Iraq

Los iraquíes identifican el origen de la violencia en la ocupación y el empobrecimiento general

¿En qué se basa la “pacificación”?

Por Carlos Varea (*)
El Viejo Topo, Nº 256, mayo 2009
IraqSolidaridad, 25/05/09

“Por todo el país, milicianos desheredados, cada vez más jóvenes, tornan su violencia contra sus propios correligionarios, imponiéndose como mafias locales y guardianes de la ortodoxia religiosa, sirviendo a nuevos amos regionales o transnacionales. Este proceso de fragmentación territorial, de homogenización sectaria y de sometimiento de una población exánime al poder de las nuevas oligarquías gansteriles es lo que debería determinar el completo rechazo internacional de la idea de que Iraq ha entrando en una fase de normalización y democratización, la última mentira de Bush que todo el mundo repite.”

Coincidente con la última reunión del G–20 en Londres de comienzos de abril, el sexto aniversario de la guerra y del inicio de la ocupación de Iraq apenas ha sido rememorado por los medios de comunicación y ha sido completamente olvidado por el movimiento de solidaridad internacional. A ello ha contribuido ciertamente la aparente “normalización” interna del país, cuyos dos elementos referenciales son una relativa reducción de la violencia y el aparente asentamiento del proceso político auspiciado por los ocupantes, cuya más reciente confirmación sería la celebración de las elecciones locales de enero.

Así, según la valoración interesada de los ocupantes y de sus socios internos iraquíes, repetida como si de un eco se tratara por medios de comunicación internacionales y gobiernos amigos, Iraq habría superado una fase de cinco años de extrema violencia generada por la propia sociedad iraquí como consecuencia de la caída del régimen dictatorial de Sadam Husein, que parecía exorcizar con represión y servicios públicos la irredenta y atávica naturaleza de los llamados iraquíes –tan solo sectas y tribus mal amalgamadas– hacia la masacre y el latrocinio.

La realidad de lo ocurrido es bien distinta. Ciertamente Iraq se ha convertido en uno de los escenarios más violentos del planeta y el balance de este período es aterrador. Pero es incorrecto afirmar que ello sea la expresión del fracaso de la propia sociedad iraquí, históricamente muy bien tramada en su complejidad comunitaria y la más secularizada de Oriente Próximo. Una reciente encuesta incluida en el último (y oficial) Informe de Desarrollo Humano de Iraq señala que el 87 por ciento de los iraquíes niega que la violencia que sufre su país “tenga raíces históricas” y el 95 por ciento que “se asocie a valores sociales [iraquíes]”.

La respuesta a la pregunta inmediatas de ¿qué es entonces lo que ha ocurrido en Iraq desde 2003? puede encontrase en otro resultado de esta misma encuesta: el 59,2 por ciento de los entrevistados afirma que la causa primera de la violencia en Iraq ha sido “la ocupación y la pérdida de la independencia nacional”, el 13,1 por ciento “el incontenible hundimiento en la marginación y en la exclusión” sociales, y el 11,2 por ciento “el deterioro de las condiciones de vida y el desempleo”. En suma, la inmensa mayoría de los iraquíes, de toda comunidad y región del país, identifican acertadamente la causa última de la violencia en la ocupación, por cuanto ha anulado la autonomía política de la sociedad iraquí y ha destruido los medios materiales de subsistencia de sus individuos: sometimiento y empobrecimiento, cuya combinación puede expresarse en el hecho de que un joven enrolado en una milicia confesional gane más dinero que un profesional cualificado.

Los factores esenciales derivados de la ocupación de Iraq en 2003 son la instauración de un nuevo régimen basado en criterios sectarios; el segundo, que las nuevas instituciones iraquíes están controladas, esencialmente, por formaciones confesionales chiíes históricamente vinculadas a Irán, lo que determina que EEUU precisa del régimen iraní para asegurar una mínima estabilización de Iraq.  Así, la denominada “violencia sectaria” de Iraq ha sido esencialmente violencia política, social y económica, y ha respondido a intereses objetivos de los ocupantes y de sus socios internos iraquíes, así como a los de los regímenes regionales.

Si bien es un error dar por hecho que los intereses de unos y otros hayan sido siempre los mismos, sí lo es que la diáspora y el genocidio, que ahora revisaremos, tuvieron su origen en un objetivo común: desestructurar la sociedad iraquí a fin de destruir el sustrato material y humano de la resistencia armada a la ocupación y, tras ello, imponer en el país un nuevo modelo social y económico que articulase una gravísima regresión civil con la privatización de recursos y prestaciones. La anulación de los derechos ciudadanos frente al predominio de poderes sectarios va de la mano –manu militari– de la anulación de los derechos colectivos frente al predominio de las mafias asociadas a intereses foráneos.

El exilio y la muerte

La ocupación de Iraq ha generado la mayor y más rápida crisis mundial de las últimas décadas [1]. Según António Guterres, Alto Comisionado de Naciones Unidas para los refugiados, el reciente incremento mundial registrado en número de personas sin hogar se debe a la crisis de Iraq. Iraq es hoy en día el país con mayor número de personas que se han visto forzadas a abandonar su hogar, cinco millones en total según las cifras oficiales más conservadoras: al menos 2,8 millones de desplazados internos y otros 2,2 millones de refugiados en el exterior. Con una población de casi 27 millones de personas, Iraq es asimismo el país con mayor tasa mundial de refugiados y desplazados, casi el 18 por ciento de sus habitantes, por encima Afganistán, Colombia y la República Democrática del Congo. Prácticamente una de cada cinco personas sin hogar es iraquí.

Las causas de la diáspora iraquí han ido sucediéndose, entrelazándose y retroalimentándose: los operativos militares de los ocupantes y la destrucción sistemática de las infraestructuras; el deterioro de las condiciones básicas de vida debido al colapso del Estado, la inseguridad, la rampante corrupción y el afianzamiento de mafias locales; y, finalmente, la violencia, genéricamente calificada como “confesional” pero que responde a claves políticas de control del territorio y que esencialmente desencadenaron los nuevos servicios de seguridad, milicias y escuadrones de la muerte vinculados a las formaciones del gobierno iraquí de Nuri al–Maliki.

El balance de muertos desde el inicio de la ocupación es, asimismo, aterrador. Si se opta por el cálculo oficial, la cifra es de 150 personas asesinadas al día; si se opta por el establecido por reputadas instancias internacionales [2] la cifra anterior habría que multiplicarla al menos por 10, y el número final total superaría el millón de muertos. En Bagdad más del 40 por ciento de los hogares de la capital ha perdido al menos un familiar violentamente. El 65 por ciento de los refugiados y el 40 por ciento de los desplazados abandonaron sus hogares por amenazas directas de muerte; otro 30 por ciento, en ambos colectivos, por la inseguridad general y el terror [3].

Según Naciones Unidas, menos de un cinco por ciento de los refugiados retornaron a Iraq en 2008; pese a la publicitada reducción de la violencia: ningún indicador socioeconómico ha mejorado y nadie sabe, –ni tan siquiera los estadounidenses–  a dónde van a parar los ingresos del petróleo iraquí: De los 180 países evaluados por la organización Transparency International sobre su nivel de corrupción, Iraq es el tercer país más corrupto del mundo, sólo superado por Myanmar y Somalia. Pero ese dato es incluso incierto: este limitado retorno viene forzado por el endurecimiento de las condiciones de vida en los países de acogida y, en muchas ocasiones, determina, al llegar a casa un segundo desplazamiento forzado: el miedo sigue manteniendo el país “en paz”.

Terror y resistencia

Dos han sido las afirmaciones falsas repetidas por el gobierno de Bush y reproducidas mediáticamente hasta la saciedad: la primera, que la violencia en Iraq se debía esencialmente a Al–Qaeda; la segunda, que la comunidad chií legítimamente se estaba defendiendo frente a los atentados masivos e indiscriminados de los yihadistas sunníes.

Este ha sido el falso cliché de la llamada “guerra civil” iraquí, bien sustentada mediáticamente con las imágenes recurrentes de los atentados de Al–Qaeda en Bagdad, brutales y siempre condenables. A nadie se le escapa que con esta escenificación fraudulenta los ocupantes han ganado la batalla mediática. En primer lugar, se ha identificado a la legítima resistencia iraquí con Al–Qaeda y sus métodos terroristas, anulando así internacionalmente un fenómeno genuinamente popular e interno, que había logrado a lo largo de 2006 y 2007 la proeza –inigualada en ninguna otra intervención reciente estadounidense– de dar muerte en combate a una media diaria de hasta cuatro soldados de ocupación en más de 1.250 “ataques significativos” semanales.

Asociado a lo anterior, los ocupantes legitimaron como un acto de autodefensa de la comunidad chií la o kurda la oleada de terror perpetrada contra la base social de la resistencia primero por los nuevos cuerpos de seguridad (dominados por la milicia Badr del Consejo Supremo de la Revolución Islámica en Iraq y los peshmerga de los partidos colaboracionistas kurdos) y después por la milicia Ejército del Mahdi del clérigo Muqtada as–Sáder, por entonces con seis carteras en el gobierno de al–Maliki.

No es casual que la oleada de terror de los paramilitares, cuerpos de seguridad y escuadrones de la muerte asociados al gobierno colaboracionista se produjera en el momento de mayor y más eficaz actuación de la resistencia, cuando el Pentágono estaba perdiendo la batalla por el control de la capital y de la mitad de las provincias del país. Este será el período de máxima generación de refugiados y desplazados. Y tampoco es casual que la mayor violencia tuviera por escenario Bagdad y su periferia, de donde provienen al menos el 60 por ciento de los refugiados y desplazados.

Estos hechos explicarían el descenso de la actividad armada anti–ocupación, al que ha contribuido la promoción entre la comunidad sunní de los llamados “Consejo del Despertar”, una nueva milicia financiada por el Pentágono y compuesta –se afirma– por 100.000 milicianos. Atrapada entre los paramilitares gubernamentales y las tropelías de Al–Qaeda, la comunidad sunní se ha visto abocada, también ella, a una solución sectaria. Erradicado Al–Qaeda y debilitada la resistencia iraquí en su feudos, el Pentágono deja ahora en manos del gobierno iraquí el desmantelamiento militar de los Consejos del Despertar [4].

Muy clarificador resulta recordar también que el inicio de actuación de los paramilitares se produjo antes de la voladura de la cúpula de la mezquita chií de al–Askari en Samarra, un oscuro suceso atribuido a la red Al–Qaeda en Iraq y que se considera detonante de la legítima respuesta chií a las matanzas de Al–Qaeda. Citando a un alto responsable de Naciones Unidas, los periodistas británicos Andrew Buncombe y Patrick Cockburn relataban en el diario The Independent la actuación de los escuadrones de la muerte ya desde mediados 2005 [5]: “Cientos de iraquíes son torturados hasta la muerte o ejecutados sumariamente todos los meses en Bagdad sólo a manos de los escuadrones de la muerte que trabajan para el Ministerio [iraquí] del Interior, según ha revelado John Pace, el responsable saliente de Naciones Unidas para los Derechos Humanos”.

Según la Agencia de Naciones Unidas para Iraq (UNAMI, en sus siglas en inglés), en el verano de 2006 el número de civiles muertos en todo el país alcanzó la cifra récord de 100 diarios, una cifra seguramente inferior a la real. De ellos, al menos 60 al día eran hallados en Bagdad, en un 90 por ciento de los casos con signos de haber sido torturados antes de ser ejecutados. Zalmay Jalilzad, por entonces embajador estadounidense en Bagdad, calculó que el 77 por ciento de los asesinatos de civiles cometidos en Bagdad a lo largo de 2006 había sido perpetrado por escuadrones de la muerte vinculados a partidos del gobierno iraquí [6].

A mediados de 2006, mandos militares estadounidenses en Iraq reconocían que la violencia sectaria y social desarrollada por los paramilitares de filiación confesional chií estaba causando nueve veces más víctimas que los atentados con coches–bomba atribuidos a la red de Al–Qaeda en Iraq [7]. Pero la el gobierno de Bush nada hizo. Es más, esta escalada de terror paragubernamental a lo largo de 2005 y 2006 fue de tal magnitud que no pudo llevarse a cabo sin el apoyo o la aceptación de las fuerzas de ocupación de EEUU. Las autoridades de ocupación prohibieron por entonces que los hospitales iraquíes proporcionaran datos sobre el número de cadáveres abandonados y hallados en las calles de la ciudad o recuperados del Tigris.

El perfil predominante entre los refugiados y desplazados es el del árabe sunní, profesional, proveniente de Bagdad [8], pero el terror paragubernamental que ha asolado Iraq ha tenido como objetivo a otras comunidades minoritarias (como la cristiana o la turcomana), a los sectores secularizados (intelectuales y profesionales [9]), a colectivos específicos (mujeres y homosexuales) y a grupos concretos (palestinos). Sistemáticamente han sido asesinados o forzados al exilio los miembros de las muy numerosas y activas asociaciones de todo tipo, un denso tejido cívico que expresaba las expectativas democráticas del campo anti–ocupación. La dimensión de la actuación de los paramilitares vinculados al gobierno iraquí e indirectamente a las tropas de ocupación ha sido, por tanto, de gran calado estratégico y limita, quizás de manera irreversible, la capacidad interna de reconstrucción y normalización de Iraq, algo que 13 años de sanciones económicas no habían logrado.

Territorio y recursos

Este escenario de “guerra civil” fue el que permitió al presidente Bush justificar a finales de 2006 un nuevo incremento de tropas en Iraq de hasta 170.000 efectivos, la cifra más alta desde el inicio de la ocupación del país. El despliegue de los nuevos contingentes de tropas de EEUU en Bagdad fue acompañado del anuncio del fin de las operaciones armadas en la capital por parte de la milicia de as–Sáder, el Ejército del Mahdi, responsable de la escalada final de asesinatos durante el anterior año y medio en la ciudad. Oficialmente, el incremento de tropas tenía como objetivo poner punto final a la violencia sectaria. Pero el objetivo real era culminar la tarea sucia desarrollada por los paramilitares contra la base civil de la resistencia.

“La lucha [en Bagdad] ha cesado simplemente porque ya no hay literalmente más sunníes a los que asesinar”, escribía un corresponsal estadounidense a finales de 2007. Hoy Bagdad está controlado, en sus tres cuartas partes, por fuerzas de filiación confesional chií y ha podido llegar a perder la mitad de sus habitantes. Controlar la capital, centro geográfico, demográfico, de comunicaciones y político de Iraq, era vital. Para el Pentágono, la estrategia de terror de las milicias paragubernamentales facilitó el aislamiento de Bagdad de su periferia, bajo control de la resistencia; a los nuevos dirigentes iraquíes erradicar el campo anti–ocupación les permitió avanzar en la imposición de un nuevo modelo económico y territorial, esbozado en la nueva Constitución de 2005. Gravemente regresiva en derechos civiles y económicos, la nueva Constitución iraquí anticipaba a su vez la nueva Ley de Hidrocarburos [10], aprobada por el gobierno en enero de 2007 y aún pendiente de ratificación por el parlamento.

La riqueza energética de Iraq puede ser mayor de la imaginada: hasta 350 mil millones de barriles, el triple de lo hasta ahora estimado, es decir, 100 mil millones de barriles más que Arabia Saudí. La Ley de Hidrocarburos confirma la ruptura del marco jurídico del Estado iraquí y contempla la gestión local de los recursos aún no explotados (el 78 por ciento de todas las reservas [11]), abriendo la puerta a la privatización del sector treinta años después de su nacionalización. Emerge así nítida la lógica encubierta de una fragmentación no formal de Iraq (soft, según el término anglosajón) y, con ella, la explicación de la extrema violencia vivida en Iraq.

Más que una gestión descentralizada y equitativa de estos recursos, el resultado es el surgimiento de nuevas oligarquías locales, asociadas a los ocupantes o a países vecinos (a Irán e Israel esencialmente), ansiosas por acceder al petróleo. Así, en contra de la consideración de que el conflicto interno iraquí se desarrolla entre la comunidad chií y la sunní, cabe recordar que en las zonas de mayoría kurda y chií la violencia ha provocado igualmente la muerte y el desplazamiento de cientos de miles de personas.

La lucha por el dominio de la riqueza petrolífera de la región de Kirkuk ha adquirido los mismos perfiles de limpieza étnica y social que en Bagdad, esta vez a manos de los peshmerga. De igual manera, en Basora y en las otras seis provincias meridionales la violencia y la destrucción es el resultado de los enfrentamientos entre milicias, todas ellas caracterizadas como “chiíes” y todas ellas vinculadas al gobierno central:  la guerra recurrente es lo es por el control gansteril del tráfico ilegal de crudo hacia Irán.

Por todo el país, milicianos desheredados, cada vez más jóvenes, tornan su violencia contra sus propios correligionarios, imponiéndose como mafias locales y guardianes de la ortodoxia religiosa, sirviendo a nuevos amos regionales o transnacionales. Este proceso de fragmentación territorial, de homogenización sectaria y de sometimiento de una población exánime al poder de las nuevas oligarquías gansteriles es lo que debería determinar el completo rechazo internacional de la idea de que Iraq ha entrando en una fase de normalización y democratización, la última mentira del presidente George W. Bush que todo el mundo repite.

Iraq remeda a la Europa medieval. El principal beneficiario de esta deriva no será EEUU. Lo que el nuevo gobierno de Obama podrá hacer para sacar algún rédito de la invasión y la ocupación de este país será de muy limitada eficacia. Tan solo le resta pactar, no con el gobierno de Bagdad, sino con Irán, su verdadero patrón, un acuerdo regional amplio que permute quizás la derrota en Iraq por una pírrica victoria en Afganistán [12]. De ello hablaron unos y otros en la Conferencia sobre Afganistán celebrada en La Haya en los últimos días de marzo. E Iraq, olvidado.


(*) Carlos Varea es miembro de la CEOSI y coeditor y coautor del libro Iraq bajo ocupación. Destrucción de la identidad y la memoria, editado en 2009 por Ediciones de Oriente y del Mediterráneo.

Notas del autor y de IraqSolidaridad:

1. UNHCR, 2008. 2007 Global Trends: Refugees, Asylum-seekers, Returnees, Internally Displaced and Stateless Persons, UNHCR, junio de 2008.

2. Primero por la Escuela de Salud Pública Bloomberg de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore y, en 2008, por Opinion Research Business, miembro del Consejo Británico de Encuestas.

3. Assessment on Return to Iraq Amongst the Iraqi refugee Population in Syria (April 2008), UNHCR Syria, Public Information Unit, e IOM Emergency Needs Assessments, International Organization Migration in Iraq, 15 de marzo de 2008.

4. Al-Quds al-Arabi, 4 de abril de 2009. Véase en IraqSolidaridad: Pedro Rojo Pérez: La falsa mejora de la seguridad en Iraq,  Carta abierta de la Asociación de Ulemas Musulmanes a los miembros de los Consejos al-Sahua: Los Consejos al-Sahua, otra herramienta de los ocupantes de Iraq y Entrevista exclusiva con Harez al-Dari, presidente de la Asociación de Ulemas Musulmanes de Iraq: “La seguridad en Iraq es temporal y falsa, impuesta por el fuego y el dólar”

5. A. Buncombe, P. Cockburn, P, “And Now Come the Death Squads”, The Independent, 7 de febrero de 2006.

6. A.H. Cordesman, Iraqi Force Development and the Challenge of the Civil War, CSIS, Washington, noviembre de 2006.

7. Los Ángeles Times, 7 de mayo, 2006, recogido en A.H. Cordesman, W.D. Sullivan, Iraqi Force Development in 2006, CSIS, julio, 2006.

8. UNHCR Syria Update June 2008.

9. Según la Brookings Institution, en 2006 se estimaba que el 40 por ciento  del personal cualificado iraquí había abandonado su país.

10. Esta Ley fue, literalmente, redactada por técnicos designados por los gobiernos estadounidense y británico, supervisada por las principales petroleras internacionales y sancionada por el FMI, que exigió, para apoyar el documento y cancelar un exiguo seis por ciento de la deuda externa iraquí, que fuera nítidamente liberalizadora.

11. K. al-Mehaidi, Geographical Distribution of Iraqi Oil Fields and Its Relation with the New Constitution, Revenue Watch, 2006.

12. Sobre el Acuerdo de Seguridad EEUU-Iraq: Pedro Rojo Pérez: Iraq: “El acuerdo de seguridad sobre la retirada de tropas estadounidenses”, un contrato de permanencia.