Libia

Testimonios

Ser negro en Libia

“Teníamos 17 años y en Dakar pensábamos que Gadafi
era el redentor...”

Por Mama Diédhiou (*)
Bitácora Africana / Fundación Sur, marzo 2011

Mama Diédhiou

Desde hace varias semanas, el mundo entero tiene los ojos puestos en las revueltas que se están sucediendo en el Maghreb y en los países árabes en general, asistiendo con asombro y admiración al despertar de una juventud harta de vivir sin perspectivas de futuro, sin libertad, frustrados sus anhelos más básicos de desarrollo personal.

En estos momentos, Libia centra toda nuestra atención por la contundente y violenta respuesta de Gadafi a las manifestaciones. Respuesta que ha originado una huída masiva de decenas de miles personas extranjeras que vivían y trabajaban en el país. A los pocos días de iniciarse las revueltas presenciamos, a través de los medios de comunicación, el éxodo masivo de los extranjeros a través del aeropuerto de Trípoli y de las fronteras con Túnez y Egipto. Vimos cómo las poderosas naciones del norte se movilizaban para sacar a sus conciudadanos de Libia, algunas, como Inglaterra, hicieron aterrizar sus aviones dentro del territorio libio para sacarlos de allí. Enseguida me llamó la atención la ausencia de negros entre los que llegaban a las fronteras, porque sé que hay miles de ellos viviendo en Libia pero, sobre todo, porque sé que vivían peligrosamente en este país, sin protección de ningún tipo, al capricho de cualquier libio al que se le antojara divertirse a su costa o descargar sobre ellos toda su mala leche. Así que empecé a buscar información, preguntando a todo el mundo si había leído o visto algo sobre los negros en Libia.

Estos días se han publicado artículos donde la ONU, la Iglesia o alguna ONG manifiestan su inquietud por lo que les pueda pasar, también escuchamos llamamientos pidiendo que no se les impida cruzar las fronteras de Túnez y de Egipto. Les vimos del lado libio de la frontera, separados por una valla del resto de refugiados, sin poder tener acceso a la ayuda humanitaria y ponerse a salvo de la violencia. Cuando su grito se hizo clamor, los militares de Gadafi desplazaron la valla unos metros más atrás, ocultándolos del alcance de las cámaras, silenciando sus voces. Sabemos, siempre por testimonios recogidos por los medios de comunicación, que algunos han sido asesinados, y sabemos también que muchos no se atreven a salir a la calle por miedo a ser acusados de mercenarios. Hace unos días la APS (Agencia de Prensa de Senegal) publicaba una noticia según la cual se había recibido una llamada de una persona informando que formaba parte de un grupo de 24 senegaleses encerrados en una habitación, ya sin provisiones y casi sin agua pero temerosos de salir a la calle a por más. Hemos visto a un hombre negro explicar que, en su huida de Libia, ha enterrado en el desierto a su hija de 6 meses, muerta de frío.

Nunca he estado en Libia, pero un primo hermano mío lleva viviendo allí más de 20 años y, sobre todo, tengo un hermano que vivió allí algo más de dos años. Afortunadamente, pudo abandonar el país hace tiempo. Después ha vivido en España, ahora en Suiza, pero no se ha quitado de la cabeza su estancia en aquel país.

Mi hermano, junto con centenares de jóvenes, tuvo que ser rescatado de Libia por “en un avión tripulado por asiáticos” en el año 2000, a raíz de unos ataques racistas de grupos libios hacia los africanos. Digo africanos porque a pesar de que Libia está en África, según mi hermano, a los negros les llamaban “africanos”. No me sorprendió mucho esta revelación porque, años atrás, siendo yo estudiante de Letras en la Universidad de Dakar, participé en un festival de teatro estudiantil en Casablanca, junto con estudiantes de muchos otros países de Europa y América Latina. Los estudiantes marroquíes con los que establecimos amistad nos preguntaban con toda amabilidad: qué tal África. A lo cual, no sin cierta perplejidad, respondíamos que bien, gracias. Cuando, a la vuelta de aquel viaje maravilloso –si obviamos el racismo que sufrimos, por ejemplo, en las ocasiones que no nos dejaban entrar en alguna tienda; o cuando en algún autobús, cualquiera hacía comentarios despectivos en árabe sobre nosotros, comentarios que, indefectiblemente, otra persona le reprochaba enérgicamente—, le comenté a un primo mío la experiencia de aquellos estudiantes que preguntaban genuinamente por África, comentó: No me extraña que en algunas revistas afroamericanas dibujen el mapa de África sin los países del Maghreb ni Mauritania.

Cuando mi hermano regresó a Senegal después de su estancia en Libia, él y un amigo nos contaron tal cantidad de aberraciones que al principio me costaba creerlos. No me entraba en la cabeza que aquellas cosas estuvieran ocurriendo tan cerca y que nadie lo difundiera en ningún medio de comunicación. Algo que reiteraban era que, en Libia, siendo un africano, nunca podías saber por dónde y por qué te llovían los golpes. Había policías y milicias por todos lados. Decía mi hermano que de tres personas charlando en una esquina, al menos dos, lo eran. Y no importaba lo que hicieras, te podían pegar por todo, desde hacer footing por la calle, llevar un gorro de baseball, usar los cascos del discman o hablar con un occidental. Y, por supuesto, te podían matar si hablabas con una mujer Libia. Había que evitarlas a toda costa. Y eso que a veces, mientras caminabas por la calle, te llamaban desde detrás de la cortina de la ventana de sus casas. De pronto oías una voz susurrando: Africano, africano, ven. Y una mano insinuante intentaba atraerte al interior de la casa.

También podía sucederte, por negro, que un grupo de hombres con uniforme apareciese en tu casa, a cualquier hora del día o de la noche, la registraran en busca de cualquiera sabía qué, y se llevaran lo que quisieran después de propinarte golpes y patadas. Lo peor es cuando irrumpen en casa de una familia, decía mi hermano, un hombre solo puede aguantar muchas cosas, pero delante de tus hijos… Él no podía entender que un negro formase una familia en Libia.

Contaba también mi hermano que de las docenas de africanos que conocía, se podía contar con los dedos de las manos los que tenían algún tipo de permiso de trabajo. Los demás circulaban con su pasaporte y un documento que el jefe del barrio, normalmente alguien de la etnia de Gadafi, te firmaba. En el barrio donde vivía mi hermano, el que firmaba el documento, el que daba permisos para todo (es decir, para absolutamente todo), era un señor al que llamaban El general. Y como no tenían papeles, no podían abrir una cuenta bancaria, o coger un avión para salir del país. No sabe si tenían o no derecho a asistencia sanitaria pero, por si acaso, tenían un chico africano, estudiante de medicina, que les servía de médico. Cuando cobraban su salario guardaban el dinero en el forro de la ropa o en cualquier otro escondite que se les ocurriera. No podían faltar al trabajo por muy enfermos que estuvieran, porque el jefe libio, o un enviado suyo, podía irrumpir en tu casa con una kalachnikov. Allí todo el mundo tenía una kalach, me decía mi hermano.

Una vez estuvo durante una semana intentando coger un vuelo desde Sabha a Trípoli. Tenía que huir de Sabha: trabajaba en un taller, reparó el coche del único amigo libio que tenía, tiempo después le pidió el pago del arreglo y su amigo libio amenazó con matarlo; se presentó en su casa con el kalachnikov. Afortunadamente, ya no se encontraba allí, había huido al aeropuerto y comprado un billete para Trípoli. Pero cada vez que se encontraba dentro del avión, a punto de abandonar Sabha, venía alguien y le ordenaba bajar y ceder su asiento a un libio que acababa de llegar. ¡Una semana intentando abandonar Sabha! Al final tuvo que viajar por carretera, minada de controles. Sabía que haciendo el trayecto en coche le podía pasar cualquier cosa, que le castigaran, que le quitaran el dinero, que se quedaran con su pasaporte o que le metieran en la cárcel sin motivo, con cualquier excusa, como le había pasado a otros muchos negros, pero tenía que huir como fuera.

A pesar de ser, también, inmigrante, de entender perfectamente a los que arriesgan sus vidas para encontrar un futuro mejor, yo no podía evitar preguntarles por qué, por qué habían permanecido en aquel país. Encontraban trabajo nada más llegar, me decían. Enseguida podían empezar a ahorrar para intentar seguir hacia Europa y se quedaban esperando la oportunidad de embarcar hacia Italia. Por cierto, un arma de presión y chantaje habitual de Gadafi en cualquier conflicto con los gobiernos europeos, a quienes ha llegado a amenazar con soltar “este flujo de africanos hambrientos y analfabetos” (para que lleguen a sus costas, se entiende). Pero lo más duro, según mi hermano, era no poder enviar dinero a sus familias. Eso también estaba prohibido. Y sin embargo se las ingeniaban para hacerlo, aunque tuvieran que llevarlo en persona. Si se trataba de alguien con papeles, normalmente se arriesgaba a salir del país a través de Túnez, con el dinero bien escondido; si, por el contrario, se trataba de alguien sin papeles, cogía un camión que salía por la frontera con Níger, ilegalmente –un par de semanas de viaje—; es decir, salía ilegalmente para, más tarde, tener que regresar, de nuevo, ilegalmente. Una vez en Níger comían algo decente, se duchaban, se cambiaban de ropa e iniciaban oficialmente el camino a casa. Eso si no caían en manos de los rebeldes Tuareg; entonces lo perdían todo y regresaban a Libia con las manos vacías. Mi hermano lo resumía así: ¿Alguien se va y al cabo de un mes está de vuelta? Ni siquiera hacía falta preguntarle qué había ocurrido.

Mi hermano emigró a Libia a través de la frontera con Níger. En su caso, los Tuareg lo atraparon a la ida. Se quedaron con su pasaporte y le obligaron a construir, junto con otros jóvenes, una vivienda. No los soltaron hasta que terminaron. Llegó a Libia enfermo, sin zapatos y casi sin ropa. No podía ni ponerse en pie. Alguien llamó a casa de mis padres para informarles de que había llegado, que estaba enfermo pero que estaba mejorando.

Sin embargo, ha habido muchos africanos que no han continuado hacia Europa ni han regresado a casa, sino que han permanecido en Libia. A menudo esto se debe a que han podido ahorrar algún dinero y no han querido arriesgarse a perderlo después de haber aguantado tanto. Pero permanecer en el país significa, para los negros, cierto confinamiento. Una de las pocas cosas que mi hermano me contaba con una sonrisa estaba referida a las mujeres africanas en Libia. Apenas salían a la calle por miedo a los abusos. Se arreglaban, se ponían todas sus joyas encima –a mis paisanas les puede el oro– y se quedaban en casa a ver la tele. Mi hermano nunca había visto mujeres que supieran tantísimo de fútbol. Podías hablar con ellas de cualquier jugador. Daba igual qué campeonato de liga, el italiano, el inglés, el español, el francés, la Champions, el Europeo, el Mundial… ¡Estaban al tanto de todo!

Estos días, en España, los africanos estamos muy preocupados por lo que pueda estar ocurriendo en Libia. Pero, mi hermano, un poco más que todos nosotros: ¿Qué no les va a pasar ahora si en tiempos de paz ya les pasaba de todo?, dice.

Como africanos, muchos de nosotros hemos vibrado, y nos hemos emocionado, al ver cómo miles de personas han salido a la calle a sacudirse el yugo de la opresión, jugándoselo todo y venciendo el miedo, por fin. Todos les hemos tenido admiración y envidia, soñando con ver estas revueltas contagiarse a nuestros países. Pero, de pronto, el Magreb nos ha despertado de mala manera de nuestros sueños, nos ha vuelto a colocar y a redefinir con respecto a los revolucionarios árabes. Nos ha recordado que no estamos invitados al banquete de la libertad, de la dignidad y de los Derechos Humanos, al aprovechar la ocasión para asesinarnos en Libia, reclutarnos como mercenarios, discriminarnos en las fronteras, y un largo etcétera.

Muchos analistas indican que la razón por la que a los africanos se les está tratando de manera tan cruel en estas revueltas tiene que ver con la contratación de mercenarios africanos por parte de Gadafi, pero no. Decididamente, no. Me temo que ese análisis es parcial. La presencia de mercenarios en suelo libio y las barbaridades que puedan estar haciendo no deja de ser la excusa que legitima y razona la sin razón de estos ataques racistas hacia los negros. El racismo no se ha desatado, como escriben algunos; el racismo, hace mucho, campa a sus anchas en el Magreb. Basta con hablar con cualquier africano que haya emigrado a Europa pasando por Argelia o Marruecos. Escucharíamos historias espeluznantes, que quizás no estamos ni preparados para escuchar.

¿Qué decir de los gobiernos africanos? Nada nuevo, ellos no rinden cuentas a sus ciudadanos. Además, sus prioridades siguen siendo otras, por ejemplo, preparar al hijo predilecto para la sucesión o ver la mejor manera de seguir escondiendo en Occidente el dinero robado. Tampoco hay que olvidar que Gadafi, desde hace unos años, se ha autoproclamado africano, viste con trajes africanos de los que se usan en el oste de África, se pone el mapa de África en la solapa, “invierte” dinero en los países de sus nuevos amigos, y ninguno está dispuesto a enemistarse con él, no vaya a ser que salga de esta. Él dice que todo va bien en Libia y ellos fingen creerlo.

Lo de mirar para otro lado cuando se trata de Gadafi no es nuevo, en el año 2000, durante los ataques racistas a los africanos, cuando les perseguían, entraban en sus casas y quemaban sus cosas amontonadas en la calle, el único político africano con suficiente decencia para alzar la voz entonces fue el Sr. Jerry Rawlings, el ex presidente de Ghana.

Una vez en Senegal, a los repatriados que se quejaban de los abusos a través de sus representantes, se les aconsejó lo siguiente: primero, mejor no armar tanto ruido como los cameruneses, para poder cobrar la indemnización de 1.000.000 de francos (1500 Euros) prometida por Gadafi; segundo, se enviará un emisario a Libia para que recabe información sobre lo que pasó. Cuando volvió el emisario dijo que todo lo que habían contado los repatriados era mentira, que en Libia le habían contado que estos chicos eran unos vagos y que se dedicaban a la delincuencia. Allí se acabó la historia, ni disculpas ni indemnización por los daños físicos, síquicos y materiales sufridos, y encima la humillación de verte tratado como mentiroso por el gobierno de tu propio país. En plenos ataques contra los africanos, el presidente envió a Libia a su hijo, pero no a rescatarlos, sino a abrir una embajada. Había que priorizar, supongo.

Lo he querido ocultar pero confieso: yo era pro–Gadafi, en 1987 o 1988 realizó una visita a Senegal. Eso ocurría pocos años después del bombardeo de EE.UU sobre Trípoli que mató a su hija pequeña, creo que tenía 4 años. Para mí y para miles de jóvenes africanos, Gadafi era el presidente con más dignidad de África, con permiso de Thomas Sankara. Nos parecería que tenía agallas y que no se dejaba doblegar por Occidente. Íbamos al instituto, pero de manera espontánea –o eso creo— miles de nosotros dejamos las aulas vacías y nos encaminamos hacia el aeropuerto a dar la bienvenida a Gadafi. Fue grandioso. Todos o casi todos los institutos de Dakar cerrados. Todavía le recuerdo pasando a mi lado, saludando, erguido y orgulloso. Nos pareció una buena manera de afrentar a todos aquellos presidentes africanos que nos inspiraban vergüenza por su sumisión a Occidente. Pensábamos que Gadafi era el redentor. Teníamos 17 años e internet no existía.


(*) Soy de Dakar, Senegal, donde he estudiado Filología Hispánica, estudios que he retomado este año. He venido a España hace 16 años por una beca de la Agencia Española de Cooperación Internacional Desarrollo (AECID). Llevo 16 años viviendo en Madrid, donde he sido profesora de francés y traductora.

Durante varios años mi actividad laboral, y también como voluntaria, ha sido en el ámbito de la inmigración, concretamente desde la Asociación de Inmigrantes Senegaleses en España (AISE) y la Asamblea de Cooperación por la Paz. He representado a AISE en el Foro Nacional para la Integración Social de los Inmigrantes durante 4 años.

También he trabajado durante algunos años en producción de cine después de haber realizado una diplomatura en esta materia. Desde hace 4 años trabajo como secretaria, primero en OMEL, la operadora del mercado ibérico de energía y ahora en un organismo internacional. He participado, como ponente, en muchos eventos relativos a la inmigración en general y desde la perspectiva o en la relación a las mujeres en particular.