Colombia

Política y poder

La marca del narco

Por Carlos Gutiérrez (*)
Le Monde diplomatique
Edición Colombia, Nº 82, septiembre 2009

Crudo. Aunque en Colombia, la presencia y el poder de los narcos y su relación con la política ha sido avistada desde hace tantos años, sólo su encumbramiento en la cúspide del Estado puede explicar que la sociedad y su cultura no lo hayan confrontado de raíz. Con el paso de los años, su origen y sus demoledores efectos con iconos de violencia y enriquecimiento fácil –a pesar de sus consecuencias– se ensancha mucho más.

El recuerdo más preciso que tenemos de la identificación de esa relación y del poder que representaba –para desgracia y secuelas, fue de origen extranjero, injerencista e interesado– procede de 1978, cuando el entonces embajador de los Estados Unidos, Diego Ascencio, sentenció: “Los narcotraficantes [colombianos] son tan fuertes, en términos de poder financiero, que podrían tener su propio partido y pueden ya haber comprado y pagado 10 miembros del cuerpo legislativo” (1). Unas declaraciones que se fueron a más.

Para 1980, las presiones desde la Casa Blanca, sin establecer la objetiva y necesaria corresponsabilidad derivada, empiezan a sentirse: se firmaría entre ambos países el Tratado de Asistencia Legal Mutua y se pondría en marcha la “Campaña para la prohibición de los narcóticos”, producto de la cual se creó una sección de la Policía Nacional dedicada con exclusividad a dicho campo (2). No sin antes tener la firma entre Colombia y Estados Unidos del Tratado de Cooperación Antidrogas (1972), acuerdo cuyos efectos empezaron a sentirse al comenzar los años 80 con la aprobación, por parte de la Comisión Nacional de Estupefacientes, de las fumigaciones aéreas sobre los cultivos de marihuana sembrados en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Con aspavientos de salvación del mundo, un año después (1984) Reagan anunció y le dio cuerpo a la “guerra contra las drogas”, de cuya mano se desató en las principales ciudades colombianas una de las confrontaciones más violentas de las que tengamos historia. Desde entonces y hasta ahora, ganó tamaño hasta imponerse la militarización de la Policía. La “guerra contra las drogas” negó la posibilidad de que el tema fuera tratado como asunto de salud pública, y la agenda entre los dos países quedó determinada por el problema de los narcóticos, cuya etapa final de comercialización y “lavado de dólares y activos” determina –con el factor de poder adquirido– su producción y su explotación industriales.

Es éste un asunto que ocupa lugar como interés ambiguo de “seguridad nacional” y publicidad de los Estados Unidos, con un desequilibrio de la balanza y un desnivel cada vez más perceptible:

• 1992, aprobación de la fumigación con glifosato en todo el territorio nacional y, tras la pista de Pablo Escobar, autorización de operaciones de agentes de los Estados Unidos dentro del territorio nacional;

• 1995, uso y manejo de radares por fuerzas conjuntas. Interdicción del espacio aéreo colombiano;

• 1997, acuerdo de interdicción marítima con los Estados Unidos;

• 1998, creación del primer batallón colombiano antinarcóticos, entrenado y equipado en su totalidad por Estados Unidos;

• 1999, aprobación del “plan Colombia” e intervención directa del país del norte –con orden y orientación de quehaceres a las instituciones del Estado, con desmedro de nuestra soberanía, y presencia militar, de infraestructura, inteligencia, dinero, etcétera– en el conflicto interno.

Transcurrido un tiempo, la aguda observación del embajador se hizo dinero, sangre y política en todo el país. A su cálculo (“Pueden ya haber comprado y pagado 10 miembros del cuerpo legislativo”), otros lo proyectaron mucho más. ¡A la cifra de 20! Entre ellos, la lista tiene nombres como el diputado liberal por Risaralda, el odontólogo Jairo Montoya Escobar; el conservador ospinista Severo Escobar; el senador santandereano Eduardo Mestre Sarmiento, miembro de la Dirección Liberal Nacional; Jairo Slebi y Félix Salcedo Baldión, congresistas liberales de Norte de Santander; los representantes liberales a la Cámara por Nariño Samuel Alberto Escrucería Delgado y Samuel Alberto Escrucería Manzi, el congresista liberal por Córdoba Carlos Náder Simmonds, el representante por el mismo departamento Ramón Elías Náder, sindicado para la época de haber recibido dineros para su campaña de manos de César Cura, traficante de droga con la familia Ochoa; el congresista por La Guajira Miguel Pinedo Barros, y por el departamento del Magdalena los diputados Uvida Pitre de Rodríguez, Ramón Palacio Better y Daniel Robayo Aguirre (3).

¡Veinte! En una relación con el poder legislativo que, pasados unos años, se ampliaría de manera antidemocrática, y con venia o autocensura por parte de los grandes medios de comunicación. Así, se puede verificar con al menos la memoria del Proceso 8000 que a regañadientes obligó a la Cámara a un debate sobre la responsabilidad presidencial en el resultado electoral de 1994, y luego, con los productos del llamado “juicio contra la parapolítica”, donde fueron relacionados como actores de primera línea, y en muchos casos condenados decenas de políticos, muchos de ellos congresistas de viejo cuño, connotados voceros de los tradicionales partidos políticos –y de “nuevos” como el uribista de la U.

Manto de silencio y complicidad. Narcotráfico y política. En apenas tres décadas se evidenciaba que el establecimiento, sin proyecto histórico nacional ni regional, y enlodado en un mar de corrupción, no fue ni ha sido paladín de la lucha contra los narcóticos. Por el contrario, al confrontarlo desde una perspectiva punitiva, y de efecto mediático y de apariencia “de lucha”, producía el efecto contrario al que procura la lucha contra los narcóticos. En estos 30 años, los habitantes de Colombia han sido testigos de cómo cambiaban los valores ciudadanos, cómo daba vuelco su cultura, caían asesinados en todo el territorio nacional no menos de 300 mil personas, 50 mil eran declaradas desaparecidas, más de cuatro millones de connacionales sufrían el desplazamiento del campo hacia las ciudades, cuatro millones de hectáreas de tierra pasaban al dominio de pocas manos, se militariza la sociedad, se ataca a la oposición política y social, las multinacionales ganan espacio y condiciones para sus ventajosas operaciones, se reprimeriza la economía nacional, el conjunto de la misma sucumbe en el voraz apetito de la especulación y el rentismo, las relaciones con Estados Unidos quedan sometidas y determinadas en forma unilateral por los narcóticos, y, como reflejo de ello –y de sus consecuencias de control territorial y de un múltiple poder local–, las relaciones con los países vecinos se tensionan hasta el punto de su congelamiento e incluso su ruptura.

Dinero que compra o gana conciencias

Tras años de sigilo, la acción pública del narcotráfico en la política obtuvo y ganó renombre de la mano de Pablo Escobar. Con su participación, primero dentro del partido liberal y luego en el Nuevo Liberalismo –movimiento del cual sería expulsado por Luis Carlos Galán–, vendrían después “Renovación liberal” (sic) y “Medellín sin tugurios”, desplegando una actividad que alcanzó oído y permeabilidad en diversos sectores.

Con impulso, el país asistió al ascenso de la imagen de Escobar que, con su frase de “Contra el imperialismo: embotar de coca a los gringos”, llegó a gozar un algo de validez, incluso en algunos círculos de jóvenes y activistas de izquierda. A la par, y con menos destreza, hacía sus pinos Carlos Lehder con el Movimiento Latino Nacional. El “nacionalismo” y el “populismo” serían las bases de sus actuaciones, llegando hasta, en el caso de Lehder, utilizar en mayor escala la variante de un discurso antiimperialista, y en su final hasta la creación de un destacamento armado en los Llanos Orientales.

Esa manguala pragmática, connivencia con sectores del poder y su penetración en distintos escenarios sociales, con el billete por delante, les hizo ganar simpatía. Industriales, comerciantes y terratenientes los saludaron con gozo, más aún cuando, a finales de los 70 y principios de los 80, la economía nacional sufría resquebrajamiento. Pero también porque encontraron en ellos el apoyo necesario para romper la iniciativa de los movimientos sociales y la insurgencia, que por entonces izaba opciones claras de movilización urbana y rural para el conjunto social.

Mientras tanto, cabe traer a cuento la lección del Frente de Liberación Nacional de Argelia (FLN) en la década del 50, en su lucha por la independencia del coloniaje francés –como narra la película La batalla de Argel, de Guilio Pontecorvo–, al proceder como legitimación, ejemplo y moral alterna; al castigar y ejecutar a los propios árabes que en la casbah de paredes blancas expendían estupefacientes o se dedicaban a la prostitución. Fue una lección que, en nuestro caso, la izquierda política y las organizaciones insurgentes no asumieron.

La tarea, que ni la sociedad ni el Estado ni la Iglesia cumplían, ¿correspondió, quedó abierta para la izquierda y la guerrilla?, en un interrogante histórico, con una demanda de heroísmo que pudiera considerarse inútil. ¿Convenía o no echarse encima otro enemigo? La desventaja era plena. Sus diferentes organizaciones, fracciones y agrupamientos recibieron una derrota conceptual en los barrios, en sectores medios, y de bases campesinas que ante su calamidad y miseria sin esperanza comenzaron el cultivo oculto de marihuana o coca, y luego impusieron o reclamaron “ser entendidos”. Asimismo, no pocos profesionales víctimas de un descenso en su ingreso legal, reacios a aceptar el deterioro económico, buscaban como salvación ser “apuntados” en las utilidades económicas de embarques y “corones”.

Eran tiempos en que, con avance en el poder económico y la propiedad industrial y de servicios, el poder del narcotráfico consideraba que, para ganar el poder político o la “mirada para otro lado” y hasta la protección del Estado –y obtener la derogación del convenio de extradición con los Estados Unidos–, debían actuar directamente, exponiendo su blanco ante propios y ajenos, con acciones criminales punitivas como la ejecutada contra la vida del ministro Lara Bonilla. Con una política oficial de amnistías tributarias y “ventanilla siniestra” en el Banco de Colombia para la captación de dólares, sin importar su origen que se popularizó caliente. A la par, de manera subrepticia, un sector de la oligarquía más tradicional del país actuaba para obtener acuerdos y “borrón y cuenta nueva” con el alto Estado. Episodio muy recordado es la reunión en el hotel Sheraton en Panamá (1984), con protagonismo de Escobar y respuesta al presidente Belisario Betancur, según testimonio del entonces procurador Carlos Jiménez Gómez.

Fue un intento de “legalización” del entorno del narcotráfico que llevó a la “guerra abierta” contra un sector del establecimiento –la Justicia– como también a la confrontación frontal de los valores revolucionarios y la persecución a un sector de la insurgencia, que condujo a la clandestinidad y alejó a estos personajes del escenario público. De allí en adelante, sólo moverían sus fichas desde las sombras.

Pero el poder no repara en límites. Aunque perseguidos por una parte del Estado, los narcotraficantes eran llamados o hacían acuerdos con otra –latifundistas, grandes inversionistas y sectores del ejército y policía– para proseguir en la persecución y el asesinato, hasta el genocidio de los militantes de la Unión Patriótica, de otras organizaciones políticas menos mencionadas y de la Coordinadora Nacional de Movimientos Cívicos.

Funcionales, utilizados por unos y otros, y pese a que se vanagloriaban de su capacidad de venganza y consideración popular, el cartel de Medellín fue infiltrado por agencias de inteligencia y control contra las drogas de Estados Unidos, y utilizado, con hipocresía ante el mundo, para operaciones de comercialización de estupefacientes con destino a las calles de varias ciudades de Estados Unidos, enviciando a sus propios conciudadanos para recoger dinero con el cual financiar operaciones secretas en Irán y contra Nicaragua.

Pero no todo fue con desconocimiento por parte de las autoridades legales de ese tipo de actuación y “operación encubierta”: con los días, y en medio de una disputa de mercados, con esas mismas agencias de inteligencia y control, el cartel de Cali selló acuerdos, y aportó información y logística para eliminar al de Medellín. Con apoyo del Ejecutivo, la dirección del DAS, la Fiscalía, en directo con la DEA, Los Pepes, activados por los hermanos Fidel y Carlos Castaño, constituyen el antecedente más visible o notorio de los paramilitares en los cascos urbanos, su avanzada y materialización.

Una dinámica de laberinto que manipula a esos diversos actores –ya que el narcotráfico es inherente al modo de producción capitalista, transnacional en su movimiento de capital, y en la necesidad moderna de competencia y productividad al máximo, que da lugar –casi como ley objetiva– a la demanda y el aumento del consumo de estupefacientes en el llamado primer mundo. De este modo, se utiliza a unos y otros carteles contra un actor o uno de ellos que geográfica u ocasionalmente resulte incómodo, para luego ser objeto del propio poder tradicional con la directiva internacional de lucha militar contra el narcotráfico.

La trayectoria y la experiencia en este tipo de manipulaciones es larga. Podría remontarse a casos como la Guerra del Opio en China, propiciada por el Imperio Británico (1839–1842 y 1856–1860), o las operaciones de financiación de guerras –caso de los talibanes, apoyados y protegidos por los Estados Unidos contra la URSS–, o la invasión de Panamá por parte de los Estados Unidos mismos y la captura y sometimiento de su Presidente, agente y aliado, Manuel Antonio Noriega.

Una vez más, se hacía evidente que para los intereses de Estado no hay lealtades, máxima de la ciencia política cumplida a cabalidad en nuestra historia y nuestros gobiernos recientes.

Si bien el cartel de Medellín perdió en su decisión de guerra abierta contra todos sus enemigos, y su interrelación y su alianza con un sector del partido liberal e incluso del partido conservador –un segmento del ospinismo– no le sirvieron para coronar el control del ejecutivo nacional, “tener Presidente y ministros” su par de Cali sí lo consiguió.

Desde tiempo atrás, conquistaban y/o buscaban el control de las distintas instancias estatales, a través del apoyo a granel que le brindaban a todo tipo de candidatos, con actuación también en los ascensos y nombramientos en las Fuerzas Armadas y el poder judicial. Su estrategia y su acumulación dieron frutos. El proceso conocido como “el 8000” resume ese logro, pero “coronar en el Palacio de Nariño” en 1994, de manera contradictoria, significó la antesala de su derrota.

Paramilitarismo

En estudios de diversos investigadores, entre ellos Michel Foucault, se demuestra que el poder siempre se vale de la delincuencia para satisfacer sus propios intereses (4). En nuestra historia reciente, así procedieron con los “bandidos y bandoleros” surgidos de la violencia oficial de los años 50 (5), y así actúan con los más importantes delincuentes de los recientes años 80–90, al igual que con quienes les han sobrevivido en estos primeros años del nuevo siglo.

“Así es el poder”, pudiera expresar cualquier político con ascendencia tradicional. Y es éste quizás el único razonamiento a través del cual se puede develar por qué, mientras una parte del establecimiento los perseguía, sin ir a fondo ni a la causa, otra los encubría. Al tiempo que, mientras sonaban bombas y se mataban unos a otros, con participación de miembros de las fuerzas de seguridad y organismos de inteligencia en las ciudades, en el campo el compás eran uno solo: se prestaban protección, unían fuerzas, y ganaban tierra y territorios para mutuo beneficio.

Esta batalla no era únicamente con las armas. En los estrados judiciales y del Congreso Nacional asimismo se batían. Es así como se legaliza (1981), ilegaliza (1991), legaliza (1997), la extradición. De igual modo, el senador Mario Uribe presenta el proyecto para legitimar el porte de armas largas para ciudadanos y hacendados. Es así, también, como en el campo –con prolongación y expresiones urbanas– se unen fuerzas –entre supuestos enemigos– contra la insurgencia y los campesinos de aquellos territorios, las mismas que ahora se reconocen como de importancia comercial y geoestratégica.

De esa alianza espuria nacen en una primera etapa las llamadas “cooperativas de seguridad convivir”, y luego la estructura en sus diversas fases que se conoce –y se mantiene hasta hoy– como paramilitarismo. Son alianza y acuerdo aceitados por los propios Estados Unidos y los “instructores” israelíes. Es decir, una alianza supranacional, con propósitos previamente definidos: guerra a muerte a la insurgencia, control social, dominio de los recursos naturales estratégicos y determinación del rumbo del país. La aprobación del “plan Colombia”, pocos años después, coronaría esta estrategia para la cual los narcóticos son una simple excusa.

La ofensiva desatada por esa alianza, con el favor de los poderes locales, coparía –como es de público conocimiento– el establecimiento: alcaldes, gobernadores, senadores, representantes a la Cámara, concejales, fiscales, generales y otros oficiales, directores y funcionarios de primer orden de los organismos de inteligencia, además de empresas multinacionales y locales, en fin, la crema y nata del poder, aparecen como el soporte de esa estrategia en la cual la delincuencia es un bastión de la misma, para, en tal camino, el Estado mismo hacerse delincuente, o mafioso, como lo calificara el científico social Orlando Fals Borda.

No hay duda. En repetidas declaraciones, los mandos de esas fuerzas paramilitares confirman que fueron obra del Estado. Sí. Del Estado: quien los armó y los protegió. Luego trató –a lo cual no renuncia– de limpiarlos de todos sus crímenes, pero, como el mejor de los criminales, sin llegar a poner su cabeza por el amigo caído en desgracia. Así paga el crimen a quien bien le sirve, pudiera decirse como en cualquier radionovela.

Alianza con altibajos. Que hoy, en el componente paramilitar, con un “castañismo” que sobrevive en “Las Águilas Negras” –con historial en la fallida negociación Drug Enforcement Agency–Castaño en busca de la entrega de 600 narcotraficantes, con la promesa de redimirles el 40 y hasta el 60 por ciento de sus fortunas “mal habidas”, y que asumirían el financiamiento “sin comercio de cocaína” de las auc–, y en apartes del discurso del presidente Álvaro Uribe, en la pasada reunión de Unasur, cuando con propósito de desmarque –¿y tributo a Castaño?– “acusa” a los paramilitares de “caer también en enredo con el narcotráfico”.

Con respecto a su desmovilización, los límites del maridaje llegaron al punto consignado en el libro Paracos (6), de que el Estado, por medio del Comisionado de Paz ofreció que “el armamento que entregáramos no sería revisado […] que nos cuidáramos de tener líos con los organismos internacionales de Derechos Humanos […] que entre menos rastros de delitos dejáramos, mucho mejor, o sea que nosotros comprendimos lo que nos quiso decir, y acordamos que quien tuviera en su zona cosas con muertos viera la forma como desaparecerlas (Diario de Don Mario)”.

Capítulo sin resolver, narcotráfico y política. Esa alianza dará aún mucho por decir, toda vez que de la misma se vale el poder más grande de la región y del mundo para intervenir en el Continente, a través de un dispositivo de territorios y bases ancladas en Colombia bajo el supuesto propósito de luchar contra el narco.

El equilibrio de fuerzas está roto en la región.


(*) Director Le Monde diplomatique, edición Colombia

1 Castillo, Fabio. Los jinetes de la cocaína. http://www.derechos.org/nizcor/colombia/libros/jinetes

2 Transformación y efectos de la cooperación antidrogas entre Colombia y Estados Unidos (1970–2005), Alexandra Guáqueta. En: Camacho Guizado, Álvaro (ed.), Narcotráfico: Europa, Estados Unidos, América Latina. Universidad de los Andes, 2006.

3 Op. cit., Los jinetes…

4 Vigilar y castigar. Ediciones La Piqueta, Madrid, 1986.

5 Sánchez, Gonzalo, Meerlens, Donny. Bandoleros, gamonales y campesinos. El caso de la violencia en Colombia. El Ancora Editores, Bogotá, 2002.

6 Alfredo Serrano Prada, Editorial Debate, s.f., p. 92.