Afganistán

Las únicas opciones de la Casa Blanca

Perder pronto, perder más tarde, perder mucho
o perder poco

Por Thomas L. Friedman
New York Times, 22/06/10
La Nación, 24/06/10
Traducción de Mirta Rosenberg

La despiadada crítica del general Stanley McChrystal a sus jefes civiles fue poco profesional y le costó el cargo. Un triste final para una brillante carrera. Pero ningún general es indispensable.

Lo que es indispensable es que cuando el presidente Obama lleva a Estados Unidos a una escalada de la guerra en Afganistán, sea capaz de responder las preguntas más simples con toda franqueza: ¿nuestros intereses justifican esta escalada y tengo aliados como para lograr una victoria? Obama nunca tuvo buenas respuestas, pero siguió adelante.

La fea verdad es que nadie en la Casa Blanca quería esta escalada en Afganistán. La única razón por la que se embarcaron en ella fue porque nadie sabía cómo salir del asunto... ni tenía el coraje para desactivar la operación. Uno sabe que está en problemas cuando el único bando cuyos objetivos son claros, cuya retórica es coherente y cuya voluntad de lucha nunca disminuye es el del enemigo: los talibanes.

Obama no es un experto en Afganistán. Pero ese hecho podría haber sido su punto fuerte. Las tres preguntas que debía formularse sobre Afganistán eran casi infantiles. Sin embargo, Obama siguió adelante porque tenía miedo de que los republicanos lo calificaran de debilucho.

La primera se ocultaba a la vista de todos: ¿por qué tenemos que reclutar y entrenar a nuestros aliados, el ejército afgano? Eso es semejante a reclutar y entrenar brasileños para que jueguen al fútbol.

Si hay algo para lo que los afganos no necesitan entrenamiento es para la guerra. Quizá combatir sea la única cosa que ellos saben hacer después de 30 años de guerra civil y siglos de resistirse a las potencias extranjeras. Después de todo, ¿quién está entrenando a los talibanes? Sus milicias han estado luchando contra el ejército norteamericano, casi haciéndolo retroceder... y muchos de sus comandantes ni siquiera saben leer.

Eso nos lleva a la segunda pregunta: si la estrategia es usar fuerzas norteamericanas contra los talibanes y ayudar a los afganos a instalar un gobierno decente, ¿cómo podría concretarse cuando el presidente Hamid Karzai, nuestro principal aliado, fraguó las elecciones y nosotros miramos para otro lado? La secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijo que no nos preocupáramos: Karzai hubiera ganado de todos modos; ella sabía cómo lidiar con él, y él obedecería. Pero una voz me dice que cuando uno no llama a las cosas por su nombre, se mete en problemas. Karzai hizo fraude, y nosotros dijimos: "No hay problema, construiremos un buen gobierno sobre la espalda de la mafia de Kabul".

Lo que nos lleva a la tercera, la que hizo que me opusiera aún más a esta escalada: ¿qué es lo que ganamos si ganamos? Al menos en Irak, si finalmente conseguimos producir un gobierno democrático, habremos cambiado, a un costo enorme, la política en una gran capital árabe en el corazón del mundo árabe musulmán. Eso ejerce gran influencia. Si cambiamos a Afganistán con un costo enorme habremos cambiado a Afganistán... y basta. Afganistán no ejerce influencia.

Más aún, hoy Al-Qaeda está en Paquistán. Si las células de Al-Qaeda regresaran a Afganistán, podrían ser combatidas con aviones robotizados, o con fuerzas especiales en colaboración con las tribus locales. No sería perfecto, pero Afganistán no ofrece en el menú nada que sea perfecto.

Obama puede hacer regresar de la muerte a Ulysses S. Grant para que conduzca la guerra de Afganistán. Pero cuando uno no responde las preguntas más simples es un signo de que está en algún sitio donde no quiere estar y de que las únicas opciones reales son perder temprano, perder tarde, perder mucho o perder poco.