Crisis en la
Unión Europea

La primera crisis del euro y las consecuencias en España

La creación de un “eurocaos”

Por Paul Krugman (*)
New York Times / El País, 16/02/10

Últimamente, las noticias financieras han estado dominadas por crónicas de Grecia y de otros países de la periferia europea. Y con razón.

Pero me ha inquietado la información que se centra casi exclusivamente en las deudas y en los déficit europeos, con lo que da la impresión de que todo se reduce al derroche gubernamental (lo cual le da la razón a nuestros halcones del déficit, que quieren recortar drásticamente el gasto a pesar de enfrentarnos a un paro masivo y ponen a Grecia como ejemplo de lo que pasará si no lo hacemos).

Pero la verdad es que la falta de disciplina fiscal no es la única, ni la principal, fuente de problemas de Europa, ni siquiera en Grecia, cuyo Gobierno, efectivamente, sí ha sido irresponsable (y ocultó su irresponsabilidad con contabilidad creativa).

No, la verdadera historia que está detrás del eurocaos no se basa en el despilfarro de los políticos, sino en la arrogancia de las élites; concretamente, las élites políticas que instaron a Europa a adoptar una moneda única mucho antes de que el continente estuviera preparado para un experimento de este tipo.

Fijémonos en el caso de España, que en vísperas de la crisis parecía ser un ciudadano fiscal modelo. Sus deudas eran bajas: un 43% del PIB en 2007, en comparación con el 66% de Alemania. Tenía superávit presupuestario. Y su regulación bancaria era ejemplar.

Pero con su clima cálido y sus playas, España era también la Florida de Europa y, al igual que Florida, experimentó un enorme auge inmobiliario. La financiación de este boom provenía principalmente del extranjero: hubo entradas gigantescas de capital procedentes del resto de Europa, en especial de Alemania.

La consecuencia fue un crecimiento rápido combinado con una inflación significativa: entre 2000 y 2008, los precios de bienes y servicios producidos en España aumentaron un 35%, en comparación con un incremento de sólo un 10% en Alemania. Debido a la subida de los costes, las exportaciones españolas fueron perdiendo competitividad, pero la creación de empleo siguió siendo fuerte gracias al boom inmobiliario.

Y entonces estalló la burbuja. El paro en España experimentó un drástico repunte, y el presupuesto incurrió en un profundo déficit. Pero la avalancha de números rojos –que estuvo provocada en parte por la forma en que la depresión redujo los ingresos y en parte por el gasto de emergencia para limitar los costes humanos de la depresión– fue una consecuencia, no la causa, de los problemas de España.

Y no hay mucho que el Gobierno español pueda hacer para mejorar las cosas. El principal problema económico del país es que los costes y los precios se han desmarcado de los del resto de Europa. Si España siguiera teniendo su antigua moneda, la peseta, podría remediar rápidamente el problema con una devaluación (por ejemplo, reduciendo el valor de la peseta un 20% con respecto a otras divisas europeas). Pero España ya no tiene su propio dinero, lo que implica que sólo puede recuperar su competitividad mediante un lento y doloroso proceso de deflación.

Ahora bien, si España fuera un estado de Estados Unidos y no un país europeo, la situación no sería tan mala. En primer lugar, los costes y los precios no se habrían desmadrado tanto: Florida, que, entre otras cosas, podía atraer libremente a trabajadores de otros estados y mantener bajos los costes de la mano de obra, nunca experimentó nada remotamente parecido a la inflación relativa de España. Y en segundo lugar, España recibiría una gran cantidad de apoyo automático en la crisis: el sector inmobiliario de Florida ha pasado de la expansión a la recesión, pero Washington sigue enviando los cheques de la Seguridad Social y del Medicare.

Pero España no es un estado de Estados Unidos y, por tanto, está metida en un buen lío. Grecia, naturalmente, está en un lío aún peor, porque los griegos, a diferencia de los españoles, fueron realmente irresponsables desde el punto de vista fiscal. No obstante, Grecia tiene una economía pequeña, cuyos problemas importan principalmente porque se están extendiendo a otras economías mucho más grandes, como la de España. Así que el origen de la crisis es la inflexibilidad del euro, y no el gasto financiado con el déficit.

Nada de esto debería extrañarnos demasiado. Mucho antes de que naciera el euro, los economistas advertían de que Europa no estaba preparada para una moneda única. Pero se hizo caso omiso de estas advertencias y se produjo la crisis .

¿Y ahora qué? La disolución del euro es prácticamente impensable, por meros motivos prácticos. Como dice Barry Eichengreen de Berkeley, un intento de reintroducir una moneda nacional desencadenaría "la madre de todas las crisis financieras". Así que no hay marcha atrás: para hacer que el euro funcione, Europa tiene que avanzar mucho más en la unión política, para que los países europeos empiecen a funcionar más como estados de Estados Unidos.

Pero eso no va a suceder de hoy para mañana. Lo que veremos probablemente a lo largo de los próximos años es un doloroso proceso de remiendos: rescates acompañados de exigencias de una austeridad despiadada, y todo con un trasfondo de desempleo muy elevado, perpetuado por la dolorosa deflación que ya he mencionado.

Es un panorama feo. Pero es importante entender la naturaleza del fatal fallo de Europa. Sí, algunos Gobiernos han sido irresponsables; pero el problema básico ha sido el orgullo desmedido, la arrogante idea de que Europa podía hacer que funcionara una moneda única a pesar de los fuertes motivos que había para creer que no estaba preparada.


(*) Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton (EEUU) y premio Nobel de Economía 2008.


La primera crisis del euro pone en evidencia los límites y deficiencias de
la unión monetaria

Lo que Grecia ha enseñado a Europa

Por Alicia González
El País, 14/02/10

Grecia enseñó al mundo a pensar. De la Antigua Grecia arranca la tradición filosófica occidental, el intento del ser humano por explicar el mundo mediante la razón y no a través de mitos y formas religiosas. Muchos siglos después Grecia vuelve a ofrecer una importante enseñanza al mundo. Su crisis fiscal ha puesto en evidencia las debilidades de la unión monetaria a la que tanto le costó acceder –trampas estadísticas incluidas–, ha expuesto cuáles son las deficiencias estructurales del euro y cuáles los límites de la propia Unión Europea. Grecia, en el germen mismo del nacimiento de Europa, ha precipitado la primera gran crisis del euro y sus consecuencias aún están por ver.

Dado que no hay otra unión monetaria en el mundo con la que comparar la marcha del proyecto europeo, hay quienes argumentan que estos son los contornos propios de una unión monetaria sin más, que no se trata de que las reglas impuestas por Bruselas hayan sido equivocadas o insuficientes sino que, en ausencia de una unión política, estos son los elementos con los que hay que trabajar y convivir.

"Los actuales problemas están en el origen mismo del euro. Es su pecado original porque se unifica la política monetaria de los estados miembros pero cada uno de ellos mantiene su soberanía fiscal", asegura Gerardo della Paolera, profesor de Economía de la Universidad Americana de París.

Sin embargo, las cosas se podían haber hecho de otra forma, se podían haber fijado otros límites y las herramientas elegidas podían haber sido también distintas. "Los niveles de vigilancia establecidos, a través del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), claramente no son suficientes. No se tienen en cuenta desequilibrios que ahora se han probado tan graves para la eurozona como los déficits comercial y por cuenta corriente, la evolución de los salarios, del crédito, la política prudencial.... No hay duda de que hace falta mayor supervisión", asegura Jean Pisani–Ferry, director del think tank Bruegel, con sede en Bruselas.

Las críticas al Pacto de Estabilidad son un episodio habitual para los expertos. Y la verdad es que no parece que un límite del 3% del PIB, en el caso del déficit, y del 60%, en el de la deuda pública, basten para dotar de estabilidad a una unión monetaria en un mundo tan complejo como el actual y en el que están tantos elementos en juego.

Precisamente, el PEC fue el origen de otra pequeña crisis de la moneda única en estos 11 años de existencia. En 2004, la Comisión Europea dejó en suspenso la aplicación de sanciones a Francia y Alemania por haber superado el límite del 3% de déficit el ejercicio anterior. Entonces se apostó por una reforma del Pacto que flexibilizara su cumplimiento para los países ricos, algo que algunos auguraron como una carga de debilidad permanente para el euro. No fue así. Pero ya entonces ese episodio permitió intuir algunos problemas estructurales de la Unión: la dificultad de acomodar unas reglas comunes a países con momentos del ciclo muy dispares y con trayectorias económicas muy diferentes. "El euro ha funcionado bien porque el 85% del comercio se desarrollaba dentro de la UEM", apunta Della Paolera.

Sólo que hay desequilibrios que no se pueden mantener de forma indefinida. "La estructura del crecimiento en Europa está desequilibrada de forma peligrosa, con un gran superávit por cuenta corriente en Alemania que tiene su reflejo en los grandes déficits que soportan otros países de la Unión. Esos países sufren entonces una pérdida de competitividad que no pueden aliviar mediante una devaluación del tipo de cambio", afirma Marco Annunziata, economista jefe de Unicredit desde Milán. "Al mismo tiempo, Europa no cuenta con un mecanismo lo suficientemente fuerte como para redistribuir recursos de forma efectiva entre países y cuenta con una movilidad laboral limitada. Una unión monetaria en esas circunstancias, sin mayor integración fiscal y política, no puede funcionar", sentencia.

Con todo, mientras las cosas han ido razonablemente bien –fuerte crecimiento, liquidez, optimismo– el euro ha funcionado. Los problemas de verdad surgen cuando la economía se deteriora. "Es la primera vez que las economías en dificultades tienen que lidiar con el rigor desde dentro de una unión monetaria y todo ello en medio de una enorme crisis fiscal", recuerda desde su despacho de Londres Peter Westaway, economista jefe para Europa de Nomura.

Aunque la magnitud de la crisis actual ha superado cualquier previsión, algunos escenarios sí que se podían anticipar, al menos en parte. Las crisis financieras suelen venir acompañadas de una reducción de la deuda –desapalancamiento, según la jerga económica– del sector privado y ésta, a su vez, de un aumento de la deuda pública. La historia concluye entonces que las suspensiones de pagos por parte de los Estados aumentan considerablemente después de las crisis financieras, como recogen Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff en su libro Esta vez es diferente: ocho siglos de locura financiera. Si bien "las posibilidades de una suspensión de pagos son muy bajas, especialmente dentro de la eurozona, las incertidumbres que [esta situación] conlleva son considerables", admiten Ben Broadbent y Nock Kojucharov, de Goldman Sachs, en un reciente informe. Es decir, que los problemas por los que atraviesan economías como Irlanda, Grecia, Portugal o España, por poner un ejemplo, no eran tan difíciles de prever. Y menos después de la suspensión de pagos de Dubai.

Los mercados están castigando con un aumento de la prima de riesgo –medida por el diferencial de rentabilidad frente a la deuda alemana que hay que pagar para financiarse o por el coste de asegurar la deuda, los CDS– a los países con peor desempeño fiscal "y en este punto entra en juego la credibilidad, conseguida a lo largo del tiempo", como recuerda Citigroup en una nota a clientes. Porque hay un poco de todo. Desde luego en el caso de Grecia.

Cuando el nuevo gobierno griego del socialista Giorgos Papandreu asumió el poder, en octubre pasado, afloró la verdadera dimensión de las cuentas públicas. Frente a un déficit inicial estimado del 3,7%, los números rojos iban a avanzar a finales de año hasta el 12,7% del PIB. Lo peor es que se trataba de la enésima vez que Grecia falseaba sus datos, incluidos los que le permitieron acceder a la moneda única en el año 2000. Desde entonces Atenas ha estado inmersa en una carrera contrarreloj frente a los mercados para intentar ganar su confianza con sucesivos planes de ajuste que devuelvan a la economía helena al marco de las reglas comunitarias. Pero no hay credibilidad posible a la que Papandreu pueda apelar y menos para un gobierno que llegó al poder prometiendo subidas salariales a los funcionarios.

En el caso español, el problema es bien diferente. Como recuerda reiteradamente el Gobierno, la deuda pública está en estos momentos a unos 20 puntos de la media de la Unión Europea. No habría motivos, entonces, que justificaran el castigo de los inversores. Sólo que los mercados no están evaluando si este escenario es insostenible hoy, sino si la consolidación fiscal y la disciplina presupuestaria prometidas por el Ejecutivo componen un escenario creíble a dos o tres años vista. Y el mercado ya ha cuestionado que ese escenario se pueda cumplir sin una recuperación vigorosa de la economía. No parece que vaya a ser así porque el sector privado tiene todavía muchos ajustes que digerir.

"Sin duda, en el caso de España pesa, y mucho, el elevado volumen de deuda privada, que representa aproximadamente el 225% del PIB. Si le sumamos el 55% que alcanza la deuda pública tenemos que la deuda total equivale a 2,8 veces el PIB, es decir el 280% de nuestra producción total anual. Teniendo en cuenta que la vida media de la deuda es de tres o cuatro años eso supone que cada año hay que refinanciar nada más y nada menos que 600.000 millones de euros que hay que pedir al mercado", explica Luis de Guindos, director del nuevo centro de investigación financiera de Pricewaterhouse Coopers y del Instituto de Empresa. Eso no significa que España esté en una situación fiscal parecida a la de Grecia a juicio de los inversores, aclara Guindos, pero sí que su poder de contagio sea mayor, pues representa aproximadamente el 10% del PIB de la eurozona, frente al 2,7% de Grecia.

No hay duda de que la inestabilidad se ha cebado con los países del Sur de Europa más Irlanda, aunque el gobierno de Dublín ha acometido un plan de ajuste tan severo –incluyendo recortes del 15% del salario de los funcionarios– que parece haber recuperado la calma. Una coincidencia geográfica que ha llevado a los analistas a rescatar para sus informes el despectivo acrónimo PIGS, que significa cerdos, en inglés, y las iniciales en ese idioma de Portugal, Italia, Grecia y España. Una denominación que tuvo cierto éxito en los años previos a la entrada en vigor de la moneda única pero que la convergencia y el buen desempeño económico habían hecho caer en el olvido.

Claro que, si nos atenemos a las economías que pueden verse arrastradas en caso de una suspensión de pagos de Grecia, el nuevo acrónimo de moda entre los analistas es STUPID, las siglas en inglés de España, Turquía, Reino Unido, Portugal, Italia y Dubai. Algunos añaden otra U para incluir a Estados Unidos. La referencia del acrónimo en este caso es innecesaria.

Ante el alcance y la extensión que está cobrando la crisis, la Unión Europea se ha visto obligada a plantearse un escenario que había querido ignorar desde su creación: la posibilidad de un rescate financiero a un miembro de la unión monetaria. Es más, los estatutos fundacionales del Banco Central Europeo excluyen explíticamente la posibilidad de un rescate por parte de la autoridad monetaria. Sólo dejan la puerta vagamente abierta a que lo hagan los Estados miembros, pero bajo circunstancias muy concretas.

"No hay un mecanismo de gestión de crisis, estamos en proceso de inventarlo", reconoce Jean Pisani–Ferry. En algunos ámbitos ya ha habido avances. La Unión Europea estableció una línea de ayuda junto al Fondo Monetario Internacional (FMI) para acudir al rescate de Hungría, Rumanía y Letonia, países miembros de la unión pero no de la moneda única. Una opción que, sin embargo, parece descartada de plano cuando afecta a los países del euro.

No sólo por la humillación que puede suponer para los europeos que sean otros los que le resuelvan la crisis sino porque, además, el Fondo nunca ha aplicado sus programa en países que carecen de control sobre el tipo de cambio o sobre los tipos de interés. Y eso comprometería en buena medida la independencia del propio banco central. Pero no hay margen para la discusión. El que era comisario para Asuntos Económicos hasta el pasado martes, Joaquín Almunia, lo dejaba claro. "Coincido con los diputados que han dicho que no necesitamos llamar al FMI. Lo podemos y debemos hacer nosotros", declaró ante el Parlamento.

Y a ello se han puesto. El primer intento institucional de armar ese plan de rescate ha tenido lugar esta semana en Bruselas y el resultado ha sido, cuando menos, decepcionante. Una declaración política asegurando que los Estados miembros no dejarán caer a Grecia parece lejos de transmitir la claridad que demandan los mercados. Y eso que los mismos países que más reticencias expresan a la hora de socorrer financieramente a Grecia –Francia y Alemania, principalmente– son los mismos que tienen una mayor exposición, a través de su banca, a estos mercados [ver gráfico].

"Lo que tendrían que hacer los jefes de Estado y de Gobierno es clarificar cuáles pueden ser las modalidades de ayuda que están dispuestos a prestar a Grecia y fijar qué condiciones establecen ahora, y de cara al futuro, para los planes de asistencia a Estados miembros. Eso es lo que necesitan los mercados: no sólo bonitas palabras prometiendo futuras ayudas sino saber cuáles son las reglas del juego de la Unión para una situación de crisis", insiste el director de Bruegel.

Es ahí cuando los más puristas apelan al riesgo moral. El mismo temor que surgió entre las autoridades estadounidenses y que les llevó a dejar caer al banco Lehman Brothers, en septiembre de 2008, pero que no impidió el rescate meses antes de Bear Sterns o el de la aseguradora AIG, pocos días más tarde.

El mismo miedo de los países teóricamente más cumplidores de la Unión a subvencionar a gobiernos fiscalmente irresponsables, a que sus contribuyentes acaben costeando con sus impuestos comportamientos de gasto irresponsable.

En parte, no les falta razón. "¿Cómo va a aplicar Irlanda recortes de salarios públicos superiores al 10%, con la impopularidad que ello implica para su gobierno, si Grecia se acoge a un plan de rescate que le exime de adoptar ajustes dolorosos?", pregunta retóricamente Westaway. Es evidente que nadie va a optar por la disciplina presupuestaria si existe un camino más fácil. Y el riesgo moral apela, precisamente, a que pueda producirse una especie de contagio de países solicitando un rescate.

"Eso no lo sabes nunca y no se debe tener en cuenta en este momento. Lo importante es clarificar las reglas del juego para hoy y para mañana, no sólo hacer algo a medida de Grecia", incide Pisani–Ferry.

En todo caso, la Unión Europea también ha modificado sus normas cuando las circunstancias así lo han exigido, sin pararse a pensar si ello implicaba o no un riesgo moral sino la magnitud de los problemas en juego.

No en vano, el consejo de BCE acordó en pleno estallido de la crisis financiera aceptar deuda pública con calificación por debajo de A–, la mínima categoría exigida hasta entonces, como activo colateral a los bancos para facilitar su acceso a líneas de financiación preferente. Una regla que ya ha advertido que revertirá a finales de este año y que, en caso de deterioro de la calificación griega, podría hacer que sus bonos no pudieran ser utilizados por la banca para recibir financiación barata del BCE. Sería la primera vez que un banco central no acepta deuda de un Estado miembro. Un nuevo episodio de inestabilidad en los mercados estaría, sin duda, servido.

"Eso hace que resulte inconcebible que el BCE no vaya a encontrar una vía, si fuera necesario, para ayudar a un Estado miembro que permanece en riesgo sistémico. Al igual que es también inconcebible que el BCE vaya a precipitar deliberadamente los problemas de países en dificultades por unas reglas altamente procíclicas", explican los analistas de Moody's. Si el BCE ha reescrito sus reglas una vez, y lo ha hecho para ayudar al sistema financiero, bien puede volver a hacerlo en una segunda ocasión, sobre todo si se trata de garantizar la viabilidad de la Unión monetaria y el futuro del euro.

Porque de lo que no cabe duda es de que la Unión Europea está viviendo situaciones para las que claramente no estaba preparada y siempre es buen momento para reformar aquello que no funciona.

Lo quieran o no, los ministros de Finanzas se van a ver forzados por las circunstancias a concretar algún tipo de hoja de ruta. Ya sea ahora o lo dejen para algo más adelante. Porque la crisis de deuda que ha estallado en el seno de la UEM se ha producido con los tipos de interés en el nivel más bajo de su historia, el 1%. Y si la recuperación de las economías se empieza a concretar como parece, la estrategia de salida del BCE pasa indudablemente por ir elevando los tipos de interés, lo cual añadirá más presión a las economías más altamente endeudadas. Todo en un contexto de fuerte competencia a la hora de colocar deuda, lo que les va a obligar a pagar sustanciosas primas a los inversores.

Al final, la Unión Europea va a acabar dando la razón al jefe de gabinete de Barack Obama, Rahm Emmanuel, cuando dice que "una crisis es una oportunidad que no se puede desaprovechar. Nunca".