Crisis mundial

Europa

La muerte del estado de bienestar

Por Jaime Baquero
Sociología Crítica, 06/06/10

Triunfo del neoliberalismo y derrota obrera

El éxito de la ofensiva neoliberal unido al colapso y derrumbe del bloque del Este, al fracaso de los proyectos de liberación y al desarrollo desigual de los Estados de la periferia –que desmoronó la cohesión y solidaridad del Tercer Mundo–, provocó en los ochenta una derrota estratégica de los trabajadores a nivel mundial, el fin del ciclo de acumulación basado en la expansión productiva que caracterizó al período 45–70, y la recuperación global del dominio político, económico, cultural e ideológico del capitalismo.

La desregulación bancaria y la libertad de circulación de capitales, junto a nuevas divisiones del trabajo –fruto de modificaciones productivas, técnicas y culturales–, impulsaron la estrategia del capital internacional basada en la descentralización productiva y la reorganización y relocalización de la producción, que acrecentaron la desorganización y fragmentación obrera, y facilitaron un duro ataque a los salarios y los derechos laborales.

La alta rentabilidad que ofertaban los canales financieros generó un efecto riqueza y atrajo al capital productivo, actuando el aumento del precio de las acciones como motor de la economía durante un tiempo. Pero hacer frente al creciente precio de las acciones exigía un incremento constante de los beneficios en la producción de mercancías, y acelerar los procesos de reducción de costes y aumento de la rentabilidad del trabajo.

A comienzos de los 90, el capital había logrado recuperar buena parte de la tasa de ganancia y estabilizar una situación de bajo crecimiento económico –entendido globalmente–, a costa de una enorme concentración de la riqueza, y del aumento de la tasa de explotación de la mano de obra y la extensión significativa de formas abusivas de explotación, resultando un aumento de las desigualdades sociales y de las desigualdades entre las diferentes regiones mundiales y un aumento del empobrecimiento mundial.

Pero el nuevo modelo instaurado se ha desvelado altamente sensible a las amenazas que su desarrollo genera. Las crisis regionales se han sucedido sin descanso desde hace 20 años, bien por los riesgos de impago de la deuda de los países de la periferia, bien por quiebras de fondos especulativos, bien por sobreproducción.

La respuesta del capitalismo ha consistido en una huída hacia delante, extendiendo las prácticas especulativas a fin de seguir empujando al alza el valor de las acciones, en un clima de inseguridad y volatilidad difícil de controlar. En los Estados del centro del sistema, se ha procedido a un continuo recorte de los tipos de interés –para mantener el consumo privado impulsando el endeudamiento interno–, y a una persecución de las regulaciones estatales para favorecer la apropiación privada del sector público, con el objeto de transferir enormes masas de dinero público a sus arcas y extender el mercado a espacios que escapan a su control y a la posibilidad de hacer negocio.

En 2007 estalla una crisis mundial, en un marco de aumento del precio de las materias primas por la mayor demanda de las nuevas economías emergentes (China, India, Brasil). El colapso en 2006 de la burbuja inmobiliaria en EEUU y el estallido de las hipotecas subprime (hipotecas concedidas sin seguridad de devolución a gentes que normalmente no tendrían acceso a ellas), provocan una contracción del crédito y una crisis de liquidez del sistema bancario, al que los Estados inyectan miles de millones de dólares procedentes de las arcas públicas. La transmisión de la crisis a los mercados financieros es amortiguada por nuevas remesas de dinero público y por el colchón que representa China, dado que las ganancias de las empresas son en gran parte ganancias realizadas en ese país.

Pero la contracción del crédito en los Estados centrales, repercute negativamente en su actividad económica y en el poder adquisitivo de su población. Una caída del consumo en estos Estados –que concentran el consumo mundial–, es dudoso que pueda ser enjugado por un aumento del mismo en las economías emergentes. Si la demanda de mercancías baja, se produciría una crisis de sobreproducción mundial que golpearía a las “fábricas mundiales” localizadas en Asia. Por tanto, al problema del capitalismo de evitar una caída de la tasa de ganancia se suma el riesgo de su baja masa. Si la masa de ganancia se estanca –la mayor parte de la plus–valía que permite la reproducción del capital proviene de Asia y sobre todo de China–, el reparto será más difícil a la hora de su distribución entre los accionistas y entre las empresas, y crecerán las tensiones entre las diferentes regiones mundiales en las que se divide el sistema y las tentaciones de una escalada bélica.

La espiral iniciada para evitar el fantasma de la deflación gira sobre ésta sin conseguir alejarse, porque no se pueden distribuir más riquezas que las que se producen, y obliga al capital a no dejar un rincón económico sin someter a las leyes del mercado y sobre el que actuar, y aumenta la agresividad intervencionista de los Estados centrales y la carrera por ocupar directamente las fuentes de materias energéticas para mantener su hegemonía y su control sobre las economías emergentes.

La agonía de los actuales centros capitalistas mundiales amenaza con ser larga, dadas las limitaciones y el lento desarrollo de los centros emergentes y las escasas perspectivas de transformaciones anticapitalistas. La fragmentación de la clase trabajadora, el retroceso de la conciencia de clase y de la conciencia anticapitalista, y la extensión de unos valores mercantiles y conservadores, dificultan levantar en este momento histórico una alternativa global al sistema que se traduzca en un cambio de modo de producción y de modelo social.

Hacia el colapso de las cuentas públicas en los Estados centrales

La actual crisis cuestiona el modelo de crecimiento de los Estados centrales del sistema, basado desde mediados de los noventa en una tendencia al sobreconsumo financiada por el resto del mundo. Este dinamismo del consumo ha sido impulsado por un endeudamiento creciente y por el enriquecimiento patrimonial –burbuja inmobiliaria–. El modelo se ha mantenido con la condición de que el déficit fuera financiado por entradas de capitales provenientes de los excedentes de los países emergentes y de los países productores de petróleo. El resultado ha sido un déficit comercial proporcional al sobreconsumo.

Este modelo de crecimiento no es sostenible porque el consumo no puede ser relanzado indefinidamente mediante el crédito, y menos cuando el endeudamiento ya es muy alto, la burbuja inmobiliaria ha estallado y existen numerosos activos contaminados. Se trata de una crisis estructural y no se vislumbra a corto plazo un modelo de recambio que mantenga el anterior dinamismo del consumo y los actuales equilibrios de poder mundiales.

De ahí que la crisis muerda en los Estados centrales, principalmente en los Estados de la zona euro, donde se encuentra el botín de esta nueva huída del capital hacia delante, donde el gasto público asciende al 47% de su PIB y sus gastos sociales superan el 27% del PIB. Los gobiernos de estos Estados se han resistido al desmantelamiento total de sus políticas sociales, aplicando recortes que no han satisfecho las exigencias financieras y de las grandes corporaciones –principalmente de EEUU–, de manera que los objetivos marcados para liberalizar los servicios públicos de carácter social para la primera década de este siglo –contenidos en el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios de la Organización Mundial del Comercio–, distan aún mucho de cumplirse.

La estrategia para equilibrar el déficit comercial está siguiendo varias fases. La primera vuelta de tuerca ha consistido en una reducción crediticia y fuertes desembolsos de capital público para rescatar y sanear las cuentas de bancos y sectores financieros más comprometidos por la crisis. La reducción del crédito ha disminuido la actividad empresarial y ha provocado un importante aumento del paro y de la economía sumergida, en relación con la situación de cada Estado. Si la caída de la actividad económica ha disminuido los ingresos públicos, el paro ha disparado –como en el caso de España– los gastos de cobertura social, y ambos factores unidos a las ingentes cantidades de fondos públicos destinados a los planes de rescate de la banca, han endeudado al sector público y comprometido el crecimiento económico previsto para los 5–6 próximos años.

Los planes de rescate se han llevado a cabo sin variar las actuales reglas de juego y a pesar de ello, la esperada recuperación de las Bolsas no se ha producido. Al contrario, se han realizado maniobras masivas especuladoras contra los Estados más débiles de la zona euro –Grecia, España, Portugal–, que amenazan con comprometer la moneda común y extenderse al resto de los Estados de la Unión Europea. Este ataque a la propia estabilidad de los Estados que han realizado los préstamos, tiene la doble finalidad de hacer pagar a la población unos agujeros que no existían en las cuentas públicas a comienzos de 2008 y dar un golpe mortal al Estado social.

La segunda vuelta de tuerca se inicia con un sector público hipotecado y la exigencia –por parte de los causantes de la crisis– del saneamiento de las cuentas públicas a través de mayores recortes del gasto social, de los salarios de los empleados públicos y de las pensiones. El sometimiento de los gobiernos europeos ha sido unánime, lanzando planes de ajuste que alcanzan una especial dureza en Grecia y España.

En España, el plan de ajuste incluye: bajada del 5% de los salarios para los empleados públicos y la congelación para 2011; congelación de las pensiones desde enero de 2011, excepto las mínimas y las no contributivas, que representan tan sólo el 30% de los 8,6 millones de pensionistas; recortes que superan los 1.200 millones de € para Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, que se traducirán en una bajada de las inversiones públicas y un deterioro de los servicios públicos; eliminación del régimen transitorio para la jubilación parcial, que afecta negativamente al empleo al suprimir los contratos de relevo; supresión de la retroactividad en las prestaciones por dependencia y el pago a plazos durante 5 años de la deuda existente, lo que significa que la mayoría de los afectados no cobrará, dado que la mitad de los dependientes supera los 80 años y su esperanza de vida no alcanza esos 5 años; la eliminación de los 2.500 € del cheque bebé.

Un plan que afianza las regresivas políticas fiscales de la era neoliberal: transformación del IRPF en un impuesto de las rentas del trabajo –que actualmente representan un 80% de su base imponible–; permisividad ante un empresariado que declara una media de ingresos inferior a la media de los asalariados –creciendo de forma continuada esa diferencia desde 1993–; sucesivas rebajas del Impuesto de Sociedades –en 2007, se rebajó la imposición a la totalidad de las empresas del 35% al 30% (no se tiene en cuenta la bajada del 30% al 25% dirigida a empresas con menos de 25 trabajadores e ingresos inferiores a 5 millones de € que mantengan su plantilla en 2009 y 2010)–; supresión en 2008 del Impuesto sobre el Patrimonio en beneficio de los grandes propietarios; incremento en 2010 de los impuestos indirectos –el IVA general crece del 16% al 18% y el reducido del 7% al 8%–. El resultado es que los trabajadores en España pagan en impuestos poco menos que los trabajadores europeos, mientras los sectores con mayores rentas pagan mucho menos que el promedio europeo, en un marco donde la presión fiscal española se situaba 7 puntos de PIB por debajo de la media de la UE–15 en 2008.

No se debe perder de vista que el modelo fiscal de los últimos 25 años manifiesta una tendencia creciente a que en los ingresos del Estado prime la imposición indirecta (consumo) sobre la directa (rentas) –en 1986 los impuestos directos representaban el 64% y los indirectos el 32%, pasando esos porcentajes a ser el 51% y 47% en 2006–. Hacer recaer los ingresos del Estado en el consumo anula efectuar una redistribución de la renta –en perjuicio de los sectores sociales más débiles–; efecto agravado en épocas de crisis porque la contracción del gasto público se realiza en detrimento fundamentalmente de los gastos sociales, precisamente cuando más necesarios son para amortiguar sus efectos sobre los más desfavorecidos.

Un plan que disminuye la ya baja protección social española, en un marco donde la diferencia entre el 20% de la población con mayores rentas y el 20% con menores rentas es la mayor de la Unión Europea de los 15. Medido en unidades de poder de compra, cada español recibe un 40% menos de protección que los ciudadanos de la Unión Europea de los 15, de ahí que España presente mayores desigualdades sociales.

Un plan que, sin embargo, no aumenta las cotizaciones o los impuestos a los grandes rentistas o a los grandes empresarios, y que olvida tomar medidas contra el elevado fraude fiscal, que alcanza entre 20% y el 25% –el doble que la media de la UE–. No es de extrañar que crezca la repugnancia social hacia un gobierno que mima a la Banca española –que hasta 2008 obtuvo los beneficios más altos de la Unión Europea y de los más altos del mundo–, y tolera que con la crisis en marcha y tras la entrega de ayudas millonarias, los consejeros de esos bancos se suban el “sueldo” un 53% en 2008 o se adjudiquen pensiones millonarias. Un gobierno que mima a los grandes propietarios y rentista. Si el gobierno recuperase el impuesto de patrimonio que suprimió en 2008, el Estado ingresaría más de 2.121 millones de € anuales, una cantidad superior a los 1.500 millones de € que se ahorrará con la congelación de las pensiones en 2011, y con una menor repercusión social y sobre el consumo interno. Lo mismo puede decirse de las Sicav (Sociedades de Inversión de Capital Variable), que con un patrimonio cercano a los 26.000 millones de € sólo tributan al 1%, en lugar de al 30% del tipo general.

Las medidas anunciadas para reducir la deuda pública no reactivarán la economía, porque a los más de 4,6 millones de parados y las restricciones existentes del crédito a las familias y a las pequeñas y medianas empresas –que está bloqueando su actividad–, se suma la disminución del poder adquisitivo de millones de trabajadores y pensionistas, lo que tirará a la baja del consumo. A la subida de la Bolsa al día siguiente de intervenir Zapatero, le han seguido nuevas bajadas, porque es difícil que aumenten las inversiones cuando la capacidad de compra disminuye.

Las esperanzas de salida de la recesión ante el crecimiento del PIB en un 0,1% en el primer trimestre de 2010, oculta que el aumento del gasto corriente de la Administración se ha debido a pagos aplazados del año anterior por ayuntamientos y Comunidades Autónomas para solapar su enorme déficit en 2009, y que indicadores claves en la recuperación de la actividad económica han seguido siendo negativos. Si las inversiones en construcción cayeron en ese período el 3,4% y las inversiones en bienes de equipo el 1,2% –éstas tras 6 meses de crecimiento–, como resultado del plan de austeridad contenido en los Presupuestos Generales del Estado, es más que previsible que el ajuste duro de mayo no varíe sustancialmente esas tendencias.

La tercera vuelta de tuerca se iniciará con el fracaso de los actuales planes y nuevas medidas impositivas y restrictivas del gasto. Si las primeras aumentarán la presión sobre los trabajadores y las clases medias, las segundas acabarán de minar la sostenibilidad del sector público, favoreciendo su entrega a compañías privadas. Estamos ante el fin del Estado como garante de la estabilidad económica y política, de su preponderancia como corrector de desequilibrios económicos y desigualdades sociales.

Otras políticas exigen nuevos enfoques en la izquierda

El desmantelamiento del estado del bienestar y las políticas de los gobiernos para hacer frente a la crisis, abren teóricamente perspectivas de reorganización de la clase trabajadora y de reagrupamiento de los intereses populares, y un espacio nuevo a las luchas sociales. Pero esto no implica una mejoría mecánica de la correlación de fuerzas a favor de los trabajadores. Los riesgos de mayores retrocesos sociales dependerán de la capacidad de análisis y de formular alternativas que movilicen a amplios sectores sociales por parte de la izquierda europea. Basta observar como, ante los efectos de la crisis, el Partido Republicano en EEUU ve ascender desde la base un movimiento ultraconservador (Tea Party), que amenaza con controlar el partido y que ha tenido un sonoro éxito en las primarias celebradas en mayo.

Desde un comienzo, las políticas neoliberales lograron una fractura social y una pérdida de influencia de la clase trabajadora frente a las clases altas y medias. Esa fragmentación de los intereses populares ha permitido que los sectores sociales más influyentes hayan reconfigurado las demandas sociales, propiciando un giro de las políticas públicas hacia sus intereses y un acusado individualismo en la conciencia social. De ahí la desaparición de la clase trabajadora del discurso socialdemócrata, la integración institucional de los sindicatos, la escasa respuesta social y laboral en los años pasados frente al progresivo recorte de derechos y prestaciones, y la desorientación de la izquierda extraparlamentaria.

No se variará la correlación de fuerzas sin rearmarse con un discurso de clase, sin definir nuevas políticas que despierten a la clase trabajadora, sin desarrollar un programa capaz de aglutinar en un frente común a las fuerzas del trabajo con otros sectores sociales afectados por la crisis, y sin una respuesta conjunta en el ámbito europeo. El ejemplo de Grecia está bien a la vista. Con 5 huelgas generales, las perspectivas de frenar los recortes son escasas.

El gobierno de cada país se escuda en decisiones de entes supraestatales y reconocen su incapacidad para enfrentar maniobras financieras mundiales. El capital no mueve un ápice sus posturas y desprecia el desgaste de los políticos, con la confianza propia del que no da cabida a riesgos revolucionarios. Si las movilizaciones no se producen en el mismo marco que las decisiones políticas –la UE–, difícilmente se introducirán cambios, aumentando los riesgos de cristalización del malestar hacia posturas totalitarias y neofascistas, que culpen a la inmigración de ocupar trabajos y consumir recursos en detrimento de los trabajadores del propio país.

Deben sustituirse los discursos que centran la responsabilidad de los males existentes en partidos y sindicatos de la izquierda institucional –dado que son estériles al no abrir alternativas y ocultan el verdadero enemigo a batir–, por un discurso que identifique claramente al capital, a las grandes compañías, y a los grandes propietarios y rentistas, como los enemigos y causantes de la actual situación; y debe ponérseles rostros y apellidos.

Tres ejes de respuesta son primordiales. En primer lugar, las meras regulaciones del sector financiero no serán suficientes para superar una crisis mundial que afecta a las propias estructuras de crecimiento de los Estados centrales, porque no existe ninguna autoridad que pueda garantizar su cumplimiento mundialmente. Sólo la nacionalización total de la Banca y la entrada del poderoso sector público en el mundo financiero en los países de una región económica, pueden afrontar la huída de capital hacia los paraísos fiscales, controlar y sanear sus finanzas, permitir las debidas políticas crediticias, e introducir cambios en las relaciones económicas mundiales y movimientos de capitales. Dejar el crédito y los seguros en la esfera privada conduce al caos y al empobrecimiento –como está siendo evidente–, e impide el desarrollo económico y social al priorizar los intereses de los grandes capitales y rentistas.

Un segundo eje gira en el desarrollo de políticas que garanticen la transferencia de beneficios para mantener el poder adquisitivo de los asalariados e impulsar el empleo, mediante la escala móvil de salarios y una orientación del crédito público que fomente las cooperativas y la gestión de empresas bajo control de los trabajadores, así como el sostenimiento de las pequeñas empresas por el importante volumen de empleo que garantizan.

Por último, deben introducirse mecanismos que aumenten el control democrático de las finanzas. Si asalariados, pensionistas y sectores de clases medias tienen que pagar el rescate del capitalismo, deben tener derecho a fiscalizar las medidas que se tomen y al reparto de la riqueza.

No hay vuelta a fórmulas estables de bienestar en Europa. Si las luchas no cuestionan el sistema, el empobrecimiento general es inevitable. Si las luchas no agrupan a una mayoría social, el riesgo de involución política crece exponencialmente. La alternativa hoy debe contener componentes anticapitalistas y democráticos para hacer frente a la crisis y soslayar riesgos totalitarios.


El mecanismo europeo de estabilización o
la “latinoamericanización” de Europa

Por José A. Estévez Araújo
Wikio.es / Sociología Crítica, 05/06/10

Algunas personas han empezado a decir que Europa se está “latinoamericanizando”. Con eso no quieren significar que en el viejo continente estén surgiendo nuevos líderes políticos populares al margen del sistema tradicional de partidos, o que grupos históricamente excluidos hayan alcanzado el poder, como en Bolivia, o que se esté hablando de instaurar el socialismo del siglo XXI. No. La Latinoamérica a la que se hace referencia no es la del año 2010, sino la de los años ochenta del siglo pasado: un conjunto de países abrumados por sus deudas, sometidos a los dictados del Fondo Monetario Internacional y obligados a seguir las directrices neoliberales plasmadas en el llamado “Consenso de Washington”.

Esa latinoamericanización de Europa se estaría plasmando en los planes de ajuste que se han implantado o están implantando en países como Grecia, España, Portugal, Irlanda o Letonia y que se ciernen sobre Francia o Italia.

Para entender el por qué y el significado de esos conjuntos de medidas, es necesario retrotraerse a las diversas crisis sistémicas que se han producido desde el año 2007: la crisis alimentaria, la crisis energética, el cambio climático, el crack financiero del año ocho y la crisis económica subsiguiente, todo ello en el marco de una profunda crisis cultural causada por la falta de sentido de una vida basada en el consumismo. Lo que se está dirimiendo ahora es la cuestión de cómo se van a distribuir los costes de la actual crisis económica y cómo se va a articular la salida de la misma con la de las otras crisis combinadas.

Aquí nos centraremos en la primera de las cuestiones: ¿quién va a pagar los costes de la crisis?

Para analizar este interrogante es necesario recordar lo que ocurrió en el año ocho: la desregulación del sistema financiero había conducido a una desenfrenada actividad especulativa que llegó a lindar con la estafa en el caso de la titulización de las llamadas “hipotecas basura”. Los bonos “contaminados” fueron el detonante de la crisis del sistema financiero en el momento en que las deudas hipotecarias dejaron de pagarse y todo el mundo quiso deshacerse de los títulos “respaldados” por las mismas. Las agencias de ráting habían dado a esos bonos la máxima calificación, presentándolos así como de absoluta confianza para los inversores, lo que hace sospechar que había oscuras connivencias entre los timadores y esas entidades.

Una vez que se produjo el cataclismo, los estados y los bancos centrales acudieron al rescate de las entidades financieras inyectando cientos de miles de millones de dólares y de euros en el sistema. Los bancos han devuelto ya ese dinero que se les prestó. Pero el parón económico que causó la crisis financiera hizo que disminuyeran los ingresos de los estados al caer la recaudación tributaria, y que aumentaran sus gastos por el incremento del desempleo o por la puesta en práctica de planes de reactivación económica. De esa forma, se ha generado un déficit que en países como Grecia o España alcanza cifras de dos dígitos en relación con el PIB.

Los términos del problema que se plantea ahora son muy claros y simples: ¿quién va a enjugar ese déficit? ¿Serán los bancos, que lo han provocado? ¿O el conjunto de las poblaciones, que ya han sufrido buena parte de las consecuencias de la crisis?

Mientras duró la operación de rescate de los bancos, los ideólogos del neoliberalismo cayeron en un profundo silencio. ¿Quién iba a predicar acerca de las excelencias del mercado y las ineficiencias del estado cuando las entidades financieras eran salvadas de sus propios excesos con dinero público? Pero en cuanto esa operación terminó, las voces de los paladines del neoliberalismo se han vuelto a oir con fuerza en los medios de comunicación. Se observa con “preocupación” el endeudamiento público, se afirma que los estados despilfarran demasiados recursos, se dice que es necesario reducir el déficit a toda costa...

Y no sólo se actúa en el plano ideológico. Los llamados “mercados”, es decir, un puñado consistente de especuladores financieros, volvieron a sus prácticas favoritas y se han dedicado a especular a la baja con la deuda de los gobiernos con mayores problemas. Por su parte, las entidades financieras alemanas y francesas, que son las principales tenedoras de títulos de la deuda griega, ven peligrar sus cuentas y exigen a los gobiernos y a la UE que intervengan. Las condiciones para imponer planes de ajuste a los países con más déficit se encuentran, así, servidas.

La forma en que se diseñó la creación del euro en el Tratado de Maastricht ha sido una de las causas fundamentales de la indefensión de los estados frente a los ataques especulativos contra sus títulos de deuda. Al haber perdido la soberanía monetaria, no pueden “darle a la máquina” de hacer billetes para financiar el déficit. Pero al no haberse creado una estructura político–financiera europea, no cuentan ni con el respaldo de un presupuesto europeo digno de ese nombre, ni con la posibilidad de que sea la UE quien emita la deuda para enjugar el déficit. Resulta útil para entenderlo la comparación que se ha hecho con el caso de California, que también es un estado quebrado, pero que cuenta con el gobierno federal para poder pagar sus cheques de la seguridad social o para poder afrontar sus déficits mediante deuda estadounidense.

En este contexto, es especialmente importante llamar la atención acerca de las consecuencias del diseño doctrinariamente neoliberal del Banco Central Europeo. Esta institución puede ayudar a los bancos en dificultades, pero no a los estados. Puede prestar dinero a bajo interés a las instituciones financieras, pero no puede hacer lo mismo con las instituciones políticas. Y cuando el BCE ha decidido intervenir en los mercados para comprar deuda pública no lo ha hecho para ayudar a Grecia, sino para apoyar a los bancos que la habían adquirido. Del mismo modo que el BCE se ha saltado las reglas para auxiliar a las entidades financieras podía habérselas saltado para obligar a esas mismas entidades a financiar el déficit de los estados. Pero no lo ha hecho. La reforma del BCE se plantea, por tanto, como una exigencia extraordinariamente urgente para distribuir equitativamente los costes de la crisis.

Presionada por las instituciones financieras, especialmente alemanas y francesas, la UE ha creado un “mecanismo europeo de estabilización financiera”, cuyo funcionamiento está regulado por el reglamento de 11 de mayo de 2010 aprobado por el Consejo. Esta norma es la más clara manifestación de la “latinoamericanización” de Europa a que se hacía referencia más arriba.

El reglamento establece que la UE puede conceder préstamos o abrir líneas de crédito a los estados miembros en dificultades financieras. Pero estas ayudas están supeditadas al objetivo de alcanzar “las condiciones generales de política económica (…) con vistas a restablecer una situación económica o financiera sana en el Estado miembro beneficiario” (art. 3.3.b). Para ello, el estado miembro deberá presentar un “programa de ajuste” cuya aprobación se considera requisito previo para la concesión de la ayuda (art. 3.3.c). Además, “La Comisión verificará a intervalos regulares si la política económica del estado beneficiario se adecua a su programa de ajuste” (art. 4.2). Las similitudes con el modelo de las “ayudas” del FMI a los países latinoamericanos en los años ochenta son patentes. Y para acentuar aún más la analogía, el Considerando número 5 del reglamento señala que la activación del mecanismo de estabilización “se hará en el contexto de un apoyo conjunto UE/Fondo Monetario Internacional”. O sea, que ya tenemos al FMI dictando a los estados europeos en dificultades las directrices de su política económica.

Existen, desde luego, alternativas a los planes de ajuste que se han puesto en práctica. Si de lo que se trata es de reducir la diferencia entre ingresos y gastos, se puede gastar menos, pero también ingresar más. Se pueden gravar más las rentas del capital. Pensemos que no sustituir a uno de cada dos funcionarios que se jubilan permite a Francia ahorrar 500 millones de euros anuales. Sin embargo, las ayudas especiales que se han concedido a las empresas en forma de exenciones contributivas suman 25.000 millones. Una lucha decidida contra el fraude fiscal en España (y, sobre todo, en Grecia, donde los armadores gozan de una patente de corso en materia de impuestos), también reportaría aumentos importantes de los ingresos. Si hay que pagar, los que tienen más deben contribuir en mayor medida. No puede ser que los empresarios griegos declaren como media unos ingresos inferiores a los de los trabajadores y se queden “tan anchos”. Las rentas más altas deben contribuir más, sean las rentas de los capitalistas, o sean las de los Working Rich (que en el sector bancario francés representan el 10% de la masa salarial).

Hace tiempo también que se habla de la Tasa Tobin. Incluso hubo rumores insistentes de que el ECOFIN la iba a implantar este mes de mayo, cosa que al final no hizo. La Tasa Tobin serviría para desincentivar las operaciones financieras mas especulativas. Y con su recaudación se podría crear un fondo para ayudar a las personas que más están padeciendo las consecuencias de la crisis: los parados, los jubilados, las personas dependientes. De esa forma, el sistema financiero (que debería absorber los costes de la tasa) contribuiría, aunque fuera en pequeña medida, a compensar los daños que ha causado.

Del mismo modo que se pueden aumentar los ingresos gravando a los más ricos, se pueden disminuir los gastos en otras cosas diferentes. Ahí está por ejemplo la guerra de Afganistán, un conflicto al que nadie ve sentido ni justificación y que, sin embargo, cuesta un millón de euros al día al erario público. Ahí están también toda una serie de inversiones en nuevos sistemas de armamentos cuya necesidad nunca se ha justificado ante la población. Que recorten de ahí en lugar de congelar las pensiones o dejar sin ayudas a las personas dependientes. De hecho, desde aquella valiente retirada de Irak, Zapatero no ha ido sino descendiendo hacia los abismos del conformismo con el statu quo llevándose por delante los que habían sido “objetivos “estrella” de su proyecto político. Y los gays y lesbianas tienen suerte de que el matrimonio entre personas del mismo sexo no le cueste ningún dinero extra al estado, pues en caso de que así fuera se habría visto abolido.

No ahorrar en lo social, sino en el gasto militar, que no paguen los trabajadores, sino los empresarios y los working rich, son cambios que no se pueden conseguir sin una gran presión popular. Los sindicatos mayoritarios no parecen estar por la labor. Se encuentran dubitativos, como esperando a ver qué pasa. Sobre todo UGT, por sus vínculos históricos con el partido en el gobierno. Por eso es necesario sacarles del impase y mostrar que por abajo hay un gran sentimiento de indignación. Y que si no la canalizan ellos, encontrará otras formas de manifestarse. Por otro lado, la resistencia contra las medidas de ajuste no debe darse solo a nivel estatal. Hay que aprender de lo que ocurrió con el llamado “proceso de Bolonia”: hubo protestas, marchas, encierros, propuestas alternativas en muchos países: Francia, Alemania, Italia, Grecia, España… pero Bolonia acabó implantándose como si nada hubiera pasado. Es necesario, pues, exigir a la Confederación Europea de Sindicatos que salga de su sueño institucional y burocrático y utilice sus recursos para articular y coordinar las luchas que se dan en los diferentes países.

Hay que dar también a esas luchas un sentido que trascienda la resistencia frente a los planes de ajuste. El sistema financiero debe volver a estar sujeto a regulación para cumplir la función que le compete de canalizar el ahorro y dejar de ser un gigantesco casino global. La medida adoptada por el gobierno alemán de prohibir especular a la baja con títulos que no se tienen, pone de manifiesto a qué grado de sofisticación ha llegado la especulación como consecuencia de la desregulación.

Pero medidas aisladas como esa no son suficientes. Es necesario un plan integral de regulación del sistema financiero, de prohibición de muchas de sus actividades, de creación de mecanismos de control auténticamente públicos, de eliminación de las agencias de ráting y los mercados de futuros… En definitiva, una reforma integral que debió haberse hecho en el momento de la crisis aprovechando la debilidad del sector financiero, pero que todavía no se ha realizado.

Y en el punto de mira de las luchas que van más allá de la resistencia contra los planes de ajuste debe estar la UE. En primer lugar, el Banco Central Europeo. Hay que cambiar radicalmente su estatuto y ponerlo al servicio de las políticas de los estados y no a disposición de los bancos. Hoy ya se ha puesto de manifiesto lo intolerable del diseño de una institución que puede ayudar a las instituciones financieras en dificultades, pero no a los estados en apuros. No sólo eso. El BCE ha estado prestando dinero a los bancos al 1% para que éstos comprasen unos títulos de deuda que les rendían el 5%. Eso es algo que no se puede tolerar. Es necesario difundir esos hechos y crear un estado de indignación contra la política del BCE que obligue a los estados a ponerse de acuerdo para modificar su estatuto.

Y, last but not least, es necesario examinar los mecanismos que generan una dinámica perversa en la UE que consiste en lo siguiente: cuando un estado adopta una política neoliberal arrastra a los demás tras de sí y encuentra a su lado el apoyo de las instituciones europeas; sin embargo, si un estado quiere mejorar su política social, se encontrará con que los demás miembros de la UE y las instituciones de ésta actuarán de consuno para minar ese esfuerzo.

Para liberalizar la UE basta un solo estado, para socializarla es necesario el acuerdo unánime de todos ellos. Hay ya análisis que explican cuál es la razón de esta diabólica tendencia. Ahora es necesario diseñar una estrategia para revertirla de modo que sea la liberalización y no el refuerzo de lo social la que tenga que enfrentarse a la resistencia sistémica.