunfo inevitable de la revolución. Pero lo que importa es la ideología organizacional que brinda a sus miembros herramientas racionales para comportarse dentro de la guerrilla y para analizar concretamente el entorno en que se mueven.

Conviene recordar las fases de la “construcción del socialismo”, según mofa de los comunistas checos. La primera es la de los problemas del crecimiento; la segunda, la del crecimiento de los problemas. Las FARC como guerrilla institucional, al igual que las burocracias del socialismo, sobreaguan en el remolino de las dos fases.

Al finalizar la década de 1970, las tres guerrillas creadas en la década de 1960, el ELN, las FARC y el EPL, no sumaban mil combatientes. Más que en la movilidad constante recetada por el Che, estaban en estado de hibernación. ¿Qué las despertó y puso en movimiento? En el frente político, los “procesos de paz”, la ola de las transiciones a la democracia. En el organizacional, el narcotráfico globalizado.

Veamos primero los problemas del crecimiento.

Los diálogos les dieron personalidad política, tribuna, un discurso de confrontación con el Estado. Con interrupciones, las políticas de diálogo y paz cubrieron de agosto de 1982 a enero de 2002, veinte años que dejaron un saldo de varios miles de guerrilleros desmovilizados y muchos líderes reintegrados a la vida política legal, además de otros asesinados. Sólo quedaron en los teatros de operaciones las FARC y un débil ELN.

Los buenos auspicios de los Acuerdos de la Uribe dieron al traste cuando la organización que les daría sustancia, la up, fue diezmada. Esta es una historia confusa en la que, además de la guerrilla, cruzaron fuego militares, paramilitares y narcotraficantes, y así, en 1990, las FARC tuvieron un nuevo agravio. Incapaces de practicar la autocrítica, al menos en público, jamás repasaron los errores y equívocos que dieron lugar a que se llegara a semejante resultado.

Lo cierto es que no se avinieron a la paz con la nueva Constitución de 1991. Luego, en septiembre de 1998, en entrevista con Patricio Echegaray, secretario general del Partido Comunista Argentino, Marulanda comentó sobre las negociaciones con Pastrana: “Nosotros vamos a hacer el acuerdo, pero las armas tienen que ser la garantía de lo que se va a acordar; desde el momento que desaparezcan las armas, puede desaparecer el acuerdo, y ahí ya no hay nada que hacer.”

Según la metáfora maoísta “el poder nace del fusil” y esto debe interpretarse, como lo hace Marulanda, en el sentido de la autosuficiencia. Pero mientras con Mao, conforme a la ortodoxia leninista, el partido asume la conducción de la guerrilla, después de 1982 las FARC, autosuficientes por las armas, crearon su “partido” y los ancilares: las milicias bolivarianas y el “movimiento bolivariano”. Esta militarización rememora el guerrillerismo cubano de los años sesenta.

Adentrados en aquel territorio se toparon con el icono de Bolívar que, junto a Martí, había presidido las deliberaciones de la Tricontinental, para ellos de ingrato recuerdo. En Bolívar encontraron una veta para la “colombianización” de la ideología marxistaleninista. Inventaron, como Chávez, un Bolívar padre del antiimperialismo, traicionado por las clases semifeudales oportunistas y antinacionales que sucumbieron a los privilegios que les garantizaba el Imperio Británico. Bolívar, caraqueño, aristócrata y populista, del que Marx escribiera una que otra verdad, ascendía al altar fariano de Marx y Lenin.

En cuanto al narcotráfico, en un proceso que tomó años, este les multiplicó los recursos financieros para montar la infraestructura armada, negociar lealtades, expandirse territorialmente; para “desdoblar frentes” guerrilleros, como diagnosticó Jacobo Arenas, un cuadro comunista de origen sindical que llegó a ser el principal ideólogo de la organización. Las narrativas sobre cómo se “desdobla” un frente guerrillero refieren algo así como una clonación, inquietante por mecánica y rutinaria.

Pudieron intercambiar la línea de masas por el manejo clientelar de las redes que empiezan con los cultivos ilegales y siguen la cadena de valor de la cocaína, control que requiere el dominio de territorios y sus corredores de conexión. En la economía de la droga, las FARC están más cerca del cocalero que del consumidor gringo o europeo; esto a diferencia de los paramilitares y narcotraficantes, que están más cerca del consumidor que del cultivador. Y las ganancias del negocio crecen a medida que se acorta la distancia con el consumidor. Sin duda que las FARC trafican, pero nunca en la escala de los paramilitares y los narcotraficantes. No han tenido la protección política regional y nacional de estos últimos. No han entendido el asunto de las legitimidades fragmentadas que permiten a narcos y paramilitares legitimarse en unos círculos de poder inaccesibles para la guerrilla.

Si bien no son tan importantes en la economía de las drogas, no habrían podido “desdoblarse” sin esa base. El retroceso abruma. En la década de 1930, los comunistas dirigieron la lucha de clases en las haciendas de café contra el entable clasista cafetalero. En 1995–96 las FARC organizan el movimiento cocalero contra el Estado para apuntalar el entable clasista del narcotráfico.

No son ciertamente las zonas de colonización los puntos para llevar la guerra a las ciudades, según el canon de la guerra popular. Están muy alejadas. Habría que tomarse “el país del medio” y ese país, si alguna vez estuvo en vilo, ahora apoya abrumadoramente al Estado colombiano.

Pasemos al crecimiento de los problemas.

El desdoblamiento de frentes y el reclutamiento sobre la marcha crearon embrollos. Se hizo difícil el manejo de los flujos de información; aumentaron los riesgos de deserciones, de ser penetrados por agentes del Estado, de perder territorios ante organizaciones rivales. Surgieron los “excesos” en los secuestros y asesinatos, en la toma de pueblos sin respeto por los pobladores, gentes de las más pobres y desvalidas del país. Y en los desórdenes de los fuegos cruzados aparecieron agentes de la violencia oportunista que los desfalcaron o los hicieron responsables de actos que jamás perpetraron. Por todo esto pagarían un alto costo político.

Atentos a los árboles, no vieron el bosque y se hicieron impermeables a las nuevas sensibilidades nacionales. Acampados en los años sesenta, creen que “la opinión pública no existe” o que no se han abierto opciones democráticas en el juego político. Están despistados frente a los nuevos criterios de legitimidad política y no entienden que muchas de sus acciones son repudiadas en las ciudades, en las “islas de legitimidad”, contrapuestas a las “zonas de poderes fácticos” que les son tan familiares.

Al abusar con el “negociar en medio de la guerra” socavaron la credibilidad del proceso, en un país que estuvo dispuesto a apoyar su ingreso honorable a la legalidad política, como lo hiciera con el M–19, el EPL y otras organizaciones menores. Al no entender el juego limitado pero favorable que les ofreció Pastrana, al aislarse de las fuerzas políticas nacionales, al creer sus propios cuentos, perdieron la poca legitimidad y aun simpatía urbanas que les restaba.

Pastrana les pagó en especie. Negoció el Plan Colombia con el principio de unir las dos guerras –contra las guerrillas y contra el narcotráfico– y dio pasos acelerados en la modernización de la Fuerza Pública, en particular la aviación.

Luego vino el 11 de septiembre, el inevitable fin de la zona del Caguán y la legitimación definitiva del Plan Colombia como un modelo contrainsurgente. Aunque los flujos de cocaína de Colombia no se abaten, lo que ahora interesa a Washington es la mano dura de Uribe contra las guerrillas, que, se supone, son la base del narcotráfico. La pregunta obvia es por qué, si las FARC se han debilitado tanto, no disminuye el quantum de las exportaciones de cocaína.

En las ciudades el establecimiento se ha ganado las mentes y corazones de las mayorías. Sin embargo, carente de contenido económico y social, el plan militar de Uribe no ha conseguido lo mismo en las localidades que sirven de retaguardia a las FARC. Allí acampan en la línea del muerde y corre.

5. Por la paz

Sobre el deterioro de la democracia, agravado por los escándalos de la parapolítica que tienen en la cárcel a unos treinta congresistas de la bancada uribista, se monta la campaña para el tercer mandato de Uribe. Punto central son las FARC. Bien sea que amanezcan derrotadas, como Sendero Luminoso, posibilidad remota, o que permanezcan en su repliegue profundo, Uribe las usará para cambiar las reglas de juego una vez más, porque la mano dura es necesaria.

Pensar la paz de Colombia lleva a dialogar con las FARC. Decirles que el mundo cambió. Que sin ellas, por ejemplo, sería menos arduo luchar por la reforma agraria. Decirles que apliquen todas las normas del derecho humanitario, construyan una nueva oportunidad y dejen de ser el pretexto de la derecha autoritaria y mesiánica en Colombia y en el mundo.


(*) Historiador colombiano, que ha producido algunos textos clásicos de la historia de su país, como “Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875–1994” y “El café en Colombia. 1850–1970”