Nuevos movimientos internacionalistas

Pinchando el globo a la globalización

Por Roberto Ramírez

 

¡Al fin una luz en el horizonte del internacionalismo! Después de un largo eclipse, y cuando la ideología post-Muro de Berlín lo daba por muerto y sepultado (junto con sus hermanos gemelos, el socialismo y la revolución), el internacionalismo renace de sus cenizas. Ha regresado, vivito y coleando, en las manifestaciones de Seattle contra la Organización Mundial de Comercio (OMC)1; en las de Washington contra la reunión del FMI del 16 y 17 de abril pasado, y volvió a retumbar con vigor en el mundo el último 1° de mayo en muchos países del mundo.

Amanece un nuevo internacionalismo de los explotados y los oprimidos, de las víctimas del capitalismo imperialista en esta fase de “globalización”. Este novedad extraordinaria ante todo hay que celebrarla. Pero también analizarla, discutirla y comprenderla, porque plantea nuevas tareas y también toda clase de interrogantes y problemas...

Es tanto más importante hacer esto porque, paradójicamente, muchas de las corrientes políticas que se reclaman internacionalistas de pura cepa —incluidos nosotros— no le han prestado atención suficiente a este nuevo fenómeno, ni se volcaron a impulsarlo cuando estaba en gestación. Es que este nuevo internacionalismo no nació de la nada ni por generación espontánea. Como señala el famoso lingüista norteamericano Noam Chomsky —uno de los que impulsaron la movilización de Seattle—, ella “no se dio de manera espontánea, sino que fue el resultado de eficientes actividades educativas y organizativas, realizadas a gran escala y durante cierto tiempo, a nivel nacional e internacional. Esto demuestra que un trabajo serio y esforzado puede tener resultados positivos. Esta es una lección muy importante. Las cosas no se dan por sí mismas”.

En el caso específico de Argentina, el retraso en intervenir e impulsar de lleno este nuevo fenómeno es aun más notorio en la izquierda revolucionaria. Por ejemplo, muchos proclaman estar construyendo la “verdadera” Internacional revolucionaria o la “auténtica” IV Internacional. Pero, al mismo tiempo, se sigue estando bastante ajenos a los desarrollos reales de un nuevo internacionalismo que eclosionó espectacularmente en Seattle.

 

Muerte y resurrección del internacionalismo

La idea de que los explotados y víctimas del capitalismo tienen necesidad ineludible de unirse internacionalmente para enfrentarlo y vencerlo tiene más de un siglo y medio. Durante largo tiempo, fue artículo de fe para millones y millones de trabajadores, que luchaban con esa perspectiva.

Esto se perdió por las mismas causas que pusieron en crisis (y hasta llegaron a borrar en la cabeza de la mayoría de los explotados) la idea hermana del socialismo: es decir, de que es posible y necesario terminar con el sistema capitalista para construir una sociedad de hombres libres, sin explotación y sin estados que impongan someterse a ella.

Esta nueva sociedad sólo puede ser lograda como un sistema mundial (como lo es también el capitalismo). El internacionalismo es por lo tanto necesario, tanto para luchar contra el capitalismo (sistema mundial) como para construir el socialismo (igualmente mundial).

El stalinismo hizo una horrible caricatura de ambas ideas fundacionales: internacionalismo y socialismo. Los aparatos y mecanismos de reproducción ideológica y cultural de la burguesía se tomaron de este desastre para intentar vaciar de la cabeza de las masas toda idea emancipadora y para inculcar que es imposible ir más allá del capitalismo. Que no hay alternativa alguna a este sistema.

Hay que reconocer que, sobre todo en las última década, la burguesía, ayudada por el hundimiento final del “socialismo real” de la ex URSS y el Este, tuvo un inmenso éxito en esa tarea. Por supuesto, no ha podido terminar con las luchas sociales y de la clase trabajadora, ni ha dejado de haber revoluciones, como soñaban algunos de los teóricos burgueses más delirantes. El mundo sigue atravesado de luchas, estallidos sociales, y hasta de reales acontecimientos revolucionarios, como los de Albania, Indonesia y Ecuador. Pero ha sido decisivo, tanto en los ascensos como en los retrocesos de esos procesos, que ni las masas ni sus direcciones se dieran la perspectiva de ir más allá de los límites del capitalismo ni de los marcos nacionales de esas luchas.

Engels decía que el estado autoritario prusiano, que desde Berlin erigió el Imperio Alemán, tenía como ideal de educación que cada ciudadano “llevara su gendarme en el corazón”. Podríamos decir que hoy la burguesía mundial, más que meter un policía en el corazón de cada persona, trata por sobre todo de remachar en la cabeza de la gente que no se puede traspasar a otra sociedad distinta al capitalismo. Contra este muro ideológico hoy  chocan (y rebotan) las más grandes luchas.

Pero junto a este éxito indiscutible de la burguesía mundial, hay que saber reconocer también las señales aún confusas, dispersas y contradictorias de tendencias y procesos que comienzan a apuntar en sentido opuesto. Esa es la inmensa importancia de las nuevas movilizaciones internacionalistas. Aunque reina en ellas un arco iris ideológico —y, más que arco iris, amplias zonas con neblina y confusiones—, aunque todavía están lejos de levantar un proyecto de sociedad alternativa al capitalismo, se trata de movimientos multitudinarios y reales que abren un gran terreno para el relanzamiento de la lucha revolucionaria por el socialismo.

En el siglo XX, la liquidación del internacionalismo fue el prólogo del posterior desmantelamiento de la conciencia socialista. En el siglo XXI, el renacimiento de la lucha internacionalista puede ser el prólogo de relanzar el combate por el socialismo.

El stalinismo comenzó su labor destructiva separando, a nivel teórico, al socialismo del internacionalismo. La teoría de Stalin del “socialismo en un sólo país” pretendía que en la ex URSS (y luego en los estados que se le sumaron) ya reinaba el socialismo, mientras en el resto del mundo seguía el capitalismo. En verdad, en la práctica, ni en la URSS había socialismo (sino un sistema burocrático de opresión y explotación), ni en el resto del mundo los partidos comunistas practicaban realmente el internacionalismo (porque su objetivo ya no era el socialismo mundial sino la “coexistencia pacífica” con el imperialismo). El stalinismo desprestigió el “internacionalismo proletario” al hacerlo sinónimo de defensa incondicional de las maniobras políticas y diplomáticas de la burocracia soviética o china: un apoyo para negociar mejor con el imperialismo en el marco de la  “coexistencia pacífica”.

 Así, incluso legítimas movilizaciones internacionalistas, como el apoyo a la República Española en la guerra civil de 1936-39, o la defensa de Vietnam y Cuba frente a la agresión yanqui, fueron mediatizadas y frenadas por ese mecanismo.

Después de la Segunda Guerra Mundial (1939-45), la acción de los aparatos stalinistas, socialdemócratas y nacionalistas burgueses (como el peronismo), combinada con la prosperidad económica de la postguerra, permitió enjaular a los trabajadores de los distintos países en los marcos de sus estados nacionales, borrando la idea y la práctica del internacionalismo. Al principio, las alternativas de luchas y negociaciones en los marcos nacionales permitieron en muchos países (como en Argentina), gracias a la bonanza económica,  lograr concesiones y conquistas.

Pero comenzó a darse una paradoja: mientras los trabajadores y las masas se encerraban en sus estados nacionales y se olvidaban del internacionalismo, el capitalismo se fue “internacionalizando” cada vez más, económica y políticamente: globalización financiera y productiva, oligopolios mundiales de transnacionales, cambios de las relaciones laborales en función de la producción para el mercado mundial, FMI, Banco Mundial, OMC (antes GATT), Unión Europea, etc. La “globalización” del capitalismo imperialista, le permitió enfrentar a los trabajadores y las masas (y también a los países del “tercer mundo”) desde un nivel superior, desde el plano internacional. Así, la burguesía mundial demostró ser, en los hechos, más “marxista” y sabia que los burócratas que hablaban en nombre de los trabajadores. Estas transformaciones, combinadas con la restauración capitalista en la URSS, China y otros (supuestos) “países socialistas” y con las derrotas del ascenso revolucionario de los años ‘60 y ‘70, pusieron a las masas a la defensiva.

Pero hoy se está desarrollando una seria contradicción: la globalización no ha resultado ser una fase de “progreso” sino degenerativa, donde se acentúan los peores rasgos del capitalismo. La concentración de riquezas en un sector cada vez más reducido de la población mundial se hace a costa de la creciente miseria de la mayoría. No se trata sólo de más explotación. La globalización eleva a niveles cualitativamente superiores los rasgos más destructivos del capitalismo: el antiguo desempleo coyuntural hoy se transforma en exclusión definitiva del trabajo asalariado de masas inmensas, que al mismo tiempo no tenían o han sido despojadas de otras formas de producción. La dependencia de los países pobres en relación a EE.UU., Europa y Japón se ha transformado en una nueva colonización, que “transnacionaliza” a un sector de las burguesías y de la clase media de esos países, pero hunde en la miseria a los que no logran integrarse a la economía global, como sucede aquí con las “provincias pobres”. La producción capitalista arrasa con la naturaleza, poniendo en peligro la continuidad de la vida en el planeta. Incluso en los países ricos, la transformación en mercancía del ser humano y de todas sus actividades (arte, cultura, ciencia, deporte, educación, salud... y hasta de sus mismos genes que ahora pretenden patentar) genera una profunda crisis moral y social... La demagogia sobre los “derechos humanos” que hacen muchos gobiernos no puede ocultar que la deshumanización en las relaciones entre los hombres alcanza nuevos records. Los problemas de la mujer y la familia se agravan; lo mismo, los de la juventud, que no tiene futuro bajo este sistema...

Esto hace que, desde los más diversos campos sociales, comiencen a surgir cuestionamientos a la globalización capitalista. ¡Hasta el Papa, en su discurso del 1° de mayo, ha debido ponerse a tono, para que la Iglesia no quede desfasada de esta tendencia! Estos sectores críticos y disconformes son tan heterogéneos como amplio es el campo de los afectados de una u otra manera por la globalización.

Pero lo más importante es que un sector ha decidido llevar adelante la pelea en el mismo plano en que se ha colocado el capitalismo globalizado: en el plano internacional. Eso es lo nuevo.

Es la misma burguesía la que, sin quererlo, ha contribuido a “educar” en el internacionalismo y revivirlo. Desde hace más de diez años, el capitalismo viene celebrando ruidosamente la “globalización” como su gran victoria de fines del siglo XX. No hay reclamo de los trabajadores o de los países pobres que no sea negado y combatido en el santo nombre de la globalización. La burguesía imperialista se jacta además (aunque sea falso) de haberse puesto por encima del estado-nación. En los países pobres, los organismos internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, son otro poder del estado que manda más que el presidente o el parlamento. ¡Le refriegan a las masas en la cara que, con la globalización, todo se decide a nivel internacional!

¡Las masas están recibiendo, en carne viva, un verdadero curso de internacionalismo! ¡Y esto comienza a tener consecuencias!

 

Tres problemas para el nuevo internacionalismo

El nuevo internacionalismo retoma un rasgo perdido e importante. Durante mucho tiempo, las movilizaciones internacionalistas se limitaron generalmente a la solidaridad con países (Vietnam, etc.). En cambio, había sido abandonada la lucha internacional simultánea por problemas comunes. Por ejemplo, como lo había hecho la II Internacional, a fines del siglo XIX, cuando estableció el 1° de mayo como jornada mundial de movilización de los trabajadores por las 8 horas. Los movimientos contra el FMI y la OMC vuelven a hacer eso, sin dejar de ser, al mismo tiempo, muy diferentes de las internacionales obreras del pasado.

La heterogeneidad social, política e ideológica es la diferencia que aparece más a la vista en relación a las antiguas internacionales. Junto a sindicatos obreros y organizaciones políticas (revolucionarias o reformistas) de la izquierda tradicional, marchan asociaciones de todo tipo, de trabajadores rurales, de derechos humanos, de género, antiracistas, de ecologistas radicales, de inmigrantes, de desocupados, etc.

Mucho comentaristas superficiales de la prensa se han apresurado a sacar conclusiones de esta heterogeneidad. Un comentario típico es que todo esto “cae fuera de la noción marxista de clases sociales”. Sin embargo, las cosas no son tan simples como piensan estos negadores postmodernos del marxismo. La “noción marxista de clases sociales” —por lo menos la del marxismo de Marx— es mucho más amplia y plástica que el estereotipo del obrero industrial “clásico”.

La heterogeneidad social de los nuevos movimientos es un reflejo de dos fenómenos diferentes, pero que empujan en un mismo sentido anticapitalista: por un lado, que la globalización daña a un espectro social mucho más amplio que el de la clase trabajadora asalariada. Pero también refleja que la globalización ha transformado profundamente a la misma clase trabajadora y al conjunto de la sociedad. La mercantilización de toda actividad humana, impulsada por la globalización, significa que la esfera social del trabajo asalariado se ha extendido enormemente. Más que el fin del proletariado, lo que se está dando es una proletarización (transformación en asalariados) cada vez más amplia, que se extiende por encima, por debajo y a los costados de la clase obrera “tradicional”. El capitalismo actual “condena” al trabajo asalariado a sectores que antes vivían y producían de otra manera, como profesionales, pequeños empresarios, artesanos, “cuentapropistas”, campesinos, etc.; pero al mismo tiempo que hace eso, a cientos de millones no les da empleo. Los excluye sin esperanzas del trabajo (asalariado o no).

Es precisamente la “noción marxista de clases sociales” la que permite entender esta compleja trama de proletarización y, simultáneamente, de exclusión, su reflejo en los nuevos movimientos internacionalistas y asociativos. Una clase social no es un adoquín que difícilmente cambia de forma o substancia, sino que, por el contrario, es un conjunto de relaciones sociales en permanente transformación. Las clases se constituyen y reconstituyen, y en esos procesos, la conciencia de clase —el re-conocerse como clase (frente a otras)— no es un factor de menor cuantía. Este reconocimiento como clase ha sido perdido por amplios sectores.

El nuevo internacionalismo y los “movimientos sociales” que lo conforman están frente a este primer problema. En la medida en que estos movimientos desarrollen consecuentemente su “anticapitalismo”, aún potencial y muy confuso, el problema de la reconstitución o recomposición de la clase trabajadora frente al capital, va a plantearse agudamente. Esto exige luchar, en todos los países, para que los trabajadores conscientes y las organizaciones obreras se incorporen, participen y se pongan a la cabeza de estos movimientos sociales internacionales. A su vez, el involucramiento en ellos va a ser decisivo para reconstruir la perdida conciencia internacionalista de la clase. Creemos que las condiciones están dadas para eso, y quizá más de lo que pensamos. Por ejemplo, en Argentina, hoy son muchos los trabajadores que saben que hay un monstruo que viene de afuera —el FMI—, que ordena que se mueran de hambre para pagar la deuda, o que la “apertura”, las privatizaciones y la “globalización” han arrasado con sus empleos. 

Todo esto nos lleva a otras dos cuestiones: ¿Reforma o revolución? Es decir, ¿emparchar al capitalismo o luchar por un proyecto alternativo de sociedad (que se llama socialismo)? El otro gran interrogante: ¿cuál es el papel de los revolucionarios?

Sobre la primera de esas cuestiones no vamos a extendernos. En el artículo publicado en Socialismo o barbarie N° 0 ya se analiza el surgimiento de un nuevo reformismo.

El viejo reformismo decía que, a través de cambios graduales y pacíficos (reformas) iba a ser posible pasar del capitalismo al socialismo. El nuevo reformismo niega que se pueda ir más allá del capital. Pero sostiene que se podría cambiar al capitalismo. Su versión “salvaje” y “neoliberal” podría ser cambiada, mediante la intervención del estado, con “regulaciones” que lo hicieran más “humano”. La Iglesia se ha enrolado en este nuevo reformismo. La mayoría de las burocracias sindicales también. Este neoreformismo aparece mundialmente en las más diversas versiones, tanto de derecha (el Papa) como de izquierda, incluso armada (por ejemplo, la guerrilla colombiana).

En los nuevos movimientos internacionalistas, esta cuestión —¿reforma o revolución?— no sólo está planteada sino que va a ser el eje de una lucha política e ideológica que definirá el futuro del nuevo internacionalismo: ¿va a desarrollarse como un movimiento revolucionario contra el capital o de “presiones” para lograr parches al sistema?

Un siglo después de las históricas polémicas en la II Internacional, la disyuntiva reforma o revolución vuelve a plantearse, si bien de manera distinta. Pero hoy como ayer, el problema es si las “reformas” son posibles o si son una utopía, un camino que no lleva a nada, incluso aunque se quiera transitarlo movilizándose y hasta echando bala... Aquí no podemos exponer ampliamente las razones por las que estamos firmemente convencidos de que, por su características degenerativas (entre ellas el dominio del capital usurario-financiero), no es posible que el capitalismo adopte una versión reformista (lo que no excluye que, en los países más ricos, se puedan mantener y hasta acrecentar algunas concesiones). De todos modos, al mismo tiempo que explicaremos pacientemente este punto de vista, los revolucionarios debemos marchar junto a todos los sectores que estén dispuestos a luchar, aun con los más ilusionados con las perspectivas de reformas. Esto incluye, por ejemplo, a los que plantean como remedio universal la aplicación del impuesto Tobin a las transacciones financieras y especulativas internacionales, sostenida por la organización ATTAC.2

Por último, los problemas de la definición de clase de los nuevos movimientos internacionalistas y de su programa (¿reforma o revolución?) nos remiten a la última de las cuestiones que hoy queríamos tocar: ¿qué debemos hacer los revolucionarios? Y decimos “revolucionarios” en el más sentido más amplio, abarcando a todos los que —marxistas o no—  piensan que el capitalismo no puede ser reformado, sino que es imprescindible destruirlo con la acción de las masas, para construir otra sociedad.

¿Qué debemos hacer los revolucionarios en estos nuevos movimientos internacionalistas? Es una pregunta que abarca muchos cuestiones. Pero hay una que se plantea agudamente: la organización de los revolucionarios, la cuestión del partido.

La dolorosa experiencia del verticalismo stalinista y de otras burocracias ha dejado un sano sentimiento de rechazo a todo lo que sea aparato y órdenes “desde arriba”. Estos movimientos, como se puede ver en el recuadro sobre ATTAC y la AGP, se organizan sin “centralismos democráticos” y con un amplio grado de autonomía y libertad de acción de sus organismos básicos. Eso no les ha impedido organizar movilizaciones gigantescas como las de Seattle y Washington. Es una  experiencia viva de las cual los trabajadores debemos aprender, por ejemplo, para reconstruir organizaciones sindicales completamente distintas a los engendros burocráticos que hoy padecemos. Hay que estudiar y difundir estos ejemplos, para construir también movimientos sociales, organizaciones estudiantiles, populares, etc.

Pero, al mismo tiempo, ese sano rechazo antiaparato deja vacante una tarea que sigue siendo imprescindible: la de construir la organización de los revolucionarios, es decir, un partido. El rechazo a los partidos es comprensible, dada las lamentables experiencias que mencionamos. Así, sepamos que la gran mayoría de los que participan y activan en estos nuevos movimientos internacionalistas no están en organizaciones partidarias, y muchos, además, expresamente las rechazan.

Aunque el stalinismo fue internacionalmente el centro y motor del aparatismo burocrático, también las mismas corrientes que lo combatieron, como el trotskismo, no pudieron evitar problemas en ese sentido. Mientras los activistas que participan en los nuevos movimientos traen el sano sentimiento de no dejarse mandonear por nadie, muchas veces las organizaciones partidarias van a ellos para (supuestamente) “dirigir”, es decir, a ladrar órdenes, tratando de aplastar burocráticamente a los que piensan o proponen algo distinto. Así, más de una vez hemos visto cómo más de un movimiento progresivo ha terminado destrozado por la peleas de los “mini-aparatos” por “la manija”, mientras la base termina alejándose e insultando a las “tendencias”.

Sin embargo, esto no resuelve el problema de si se necesita o no una organización especial de los revolucionarios, un partido. Por ejemplo, hemos señalado cómo los nuevos movimientos internacionalistas plantean a los revolucionarios la necesidad de luchar por una definición programática. Pero no se ha inventando, hasta ahora, una forma mejor de luchar por un programa que organizarse permanentemente para hacerlo. A eso le podemos poner muchos nombres, pero sepamos que se llama “partido”.

Las experiencias desastrosas del pasado no llevan, sin embargo, a concluir que no hay que organizarse en un partido. La conclusión correcta es otra: que hay que hacer organizaciones revolucionarias distintas que, en primer lugar, vayan a los nuevos movimientos no a dar órdenes, no a “dirigir” (lo que en verdad así no logran) atropellando a la gente, sino a ayudar a construirlos, a que se autodeterminen democráticamente sin pretender substituirlos, a que desarrollen sus legítimas direcciones y a explicar pacientemente nuestras propuestas como alternativa revolucionaria al capitalismo y al reformismo. Creemos que más que nunca (y precisamente por las confusiones heredadas del pasado) son necesarias estas organizaciones militantes, de combate revolucionario. Y lo mismo podemos decir a nivel internacional.

 

Del 26 al 28 de septiembre: gran “escrache” internacionalista al FMI

Estas reflexiones, por supuesto, no agotan la riqueza de problemas que nos plantea esta promisoria eclosión internacionalista. Pero sepamos también que muchos quedarán como interrogantes. Ahora, de lo que se trata es de poner manos a la obra. Argentina es uno de los países que más ha quedado al margen de estos movimientos. Hay que recuperar terreno, en unidad fraternal con todos los luchadores que quieran hacerlo.

La próxima fecha de movilización internacional es del 26 al 28 de septiembre, cuando se realice en Praga, capital de la República Checa, una reunión mundial del FMI. Miles marcharán a Praga, donde grupos de base ya han anunciado que recibirán con los brazos abiertos a quienes vengan de todo el mundo para repetir las jornadas de Seattle y Washington. Al mismo tiempo, en muchas ciudades de los cinco continentes ha comenzado la organización, para esos mismos días, de acciones de denuncia al FMI, al Banco Mundial y a la globalización imperialista.

En Argentina debemos sumarnos a este gran “escrache” internacionalista. En amplios sectores de nuestro pueblo comienza a haber conciencia de la responsabilidad del FMI en la miseria, la desocupación y los impuestazos. Empieza a haber un terreno fértil para que, desde abajo, esto comience a expresarse en la acción. ¡Hay que llevar a los más amplios sectores la propuesta de unirnos al “escrache” de septiembre!

 

Notas

 

1.- Ver artículo Seattle y las premisas de un nuevo internacionalismo, en Socialismo o barbarie, N° 0.

2.- ATTAC: Asociación por un Tasa a las Transacciones financieras especulativas para Ayuda a los Ciudadanos. Fue creada en Francia en 1998 y dio luego nacimiento al movimiento internacional ATTAC. Plantea como punto programático principal imponer la “tasa Tobin”: un impuesto del 1% a los movimientos internacionales de capital especulativo.

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