Libia

En Libia, una revolución con intereses encontrados

Por Marcelo Cantelmi
Corresponsal en Trípoli
Clarín, 27/08/11

La caída de Gadafi abre una nueva etapa de disputas entre las fuerzas rebeldes por las características del futuro régimen e interrogantes sobre la intervención internacional.

Muammar Gadafi es a estas horas un muerto político y quienes lo mantienen andando como un zombie difícilmente alienten la idea de devolverlo al poder. Es mucho más, por fuera del muy justificado temor a la venganza, lo que aletea en la resistencia que aún mantiene lo que queda del régimen. Pero no se trata de un retorno a lo que ya no existe. Es, en cambio, la presión al estilo brutal de aquí para ser parte en lo que inevitablemente se viene.

Guste o no, sólo una profunda ceguera impedirá advertir la profundidad del terremoto en sus espacios de poder que experimenta este país desde que comenzó la rebelión hace medio año. Y lo que ese proceso ha desnudado con nitidez.

Si Gadafi hubiera tenido un fuerte apoyo popular como reivindicaba el régimen y sostenían sus aliados en el exterior, Trípoli no hubiera caído en menos de 72 horas. En eso, en esa actitud de claro portazo que ahora muestran los seis millones de libios, poco ha tenido que ver la OTAN; el origen de esa actitud de sordo repudio viene de mucho antes y las culpas son del régimen.

La llegada de la Alianza Atlántica a Libia efectivamente contaminó los ideales republicanos de estos rebeldes, pero es verdad también que no les queda ahora otro destino que convertir este páramo carente de toda legalidad en algo parecido a un país posible. Ahí está el eje de la principal controversia que se viene.

No se debe perder de vista que hace seis meses no había rebelión aquí ni gobierno de transición, ni nada que se cruzara en el camino de este extravagante y sangriento reino. En ese lapso se lanzó una guerra ejecutada por una milicia escuálida, mal pertrechada e ignorada en sus comienzos por Occidente, que dejó hacer al déspota pero que desbarató una dictadura de 42 años poderosamente armada por las potencias europeas por entonces aliadas del régimen y rebosante del dinero que rapiñaba de la riqueza petrolera.

Lo que acorraló a Gadafi, convertido hoy en el fugitivo que él pretendía hacer de sus enemigos, fue lo que ha sido una marca de identidad de todas las satrapías del mundo árabe : un quebranto moral que esclavizó a estos pueblos bastardeando ideologías e incluso creencias religiosas para justificar el robo de la renta nacional. Gadafi, como muchos de sus colegas en el Norte de África, no lograron y ni logran advertir el carácter explosivo de enfrentar con represión las demandas sociales de sociedades cada vez más insatisfechas acosadas por el aumento incesante del precio de los alimentos. Hay un punto en que las balas no dan resultado como comprobaron ya los dictadores de Túnez y Egipto y está verificando semana a semana la dictadura siria.

La noción de que los focos de resistencia que se mantienen en Trípoli y en dos poblaciones del interior, especialmente Sirte, la ciudad natal del dictador, pueden estar anticipando un contraataque son exageradas.

Esa resistencia intenta incidir en el reparto de la torta del poder en el régimen que viene en un país cuya renta petrolera explica la casi totalidad de su PBI .

Los rebeldes están conducidos por un gabinete de ex ministros de la dictadura que nadie eligió, en la que se destaca el premier Mahmoud Jibril, un graduado en economía en Pittsburgh, que durante su gestión a órdenes de Gadafi tuvo a su cargo la apertura liberal de la economía del país.

Fue este funcionario quien logró para su jefe los elogios del FMI (noviembre de 2010) como un ejemplo de “liderazgo de libre mercado” en la región árabe. Los grupos de poder que rodearon al dictador y que ahora lo van abandonando, no están dispuestos a perder privilegios de casi medio siglo, y ese es el sentido del combate de estas horas finales. Su resultado es previsible.

Esa no es, sin embargo, la pelea de fondo. En la otra mano se enfilan los intereses de las potencias occidentales . La presión para evitar que la caída del régimen fortalezca a los grupos de combatientes en desmedro de la conducción rebelde de Bengazi bendecida por el norte mundial, y que se extienda como un ejemplo de poder armado al resto del universo árabe , multiplicó la presencia de funcionarios, gestiones y señales en este país y afuera con un alud de declaraciones entusiastas. La visibilidad y desesperación de esta pelea por el trofeo alcanzó niveles cercanos al ridículo. Hace pocas horas el canciller italiano Franco Frattini decidió que tenía que aclarar que su país “no disputa una carrera colonialista contra Francia para ver quien llega primero a Libia”.

Lo cierto es que las controversias sobre las formas en que esas capitales seguirán interviniendo aquí, están partiendo al medio a la OTAN respecto a la exageración de si se envían o no tropas para sostener al futuro gobierno pro occidental del país árabe. Halcones como el almirante norteamericano James Stavridis, principal comandante de la Alianza, han sugerido que en Libia hay efectivos de la red Al Qaeda, algo que nadie ha verificado , y detrás de ese argumento propone un esquema de “estabilización” al estilo del que se produjo en Bosnia o Kosovo, es decir con personal en tierra.

La Casa Blanca se opone a esa idea pero no con una concepción menos rígida . Los funcionarios de Barack Obama plantean la formación de una fuerza integrada por tropas de las monarquías árabes, incluidos los Emiratos Árabes Unidos, Jordania y Qatar que desplieguen entre 1.000 y 2.000 soldados en Libia con el mismo propósito de salvaguardar al futuro régimen. ¿De qué? Pues de las mismas contradicciones sociales que acabaron con Gadafi .

Además de su elocuente miopía, la idea de la Casa Blanca encierra una paradoja. Esos países con monarquías autoritarias, sin democracia ni derechos individuales, también experimentan sus brotes de Primavera Árabe y están en la línea de lo que inevitable está mutando la historia.

Como en Europa del Este hace dos décadas, aquí también se desplomó un muro. No había que tropezarse con los escombros.