Iraq

Estados Unidos no sabe lo solo que está en Iraq

Con amigos como estos...

Por Patrick Cockburn (*)
Counter Punch, 03/11/08
Rebelión, 06/11/08
Traducido por Beatriz Morales Bastos

Durante los últimos cinco años los estadounidenses y sus aliados iraquíes han señalado triunfalmente una serie de hitos falsos que supuestamente marcan puntos de inflexión en el camino a la estabilidad y la seguridad. Pero el actual punto muerto en relación del Acuerdo del Estatuto de las Fuerzas (SOFA, por sus siglas en inglés), que el gobierno iraquí se niega a firmar a pesar de la intensa presión estadounidense, marca un verdadero punto de inflexión en el conflicto: es una señal clara de que la influencia política estadounidense es más débil que nunca.

Ésta es la primera vez desde la invasión de 2003 que un gobierno iraquí ha rechazado una propuesta de Estados Unidos referente a un asunto crucial. El gobierno iraquí rechazó el acuerdo, que desde marzo fue objeto de prolongadas y encarnizadas negociaciones, y es poco probable que llegue a ser presentado al parlamento en su forma actual. El primer ministro iraquí, Nouri al Maliki, que no hubiera podido obtener o conservar este cargo sin el apoyo estadounidense, afirma que no lo firmará tal como está.

Mientras, Estados Unidos está cada vez más desesperado por llegar al acuerdo del estatus antes de que a finales de este año acabe el mandato de Naciones Unidas que legaliza la ocupación estadounidense. El embajador estadounidense Ryan Crocker amenazó enfadado que sin el acuerdo “no hacemos nada, ni adiestramiento de seguridad, ni apoyo logístico, ni protección de las fronteras, ni adiestramiento, equipamiento, personal para los checkpoints, nada de nada”. Durante los últimos ocho meses el propio presidente Bush ha estado presionando duramente a favor del acuerdo, pero sin éxito. Su fracaso en asegurar el pacto demuestra que Estados Unidos es incapaz de salirse con la suya a pesar de las exageradas afirmaciones de éxito militar que han hecho la Casa Blanca y el Pentágono.

El rechazado acuerdo es a todas luces menos favorable a Estados Unidos que el borrador original discutido por primera vez en marzo. Los estadounidenses, que podrían haber presentado el acuerdo a los iraquíes como un medio de poner fin a la ocupación o de eliminar sus aspectos más inaceptables, en vez de ello produjeron un cheque en blanco que sugería que no se limitaría el número de soldados estadounidense presentes en el país ni daba una fecha para una posible retirada.

El borrador de marzo era un ejemplo típico de la tendencia estadounidense a que se le vaya la mano en relación a Iraq, donde se denunció que el acuerdo era un sucesor del tratado anglo–iraquí de 1930 que daba a los británicos el control de facto sobre un Iraq sólo independiente de nombre. El borrador provocó una violenta reacción nacional y muchos políticos iraquíes que apoyaban el acuerdo lo hicieron de forma encubierta por temor a ser calificados de colaboracionistas con los estadounidenses.

El borrador final del acuerdo aceptado por los negociadores el 13 de octubre eran muy diferente. Para entonces la administración Bush había sido obligada a admitir un calendario para una retirada militar estadounidense: las tropas de combate iban a abandonar las ciudades grandes y pequeñas, y los pueblos de Iraq para finales de junio de 2009 y todas las fuerzas estadounidenses iban a partir para finales de 2011. Los contratista perdían su inmunidad ante la ley iraquí. Estados Unidos trató de que la retirada militar de Iraq estuviera condicionada a la situación de seguridad del momento, pero al final de las negociaciones incluso se tuvo que hacer concesiones en este sentido.

Nada ilustra mejor el verdadero paisaje político en Iraq (y lo absurdo de las fantasías concebidas en Washington y ampliamente aceptadas en Estados Unidos) que las concesiones impuestas a los estadounidenses. El problema estadounidense en Iraq desde el derrocamiento de Sadam Husein siempre ha sido más político que militar. Dicho de forma sencilla, los estadounidenses han tenido demasiados pocos amigos en Iraq y sus aliados se han puesto de parte de Estados Unidos sólo por razones tácticas. La mayoritaria comunidad chií inicialmente cooperó con Estados Unidos para lograr dominio político y necesitaba a las fuerzas militares estadounidenses para aplastar el levantamiento árabe sunní de 2004–7. Pero los dirigentes chiíes siempre quisieron el poder para sí mismos y nunca pretendieron compartirlo con los estadounidense a largo plazo. Las guerrillas sunníes se desenvolvieron sorprendentemente bien contra el ejército estadounidense, pero su comunidad fue derrotada decisivamente en la sangrienta batalla de Bagdad que lucharon los escuadrones de la muerte del gobierno y las milicias sectarias. Fue esta derrota (y no la simple hostilidad hacia al–Qaeda en Iraq) lo que llevó a los rebeldes sunníes a buscar sus propias alianzas con Estados Unidos.

Estuve en Bagdad durante la primera mitad de octubre y después fui a Nueva York. Nunca ha habido un desfase como el de ahora entre lo que los estadounidenses creen que está ocurriendo en Iraq y la realidad sobre el terreno. El senador John McCain sigue celebrando el supuesto triunfo de la “oleada [de tropas]” y parece imaginar que la “victoria en Iraq” está ahora cercana. Su exótica candidata a la vice–presidencia Sarah Palin mira desdeñosamente al “derrotista” Barack Obama. Y Obama, temeroso de parecer no patriótico, se ha retractado de sus anteriores dudas acerca de la oleada y ha tratado evitar discutir sobre Iraq en general. Con los votantes estadounidenses comprensiblemente absortos en la crisis financiera y la depresión que se avecina se ha evaporado la atención respecto a lo que ocurre en Iraq: los medios de comunicación estadounidenses apenas han mencionado el rechazo al SOFA.

En Nueva York me pareció extraño que tanta gente creyera que la oleada había acabado con la violencia en Iraq. Era un extraño tipo de victoria militar, observé, que requería más soldados en Iraq hoy (152.000) que antes de que empezara la oleada. El mejor barómetro sobre la verdadera situación de la seguridad en Iraq, seguí diciendo a la gente, es el comportamiento de los 4.700.000 refugiados iraquíes dentro y fuera del país. Muchos están viviendo en unas circunstancias desesperadas pero no se atreven a volver a sus casas. Si ustedes preguntan a un iraquí de Bagdad cómo están las cosas, puede que diga “mejor”. Pero quiere decir mejor que la carnicería de hace dos años: “mejor” no significa “bien”.

Al conducir por Bagdad traté de evitar la zonas especialmente peligrosas, como la plaza Tahrir en el centro de la ciudad. Resultó ser muy sensato: unos pocos días después de que me fuera un atentado con un coche suicida ahí contra el convoy del ministro de Trabajo y Asuntos Sociales mató a 12 personas. El suicida había llegado a la plaza Tahrir a pesar de que hay checkpoints militares y de la policía cada cien yardas y descomunales atascos de tráfico por toda la ciudad. Ahora hay un poco menos de actividad al anochecer, particularmente en los distritos de Karada y Jadriyah, pero Bagdad sigue siendo la ciudad más peligrosa del mundo.

El gobierno debería ser capaz de hacerlo mejor. Tiene dinero. Las reservas ascienden a 79.000 millones de dólares. El Estado es vasto y emplea a unos dos millones de personas. Pero también es disfuncional. Algunos empleados del gobierno como profesores y oficiales del ejército están mejor pagados, pero la mitad de la población está en paro. Se supone que el ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, cuyo director casi fue asesinado, ayuda a millones de empobrecidos iraquíes, pero sólo ha gastado el 10% de su presupuesto. El sector privado languidece. Las grúas son un signo evidente de actividad económica, pero no recuerdo haber visto ni una en Bagdad fuera de las que se oxidan al lado de las inacabadas mezquitas de Sadam Husein.

La incapacidad del gobierno iraquí, muchos de cuyos miembros han cooperado durante mucho tiempo con Estados Unidos, de llegar a un nuevo acuerdo con Estados Unidos pone de relieve una sencilla verdad acerca de la política iraquí. La ocupación nunca ha sido popular. En la única parte del país en la es aceptable es Kurdistán, que nunca ha sido ocupada por las fuerzas estadounidenses. Puede que, bajo la presión chií, algunos árabes sunníes consideren a Estados Unidos su protector, pero el conjunto de los iraquíes culpa a la ocupación de sus actuales miserias. La aversión a la ocupación es tan grande que muchos políticos chiíes creen que podrían estar firmando su sentencia de muerte política al entenderse con ella, aunque también están nerviosos con la idea de tener que arreglárselas sin el apoyo militar estadounidense.

Los kurdos afirman en privado que Maliki está demasiado seguro de sí mismo. Puede ser, pero tiene mano firme. Es demasiado tarde para que los estadounidenses traten de reemplazarlo. Su mayor triunfo (hacer frente al ejército Mahdi Army de Muqtada al Sadr en Basora, Sadr City y Amara a principios de este año) se lo debe tanto a la contención iraní de los sadristas como al apoyo militar estadounidense. Para él sería peligroso convertir a Irán en su enemigo si firma un tratado al que los iraníes se oponen vehemente y abiertamente.

Maliki parece haber estado indeciso en relación al SOFA: dudoso acerca de si el mayor peligro es firmarlo o no firmarlo. Está mirando al futuro, a las elecciones provinciales y parlamentarios del año que viene cuando quiere presentarse como el dirigente patriótico iraquí que se mantuvo firme. Si no lo hace entonces los sadristas y posiblemente el Consejo Supremo Islámico de Iraq lo denunciará como un colaboracionista de los estadounidenses.

El peligro en Iraq es que ni McCain ni Obama parecen entender hasta qué punto se ha debilitado este año la posición estadounidense en Iraq o por qué Iraq se niega a firmar el acuerdo de seguridad . La sobrevaloración de la oleada como una gran victoria significa que pocos estadounidenses se dan cuenta de que los estadounidenses tienen cada vez menos aliados en Iraq. Estados Unidos ya no crea ahí el clima político. Independientemente de quién herede la Casa Blanca, la retirada militar estadounidense es ahora inevitable. La única pregunta que permanece es quién tendrá el poder en Iraq cuando ellos se hayan ido.


(*) Patrick Cockburn es el autor de “Muqtada: Muqtada Al–Sadr, the Shia Revival, and the Struggle for Iraq”. La primera versión de este artículo se publicó en The National (www.thenational.ae), publicado en Abu Dhabi.