Crisis mundial

Lección acelerada de capitalismo

Por Claudio Katz [1]
Enviado por el autor, 05/10/08

Resumen: En Estados Unidos se implementan medidas contradictorias frente al colapso financiero. Predomina la estatización y el aliento de las fusiones, pero también se insinuó permitir la caída de algunos bancos. La nacionalización de hipotecas tóxicas tendrá un costo inédito y no resuelve la insolvencia de los deudores.

La recesión norteamericana tiende a globalizarse, la política monetaria europea acentúa el enfriamiento, Japón arrastra su propia depresión y se esfuma la expectativa de un desacople liderado por China.

Las analogías iniciales con el crack bursátil (1987) y la burbuja tecnológica (2001) han perdido pertinencia, pero muchas comparaciones con el 30 omiten las diferencias creadas por el intervencionismo estatal y la asociación mundial de capitales y potencias. Ciertas semejanzas con la depresión japonesa son acertadas, pero la referencia de 1975–76 es más útil para graficar el cambio de etapa.

La pérdida de autoridad política, las adversidades militares y los desequilibrios económicos limitan la capacidad norteamericana para exportar la crisis. Pero el paradójico refugio en el dólar abre interrogantes sobre su ocaso.

La crisis refutó las creencias neoliberales y la teoría de atenuar riesgos con inversiones sofisticadas. Ha ganado primacía un discurso heterodoxo que oculta la articulación de las regulaciones con la ganancia. La especulación es inherente al capitalismo y los banqueros han actuado en sociedad con los industriales.

El estallido obedece a una crisis peculiar de sobre–acumulación, asentada en valorizaciones ficticias y el endeudamiento de los asalariados. Expresa el agravamiento de la sobreproducción que genera la contracción salarial y la competencia global. Además confluye con un encarecimiento cíclico de las materias primas, potenciado por la devastación del medio ambiente. Estos procesos agotaron el hiper–consumo norteamericano provisto por Asia y financiado por el resto del mundo.

Los países periféricos son candidatos a sufrir los mayores efectos de la conmoción, como lo anticipa la tragedia de África y el brote de hambruna. Es también incierta la continuidad del espacio ganado por las clases dominantes de la semiperiferia. El tsunami financiero ilustra las dramáticas consecuencias del capitalismo e incita a construir una opción socialista.

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Lección acelerada de capitalismo

El terremoto de Wall Street ha desconcertado al establishment global. En la cúspide del poder predomina el pánico y las declaraciones alarmistas. Todos registran la presencia de un acontecimiento que podría inaugurar un cambio de época. La comparación con la caída del muro de Berlín es un indicio de esta dimensión histórica.

El temblor actual comenzó a incubarse en junio del año pasado con el desplome de los fondos de cobertura administrados por Bear Stearns y cobró fuerza con la nacionalización del Northern Rock británico. De esta gestación se pasó a un estallido cuya profundidad salta a la vista

Magnitud y costos

La rápida conversión de problemas de liquidez en baches de solvencia ilustró desde el principio la enorme dimensión de una crisis, que no logró ser contenida con medidas parciales. La reducción de tasas de interés resultó tan inútil como el intento de formar un fondo de rescate manejado por los bancos. Tampoco sirvió la gran provisión de dinero al mercado o el auxilio de los fondos soberanos del exterior.

El gobierno norteamericano ha puesto en práctica varias iniciativas contradictorias para atenuar la explosión. Al permitir el desmoronamiento de Lehman Brothers tentó la posibilidad de una limpieza brutal de los bancos quebrados y sugirió la fijación de ciertos límites al salvataje. Pero como precipitó el terror de los financistas revirtió rápidamente este curso, que le otorgaba a la Reserva Federal plenas atribuciones para dictaminar quién cae y quién se salva.

La variante opuesta de estatizar todas las pérdidas se ha consolidado luego de la nacionalización de AIE. El sostén oficial de la mayor aseguradora del mundo (y de su gigantesco portafolio de fondos de pensión) complementó el rescate previo de Fannie Mae y Freddie Mac, que financian la mitad de las viviendas norteamericanas. La contaminación de estas instituciones semipúblicas indicó hasta que punto han quedado desbordados los problemas iniciales con créditos de baja calidad (subprime).

Con una nueva secuela de estatatizaciones se auxiliaría a las próximas víctimas del vendaval: los fondos de cobertura y los fondos de capital de riesgo (que operan con títulos altamente especulativos) y los fondos de dinero (que aglutinan inversiones menos audaces y carentes de garantía estatal). Pero el punto crítico son los bancos comerciales.

La quiebra de Washington Mutual inauguró un desplome que amenaza extenderse a las 117 entidades minoristas que el FDIC (organismo oficial de garantía) tiene en observación. Algunas estimaciones pronostican un réquiem para la mitad de los 8.500 bancos actuales. En cualquier caso, ya es evidente que la crisis traspasó a los bancos de inversión (que recaudaban dinero directamente en el circuito financiero) y afecta a todo el sistema, con picos de parálisis en las operaciones interbancarias e insinuaciones de corralitos para los depósitos.

En este cuadro se está desenvolviendo una vertiginosa oleada de adquisiciones. Merry Lynch fue capturada por Bank of America, Bearn Stearn fue tomada por Morgan Stanley, Wachovia pasó al Citigrup (o Wells Fargo) y Goldman Sachs ha puesto en venta su paquete accionario. Este virulento cambio de manos se extiende a escala internacional con la adquisición del británico HBOS por el Lloys y la absorción de las sucursales de Bradford and Bingley por el Santander español.

Algunos compradores (Barclays) se apoderan por moneditas de sus viejos competidores (Lehman) o picotean sus desechos. El resultado de semejante aluvión sería un nivel de concentración bancaria nunca visto. Quiénes sobrevivan a sus apuestas (eventualmente el trío JP Morgan Chase, Bank of America y Citigrup) asumirán el comando de todo el sistema financiero norteamericano. Este nivel de centralización es precedido por una furibunda desvalorización de los capitales en juego, que hasta ahora se procesa dentro de la esfera financiera.

Otra opción en curso es la nacionalización de las hipotecas tóxicas, que el Congreso discutió en un clima de chantaje bursátil. Los financistas (presentados como “el mercado”) exigieron el socorro público para permitir que la economía se mantenga en pie (“restaurar la confianza”). Reclamaron al gobierno que adquiera los títulos depreciados para su revalorizarlos y revenderlos.

Este rescate se parece al salvataje que obtuvieron los financistas mexicanos en 1995. Allí también el estado compró títulos carentes de valor, limpió los balances de las entidades y comercializó papeles a pura pérdida del fisco. Los especuladores han creado un clima de pánico para que su nueva estafa sea bendecida como un alivio.

Pero este descarado auxilio estatal a los responsables del colapso ha desatado una indignación contra los banqueros, que se burlan de sus sacrosantas reglas del libre mercado. Este rechazo a Wall Street –que no se observaba desde la época de Roosveelt– ha obligado a los legisladores ha incorporar ciertas restricciones al cheque en blanco que inicialmente reclamó la FED. Las enmiendas incluyen rebajas impositivas de distinto tipo, para crear la ilusión de una distribución más equitativa de la carga.

El generalizado malestar expresa, además, la masiva intuición de un derroche inútil. Si el paso del tiempo confirma que dos tercios de los créditos hipotecarios son totalmente incobrables se habrá dilapidado una montaña de dinero. Es evidente que ninguna ingeniería financiera puede contrarrestar el desplome continuado del precio de las propiedades o el deterioro perdurable del ingreso de sus compradores.

Por esta razón el Congreso también auspicia alguna forma de renegociación de las hipotecas entre deudores y bancos con la mediación del estado. Pero sólo un lejano contexto de recuperación económica brindaría algún sostén a esa iniciativa.

Por el momento predomina una crisis sin solución a la vista que ha diluido todos principios neoliberales. En un clima de intervención y subsidios, el regulador es bienvenido y el mercado es cuestionado. Pero como el rescate no es gratuito habrá que solventar una operación de costo desconocido. La emisión de títulos sobre títulos ha sido tan sofisticada que nadie sabe calcular cuál es el monto en juego.

En julio del 2007 la FED estimaba pérdidas por 50 mil millones de dólares. A principio de año la cifra saltó a 512 mil millones y las evaluaciones actuales giran en torno a uno o dos billones de dólares. ¿Cómo se pagará semejante factura?

Las grandes crisis bancarias de las últimas décadas tuvieron costos monumentales para los países subdesarrollados. Involucraron el 55,1 % del PBI de Argentina (1980–87), el 55% de Indonesia (1997–2004) y el 34% de Tailandia (1997–2004). Pero este porcentaje apenas alcanzó el 3,2 % en el último gran rescate financiero de Estados Unidos (1981–91). Por primera vez en décadas la primera potencia deberá afrontar un bache financiero–fiscal de gran escala.

Impacto recesivo global

El estallido de la crisis ha transformado la desaceleración económica en una recesión manifiesta. El freno ya se percibe en la caída de la inversión, el estancamiento del consumo y la fragilidad de las exportaciones estadounidenses. La discusión entre optimistas y pesimistas sobre el futuro nivel de actividad se ha zanjando con un diagnóstico coincidente de caída del PBI.

Ya no hay margen para reactivar con reducciones de tasas de interés, mientras el “desapalancamiento” financiero (asumir pérdidas y limpiar carteras) precipita la contracción del crédito y la escalada deflacionaria. Desde los años 60 todas las recesiones precipitadas por colapsos inmobiliarios han sido particularmente prolongadas.

 El consumo a crédito que sostiene a la economía norteamericana ha quedado frontalmente afectado y se avecina una crisis social de proporciones. Los deudores desesperados que abandonan sus casas para evitar el remate son las primeras víctimas de esta pesadilla. El desbarajuste inmobiliario amenaza a una población ya irritada por el aumento del precio de la nafta, que avizora el temido desempleo en un país carente de protecciones sociales significativas. En este clima crece la indignación hacia los ejecutivos de Wall Street, cuyos ingresos en las últimas tres décadas saltaron de 40 a 344 veces del promedio laboral.

La gravitación internacional de la economía norteamericana determina la acelerada transmisión de su recesión. Sólo Wall Street maneja un volumen de fondos superior al conjunto de las bolsas europeas. Estados Unidos concentra el 20% del PBI global, pero sus importaciones aceitan el comercio global y sus empresas transnacionales definen la tónica productiva de todo el planeta. El salto registrado en la mundialización ha incrementado, además, la sincronización internacional del ciclo económico.

La expectativa inicial en un desacople liderado por Europa se ha desvanecido con la secuela de estatizaciones que siguen la huella estadounidense (Fortis de Bélgica–Holanda, Bradford and Bringley de Inglaterra, Glitnik de Islandia). El viejo continente afronta los mismos problemas de créditos incobrables que su par norteamericano, pero implementando una política monetaria dura, que buscó homogenizar en torno al euro las distintas situaciones nacionales.

La crisis no sólo ha socavado ese intento y ha dividido a los gobiernos entre partidarios de un fondo general de rescate y promotores de salvatajes a cargo de cada presupuesto nacional. Esta fractura obviamente indica que la salud de los bancos es muy despareja en la región. Todo el intento europeo de sostener el proyecto neoliberal de unificación con altas tasas de interés se encuentra, además, seriamente amenazado por el enfriamiento que impone al nivel de actividad.

Por su parte Japón tampoco contrarresta el giro recesivo, ya que arrastra las rémoras de su propia depresión. La economía nipona tiene menos autonomía que Europa para incidir fuera de su estrecho campo de influencia y cuando comenzaba a recuperarse ha chocado con el desplome norteamericano.

El papel compensador que se esperaba de China e India se ha diluido, ya que ninguna locomotora puede empujar a un convoy totalmente descarrilado. Se ha discutido mucho si China podía contrarrestar la desaceleración mundial con la expansión de su mercado interno. Algunos economistas resaltaron esa posibilidad y otros la descartaron, recordando la dependencia del crecimiento asiático del mercado norteamericano. Pero el contrapeso chino requería un freno moderado de la actividad en los centros y no la abrupta recesión que se ha desatado. Por eso el anunciado desacople tiende a convertirse en un reacople de Asia a la caída general.

Comparaciones

Muchos analistas buscan en las crisis precedentes una guía sobre el posible devenir del shock actual. Las analogías iniciales con el crack bursátil de 1987 o con el estallido de la burbuja tecnológica del 2001 han quedado totalmente superadas. En ambos casos los activos en juego eran acciones y no viviendas y ninguno de esos temblores desembocó en colapsos bancarios. Sólo precipitaron recesiones de acotadas duración e intensidad, que fueron remontadas por la reactivación del consumo en un plazo relativamente breve.

Descartada la semejanza con estos declives de poco alcance se ha impuesto una generalizada comparación con la depresión del 30. Numerosos economistas resaltan los puntos de coincidencia con este clásico antecedente del desplome general. Pero se equipara la eventual profundidad de la caída y no las modalidades de la crisis. Si la intensidad de la regresión productiva y social alcanzará esa magnitud es por el momento una incógnita. Pero la dinámica del proceso en curso presenta numerosas diferencias con el sendero que desató 1929.

Las medidas que hace ocho décadas se aplicaron con posterioridad al crack se han implementando actualmente con anticipación. La inyección de liquidez de los últimos meses provocaría horror a Hoover y suscitaría los aplausos de Keynes. En la actualidad también se limita la caída de los bancos y se elude cualquier aumento de las tasas de interés. Habrá que ver si estas medidas atenúan o agravan el desplome económico, pero se desenvuelven en un contexto internacional muy distinto al pasado.

En los años 30 no existía el actual entrelazamiento de capitales y tampoco operaba una coordinación entre la FED y los bancos centrales de Europa y Asia. En lugar de una moneda internacional de referencia prevalecía una disputa por heredar la primacía de la libra esterlina y en función de esa aspiración, las grandes potencias devaluaban sus monedas. El escenario proteccionista de áreas comerciales en pugna distaba mucho de la interconexión actualmente impuesta por las empresas transnacionales.

La gran depresión derivó en una confrontación bélica entre las principales potencias, que nadie avizora al comienzo del siglo XXI. Un enfrentamiento militar entre Estados Unidos, Europa y Japón es inimaginable.

Otra comparación en boga presenta el estancamiento padecido por Japón como un espejo de lo que sucederá en Estados Unidos. Esa economía asiática soportó una burbuja inmobiliaria muy semejante, con precios que se triplicaron (1986–91) y luego se desmoronaron en dos tercios.

Pero Japón vaciló en implementar las medidas que Estados Unidos ha instrumentado rápidamente, confirmando la brecha que separa a una potencia subordinada de otra dominante. Además, la economía nipona nunca actuó como locomotora de la economía mundial y al depender de la protección militar norteamericana se remodeló con medidas comerciales y cambiarias (revaluar el yen y abrir su economía), que nadie se atreve a sugerirle a Estados Unidos.

Quizás la comparación más adecuada con el desplome actual es lo ocurrido en 1975–76. Esa crisis clausuró una etapa (el boom posguerra) con la misma contundencia que el temblor del 2008 pondría el fin del neoliberalismo pleno (que instauraron Thatcher y Reagan). Tomando en cuenta esta referencia histórica hay que prestar atención a las medidas que expresaron giros significativos. Hace tres décadas estos virajes fueron la inconvertibilidad del dólar (1970) y el aumento de tasas de interés (1978). Seguramente la crisis actual incluirá transformaciones de ese alcance y en poco tiempo sabremos si las medidas que ya se han adoptado, atenúan o exacerban la intensidad de la conmoción.

Los barómetros

Más productivo que adivinar la magnitud futura de la crisis es caracterizar sus tendencias. Estos lineamientos se concentran en las debilidades y los recursos que acumula la primera potencia.

Los indicadores de fragilidad norteamericana están a la vista, especialmente en el terreno político. Bush es un cadáver del proyecto neo–conservador socavado por la aventura en Medio Oriente. Esta adversidad militar limita la capacidad del imperialismo norteamericano para transferir la crisis a sus competidores.

Pero más significativa es la fulminante pérdida de autoridad presidencial para actuar frente al desplome bancario. No es la cercanía de las elecciones lo que erosionó ese poder, sino la división de la elite estadounidense frente al terremoto de Wall Street. Desde Nixon no se veía un escenario tan volátil.

Las debilidades económicas de Estados Unidos son también visibles. Un déficit comercial del 6% del PBI obstruye el giro hacia un modelo exportador, al cabo de tantos años de euforia compradora. El país carga con el mayor pasivo del planeta, tiene el 50 % de sus bonos públicos en manos de extranjeros y se aproxima a un déficit fiscal récord.

Pero la otra cara de esta realidad es la capacidad que ha mostrado la Reserva Federal para proteger al dólar y a los Bonos del Tesoro del desbarranque general. Logró hasta ahora monitorear una caída controlada de la divisa norteamericana, preservando el principio de fijar una cotización atractiva para la afluencia de capitales y al mismo tiempo estimulante de las exportaciones. Como ambos niveles son contradictorios, el equilibrio requiere una gran predisposición de los acreedores para convalidar la primacía monetaria estadounidense. Hasta el momento esa subordinación perdura a pesar del colapso económico–financiero.

En medio de la caída de Wall Street el vuelo de los capitales hacia la calidad favorece al activo en mayor peligro. Paradójicamente los capitalistas del mundo se refugian en el dólar y sus bonos, es decir en la moneda y en los papeles formalmente más amenazados. Ninguna otra economía podría generar una reacción, que obviamente obedece al rol central de Estados Unidos en la reproducción del capitalismo global.

Este protagonismo se asienta en la protección brindada por el Pentágono a todas clases dominantes. Es un resguardo decisivo que modifica todos los patrones convencionales de evaluación del proceso económico. Es importante recordar esta peculiaridad, para evitar el análisis de la economía estadounidense con los mismos parámetros que se juzga a cualquier otro país.

El refugio en el dólar también ilustra la creciente internacionalización de los negocios en torno a una moneda, que acapara el 70% del comercio y el 65 % de las reservas mundiales. Al sostener al dólar el grueso de los acreedores del planeta defiende su propio pellejo.

Pero resulta difícil imaginar una simple continuidad de esta hegemonía monetaria luego del tsunami registrado en las últimas semanas. Si logra perdurar como reserva global, el dólar deberá adaptarse a las nuevas relaciones de fuerza que emerjan de la crisis. La aceptación de una mayor gravitación de los bancos extranjeros dentro de Estados Unidos (en desmedro de viejas restricciones) podría formar parte de esta adecuación. El traspaso de acciones de Morgan Stanley a China Investment o a Mitsubishi, la venta de Goldman Sachs a Sumitomo Mitsui y la transferencia de las operaciones externas de Lehman a Nomura anticipan esa tendencia.

Pero también existe la posibilidad inversa de una ruptura del sistema monetario, que obligue al dólar compartir su señorazgo con otras divisas. En este caso se forjarían áreas monetarias siguiendo el modelo competitivo de entre–guerra. Hasta el momento no existen indicios de esta posibilidad, ya que a diferencia del pasado ninguna potencia pretende erigir su poder aplastando al imperialismo dominante. Pero los candidatos a compartir el poder global no se suicidarán junto al dólar, si el desplome arrastra a esa moneda. Los distintos cursos en juego dependen básicamente de un factor: la magnitud de la crisis.

Ortodoxos y heterodoxos

Las interpretaciones de la crisis son más importantes que las descripciones o los pronósticos. Los economistas ortodoxos se han quedado sin argumentos frente a un colapso que desmiente todos sus principios. Mantienen un bajo perfil hasta que amaine la tormenta y encuentren alguna justificación de su aval a la estatización de los bancos. Como la hipocresía neoliberal ha salido a la superficie y sus voceros están desprestigiados, cabe esperar el declive ideológico del pensamiento derechista más influyente de las últimas décadas.

Todavía se escuchan voces que explican lo ocurrido por el “descontrol del crédito” y el otorgamiento de “malos préstamos” a “dudosos clientes”. Pero el generalizado impacto de la burbuja inmobiliaria indica que los errores no fueron ocasionales. Los créditos de baja calidad se masificaron por la competencia que libraron los bancos por la colocar bajo el paraguas de una legislación permisiva.

El desmoronamiento financiero también refuta la confianza ortodoxa en la protección esperada de los paquetes crediticios sofisticados (“securitizacion”). Cómo ese combo incluía préstamos de variada consistencia imaginaron que la diversificación atenuaría el riesgo. La crisis ha pulverizado esa creencia al generar un típico escenario de sálvese quién pueda.

El eclipse de los talibanes del mercado ha colocado a sus rivales de la heterodoxia en el primer plano. Krugman, Stiglitz y Soros no se cansan de repetir su teoría de la crisis por descontrol, atribuyendo la enfermedad a la desregulación y postulando su curación con alguna dosis de supervisiones. Cuestionan el escaso control de las agencias federales, objetan la eliminación de la segmentación bancaria post–30 y proponen medidas gubernamentales para evaluar a las calificadoras de riesgo o controlar el movimiento financiero global.

Pero la desregulación no fue un capricho. Se generalizó para recomponer la ganancia y volverá a imperar si afecta agudamente a esa variable. Bajo el capitalismo los controles están articulados en torno a la rentabilidad y se refuerzan o debilitan en función del lucro.

Las fantasías reguladoras se inspiran en la presentación de los banqueros como únicos responsables de la crisis. Se supone que actúan al margen de sus colegas de la industria o el agro y que desarrollan un afán especulativo tan perverso como peculiar.

Pero apostar a la ganancia rápida en el negocio financiero es un rasgo intrínseco del capitalismo. Proviene de la compulsión competitiva que rige a un sistema caracterizado ciegas rivalidades y periódicas burbujas. Los efectos de estos remolinos permanecen ocultos durante la prosperidad y saltan a la vista en las crisis.

Lo novedoso del período actual ha sido el alcance y sofisticación de la acción especulativa. Se introdujeron insólitas formas de empaquetamiento y comercialización de las deudas y en maniobras con papeles derivados, cuya cotización se establece en función de otro activo.

También se expandieron la titularización (descarga de carteras mediante la emisión de títulos adquiridos por otros inversores), los CDS (desligar el riesgo crediticio para negociarlo por separado) y los CDO (fragmentar cada tramo de los préstamos en diferente grado de riesgo).

Este tipo de operaciones se ampliaron desde el 2001 a un ritmo frenético especialmente entre los bancos de inversión, cuyo apalancamiento (relación entre activos–patrimonio y crédito) alcanzó pavorosas magnitudes. La vieja relación de 1 a 8 entre capital propio y prestado fue ampliada a 25 o 30 veces.

La propia dinámica del capitalismo incentivó estas acciones y lo ocurrido en Wall Street ofrece una lección acelerada de este sistema, en su trama de complicidades (Paulson comandando la FED con el auspicio de Goldman Sachs) y contradicciones (Bush nacionalizando bancos).

Una peculiar crisis de sobreacumulación

En oposición a las simplificaciones heterodoxas resulta conveniente retomar las interpretaciones marxistas, que explican la crisis por las contradicciones intrínsecas del capitalismo. Estos desequilibrios irrumpen periódicamente y no podrán eliminarse, mientras subsista un régimen gobernado por la supremacía del beneficio. ¿Pero cuáles son las singularidades de la crisis actual?

La conmoción en curso obedece a varias causas específicas. Expresa, en primer lugar, las tensiones creadas por los capitales sobre–acumulados en los bancos, al cabo de un largo proceso de expansión ficticia de fondos, carentes de contrapartida real en la esfera productiva. Esta atrofia se gestó durante años de apalancamientos y derivados y es un resultado del poder que lograron los financistas.

Pero el ascenso de esta elite bancaria a la cúspide del capitalismo apuntaló el proyecto regresivo compartido por todos los opresores. Permitió instaurar la disciplina social que exigían los dominadores, mediante la gestión accionaria de la empresa, la presión por maximizar rentabilidades de corto plazo y el imperio de la Bolsa. Estas transformaciones se implantaron con la explícita finalidad de recomponer las ganancias a costa de los ingresos populares. La supremacía financiera fue un instrumento de la flexibilización laboral y apuntó a garantizar el aumento de la explotación.

Esta hegemonía financiera introdujo la bomba de tiempo que estalló en WallStrett. La expansión de las “finanzas personales” convirtió al trabajador en un cliente agobiado por deudas. Los asalariados norteamericanos quedaron aprisionados en una red de compromisos con los bancos para costear sus gastos de vivienda, educación, salud y jubilación.

Este castillo comenzó a desmoronarse desde que irrumpió la insolvencia. La imposibilidad de pagar los créditos sub–prime –otorgados a quiénes carecían de ingresos regulares o suficientes para adquirir viviendas– fue el detonante del actual derrumbe.

Esta crisis de sobre–acumulación fue pospuesta con refinanciaciones y una montaña de títulos sobre títulos, que ofrecían altos rendimientos. La madeja de emisiones se tornó tan compleja que borró la huella de los propios préstamos, en medio de la generalizada ignorancia crediticia. Ni siquiera los banqueros conocen los contratos en danza, ya que al abandonar las estimaciones tradicionales de riesgo perdieron contacto con sus clientes.

Un desplome actual era inexorable frente a semejante valorización ficticia. Lo que nadie imaginó es la terrorífica envergadura que asume el crack, a pesar de las numerosas advertencias que presagiaron el desenlace.

Todos los colapsos que sacudieron desde los años 80 a las finanzas latinoamericanas, europeas, japonesas y asiáticas fueron advertencias del vendaval que se preparaba en Wall Street. La señal más explícita fue la quiebra del gran Fondo LTCM en 1998, que operaba con los mismos derivados que han carcomido al sistema financiero norteamericano. Como la apetencia por ganancia no repara en alertas, la crisis de sobre–acumulación finalmente ha llegado al centro del sistema.

Sobreproducción nacional y global

Es importante indagar las contradicciones productivas que subyacen bajo el colapso bancario para evitar la fantasmagoría financiera. Esos desequilibrios obedecen a un ciclo de sobreproducción, resultante del periódico desfasaje entre expansión creciente de la producción y restricciones al poder de compra, que caracteriza al capitalismo. La competencia por incrementar la tasa de explotación potenció esta brecha de excedentes.

La sobreproducción ha irrumpido abiertamente en el sector de las viviendas, que gravitó en el crecimiento general de la última década. Al compás de los préstamos de alto riesgo y del encarecimiento de los inmuebles se generó el actual exceso de unidades en relación a la demanda solvente.

Ciertamente la especulación financiera extremó esta tendencia, pero las burbujas significativas se montan sobre las mercancías más apetecidas de cada momento. La valorización de estos activos despierta una expectativa de lucro creciente, que se desmorona con el cambio de tendencias. La recesión pondrá en evidencia este mismo mecanismo en otros bienes inflados.

La sobreproducción actual presenta, además, una gran dimensión internacional, derivada de la competencia neoliberal por bajar salarios. Este esquema incentivó la apertura de fronteras para corporaciones que rivalizaron por multiplicar la producción, en una carrera de bajar de costos que desemboca en plétora de mercancías. Estos sobrantes han sido especialmente alimentados por el polo asiático de fabricación, a través de exportaciones que inundan a mundo favoreciendo la depreciación general. Desde el temblor de Corea del Sur y Tailandia (1997) esta tendencia deflacionaria afecta a numerosos bienes industriales.

La sobreproducción es también un resultado de la internacionalización productiva que incentivaron las empresas transnacionales. La aplicación industrial de la microelectrónica y el abaratamiento del transporte y las comunicaciones contribuyeron a multiplicar los excedentes. En la anárquica competencia por reducir costos, ninguna firma tomó en cuenta quién adquiría los nuevos bienes.

La batalla por fabricar barato ha desembocado en un desborde de almacenes. Este resultado obedece a estrecho poder de compra que perdura en la periferia y a la inestabilidad del consumo inflado con endeudamiento, que la flexibilización laboral impuso en los países centrales. Estados Unidos es un epicentro extremo de este artificio comprador, asentado en la ampliación del horario laboral y la extensión del trabajo a todos los miembros de la familia.

Mientras la clase capitalista mantuvo el optimismo –que desde los años 80 suscitó la recuperación de la tasa de ganancia– estas tensiones permanecieron en segundo plano. Pero el escenario de mercancías excedentes ha salido a la flote, fijando un límite categórico a consumo norteamericano provisto por Asia y financiado por todo el mundo.

Sub–producción de materias primas

Un tercer pilar de la crisis actual ha sido el encarecimiento de las materias primas. La escala del precio del petróleo (que saltó en pocos años de 10 a 120 dólares) afectó a las economías centrales y el repunte de los productos básicos (que en promedio treparon un 114% desde 2002) sacudió a la economía global. Este ascenso revirtió una declinación precedente que se arrastraba desde 1997, pero desbordó la media de estas reacciones cíclicas, tanto en duración como en intensidad alcista.

El aumento de las materias primas refleja la escasa inversión en distintas áreas de reproducción de los recursos naturales. Pero fue potenciada por la acción especulativa de los financistas, que buscaron refugio en el petróleo y los alimentos frente a las potenciales pérdidas de otros negocios. Los banqueros introdujeron en el mercado de las materias primas toda la ingeniería de los derivados de Wall Street, hasta convertir la compra de combustible o trigo en una operación de alta sofisticación matemática.

Pero en el repunte de las materias primas también ha influido un proceso estructural de devastación del medio ambiente, al cabo de varias décadas de competencia capitalista por el control de los abastecimientos básicos.

Esta combinación de tendencias coyunturales, estructurales e históricas generó una presión inflacionaria en los productos primarios, que muchos especialistas estiman más perdurable en los combustibles (pocos descubrimientos, encarecimiento de la extracción y conflictos en las zonas productoras), que en los alimentos.

El ciclo alcista confirma que los precios relativos de las materias primas no están sujetos a un deterioro sistemático y secular. Sufren periódicos vaivenes y su encarecimiento adopta bruscas modalidades, debido a la menor sensibilidad que tienen estas mercancías ante al aumento de la productividad en comparación a los productos industriales. La inminente recesión global pondrá un techo a la inflación de las materias primas. Pero habrá que ver si esa caída retrotrae las cotizaciones al piso del ciclo anterior. Hasta ahora se verifican indicios a la baja pero no al desplome.

En la crisis actual confluyen por lo tanto tres procesos: sub–producción de materias primas, sobre–acumulación financiera y sobreproducción industrial. Este empalme presenta puntos de contacto con lo ocurrido en 1975–76 y tendrá un impacto regional muy desigual.

Periferia y semiperiferia

Los países periféricos han sido las principales víctimas de la etapa neoliberal y son candidatos a sufrir los peores efectos de la crisis actual. Padecieron los efectos degradantes de la polarización mundial que signó a los años 80 y 90. Ciertas regiones como África quedaron arrasadas por el endeudamiento externo, la liberalización comercial y la fuga de capitales y enfrentan una tragedia de emigración, refugiados y muertos por guerras locales.

Otro ejemplo de este impacto es el reciente el brote de hambruna. Como consecuencia de la especulación financiera, la desregulación comercial y la especialización forzada en cultivos comerciales de exportación, el encarecimiento de los alimentos amenaza la subsistencia de 1.300 millones de individuos.

Si durante la prosperidad consumista de Estados Unidos las economías esquilmadas del planeta sufrieron un masivo drenaje de recursos, la inminente recesión anticipa mayores sufrimientos. Los países del Tercer Mundo que expulsan a sus desesperados pobladores deberán afrontar nuevas restricciones financieras y mayores adversidades comerciales.

El panorama es más contradictorio en la semiperiferia. Un estrato intermedio de países no centrales –con clases dominantes autónomas y juegos propios en el mercado mundial– acotó en los últimos años el alcance de la polarización global. Este grupo de economías se concentra especialmente en China, India, Rusia, Sudáfrica y Brasil. Los capitalistas de estas naciones han lucrado con el encarecimiento de las materias primas y gestaron una actividad industrial propia, en asociación con las empresas trasnacionales. Incluso han forjado “multinacionales emergentes” que operan a escala global.

 También el cambio del ciclo financiero redujo la carga del endeudamiento externo en varios países medianos. El crecimiento con desigualdad social generó ganancias suficientes para cancelar préstamos externos y por esta razón irrumpieron los fondos soberanos de Asia (o el mundo árabe).

La crisis en curso puede prolongar este ascenso semiperiférico, como ocurrió en 1975–82 durante el período de petrodólares, encarecimiento de las materias y derrota norteamericana en Vietnam. Este proceso podría incluso consolidarse, si aparecen formas de crecimiento semejantes a las observadas durante la brecha mundial que sucedió a la crisis del 30. El estancamiento de las economías centrales abrió en esa ocasión un espacio para la industrialización de ciertos países subdesarrollados.

Pero la recesión actual también puede precipitar una dinámica opuesta de abrupto corte del avance semiperiférico. En este caso se repetiría lo sucedido en 1982–90, cuándo la ofensiva neoliberal precipitó un desplome de materias primas y una asfixia del endeudamiento, que agobió al grueso del planeta.

Es prematuro anticipar cuál de las dos tendencias prevalecerá, o si emergerá alguna combinación de ambas. La fuga de capitales –que ya afecta a Rusia o Brasil– coexiste hasta ahora con la gravitación de los fondos soberanos, que participan del rescate de los bancos norteamericanos y que exigirán alguna retribución por ese auxilio.

A diferencia de todas las conmociones financieras de las últimas dos décadas, América Latina es receptora y no generadora de la crisis actual. Pero la desigual dependencia que mantiene cada país con Estados Unidos determina un efecto diferente de la recesión en curso. Mientras que México y Centroamérica se encuentran muy atados a ese epicentro, el Cono Sur mantiene un mayor grado de autonomía. También la transmisión financiera del temblor es despareja entre economías desigualmente atadas a la refinanciación externa. La periferia y semiperiferia interiores de esta región han seguido rumbos divergentes.

Pero en lo inmediato se acentuarán las dificultades de intervención del imperialismo norteamericano en su patio trasero. Esta limitación refuerza el margen para implementar políticas económicas de ruptura con los acreedores y nacionalización de los recursos naturales. Estas orientaciones podrían reducir la desigualdad social y beneficiar a las mayorías populares, si se implementan en oposición a las clases dominantes locales.

El socialismo en la mira

La crisis en curso se dirimirá en plano político. Discutir el alcance de este desplome en términos exclusivamente económicos impide captar lo que está en juego entre las fuerzas en pugna. Sin resaltar la naturaleza capitalista del tsunami financiero no se pueden buscar remedios efectivos para sus consecuencias. La lucha contra el régimen social que origina estas desgracias es la única vía para impedir que los sufrimientos recaigan sobre la mayoría popular.

En la batalla por esclarecer el carácter capitalista de la crisis no tiene sentido competir con la prensa en la previsión de mayores colapsos. El pavor que desatan los medios tiende a suscitar más parálisis que indignación. En lugar de presagiar escenarios tenebrosos conviene trabajar en propuestas que abran alternativas populares.

Esta actitud se ubica en las antípodas del conformismo o la resignada creencia en la perdurabilidad eterna del capitalismo. Es falso suponer que este sistema saldrá adelante, cualquiera sea la tragedia que imponga al conjunto de la sociedad. Es tan fatalista imaginar la inmutabilidad del capitalismo, como prescindir de acciones y estrategias socialistas para su erradicación.

Algunos pensadores de izquierda aceptan formalmente estas premisas, pero argumentan que no es el momento para trabajar en una dirección anticapitalista. Justifican esta actitud en la “ausencia de condiciones favorables” o en el “impacto de las viejas derrotas”.

Pero esta postura bloquea cualquier aproximación a las transformaciones políticas e ideológicas en curso. El socialismo no es un himno para las efemérides, ni un sueño de nostálgicos. Es un proyecto para implantar en los momentos críticos y para difundir con vigor, cuando el capitalismo exhibe su rostro más nefasto.

La nueva coyuntura se palpa en el abrupto cambio de lenguaje de la prensa. Por desesperación o desconcierto los grandes medios ya no elogian al capitalismo. Con susto y estupor ironizan sobre el “socialismo para ricos” que acompaña al salvataje de los banqueros. Desconocen que el socialismo genuino es la antitesis de ese rescate, al socorrer a los desamparados y penalizar a los acaudalados. En el comienzo de un gran viraje político este sencillo mensaje puede recobrar su vieja popularidad.


4–10–08

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[1].– Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su pagina web es: www.lahaine.org/katz