Los
objetivos de la guerra
Las
democracias más ricas y poderosas del mundo se han unido
para lanzar una guerra contra uno de los países más pobres
e indefensos. Su influencia internacional en el ámbito que
se considere, económico, político, cultural, es cercana a
cero, igual que su capacidad para atacar a esos países en
conjunto o individualmente.
Para
más INRI, las noticias previas que se referían a Afganistán
informaban de un país a la cola del desarrollo, asolado
tras varios años de guerras anteriores, lo cual había
provocado además varios millones de refugiados.
La
propaganda para esta guerra ha resultado tan necesaria como
para las anteriores y se ha construido igualmente en nombre
de nobles fines, aunque se ha estilizado y adaptado a las
tendencias de la época.
Sus
elevados propósitos no los defienden adustos ministros
tocados con la cruz gamada, sino apolíneos presidentes
negros del Partido Demócrata y jóvenes ministras de
defensa del Partido Socialista vestidas de chaqueta y pantalón.
Los
objetivos políticos son hoy más enrevesados que en el
pasado, pero bien presentados han funcionado igualmente. A
ver quién se opone a promover la democracia allende los
mares, liberar a las mujeres del burka y acabar con el
terrorismo islámico.
Una
vez conseguido que los ciudadanos occidentales comulguen con
unos pocos postulados elementales, que les impulsan a
sentirse a la vez superiores y solidarios respecto a las
poblaciones bárbaras, los corolarios que siguen les entran
como agua: vamos más para volver antes, atacamos allí para
no tener que defendernos aquí, estamos colaborando en la
reconstrucción del país, es preciso formar a las fuerzas
de seguridad locales, la situación está mejorando, aunque
queda mucho por hacer, etc.
Para
completar la labor de propaganda existen la ONU, la OTAN y
otros organismos internacionales que, en nombre de los
derechos humanos y la democracia, despejan las dudas de los
que se muestran más reticentes ante la razón de Estado y
las bondades de la moral y la religión occidentales.
Con
todo, aún persiste el problema de las consecuencias de los
bombardeos. Los que ordenan ataques de "conmoción y
pavor" dejan el asunto de los daños a la población
atacada para las estrellas de la música pop y los miembros
de la realeza.
Estos
fotogénicos personajes, muy comprometidos con varias causas
más, no hablan de la muerte de niños bajo las bombas, sino
que aparecen en televisión junto a una criatura algo
maltrecha apoyada en muletas donadas por alguna ong, rodeada
por personal de salvamento, con la bandera nacional ondeando
casualmente al lado y un mensaje ad hoc: "nuestras
fuerzas de defensa (sic) en acción, ¿quieres formar parte
de ellas?"
El
problema de las grandes matanzas ha quedado casi por
completo superado. Sentencias como la del general
estadounidense Franks, que mandaba la fuerza multinacional
contra Afganistán en 2001, "nosotros no contamos cadáveres"
(de enemigos), son aceptadas como doctrina por los líderes
políticos y agradecidas como soma por las multitudes, que
así tienen otras cuestiones más llevaderas en las que
poner su atención.
Cuando,
cada cierto tiempo, la magia de la propaganda se viene abajo
por el peso de los hechos, se cambia un general de cuatro
estrellas por otro, se lanza una nueva campaña bélica,
incluso una guerra contra otro enemigo y vuelta a empezar.
Ya se sabe que la memoria es frágil y hay tantas
competiciones deportivas y acontecimientos que son históricos...
El
gasto bélico
El
periódico US Today (http://www.usatoday.com/news/military/2010-05-12-afghan_N.htm)
anunció en mayo que el gasto total del Pentágono en
Afganistán alcanzó este año unos doscientos mil millones
de dólares. Sin embargo, conviene aceptar como más cercana
a la verdad la estimación que ofrece la organización The
Cost of War: unos trescientos mil millones de dólares
(http://costofwar.com/)
La
diferencia es notoria y la explica el ardid usado por el
gobierno estadounidense y los gobiernos cómplices de éste:
publicar el gasto realizado por su ministerio de defensa y
no el del resto de oficinas y agencias del Estado dedicado a
la guerra.
Por
ello el diario The Guardian, al publicar el gasto militar
británico en Afganistán, dos mil quinientos millones de
libras, advierte de que "el dinero ha salido de la
reserva de contingencia y no del ministerio de defensa. Es
dinero nuevo y aparte del presupuesto principal de
defensa". http://www.guardian.co.uk/world/2009/feb/13/afghanistan-iraq-bill-british-military
Falta
por añadir el dinero de España, Canadá y el resto de países
involucrados en Afganistán, eso sin mencionar, como hace
The Guardian, que "es probable que el coste de las
operaciones militares en Afganistán aumente por las
presiones de Estados Unidos para desplegar más tropas allí."
Se
puede aventurar una cifra total aproximada de trescientos
cincuenta mil millones de dólares, pero cualquiera que sea,
será inconcebible para una persona normal.
Existen
maneras de hacerla inteligible, pero no llegan a la mayoría
de la población y apenas calan en sectores muy
minoritarios. La gente sigue poniendo de forma alegre o
resignada en manos de sus representantes políticos ese
inmenso montón de dinero.
No
obstante, hay que insistir: Según datos de la ONU, la
población de Afganistán no llega a 28 millones de
personas, la mitad tiene menos de 15 años, la esperanza de
vida no supera los 44 años y el sueldo medio es de unos 300
dólares al año. (http://data.un.org/CountryProfile.aspx)
Con
el dinero gastado hasta ahora en liberar a los afganos de sí
mismos y luchar contra el "terrorismo islámico",
cada afgano podría haber recibido de sus agresores más de
12.500 dólares. Con otras palabras: anualmente desde su
nacimiento hasta más allá de los 40 años esos mismos 300
dólares.
Eso
sin tener siquiera que trabajar, claro está; sólo tendrían
que estar vivos, no como ahora, que mueren bajo las bombas
de los democratizadores, huyen de sus libertadores para
convertirse en desplazados internos por su país y escapan a
otros para pasar a ser refugiados ante la indeferencia de la
comunidad internacional que prefiere interesarse por el
burka.
Es
aún más fácil entender que no haber hecho nada de nada
hubiese sido aún mejor. No enviar soldados, no fabricar
bombas rompe-refugios, no construir bombarderos no
tripulados, no emplear munición con uranio empobrecido, no
contratar a mercenarios (contratistas en la jerga periodística),
hubiera costado cero dólares y habría supuesto un ahorro
incalculable de vidas, bienes y recursos.
La
irracionalidad que muestran los dirigentes de los países más
avanzados al diseñar sus objetivos políticos no es nada
comparada con la inmoralidad de su puesta en práctica, es
decir, que esa cantidad de dinero se invierta en matar
afganos y asolar su país, en nombre de los derechos
humanos, la liberación de las mujeres, la democratización
y modernización de la sociedad, la seguridad de la
comunidad internacional, etc.
Los
resultados
A
duras penas se mantienen todavía las mentiras oficiales
sobre las razones de la guerra y su evolución. Esto es una
de las maravillas de la democracia capitalista, lo que
Chomsky llama "el consenso manufacturado". Sin
embargo, la guerra contra Afganistán se revela cada día
que pasa como una fracasada campaña criminal más de la política
imperialista de Estados Unidos, sus aliados, la OTAN y la
ONU.
Cuando
no se da a conocer la enésima matanza de civiles afganos,
que se intenta hacer pasar como un importante golpe a un
grupo de talibanes, aparece un escándalo mayor que el
anterior en las cuentas de la reconstrucción del país; a
continuación se descubre otra corrupción de las empresas
que operan en él...
Las
mentiras dan lugar al asesinato y al expolio, los cuales
generan nuevas mentiras hasta que de repente se difunden
miles de documentos que confirman la existencia de
atrocidades, latrocinios, desmanes y corrupciones, lo cual
se pretende ignorar, aunque es de sobra sabido que todo eso
es consustancial a las guerras de rapiña. Se trata, dicen
los máximos responsables, de dos o tres manzanas podridas.
Ante
el caos político en Afganistán, la corrupción del
gobierno títere, el grotesco derroche de recursos, el
continuo goteo de soldados invasores muertos, el enorme ridículo
militar protagonizado por la impotencia de la poderosa
coalición internacional ante la resistencia de las
guerrillas de barbudos, algunos van tímidamente apuntando
alternativas a las oleadas de "carpet bombing"
(bombardeo puro y duro) desde aviones sin piloto a ocho mil
metros de altura y teledirigidos desde veinte mil kilómetros
de distancia mediante ordenadores situados ¡cómo no! en
Las Vegas.
El
esperpento no da más de sí. Mientras, el sufrimiento de
los afganos no cesa. Si los talibanes no aflojan, parece que
al imperio se le aproxima la hora de intentar in extremis
una serie de medidas para contener la hemorragia que sufre,
la cual finalizará con el grito de "el último que
apague la luz".
También
puede abrirse la puerta a unas conversaciones en el caso de
que los talibanes prefieran un acuerdo que les coloque de
algún modo en el poder sin tener que mantener a la población
soportando los bombardeos. Los imperialistas son conocidos
por haber declarado –y demostrado en Vietnam e Iraq– que
están dispuestos a "destruir cualquier objetivo con
tal de salvarlo".
La
cuestión importante, sin embargo, no es cuándo ni cómo
abandonarán Afganistán los Estados Unidos y los aliados
que le quedan, sino si los responsables del tremendo crimen
serán juzgados por ello, de forma que las víctimas
obtengan algo de justicia y el resto de la humanidad
albergue una esperanza de que no se repita el crimen.
Es
claro que no admitirán voluntariamente su responsabilidad
en el desastre, que recuerdan a los citados de Vietnam e
Iraq, por nombrar dos de las más notorias intervenciones
imperialistas.
Además,
saben que ningún tribunal va a juzgarles. En las
democracias capitalistas todos somos responsables –cada
uno en su medida– de las guerras de agresión.
(*)
Agustín Velloso es profesor de Ciencias de la Educación de
la UNED en Madrid. avelloso@edu.uned.es