Libia

Es gravísimo confundir a Gadafi con Bolívar, como hizo Hugo Chávez

Libia, la OTAN y los peligros de la confusión política

Por Guillermo Almeyra (*)
La Jornada, 27/02/11

Antes que nada, unos pocos datos históricos. La rebelión contra la colonización italiana unificó en Libia a las tribus beduinas y a los ocupantes de Cirenaica, en la mitad del país más cercana a Egipto, donde era muy influyente la secta fundamentalista y xenófoba de los Senoussi.

Vencida Italia en la Segunda Guerra Mundial los ingleses pusieron en el poder al jefe de la secta, Idriss el Senoussi, como rey de Libia y, al igual que los estadunidenses, instalaron en el país una gran base naval y militar. El país en 1951 pasó a ser de hecho una colonia inglesa con un rey y formalmente independiente. Recién en 1957/58 se descubrió la riqueza petrolera líbica, que pasó de 700 mil toneladas exportadas en ese año a 122.5 millones en 1968 y cambió la estructura social y política del país.

Eran los años del gran impulso del nacionalismo socializante árabe (con la revolución argelina) y del nacionalismo burgués árabe, con el nasserismo en Egipto y estaba candente la revolución palestina. Por otra parte, eran también los años de la Guerra Fría (de la guerra por el Canal de Suez, del aplastamiento de los consejos obreros húngaros en 1956 por la Unión Soviética, del aplastamiento de la independencia de Checoslovaquia y de su Partido Comunista en 1968).

En 1969 un grupo heterogéneo de militares nacionalistas, dirigido por un beduino ex jefe de los servicios de inteligencia formado por los ingleses y anticomunista, el coronel Muammar Gadafi, derribó a la corrupta monarquía y poco después expulsó las bases imperialistas. Después, Gadafi eliminó del gobierno su ala marxistizante, que tuvo que emigrar, su ala nasserista y su ala derecha y asumió todo el poder y a partir de 1977 se mantiene depurando el ejército con continuas ejecuciones de oficiales.

A partir del bombardeo de Trípoli en 1986 por el gobierno de Reagan no queda nada de sus primeras posiciones islámicas de tercera vía. Es socio de la Fiat, de Infinvest y de grandes empresas italianas, suizas y francesas, es un puntal de la OTAN en la región y fue utilizado por ésta como garantía contra las rebeliones populares siempre latentes.

Del intento de federarse con Sudán, Túnez, Argelia, Mauritania y hasta Egipto tampoco quedó nada; en cambio, jugó con la oposición de intereses entre el ENI (Ente Nazionale Idrocarburi) italiano y su empresa petrolera AGIP, por un lado, y las Siete Hermanas, encabezadas por la Shell y la Esso, del otro, lucha muy aguda que se libró sobre todo en Libia y costó la vida al fundador de la empresa italiana. Gadafi era y es un dictador corrupto y mesiánico sostenido por el imperialismo como uno de nuestros hijos de puta y en la Unión Europea Berlusconi, literalmente, le besa la mano cuando Gadafi llega a Italia.

Es gravísimo, por lo tanto, confundir a Gadafi con Bolívar –como hizo en su momento Hugo Chávez– o apoyarlo cuando está masacrando indiscriminadamente a millares de libios, utilizando para eso, además de sus fieles en el ejército, a mercenarios africanos. La contradicción central no es entre la OTAN y Gadafi, supuesto defensor de la independencia de Libia y, en realidad, hombre de la OTAN en la región. Es entre la revolución democrática árabe y los gobiernos corruptos y agentes del imperialismo, como Ben Ali, Mubarak, Gadafi, Bouteflika o el rey de Marruecos.

Cubrir a esos déspotas en crisis con la autoridad de la revolución cubana es desprestigiar a ésta ante los pueblos árabes, asociarla con dictadores. La identificación entre los gobiernos y los pueblos, la idea de que no existen en éstos divisiones de clases y conflictos políticos sino la ficción de una unidad nacional imposible en cualquier parte del mundo y el método que consiste en juzgar los acontecimientos por las declaraciones verbales de los gobernantes y no por la contradicción esencial entre éstos y sus víctimas, conducen inevitablemente a gravísimos errores y a ponerse de lado de las dictaduras (como hizo, por otra parte, una buena parte de la izquierda mundial y de los nacionalistas antiimperialistas con la sangrienta dictadura argentina durante la guerra de las Malvinas al dar su apoyo a la misma contra Inglaterra en vez de oponerse a las dos).

Los efectos de la crisis capitalista mundial y de la pérdida de hegemonía estadounidense han favorecido una nueva eclosión de la revolución nacional, democrática y antiimperialista de los pueblos árabes. Salvo Marruecos y Egipto, formalmente independientes hasta la Segunda Guerra Mundial, todos ellos fueron colonizados. Su primer intento de liberación, bajo la bandera del nacionalismo, tuvo sus momentos más importantes en los años 1950 en la revolución argelina, en la iraquí y en la palestina y, en menor medida, en el nasserismo.

Nasser ahorcó obreros comunistas en huelga diciendo los obreros no piden; nosotros les damos y puso como centro de su política la construcción vertical del poder estatal.

La unidad de la nación árabe no pudo ser lograda por los conflictos entre las camarillas nacionalistas gobernantes. Ahora, esa revolución entonces derrotada vuelve a presentarse con la bandera de la democracia, que es de hecho antiimperialista y, por lo tanto, rompe el dispositivo capitalista mundial de dominación. Es cierto que en ella pesan los intereses del separatismo regionalista, de clanes, sectas religiosas, sectores burgueses moderados opuestos al monopolio de los negocios por los dictadores y no sólo de los plebeyos.

Es cierto que los diversos imperialismos tienen planes diferentes de intervención en Libia y que en Bengassi y toda la Cirenaica está el cheque político y social nunca pagado de la relación con lo que queda de la secta Senoussi, que es tribal y monárquica. Pero, insisto, lo esencial no es eso: es la rebelión que comienza –siempre– con formas confusas. Y, como escribió Zibechi, la defensa de la ética. A eso hay que apostar.


(*) Guillermo Almeyra, historiador, nacido en Buenos Aires en 1928 y radicado en México, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de París, es columnista del diario mexicano La Jornada y ha sido profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Entre otras obras ha publicado “Polonia: obreros, burócratas, socialismo” (1981), “Ética y Rebelión” (1998), “El Istmo de Tehuantepec en el Plan Puebla Panamá” (2004), “La protesta social en la Argentina” (1990–2004) (Ediciones Continente, 2004) y “Zapatistas–Un mundo en construcción” (2006).