Estados Unidos
un país hipotecado

Un país hipotecado por décadas

Hacia la servidumbre por deudas

El desastre de Ben Bernanke

Por Michael Hudson (*)
CounterPunch, 02/02/10
Sin Permiso, 08/02/10
Traducción de Miguel de Puñoenrostro

Si la economía se deteriora y la crisis sigue su curso en forma de L, según pronostican muchos economistas, ¿qué precio político pagarán el presidente Obama y los demócratas por haber devuelto las llaves de las finanzas a los cargos republicanos designados por Bush que fueron los primeros que tiraron la casa por la ventana?

Nombrar de nuevo a Ben Bernanke como presidente de la Reserva Federal puede terminar dañando por años no sólo a la economía, sino al propio Partido Demócrata. Percatándose de ello, los republicanos hicieron piruetas populistas oponiéndose a este nombramiento en las sesiones de confirmación del Senado desarrolladas el pasado jueves, 27 de enero, el día siguiente al discurso de Obama sobre el estado de la Unión.

Una vez que los republicanos tuvieron la certeza del sentido mayoritario de la votación, se avilantaron a dar algún que otro sonoro mordisco populista mirando de reojo a las elecciones de mitad de mandato del próximo noviembre. Jeff Sessions, de Alabama, y Sam Brownback, de Kansas, votaron contra la confirmación de Bernanke. Jim de Mint, de Carolina del Sur, advirtió de que volverlo a nombrar “podría ser el peor error que cometamos en mucho tiempo”. Y añadió: “confirmar a Bernanke es una continuación de las políticas que llevaron al desplome de nuestra economía”.

Entre los demócratas que aspiran a la reelección, Barbara Boxer, de California, señaló que, al alimentar la inflación de precios de activos, la política pro–burbuja de la Fed (es decir, su política pro–deuda) hundió a la economía y aumentó el desempleo. Se supone que la Fed tiene que proteger a los consumidores, pero Bernanke es un expreso opositor a la institución de una Agencia de Consumo de Productos Financieros, aduciendo que la desreguladora Fed debería ser la única instancia reguladora de las finanzas.

Las sesiones del Senado se centraron en el papel de la Fed como desregulador y lobista mayor de Wall Street. A despecho de que su Carta fundacional comienza asignándole la tarea de promover el pleno empleo y estabilizar los precios, la práctica de la Fed ha sido de todo punto hostil al mundo del trabajo. Alan Greenspan, como es suficientemente conocido, llegó a decir que la causa de la pasividad de los sindicalistas a la hora de promover huelgas a favor de mejores salarios  –o aun de mejores condiciones laborales– fue el miedo a ser despedidos y a ser incapaces de subvenir a los pagos de sus hipotecas y sus tarjetas de crédito. “Sin paga y sin techo”, o una degradación en la calificación del crédito personal –con la consiguiente suba de los intereses– se convirtieron en una fórmula corriente de gestión de las relaciones laborales.

En lo tocante al papel que tiene expresamente prescrito de promover la estabilidad de precios, la burbuja generada por el crédito fácil de la Fed lo que hizo fue convertir la inflación de los precios de los activos en vía de acceso a la riqueza, no a la inversión en capital tangible. Eso trajo buenas dosis de alegría y jolgorio a los departamentos de marketing, puesto que los propietarios de vivienda, los consumidores, los tiburones a la caza de empresas para comprar, los estados federados y los gobiernos municipales se fueron endeudando más y más, a fin de mejorar su posiciones sirviéndose de deuda apalancada. Pero la economía descuidó por completo su base industrial, y el empleo va con el sector manufacturero. La consigna que el maestro mayor burbujero de la Fed, Allan Greenspan, pasó a su sucesor Ben Bernanke fue ni más ni menos que ésta: “Inflación de precios de activos, bien; salarios e inflación de precios de las mercancías, mal”.

Obama sostiene a Bernanke, y su discurso sobre el estado de la Unión evitó cuidadosamente la mención de la Agencia de Productos de Consumo Financiero a la que otrora había atribuido el papel central en su programa de reforma financiera. Los lobistas de Wall Street le han dado la vuelta. Y su lógica se resume en el mismo mantra que el Senador y portavoz del sector de los seguros por Connecticut, Chris Dodd, repitió en las sesiones de confirmación: Bernanke ha “salvado a la economía”.

¿Cómo puede decirse que la Fed hizo tal cosa, si el volumen de la deuda sigue creciendo exponencialmente, más allá de toda capacidad de pago? “Salvar la deuda” rescatando a los acreedores –añadiendo mala deuda del sector privado a los balances del sector público– daña a la economía, no la salva. La política en cuestión no hace sino posponer la crisis, incrementando el volumen de una deuda destinada verse más y más desvalorizada, lo que hará más traumático el ineluctable proceso de desvalorización de la partida del Debe y llevará a anular el correspondiente volumen de ahorro en la partida del Haber (pues lo que de un lado son ahorros, del otro son deudas).

Lo que está realmente en cuestión es la filosofía económica que habrá de aplicar Bernanke en los próximos cuatro años. Desgraciadamente, los adversarios de la confirmación de Bernanke no acertaron a plantear las cuestiones pertinentes sobre su línea política y sobre la teoría económica que subyace a su enfoque básico de los problemas. Lo que había que haber cuestionado no era su actitud desregulatoria ante la economía de la burbuja y la explosión del fraude a los consumidores, ni siquiera su registro de errores. El Senador republicano Jim Bunning hacía sonrisitas maliciosas y ponía carita contristada mientras Bernanke estaba con la mano en la barbilla, como diciendo: “Voy a tener paciencia, y decid lo que os acomode”. Los demás Senadores rayaron en la apología.

Una descripción común (y de todo punto errada) de Bernanke, citada ad nauseam para promover su confirmación en el cargo, es que es un experto en las causas de la Gran Depresión. Si vas a crear un nuevo crash, te será, desde luego, útil estudiar el último. Pero los historiadores que han comparado los escritos de Bernanke con la historia real han encontrado que es, precisamente, su incomprensión de la Depresión lo que le llevó a repetirla.

Como teórico del derrame y apologista de las altas finanzas, el profesor Bernanke ha sacado conclusiones sistemáticamente erradas sobre las causas de la Gran Depresión. El prejuicio ideológico que nubla su vista es, ni que decir tiene, lo que le llevó al cargo, pues, como han destacado numerosos observadores, una condición necesaria para ser nombrado presidente de la Fed es no entender cómo funciona realmente el sistema financiero. En vez de reconocer que la deuda creciente, los bajos salarios y la inyección a chorro de riqueza a la cúspide de la pirámide económica eran las causas primarias de la Depresión, el profesor Bernanke atribuye simplemente el grueso de los problemas a una falta de liquidez causante del desplome de los precios.

Como ha escrito recientemente mi colega australiano Steve Keen en su DebtWatch Nº 4, los argumentos contra Bernanke deberían centrarse en su enfoque neoclásico, olvidadizo del hecho de que el dinero es deuda. Él ve el problema financiero como un problema de nivel  precios de activos demasiado bajo como para sostener la colateralización en el préstamo bancario.  Para Bernanke, “riqueza” es sinónimo de lo que los bancos prestarán en las condiciones del crédito existente.

En 1933, el economista Irving Fisher escribió un artículo, convertido en clásico –“The Debt–Deflation Theory of the Great Depression” (La teoría de la deflación por deudas de la Gran Depresión)–, en el que se retractaba del credo neoclásico que le había llevado a perder su fortuna en el desplome bursátil de 1929. Explicaba en ese artículo cómo la incapacidad para pagar las deudas traía forzosamente quiebras, con la consiguiente evaporación del crédito bancario y de la capacidad de gasto, el encogimiento de los mercados y la desaparición de los incentivos para invertir y contratar trabajadores.

Bernanke rechaza esta idea, o al menos la caricatura que de ella hace en sus Essays on the Great Depression (Princeton, 2000, p. 24), citada por el profesor Keen

“La idea de Fisher fue, sin embargo, menos influyente en los círculos académicos, debido al contraargumento de que la deflación por deudas no representaba sino una redistribución de un grupo (deudores) a otro (acreedores). A falta de diferencias implausiblemente grandes en las propensiones marginales al gasto entre los grupos, se objetó, la pura redistribución no debería tener efectos macroeconómicos significativos.”

Todo lo que hace un gasto por deuda es transferir capacidad de pago de los deudores a los acreedores. Bernanke recuerda aquí a Thomas Robert Malthus, en cuyos Principios de Economía Política se sostenía que los terratenientes (la clase social a la que él pertenecía) contribuían necesariamente a mantener el equilibrio económico con argumentos parecidos a los de los actuales teóricos del derrame o goteo del sobrante de riqueza, de los ricos a los pobres. ¿Qué sería del empleo inglés, decía Malthus, sin terratenientes que gastaran sus rentas en cocheros, finas telas, mayordomos y criados? Gracias al gasto del ingreso rentista de los terratenientes (protegido por los aranceles agrícolas ingleses, la Leyes del Grano, hasta 1846), podían trabajar bien los fabricantes de sillas de montar y otros proveedores. Idéntica lógica aplican hoy los financieros de Wall Street al dinero que ganan con préstamos que permiten hacerse ricos a los propietarios de viviendas y a los ahorradores merced a las ganancias de capital dimanantes de la inflación de precios de sus activos.

La realidad es que los financieros ricos de Wall Street que se hacen con remuneraciones en efectivo y bonos multimillonarios gastan su dinero en trofeos, arte, apartamentos de lujo o mansiones en barrios residenciales cerrados, yates, bolsos de fantasía, alta costura y fiestas de cumpleaños. (“Veo los yates de los intermediarios en el mercado de valores, pero ¿dónde están los de sus clientes?”) No es la clase de gasto que refleja el perfil productivo de la economía “real”.

Bernanke no ve aquí el menor problema, a menos que los ricos gasten una menor porción de sus ganancias en bienes de consumo y en los productos del trabajo que el promedio de los asalariados. Huelga decirlo, esa propensión al consumo tiene precisamente que ver con la tesis de John Maynard Keynes en su Teoría General (1936). Cuanto más rica se hace la gente, menor es la proporción de sus ingresos que destinan al consumo (y tanto más ahorran).

Esa decreciente propensión al consumo es lo que inquietaba a Keynes de cara al futuro. Se figuraba que, a medida que las economías ahorraran una parte cada vez mayor de sus crecientes ingresos, menor sería la proporción gastada en bienes y servicios. De modo que el producto y el empleo no serían capaces de mantenerse a la par, a menos que el gobierno interviniera para cerrar el hiato.

El gasto en consumo está, en efecto, cayendo, pero no porque las economías estén experimentando una tasa de ahorro neto más elevada. La tasa de ahorro de los EEUU ha caído casi a cero, porque, aun cuando el ahorro bruto sigue siendo alto (cerca de un 18%), el grueso del ahorro se presta y pasa a convertirse en deuda de otros. El resultado es, entonces, de tablas para el conjunto de la economía (18% de ahorro menos 18% de deuda es igual a ahorro neto cero).

El problema es que los trabajadores y los consumidores se han ido endeudando más y más, y ahorrando cada vez menos. Estamos, pues, en el extremo opuesto al pronosticado por Keynes. Sólo el 10% más rico de la población ahorra cada vez más, generalmente en forma de préstamos al 90% situado más abajo. Ahorrar menos, no obstante, va de la mano con consumir menos, a causa de la renta extraída por el sector financiero del flujo de la economía “real” (de los que ganan un salario y gastan su ingreso en la compra de los productos que producen) en forma de servicio de la deuda contraída. El sector financiero extiende su tentáculo alrededor de la economía de producción y consumo. Así que la incapacidad de consumir es parte del problema de la deuda. La base de la política monetaria hoy en todo el mundo debería consistir en salvar a las economías de un estrangulamiento dimanante del crecimiento exponencial de los gastos de deuda.

La apología bernankesca del capital financiero: las economías parecen necesitar más deuda, no menos

Bernanke piensa que las “caídas de la demanda agregada” constituyeron el factor dominante en la Gran Depresión (pág. IX, en la cita de Steve Keen). Eso es verdad en cualquier desplome de la actividad económica. En su interpretación, sin embargo, la deuda parece no tener nada que ver con la caída del gasto en los productos del trabajo. Adoptando una perspectiva de banquero, opina que el problema más grave es el de la demanda de acciones y de bienes raíces. Bernanke promete no volver a dejar caer la demanda de activos (y por lo tanto, los precios de los activos). Su antídoto pasa por inundar con crédito la economía, como viene haciendo en emulación de la política burbujera de Allan Greenspan.

El 10% más rico de la población lo que hace, en efecto, es ahorrar el grueso de su dinero. Prestan sus ahorros –y crean nuevo crédito– al 90% restante, o juegan con derivados financieros u otras actividades de suma cero en las que sus ganancias (si las tienen) hallan su contrapartida en las pérdidas de algún otro. El sistema se mantiene en funcionamiento, no merced al gasto público, al estilo keynesiano, sino a través de creación nueva de crédito. Eso sostiene al consumo y, en efecto, el préstamo para adquirir bienes raíces, acciones o bonos permite a los prestatarios pujar al alza por los precios, lo que posibilita a los propietarios conseguir ulteriores préstamos respaldados en unos activos más y más sobreapreciados. La economía se expande…, hasta que los ingresos corrientes no bastan a cubrir los gastos dimanantes de las deudas.

Eso trae consigo el desplome de la economía de la burbuja. La inflación de precios de los activos da paso al derrumbe de los precios y a la quiebra técnica (cuando el activo poseído llega a valer menos que la deuda contraída para comprarlo) en el sector inmobiliario, así como en buena parte de la deuda financiera apalancada. Por eso culpa Bernanke a la Depresión de la caída de precios. Cuando los precios de los bienes raíces o de otros colaterales caen, ya no pueden seguir usándose como colateral para seguir obteniendo préstamos a fin de mantener en movimiento el flujo circular del préstamo y la devolución de la deuda.

El flujo financiero circular es harto diferente del flujo circular estudiado por Keynes (y por la Ley de Say), la circulación en la que los trabajadores y sus empleadores gastaban, respectivamente, salarios y beneficios en bienes de consumo y de inversión. El flujo financiero circular se da entre los bancos y sus clientes. Y ese flujo circular va hinchándose a medida que detrae más y más gasto del flujo circular de la economía “real” entre el ingreso y el gasto. El capital financiero se expande en relación con el capital industrial.

Unos precios más elevados en la economía “real” pueden ayudar a mantener el flujo circular financiero, proporcionando a los prestatarios más ingresos corrientes para pagar sus hipotecas, sus préstamos estudiantiles y otras deudas. Agarrado a eso, Bernanke interpreta la devaluación del dólar practicada por Franklin D. Roosevelt como una medida tendente a rehinchar los precios.

En nuestros días, sin embargo, un dólar a la baja haría más costosas las importaciones (incluidas las materias primas, no menos que los bienes de consumo). Eso significaría la estrangulación del presupuesto de muchas familias, dada la creciente dependencia de sus importaciones de una economía norteamericana postindustrializada y financiarizada, Así pues, la política favorecida por Bernanke pasa por conseguir que los bancos vuelvan a prestar, no por que el gobierno gaste más en diespendios de déficit o en infraestructuras, servicios sociales u otros proyectos relacionados con el pleno empleo. El gasto público aceptado por Bernanke es el del rescate de los bancos, compañías de seguros, empaquetadores de hipotecas y otras instituciones de Wall Street, a fin de que puedan sostener los precios de los activos y, por esa vía, salvar los balances financieros de la economía, no sus niveles de empleo y de vida.

Así pues, en la perspectiva de Bernanke, la deuda no es el problema; es la solución. Y eso es lo que hace tan peligrosa su confirmación en el cargo.

La devaluación del dólar al estilo de Roosevelt hará más baratos para los inversores globales extranjeros los bienes raíces, las empresas y otros activos norteamericanos. Tendrá, pues, los mismos efectos “positivos” (si es que puede llamarse un efecto “positivo” a la construcción de viviendas y edificios de oficinas más caros para los compradores) que un aumento del volumen del crédito, y sin necesidad del servicio de la deuda, a detraer de la economía. Es una política similar a la de “estabilización” y a los programas de austeridad propugnados por el FMI, que tanto daño causaron en las pasadas décadas. Es la política que se quiere imponer a los Estados Unidos. Y eso es también lo que hace tan peligrosa la confirmación de Bernanke en el cargo.

El problema es una combinación de la peligrosamente ignorante interpretación que Bernanke hace de la historia económica con la perspectiva de banquero que determina su punto de vista: y esa amalgama acaba de ser promovida para el cargo de planificador central en el comité de la Reserva Federal. El apoyo de Obama al nombramiento sugiere que la retórica que le hemos venido oyendo recientemente a la Casa Blanca es falsariamente populista. El presidente promete que esta vez será diferente. Los cargos anteriormente nombrados por Bush  –Geithner, Bernanke y los ejecutivos prestados por Goldman Sachs al Tesoro– estarán deseos de mantenerse firmes ante Goldman Sachs y los otros banqueros. Y esta vez los chicos de la era Clinton–Rubinomics no harán a la economía de los EEUU lo que le hicieron a la economía de la Unión Soviética.

Con una actitud así, no es extraño que los demócratas de Obama estén regalando la carta populista anti–Wall Street a los republicanos.

El albatros de Bernanke

Bernanke pasa por alto el problema de que las deudas han de ser honradas, o al menos mantenidas al día. Ese servicio de la deuda deprime a la economía “real” no financiera. Pero el análisis de la Fed se detiene precisamente en el umbral del crash. Es una teoría sólo consiente en procesar “buenas noticias” y que se limita a los buenos tiempos de la burbuja en expansión y los compradores de vivienda tomando más y más préstamos de los bancos para hacerse con ellas (o, más precisamente, con los emplazamientos de las mismas), que no paran de aumentar de precio. Eso fue, en suma, la burbuja Greenspan–Bernanke.

No necesitamos remontarnos a la Gran Depresión de los años treinta. El Japón posterior a 1990 es un buen ejemplo. Tras el estallido de su burbuja, los precios del suelo bajaron ininterrumpidamente, trimestre tras trimestre, durante 15 años. El Banco de Japón hizo entonces lo que está haciendo ahora la Reserva Federal. Rebajó los tipos de préstamo a menos del 1%. Los bancos “lograron salir de la deuda” prestando a especuladores internacionales que se servían de los préstamos en yenes para, tras convertirlo en moneda extranjera, comprar por doquiera activos que dieran mayores intereses –los bonos islandeses pagaban el 15%– y embolsarse la diferencia por el arbitraje.

Esa constante conversión, por parte del dinero especulativo, de yenes a moneda extranjera mantuvo baja la tasa de cambio japonesa, lo que ayudó a sus exportaciones. Análogamente en nuestros días, la política de tipos bajos practicada por la Fed lleva a los bancos norteamericanos a tomar prestado aquí para darlo en préstamo a profesionales del arbitraje que compran bonos de alto rendimiento u otros títulos denominados en euros, libras esterlinas u otras monedas.

El problema del cambio de divisas extranjeras se plantea cuando esos préstamos han de ser devueltos. En el caso japonés, cuando los mercados financieros globales se desplomaron y los tipos japoneses de interés comenzaron a subir en 2008, los profesionales del arbitraje decidieron revertir su actividad. Para devolver los yenes, tomaron préstamos de los bancos japoneses, vendieron los bonos denominados en euros o en dólares y compraron moneda japonesa. Eso obligó a los japoneses a elevar la tasa de cambio del yen, lo que trajo consigo la erosión de su competitividad exportadora y el desjarretamiento de su economía. El Partido Liberal–Democrático, inveteradamente en el poder, perdió las elecciones cuando el desempleo se disparó.

En el caso de los EEUU de hoy, el régimen de tipos bajos impuesto a la Fed por su presidente, Bernanke, ha levantado una ola de comercio especulativo con divisas (carry trade) estimado en 1,5 billones de dólares. Los especuladores toman prestados dólares a bajo interés y compran bonos de elevados intereses denominados en moneda extranjera. Eso debilita la tasa de cambio del dólar en relación con las monedas extranjeras (cuyos bancos centrales ofrecen tipos superiores de interés). El debilitamiento del dólar lleva los gestores estadounidenses del dinero sacar más fondos de inversión de nuestra economía buscando ganancias en mercados de valores en las divisas extranjeras.

La perspectiva de un hundimiento de esa creación de crédito amenaza con precipitar a los EEUU en una trampa de tipos de interés bajos. El problema es que, en cuanto la Fed comenzara a elevar los tipos (por ejemplo, para desacelerar la nueva burbuja que Bernanke está tratando de hinchar), los especuladores globales devolverían sus deudas en dólares. En cuanto se ponga fin al comercio especulativo estadounidense con divisas, el precio del dólar se disparará. Eso es convierte en un sueño irrealizable la promesa de Obama de doblar las exportaciones norteamericanas en cinco años.

Los consumidores norteamericanos se enfrentan a la perspectiva de un golpe por partida triple. A medida que cae el dólar y las importaciones resultan más caras, tienen que pagar precios más altos por los bienes que compran. Y el gobierno pretende gastar menos en el flujo circular de la economía a causa del congelamiento por tres años del gasto público a que ha procedido el presidente Obama para desacelerar los déficits presupuestarios. Entretanto, los estados federados y las ciudades están elevando los impuestos para equilibrar sus presupuestos, menguados por la caída de ingresos fiscales. Los consumidores, y en verdad la economía toda, tiene endeudarse más profundamente todavía simplemente para mantener el umbral de rentabilidad (o ver cómo se desploman los niveles de vida).

Para Bernanke, la recuperación económica exige la resucitación de la calma de Goldman Sachs, debidamente protegida por la Fed. Los bancos prestarán más para mantener en crecimiento la pirámide de la deuda, lo que posibilitará a los consumidores, a las empresas y a los gobiernos locales escapar a la contracción.

Todo eso enriquecerá a los bancos, siempre y cuando las deudas puedan devolverse. Y si no, ¿volverá a rescatarlos una vez más el gobierno? ¿O “será diferente” esta vez?

¿Se mantendrá precariamente a flote nuestra economía cuando con la confirmación de Bernanke los ricos se hagan más ricos y las familias norteamericanas se vean sometidas a una creciente presión financiera, con ingresos decrecientes y deudas crecientes? ¿O serán más ricos los norteamericanos gracias a una nueva burbuja dimanante de la reinflación de activos puesta por obra por la Fed?

El camino hacia la servidumbre por deudas

La pasada semana, el Senador John Kerry, de Massachusetts, reconoció la indignación de muchos norteamericanos con los rescates de los grandes bancos: “Se comprende que haya un debate, que se cuestione, incluso que haya un sentimiento de indignación” con la confirmación de Bernanke. “Con todo”, añadió, “fuera de eso que rayó en la calamidad, creo que el presidente Bernanke ofreció un liderazgo que era urgente, ágil, robusto y vital a la hora de evitarnos un desastre todavía mayor”.

Desgraciadamente, lo que el Senador Kerry parece entender por “desastre” son pérdidas para Wall Street. Comparte con Bernanke la idea de que las ganancias dimanantes del incremento de los precios de los activos son buena cosa para la economía (porque permiten, por ejemplo, pagar jubilaciones con los fondos de pensiones y construir “riqueza” para los ahorradores norteamericanos.

Mientras que el equipo Bush–Obama espera rehinchar la economía, los 13 billones de dólares del rescate, gastados en el intento de alimentar la destructiva burbuja, cobra la forma de la teoría económica del derrame. No se ha manejado la deuda pública al modo keynesiano, con gasto público, salvo en el pequeño paquete de “estímulos”  para aumentar el empleo y el ingreso. Y no se han proporcionado mejores servicios públicos. Se ha pretendido, simplemente, hinchar los precios de los activos, o, por decirlo más precisamente, prevenir su caída.

Esto es lo que significa la reconfirmación de Bernanke en el cargo: una política concebida para aumentar el precio de la vivienda a crédito, con el consiguiente incremento de la proporción de ingresos del consumidor destinada a pagar a los banqueros como servicio de la deuda hipotecaria.

Entretanto, el incremento de los precios de las acciones y los bonos aumentará el precio de la compra de un ingreso de jubilación. Un aumento del precio de las acciones significa menores dividendos. Lo mismo vale para los bonos. Así pues, inundar los mercados de capitales con crédito para empujar al alza los precios de los activos mantiene bajo el rendimiento de los activos de los fondos de pensiones, llevándolos al déficit. Eso permite a los ejecutivos empresariales amenazar, al estilo de General Motors, si los sindicatos no renegocian sus contratos de pensiones con la bancarrota de sus planes de pensiones o aun de toda la empresa. Y eso “libera” todavía más dinero para que los ejecutivos financieros paguen a acreedores situados en la cúspide de la pirámide económica.

¿Cómo puede superarse esa polarización financiera? La solución aparentemente obvia pasa por seleccionar administradores de la Fed y del Tesoro que no procedan de las filas de los ideólogos apoyados –en verdad, aplaudidos– por Wall Street. La creación de una Agencia para Productos de Consumo Financiero, por ejemplo, carecería por completo de sentido, si fuera a manejarla un desregulador como Bernanke. Pero eso es precisamente lo que él exige cuando declara que su Reserva Federal debería ser la única instancia regulatoria, con desprecio nulificatorio de los esfuerzos de otros en caso de que otra agencia de un estado, alguna agencia federal o algún comité del Congreso quisiera moverse para proteger al consumidor contra el préstamo fraudulento, las penalizaciones y los cargos extorsionadores y las tasas de interés usureras.

La pugnaz oposición de Bernanke a las propuestas de agencias regulatorias para proteger del préstamo predatorio a los consumidores es, así pues, una segunda razón para no confirmarle. ¿Cómo puede Obama hacer campaña en su favor y aceptar la propio tiempo la agencia de protección del consumidor? Sin echar a Bernanke y a Geithner, no parece importar mucho lo que diga la ley. Los demócratas han aprendido de las administraciones Bush y Reagan  que todo lo que tienes que hacer es nombrar a desreguladores en posiciones clave, y lo que diga la ley resulta irrelevante.

La independencia de la Reserva Federal es un eufemismo para la oligarquía financiera

Esto nos lleva a la tercera premisa aducida por los defensores de Bernanke: la muy alabada independencia de la Reserva Federal. Se supone que ella es una salvaguardia de la democracia. Pero la Fed debería estar sometida a la democracia representativa, ¡no ser independiente de ella! Lo correcto es que formara parte del Tesoro, representando el interés nacional, y no el de Wall Street.

Esto ha terminado por convertirse en un problema mayor del sistema político bipartidista de los EEUU. Como el equipo Republicano, la administración Obama también pone por delante el interés financiero fundándose en la premisa de que la riqueza fluye de las actividades crediticias, el marco temporal financiero tiende a ser cortoplacista y económicamente corrosivo. Apoya el crecimiento de los gastos de deuda a expensas de la economía “real”, adoptando así una posición políticamente hostil al mundo del trabajador, del consumidor y del deudor.

¿Y por qué narices debería ser independiente del proceso electoral lo que constituye el sector más importante de las economías modernas, el financiero?

Por encima y por debajo de la cuestión de la independencia, digámoslo todo, está el problema de que el propio gobierno ha puesto bajo el control del sector financiero. El Secretario del Tesoro, el presidente de la Fed y otros administradores financieros están, sobre todo, atentos al consejo y a la anuencia de Wall Street. El poder de los lobbies dificulta la defensa del interés público, como hemos tenido ocasión de ver con Paulson y Geithner. Yo no creo que Obama o los demócratas (por no hablar de los republicanos) estén para nada prontos resolver este problema.

Ligada a la cuestión de la “independencia” hay una cuarta razón para rechazar a Bernanke personalmente: el secretismo de la Fed, que ha impedido la supervisión del Congreso, como se vio emblemáticamente en su negativa a proporcionar a los representantes los nombres de los destinatarios de las decenas de miles de millones de dólares gastados por la Fed en rescates bancarios y compra de títulos basura

¿Importa?

Ahora que todos los argumentos en contra de la reconfirmación de Bernanke han sido rechazados, ¿qué significa de cara al futuro?

En el frente político, su persistencia en el cargo se ha invocado como una prueba más de que los demócratas se preocupan más por los banqueros que por las familias norteamericanas y los trabajadores. Por consiguiente operará en un sentido que habría parecido imposible hace sólo un año: permitirá a los candidatos del GOP [Great Old Party, como se conoce al Partido Republicano; T.] darse un aire a lo Roosevelt, sabedores de la indignación de la cuitada clase media trabajadora. No ofrece dudas: otra década de abyectos yerros económicos del GOP volverían a hacer aparecer una vez más a los proempresariales demócratas como una alternativa. Y así sucesivamente…, hasta que hagamos algo.

El problema no es solamente que Bernanke haya dejado de hacer aquello a lo que la Carta de la Fed le obliga, y es a saber: promover el empleo en un ambiente de precios estables. Los republicanos –y algunos demócratas– recitan la letanía de los abusos de Bernanke. La Fed podría haber elevado los tipos de interés para desacelerar la burbuja. No lo hizo. Podría haber frenado el fraude hipotecario. No lo hizo. Podría haber protegido a los consumidores limitando los tipos de las tarjetas de crédito. No lo hizo.

Para Bernanke, el actual sistema financiero (o más exactamente, el gasto en deuda) ha de salvarse, a fin de que prosiga la redistribución hacia arriba de la riqueza. El Servicio de Investigación del Congreso ha calculado que entre 1979 y 2003 el ingreso dimanante de la riqueza (rentas, dividendos, intereses y ganancias de capital) para el 1% más rico de la población se disparó del 37,8% al 57,5%. Esas rentas les han sido expropiadas a unos asalariados norteamericanos empujados al molturador de la deuda por unos salarios estancados.

Entretanto, el gobierno está permitiendo que las grandes empresas privadas levanten puestos de peajes por todo el país, y encima, desgravándoles los beneficios para que puedan capitalizarlos en forma de riqueza financiera y limitarse a pagar un 15% de impuestos sobre las ganancias de capital. Impuestos que se pagan, no a medida que crecen esas ganancias, sino sólo cuando las realizan. Y el impuesto ni siquiera ha de pagarse, ¡si la recaudación por ventas de esos activos se reinvierte! Así pues, la política financiera y la política fiscal vienen a reforzarse mutuamente de modo tal, que la economía se polariza entre el sector financiero y la economía “real”.


(*) Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.