Entre
la rebelión popular, las masacres del régimen
y la
intervención imperialista
Por Ale Kur
Para Socialismo o Barbarie, 26/02/2012
Arde
el barrio de Baba Amro
en Homs:
Los Assad castigan con una masacre a la población
rebelde
El
15 de marzo de 2012, se va a cumplir ya un año entero desde
que se desató en Siria la rebelión popular.
Este proceso, plagado de heroísmo popular, de sangre
derramada y también de profundas contradicciones políticas,
exige una reflexión desde estas páginas. El desarrollo del
proceso político abierto en Siria puede afectar
profundamente no solo a su situación interna, sino también
a la de toda la región: se trata de un país estratégico,
de enorme importancia.
Situado
en la frontera del enclave imperialista de Israel, en una
zona que conecta al Mediterráneo con gran parte del mundo
árabe, con una población de 20 millones de personas, una
poderosa economía y un aún más poderoso ejército,
no puede dejar de ser uno de los centros geopolíticos
de la región, donde conviven o se enfrentan los intereses
de todas las potencias mundiales y regionales.
El
contexto de la “Primavera Árabe”
A
principios de 2011, estalló en el mundo árabe un profundo
proceso de rebeliones populares, conocido como “Primavera
Árabe”. Este es inseparable del impacto de la crisis
mundial del capitalismo, que agravó todas las
contradicciones ya existentes al interior de dichas
sociedades. Se trata de la combinación de varios
factores que forman un cóctel explosivo: un enorme
crecimiento del precio de los alimentos, altas tasas de
desempleo (especialmente en la juventud) y amplios sectores
viviendo en condiciones de pobreza, que coexisten al mismo
tiempo con una élite multimillonaria formada por burgueses
asociados a sus regímenes dictatoriales. Regímenes
apoyados en una maquinaria represiva que no permite ningún
tipo de expresión política ni social independiente, y sin
el más mínimo elemento democrático (ni siquiera
formalmente).
A
comienzos de marzo del 2011, la “Primavera Árabe” se
encontraba su punto de máximo ascenso hasta el día de hoy:
las movilizaciones de masas habían derribado en unas pocas
semanas a Ben Ali (dictador de Túnez) y a Mubarak (dictador
egipcio). En Libia, una gran insurrección popular se había
hecho con el control de gran parte del país, dejando al
dictador Kadafi recluido en la capital y con su ejército y
su aparato estatal fuertemente divididos. Los imperialismos
yanki y europeos hasta el momento se encontraban a la
defensiva, relativamente sorprendidos por las rebeliones, y
apenas habían podido contener la situación a través de
sus distintos puntos de apoyo en cada país (en Túnez, los
islamistas del partido “Ennahda”, en Egipto, la Junta
Militar y los Hermanos Musulmanes, en Libia, un sector de
ex–kadafistas que conformaron el Consejo Nacional de
Transición).
Recién
en esos días el imperialismo comenzó a ensayar una política
contrarrevolucionaria más ofensiva hacia las rebeliones, a
través de la intervención político–militar en Libia y
de una orientación de “reacción democrática” para
esos países. Dicha política consiste en lo siguiente: allí
donde las dictaduras no son aliadas de Occidente, o donde lo
eran pero ya no pueden ser sostenidas sin un enorme costo
político, estas pasarían a ser reemplazadas por
democracias burguesas fácilmente controlables, que
garanticen que el cambio sea solamente a nivel super–estructural,
sin ninguna modificación real en las relaciones de
propiedad, en la estructura de clases y ni siquiera en las
condiciones de vida de las masas. Estas condiciones
excluyen, por ejemplo, a las ultra–reaccionarias monarquías
pro–yankis de Arabia Saudita, Bahrain, Qatar, etc., a las
que el imperialismo ni siquiera se les ocurre cuestionar (y
mucho menos dejar de venderles armas y comprarle petróleo),
mientras sigan siendo fieles defensoras de sus intereses en la región.
En cuanto a los países que sí entraban dentro de la política
de reacción democrática, las rebeliones populares debían
ser cooptadas, contenidas y desmovilizadas a partir de un
largo y controlado proceso de transición. Para esto se
emplearon distintos mecanismos según la situación de cada
país.[1]
Es
en este contexto en el que estalla la rebelión popular en
Siria, motivada por las mismas razones que todas las demás,
inspirada en ellas y atravesada por sus mismas
contradicciones, quizás en una escala mucho mayor por su
gran importancia estratégica y sus particulares condiciones
sociales. Para entenderlas mejor, es necesario repasar
algunas de las características históricas de su régimen.
El régimen sirio: del
“antiimperialismo” al neoliberalismo
En Siria, el partido Baath ejerce el
poder desde el golpe de Estado de 1963. Con el
establecimiento permanente de la Ley de Emergencia, y de una
constitución que establece abiertamente el régimen de
partido único, sentó en ese entonces las bases para
una dictadura que ya lleva casi 50 años de gobierno. Este
partido, hermano de su homónimo en Irak (y luego enfrentado
a él), sostuvo en sus orígenes una orientación
nacionalista, pan–árabe y “socialista” (aunque explícitamente
antimarxista), con similitudes con el nasserismo egipcio y
el nacionalismo burgués de la posguerra en general. Es
decir, una política de nacionalización de ciertas ramas de
la economía y una retórica fuertemente populista, con
enfrentamientos puntuales con el imperialismo en general y
el sionismo en particular. Siria entró en guerra con el
Estado de Israel en el año ’67, que culminó con la
derrota de todos los países árabes y la ocupación
sionista de los Altos del Golán, que pertenecían a Siria
(junto a otros territorios árabes, el exilio palestino,
etc.). Luego de ello, nunca firmó formalmente un tratado de
paz con el sionismo, y volvió a tener enfrentamientos
puntuales con él por un tiempo, luego de lo cual terminó
estableciendo en los hechos una “coexistencia pacífica”.
En el plano internacional, el régimen
sirio se ubicó en el campo del “tercer mundo”, apoyado
por la Unión Soviética pero sin adoptar su modelo de
estatización total de la economía, y garantizando una
fuerte regimentación del movimiento obrero que impedía
cualquier tipo de expresión independiente o que quisiera ir
un poco más allá de ese capitalismo de Estado.
En 1970, Hafez Al–Assad –padre del
actual dictador– tomó el poder mediante un
“golpe dentro del golpe”, poder que ejerció
hasta su muerte en el año 2.000. El fue el encargado de
sentar las bases de la estructura política que todavía hoy
sigue vigente. Perteneciente a la secta alawita (variante
del Islam chíita), garantizó que los principales puestos
del Estado (y en particular, la casta de oficiales del ejército)
quedara en manos de miembros de dicha secta. Esto le dio un
tinte sectario a todo el Estado, agravado por el hecho de
que la enorme mayoría de la población siria pertenece a
otras sectas (tres cuartas partes al Islam Sunnita, y luego
otros importantes minorías como los cristianos, los kurdos
o los drusos).
Su otro gran pilar de sostén fue la
burguesía comerciante, con importante presencia en las
ciudades de Aleppo y Damasco. Esto generó una casta
privilegiada y cerrada formada por un reducido grupo de
familias, sostenida por medio de un poderoso aparato
represivo, que aparecía como muy minoritaria frente a las
mayorías populares. Esto le valió, por ejemplo, un
levantamiento popular en su contra en los años ochenta
(llevado a cabo centralmente por la población musulmana
sunnita), al que respondió con una terrible masacre, en la
que fueron asesinadas 10 mil personas en la ciudad de Hama.
En la década de los 90, en el contexto
de avanzada neoliberal, y al igual que los otros regímenes
nacionalistas de Medio Oriente, comenzó un proceso de
liberalización y privatización, acompañado por una mayor
suavidad en su relación con Israel y el imperialismo en
general, aunque sin abandonar su retórica anti–imperialista.
En el año 2000, tras la muerte de
Hafez, el poder fue “heredado” (al mejor estilo monárquico)
por su hijo Bashar Al–Assad, actual presidente, que
continuó y profundizó su política de “adaptación” al
neoliberalismo, socavando cada vez más las condiciones de
vida de las masas, profundizando la corrupción y agravando
todas las contradicciones sociales, económicas, sectarias y
religiosas.
Simultanea y contradictoriamente
mantuvo sus lazos con el régimen teocrático iraní
(enfrentado con “Occidente”), y sostuvo financiera y
militarmente a grupos antisionistas e islamistas radicales
como Hamas (Palestina) y Hizbollah (Líbano).
Esto, por supuesto, no ha sido del
agrado de Israel y de las potencias imperialistas, que lo
agregaron a su lista de países en el “eje del mal”.
Pero, a partir de allí el régimen de Siria desarrolló una
política de crecientes concesiones, que en los últimos
años se expresó en una estricta “convivencia pacífica”
con Israel. Para el enclave colonialista israelí y para
su socio estadounidense, Siria es una “frontera segura”,
independientemente de otras consideraciones.
Este ha sido un factor no menor de las
vacilaciones y divisiones, tanto en Israel como en EEUU y
Europa, respecto a una posible intervención. Un importante
sector considera a los Assad como un “mal menor”, un
vecino nada simpático, pero que no molesta, en comparación
con la posibilidad de que un nuevo régimen en Siria exprese
alguna forma de “extremismo”, islámico o de otro tipo.
Siria
se suma al proceso de rebeliones populares
Contra
este régimen monstruoso y plagado de contradicciones que se
alzó la rebelión popular de marzo de 2011. Las primeras
manifestaciones surgieron en provincias relegadas por el régimen,
donde el nivel de pobreza es mucho mayor, y no en las dos
ciudades más importantes (Damasco y Aleppo, que entre ambas
reúnen a 10 millones de personas, es decir, la mitad de la
población siria, y que venían gozando hasta el momento de
una relativa bonanza económica).
El
objetivo de estas protestas era la eliminación de los
aspectos más represivos de la dictadura y el inicio de una
transición democrática, y su método era la movilización
pacífica, rechazando cualquier forma de violencia. Ante el
crecimiento de estas manifestaciones, y viendo los destinos
que habían corrido sus pares en los mencionados países
(renuncia de los dictadores en Túnez y en Egipto,
levantamiento armado de la mayoría del territorio en
Libia), el gobierno de Bashar al–Assad ensayó una doble
respuesta.
Para
evitar la imagen de un déspota cerrado e inflexible (al
estilo Kadafi)[2], otorgó ciertas concesiones
formales, como la propuesta de reformar la Constitución,
levantar el estado de emergencia y conformar un gobierno con
nuevos ministros.
Al
mismo tiempo, (y al igual que Kadafi) desató una brutal
represión, utilizando para ello las más variadas
“herramientas”: desde el propio ejército sirio (incluídos
tanques y ametralladoras), hasta su milicia informal, los
“shabiha”, que al mejor estilo fascista suprimieron las
movilizaciones y a los propios opositores individuales
recurriendo a la tortura, el secuestro y el asesinato. Cada
acto de protesta, cada concentración pacífica fue recibida
por la dictadura con una lluvia de balas y bombas, que
dejaron diariamente decenas de muertos y cientos de heridos.
Esta
respuesta se combinó con el apoyo que recibió por parte
de sus aliados: Rusia, Irán, China y los gobiernos
supuestamente “anti–imperialistas” de Latinoamérica,
encabezados por la Venezuela de Chávez, la Cuba de la
burocracia castrista, etc. Se le sumó también al apoyo
otorgado por la burguesía comerciante siria, de gran parte
de la comunidad alawita y de miembros de otras minorías
atemorizados por la posibilidad de que se instalara una
dictadura extremista sunnita (fantasma azuzado y utilizado
convenientemente por el régimen, que no dudó un manipular
a su favor todas las divisiones sectarias de la sociedad).
Por
último, recibió inicialmente también el apoyo, aunque no
activo, pero si por omisión, de grandes mayorías de las
ciudades de Damasco y Aleppo, que no se vieron
inmediatamente sacudidas por la rebelión. El régimen pudo
usar a su favor también el argumento de la
“autodeterminación nacional”, porque podía citar como
ejemplo la intervención imperialista en Libia. Reunió
entonces apoyos por “izquierda” y por derecha, laicos y
religiosos, de minorías y de mayorías, nacionales y
extranjeros, que le permitieron sostenerse en el poder y
conservarlo en la totalidad del territorio, a diferencia de
Egipto, Túnez, Libia y Yemen.
Sin
embargo, la rebelión popular no se detuvo, sino que se
sostuvo y se profundizó durante meses. La represión del régimen
radicalizó las movilizaciones, que empezaron a exigir la caída
del gobierno e inclusive la ejecución del presidente. Cada
mártir caído en la lucha fue velado por grandes sectores,
y los propios funerales se convirtieron en actos contra el régimen.
Las movilizaciones se generalizaron, realizándose todos los
viernes (como se volvió tradición en los países árabes),
y extendiéndose a otras ciudades. Se conformaron Comités de Coordinación
Locales, en una red que abarca casi todo el territorio
sirio. Muchos soldados que eran enviados a reprimir
decidieron volver sus armas contra la dictadura, uniéndose
a las manifestaciones y defendiéndolas. Se conformó a
partir de estos grupos el llamado “Ejército Sirio
Libre”, cuya dirección político–militar se encuentra
desde ese entonces en Turquía.
El
mes de Octubre marcó un punto de quiebre en el proceso de
rebelión popular, por la conformación de una nueva
estructura política en el seno de la oposición contra el
gobierno: el Consejo Nacional Sirio (CNS), dirigido por Burhan
Ghalioun,
que se estableció de forma permanente en Turquía. Este
consejo, conformado por exiliados liberales sirios y por
miembros de la Hermandad Musulmana, contó con el pleno
apoyo de las potencias imperialistas,
y por lo tanto significó el desembarco del
imperialismo al interior de la propia rebelión popular.
Hasta
ese momento, otra organización importante nucleaba a
grandes grupos opositores: el Comité Nacional de Coordinación
Sirio. Esta última, formada por sectores más ligados a la
“izquierda” y al nacionalismo, al mismo tiempo que
rechazaba toda intervención imperialista, sostenía que
todavía era posible negociar con el régimen la salida a la
crisis. Esta postura le valió el rechazo de gran parte del
activismo de base, que ya estaba harta de las masacres y veía
la clara determinación del régimen a sostenerse cueste lo
que cueste. Por lo tanto, el surgimiento del CNS, con una
postura inflexible hacia el régimen (aunque orientado por
los intereses del imperialismo),
significó para amplios sectores un giro radical en
la lucha. Así es como los Comités Locales de Coordinación
y otros grupos con presencia en el territorio sirio se
incorporaron al CNS. La creación de una organización
“paraguas” que terminó abarcando a gran parte de los
grupos opositores, significó también (pese a su dirección
política) un salto en calidad en la rebelión, por el grado
de extensión que adquirió.
A
partir de allí la rebelión (y también la represión)
comenzó a escalar a un ritmo mucho mayor, siendo un
importante hito la “huelga de la dignidad” del mes de
diciembre, en le que se movilizaron por primera vez 150 mil
personas en Damasco y Aleppo contra el régimen. La
corriente de deserciones en el ejército aumentó
significativamente y el Ejército Sirio Libre amplió su
escala de operaciones, llegando a controlar temporalmente
algunos barrios, zonas y ciudades, incluidos suburbios de
Damasco.
También
comenzó a escalar la represión, llegando a niveles de
brutalidad difíciles de concebir. A la simple represión de
las manifestaciones y las matanzas de individuos opositores,
se sumó el bombardeo indiscriminado de barrios rebeldes, e
inclusive su sitio (impidiendo entrada de alimentos y
medicamentos, retirada de heridos, etc.) Esto elevó la
tasa de muertes, de varias decenas por día, al nivel del
centenar o más cada día. Actualmente, el número total
de muertos a manos de la represión es de más de 7 mil,
configurando un auténtico genocidio que se
desarrolla frente a nuestros ojos. La ciudad más
golpeada es Homs, principal bastión del movimiento rebelde,
que todos los testigos describen como “completamente
destruida” por el régimen, relatando crímenes
horripilantes, violaciones, muertes y mutilaciones de niños,
francotiradores disparando a todo lo que se mueva, etc.
¿A
dónde va Siria?
Estos
fueron, relatados brevemente, algunos de los principales
acontecimientos políticos de estos 12 meses de rebelión.
Quedan por analizar las distintas tendencias que actúan al
interior de la rebelión, y sus diferentes estrategias.
La
oposición se encuentra fuertemente dividida. Uno de los
mayores temas de polémica es el problema de la intervención
imperialista. El CNS y el Ejército Sirio Libre plantean la
creación de una “zona buffer”, o sea, la intervención
militar extranjera siguiendo el modelo libio, para lograr
“liberar” una región del territorio que sirva como base
de operaciones para la oposición. Esta postura es apoyada
por sectores del activismo, que no ven otra salida para
defender sus vidas contra las masacres del régimen.
El
propio imperialismo se encuentra dividido alrededor de este
problema. No es que quieran perderse la oportunidad de
intervenir en un país tan estratégico, pero el cálculo
“costo–beneficio” todavía no está claro. Israel teme
que luego de Assad venga un gobierno “igual o peor”
desde el punto de vista del anti–sionismo (sentimiento
fuertemente arraigado en las masas árabes en general,
y las sirias en particular), y su temor es compartido
por los imperialismos yankis y europeos. No solo eso, sino
que el armamento de las masas populares y la perspectiva de
una larga guerra civil, termine como termine, significaría
inevitablemente un aumento de la conflictividad en esa
frontera que hasta ahora daban por segura, que se plagaría
de milicias armadas de todo tipo y color. Este es el
principal factor de indecisión del imperialismo, al que se
le suman también las dificultades de ir a un enfrentamiento
directo con los poderosos aliados del régimen sirio: Rusia
y China. Al mismo tiempo, todo Medio Oriente se vería
sacudido en caso de una intervención, llevando a una guerra
con Irán y extendiéndola a Líbano, Irak, etc., en la cual
no está nada claro que el imperialismo pueda triunfar
(dadas las condiciones de rebelión popular, la crisis económica
y de hegemonía, los resultados adversos en Afganistán e
Irak, etc.).
Por
su parte, los clientes locales del imperialismo (las monarquías
de Qatar, Arabia Saudita, etc.) se encuentran mucho más
decididas a intervenir contra el régimen sirio: lo ven como
un paso más en su enfrentamiento con Irán, que es su
adversario tanto político como religioso (la teocracia iraní
es chiíta mientras que las monarquías de la península son
sunnitas). No les preocupa particularmente la perspectiva de
una guerra a gran escala en la región, porque tampoco
sienten demasiada afinidad con Israel, ni tienen que pagar
un “costo político” democrático (ya que no hay ningún
tipo de democracia en su interior). Por lo tanto, impulsan a
través de la Liga Árabe (liga de los dictadores y tiranos
de todo el mundo árabe) una política mucho más agresiva
hacia Siria, que ya intenta marcar un plan de transición, y
que implica avanzar en el financiamiento y armamento de la
oposición, e inclusive en el envío de una “fuerza de
paz” (es decir, una avanzada militar extranjera).
Al
interior de la propia Siria, hay también grupos opositores
que rechazan cualquier intervención imperialista, pero no
parecen tener una gran estructura política que los contenga
y pelee por su perspectiva, ante el descrédito de los
grupos que planteaban una “negociación” con el régimen
como salida, y que se oponían a un levantamiento armado de
masas. Por lo tanto, el movimiento de la rebelión popular
se debate entre la fragmentación y la cooptación por parte
del imperialismo, sin tener una perspectiva clara en el
largo plazo, que no sea más que seguir socavando la base de
apoyo del régimen a través de la continuación de las
movilizaciones. Pero no está claro que esta perspectiva
pueda sobrevivir en condiciones de un agravamiento aún
mayor de la represión.
Por
otro lado, a medida que pasa el tiempo, se agudizan las
contradicciones de tipo sectario y étnico. Lo que empezó
como una rebelión laica, con fuertes elementos de
confraternización entre sectas y religiones, va siendo
parcialmente eclipsado por el desarrollo de grupos sectarios
al interior de la propia oposición. Esto se debe a varias
razones. Una de ellas es, por ejemplo, la infiltración de
elementos islamistas yihadistas tipo Al–Qaeda, que
aprovechan la rebelión popular (y su creciente militarización)
para sus propios fines. Otro aspecto es la manipulación
conciente que el régimen realiza, enfrentando a las sectas
en tanto tales, y generando por lo tanto un odio difícil de
revertir. Pese a todo, todavía estos elementos parecen
seguir siendo minoritarios, manteniéndose mayoritariamente
la solidaridad inter–religiosa.
La
rebelión popular siria, por lo tanto, se encuentra en un
momento crítico. Una intervención imperialista sería un
gravísimo problema, porque implicaría su cooptación y su
utilización como plataforma para instalar un nuevo gobierno
títere, que no solucionaría ninguno de los problemas de
las masas e inclusive profundizaría el ritmo de las
privatizaciones. Se convertiría entonces en un factor de
avance del imperialismo en la región, en vez de su opuesto.
Ya vimos esta perspectiva actuando en Libia.
Otro
peligro de la intervención es una guerra en toda la región,
que pondría a los sectores anti–imperialistas en una
relación muy conflictiva con las rebeliones populares: esto
podría llegar a liquidarlas, ante la ausencia de una
dirección realmente independiente que pueda posicionarse
tanto contra los regimenes dictatoriales como contra el
imperialismo.
Por
otro lado, cada día que pasa con Al–Assad al frente del
país, significa cientos de muertes, en una tendencia que
amenaza con profundizarse. Si la rebelión popular no pega
un salto cualitativo, sumando a las mayorías explotadas
de Damasco y Aleppo, difícilmente se vaya a poder
evitar esta perspectiva, que al mismo tiempo generaría el
clima perfecto para una intervención extranjera.
La
única salida para Siria, pasa por la incorporación de toda
la clase trabajadora a la rebelión, por su organización
independiente y por su armamento, acaudillando a todas las
masas explotadas y oprimidas del país contra el régimen y
contra cualquier posible intervención del imperialismo. Cuestión
que exige por parte de la oposición revolucionaria la
elaboración de un programa que contenga las necesidades de
todos estos sectores, y de organizaciones independientes y
democráticas que puedan impulsarlo de forma unificada.
Esto
es, por ejemplo, lo que nos enseña el ejemplo egipcio: solo
cuando la clase obrera entró masivamente en escena con sus
propios métodos (la huelga general y la movilización
independiente), cayó el gobierno de Mubarak (que por otro
lado, no pudo resistir la huelga más que unas pocas horas).
Por la negativa, lo muestra también la situación actual
egipcia: sin una huelga general, no hay forma de tirar abajo
a la Junta Militar.
Es
a esta perspectiva debemos aportar los revolucionarios de
todo el mundo.
Sostener al genocida al Assad contra la rebelión
(como hace el chavismo), o poner su derrocamiento en manos
de las grandes potencias (como hace cierta “izquierda” y
los sectores liberales), son crímenes políticos
inadmisibles para cualquiera que se considere socialista.
¡Viva la rebelión popular siria y
toda la Primavera Árabe!
¡Abajo la dictadura genocida de
Al–Assad!
¡Fuera las manos del imperialismo
de todo Medio Oriente!
Notas:
[1] El ejemplo
es Yemen, en la península arábiga. Allí el
gobierno era especialmente funcional a los intereses
imperialistas, y sostenido por la monarquía saudita. La
rebelión popular obligó al imperialismo a “sacrificar”
al presidente Saleh, pero a condición de garantizarle plena
inmunidad frente al procesamiento judicial, y peor aun, de
entregarle el poder a su vicepresidente por los próximos
dos años. Este debía ser legitimado a través de una nueva
“elección presidencial”... en la que ningún otro
candidato tenía derecho a presentarse. De esta manera se
impuso un nuevo presidente “de facto”, refrendado por un
mecanismo puramente plebiscitario, que nada tiene de
diferente al que utilizaba el propio Saleh, Mubarak o
cualquier otro dictador.
[2] Es conocido el discurso de Kadafi en el que
acusa a los rebeldes libios de “haber tomado pastillas
alucinógenas” y los amenaza con perseguirlos “casa por
casa, pasillo por pasillo” hasta “depurar Libia”.
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