Gran Bretaña

La mentira de las huelgas “racistas” en Gran Bretaña

Por Seumas Milne (*)
Le Monde Diplomathique
Edición Cono Sur, julio 2009
Traducción de Teresa Garufi

A fines del mes de mayo estallaron huelgas salvajes en el sector energético del Reino Unido. Los manifestantes denunciaban la contratación de trabajadores no calificados importados de otros países europeos en detrimento de trabajadores locales calificados, infringiendo acuerdos sindicales. Una movilización similar se había producido en febrero. Medios de comunicación y dirigentes políticos alzaron entonces la voz de alarma ante “el nacionalismo” y la “xenofobia” de las protestas. Una interpretación desmentida por los hechos.

“¡Este intento de discriminación es inaceptable!”, exclamó el 2 de febrero de 2009 el ministro de Relaciones Exteriores de Portugal, Luis Amado. “Los gobiernos deben evitar una deriva proteccionista, xenófoba y nacionalista que (…) puede llevarnos a una crisis aun mayor” (1). Una cólera de igual intensidad anima a su homólogo italiano Franco Frattini contra un movimiento social “indefendible” que se desarrolla en Gran Bretaña.

Todo comenzó el pasado 28 de enero, cuando un contrato de 200 millones de libras (231 millones de euros) concerniente a la instalación de una unidad de desulfuración en la refinería Total de Lindsey, en Lincolnshire, fue subcontratado a una empresa siciliana, IREM. Ésta reemplazó de inmediato la mano de obra británica por 200 trabajadores italianos y portugueses –a quienes en poco tiempo deberían unírseles otros 100– no sindicados. Alojados en un pontón amarrado a orillas del río Humber, esos obreros fueron mantenidos escrupulosamente alejados de los otros asalariados, quienes no tardaron en sospechar que el empleador había conseguido su grandioso contrato burlando las convenciones sindicales sobre remuneraciones y condiciones laborales. Estalló una huelga salvaje, muy mal recibida.

Dirigentes y expertos occidentales no dieron el brazo a torcer: sólo la prosecución de una competencia basada en el libre comercio, es decir, en la explotación de las desigualdades entre los sistemas productivos, podría restablecer el crecimiento y contener las “pasiones nacionalistas”. Los medios de comunicación y el Gobierno británicos machacaron ese argumento ante la huelga que se extendió desde Gales al noreste de Escocia, abarcando a miles de personas a menudo empleadas por subcontratistas para construir refinerías y centrales eléctricas. En pocos días, el movimiento provocó el cese de unas veinte centrales y refinerías en todo el país.

El cliché del proteccionismo

El hecho de que algunos huelguistas hayan enarbolado pancartas que reivindicaban “empleos británicos para los trabajadores británicos” parecía confirmar las más funestas previsiones: sin duda, se trataba de un espasmo de chovinismo agudo contra trabajadores inmigrados; prueba (si se necesitaba una) de que el rechazo de las reglas del mercado desemboca fatalmente en el rechazo del otro. Un viento de indignación sacudió entonces a las elites británicas. Al tiempo que el primer ministro Gordon Brown también consideraba las huelgas “indefendibles”, su ministro de Comercio Peter Mandelson –ex comisario europeo– previno contra los perjuicios de la xenofobia. Sacando provecho del asunto, la prensa amarilla más reaccionaria se puso a hablar de “comprensión” para los huelguistas, a quienes en época normal trata de vándalos y egoístas.

Esta agitación altamente moral se propagó rápidamente por toda Europa. En Italia, Emma Marcegaglia, presidenta de la confederación patronal Confindustria, citó a Margaret Thatcher para incitar a Gran Bretaña a “no aflojar” sobre el libre comercio y mantenerse firme ante los “bajos instintos nacionalistas”. En Francia, el diario Le Figaro (3–2–09) tituló: “Gran Bretaña: huelga contra los extranjeros”. Incluso aquellos que de costumbre apoyan las reivindicaciones de los asalariados entraron en el juego, como el portavoz del Nuevo Partido Anticapitalista (NPA) Olivier Besancenot, que se mostró preocupado ante esos “movimientos xenófobos suscitados por la crisis, en especial en Inglaterra”.

Teniendo en cuenta la manera en que el conflicto fue presentado a la opinión pública, tanto en el Reino Unido como en otras partes, esas reacciones no sorprenden (2). No dejan de reflejar un profundo error de apreciación sobre lo que sucedió realmente y que podría muy bien repetirse. Testimonian también de un discurso sobre la crisis que, lejos de conjurar en Europa los reflejos anti–inmigrados, por el contrario corre el riesgo de alimentarlos.

Como señaló Derek Simpson, uno de los responsables de Unite, el mayor sindicato británico, las huelgas en la construcción no tenían “nada que ver con la inmigración”: se trataba nada más ni nada menos que de un “conflicto de clases”.

El grupo italiano IREM –subcontratista del estadounidense Jacobs– que originó el escándalo, niega haber eludido los acuerdos sindicales. Pero en la central eléctrica de Staythorpe, en Nottinghamshire, construida por la francesa Alstom, o en la planta de la isla de Grain, en Kent, propiedad del grupo alemán E.ON –donde fueron enviados obreros polacos y españoles– las pruebas de salarios rebajados y de exclusión de trabajadores locales se acumulan.

Cuando iniciaron su movimiento, los huelguistas de esas empresas sabían que estaban fuera de la ley. En efecto, en virtud de la legislación antisindical adoptada bajo Margaret Thatcher y continuada por los Nuevos Laboristas, las acciones de solidaridad se consideran un delito. Fue necesario todo el poder de fuego industrial de los huelguistas y la eficacia de su organización para disuadir a los empleadores de denunciar ante la justicia a las dos confederaciones implicadas, Unite y GMB. Sin embargo, éstas no podían aceptar públicamente la responsabilidad de las huelgas sin exponerse a fuertes multas o al embargo de parte de sus bienes. Esta indecisión llevó a un puñado de huelguistas a adoptar la consigna “empleos británicos para los trabajadores británicos”, con la intención de burlarse del Primer Ministro, quien en el Congreso Laborista de 2007 se había apropiado de esa consigna de la extrema derecha.

En realidad, ese eslogan nunca formó parte de las reivindicaciones del comité de huelga, que por lo contrario reclamaba que en Gran Bretaña el empleo obedeciese a las mismas reglas para todos los asalariados, cualquiera fuese su nacionalidad, así como la estricta aplicación de las convenciones sindicales en todas las obras de construcción. Tan solo dos o tres días después de su aparición, las consignas nacionalistas desaparecieron de Lindsey para ceder lugar a afiches redactados en italiano que invitaban a los inmigrados a unirse al movimiento. “Trabajadores de todos los países, unámonos” fue una consigna que floreció en los piquetes de huelga. En resumen, se evitó claramente el muy real riesgo de que el conflicto se tiñese de xenofobia. Los militantes sindicales se mostraron prudentes.

Su vigilancia redujo a la nada los intentos de infiltración de la extrema derecha, en especial los del British National Party (Partido Nacional Británico, BNP), que se fue con las manos vacías. Los huelguistas nunca eligieron como blanco a los trabajadores extranjeros: sólo apuntaron a los empleadores y al gobierno. Por otra parte, la verdadera naturaleza del movimiento no se les escapó a los cientos de obreros polacos que se unieron a la huelga de la central de Lange, en Plymouth.

Comprendieron que no se trataba de defender los pretendidos privilegios de los autóctonos, sino de denunciar el uso de una categoría de obreros para excluir a otra.

Sin embargo, los medios de comunicación dominantes fueron seducidos por el cliché de la amenaza proteccionista y del racismo obrero hasta el punto de ajustar la realidad a su visión del mundo. El 2 de febrero, en el telediario nocturno “News At Ten” de la British Broadcasting Corporation (BBC), se pudo ver a un huelguista que declaraba, a propósito de los trabajadores italianos y portugueses: “No podemos trabajar con ellos”. La segunda parte de la frase –“debido a la segregación que nos separa”– fue cortada en el montaje, como para crear la impresión de que los obreros locales se negaban a frecuentar a sus colegas inmigrados. Al mismo tiempo, los periodistas que los tabloides enviaron al lugar intentaban convencer a huelguistas de posar para la foto con la bandera inglesa detrás.

Finalmente, el movimiento huelguista en la refinería de Lindsey terminó el 4 de febrero con un acuerdo que preveía la repartición de empleos con los obreros locales –sin efectos nefastos para los trabajadores italianos y portugueses– así como el reconocimiento del derecho de los sindicatos a controlar las condiciones laborales y remunerativas de unos y otros. Esta salida victoriosa puso fin asimismo a la cuarentena infligida a los inmigrados. Lejos de avivar las tensiones entre obreros británicos y extranjeros, la huelga permitió por el contrario que se conocieran. De ahora en más los empleadores tendrán más dificultades para enfrentar a un grupo contra otro.

Asalariados descartables

En Lindsey surgen pruebas de que IREM contrató trabajadores no calificados (y mal pagados) en lugar de obreros calificados, infringiendo acuerdos sindicales. El 19 de mayo estallaron varios paros salvajes acompañados por huelgas solidarias en varios sitios. La movilización podría propagarse a las obras de la ciudad olímpica en el este de Londres. No es únicamente el alza del desempleo lo que inquieta a los huelguistas, sino la continua erosión del tan aclamado y famoso modelo social europeo. Denuncian la porosidad de la directiva de Bruselas sobre los trabajadores migrantes (3), que se supone protege a la mano de obra extranjera contra el dumping social –esas mismas prácticas que encendieron el polvorín en Lindsey, Staythorpe y Grain.

En muchos otros casos en el Reino Unido, esta directiva se aplicó de la forma más restrictiva posible, para otorgar sólo derechos rudimentarios a los trabajadores inmigrados originarios de otros países de la Unión Europea. Tanto más cuando tres sentencias recientes del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas –casos Laval, Viking y Rüffert– debilitaron aun más el alcance del texto y el derecho laboral de los países miembro, autorizando a las empresas a sustraerse, en algunos casos, a sus obligaciones salariales y sociales (4). Por más que Brown jure que le dio la espalda al “mercado no regulado”, su gobierno se opuso estos últimos meses a cualquier intento de amortizar el impacto de la jurisprudencia europea.

La persistencia del tropismo neoliberal –heredado del thatcherismo– y el consecuente mercado del asalariado descartable explican en parte por qué las reacciones de cólera fueron más violentas en el Reino Unido que en otros países europeos. Alentar a las multinacionales del continente a desplazar a grupos de trabajadores y estacionarlos en pontones u hogares miserables a cientos de kilómetros de su residencia habitual mientras que otros son arrojados a la calle, con el noble propósito de “reanudar el crecimiento” y de extirpar la recesión de Europa: una idea cada vez más difícil de admitir cuando las colas se alargan frente a las ventanillas de ayuda social y se desencadena una crisis que se imputa a la desregulación.

Esto es lo que está en el corazón de las huelgas de enero y febrero, no la xenofobia o el racismo. En un país donde cada mes desaparecen más de cien mil empleos, una mano de obra desesperada vio hacerse humo la garantía de un trabajo seguro y decente. Comprendió que la progresión del desempleo y de la inseguridad social permitía a los patrones sacar provecho de las reglas de competencia europea y de las opacas modalidades de la subcontratación para reducir aun más los costos.

Estos últimos años, la incapacidad de los gobiernos europeos de centroizquierda para representar a la clase obrera abrió un amplio camino a una derecha desacomplejada. De la misma manera, la insistencia de las elites mediáticas y políticas en rebajar a los trabajadores que defienden sus empleos al rango de xenófobos podría terminar por transformar la ficción en realidad.


(*) Periodista del diario “The Guardian” de Londres.

(1) Le Monde, París, 4–2–09.

(2) A título de ejemplo: “Los extranjeros como chivos expiatorios”, anuncia La Repubblica (Roma), retomado en Courrier international, nº 953, París, 5–2–09; “Huelga contra el empleo de trabajadores extranjeros: los líderes sindicales desvían el descontento”, titula Lutte ouvrière (nº 2.114, París, 4–2–09), que denuncia “el hecho de que (…) los líderes de los sindicatos Unite y GMB han optado por colocarlo (al movimiento) en el terreno del chovinismo”. Según Marianne2.fr, “La preferencia nacional se invita a la crisis” (3–2–09) y “corren rumores según los cuales algunos extremistas irían a la caza de italianos en los bares de la ciudad”.

(3) Directiva 96/71/CE del Parlamento y del Consejo del 16–12–1996, Journal officiel de l’Union européenne, serie L, Luxemburgo, 21–1–1997.

(4) Anne–Cécile Robert, “Et la crise sociale a rattrapé le Parlement européen”, Le Monde diplomatique, París, marzo de 2009.