Muchos creyeron que las expresiones de Bush y de su vice Cheney, por
“salvajes”, eran sólo el producto de su legítima indignación por los bárbaros
ataques terroristas del 11 de setiembre. Recordemos algunos de sus dichos:
“guerra mundial contra el terrorismo”; “es una guerra entre civilización y
barbarie “; ”no puede acabar nunca, al menos en el transcurso de nuestras vidas”;
“no habrá fin de la guerra hasta que Estados Unidos logre destruir completa y
permanentemente al terrorismo internacional”; “aquellos que se opongan a
nuestra guerra serán considerados como nuestros enemigos”.
Pero estas afirmaciones “salvajes” fueron, y aún son, emitidas por
gobernantes del país más poderoso de la tierra. Sin embargo, en el transcurso
del tiempo va quedando claro que esa es una fraseología de “batalla”, para
esconder la trama del “sueño americano”, de un nuevo orden mundial que establezca
su hegemonía absoluta y definitiva sobre el mundo.
No es que el imperialismo norteamericano actúe irracionalmente, por su
juventud, por haber llegado más tarde que los otros a la explotación y reparto
del planeta tierra. No es reduccionismo afirmar que es la consecuencia de la
mundialización –globalización- capitalista, en que las profundas
contradicciones del sistema lo hacen cada día más obsoleto en la historia,
tanto que ha instalado la barbarie; tanto que reconoce que puede vivir con
apenas el 30% de la población, y por tanto que el 70% sobra.
Tienen razón los
imperialistas: será largo y difícil el camino que tendrán que recorrer. Todo
conocedor del tema sabe que al terrorismo se lo puede combatir con inteligentes
decisiones políticas que amparan la previsión, la seguridad y las diversas
medidas de inteligencia. Estados Unidos, un país que practica habitualmente el
terrorismo de Estado y que usa a los grupos terroristas cuando les conviene,
falló en la previsión y pagó por ello muy caro con el terrible drama del 11 de
setiembre. Si Bin Laden y Al-Qaeda fueran los responsables del hecho, el FBI,
la CIA y el Pentágono tenían elementos de sobra para combatirlos, porque los
conocen bien, ya que Bin Laden fue su agente y aliado en la guerra por la
expulsión de los soviéticos de Afganistán y en la “pacificación” posterior del
país.
No obstante, en la
estrategia imperialista yanqui el pretexto Bin Laden les viene como anillo al
dedo. Lógica simple: el hombre vive en Afganistán y el gobierno talibán del
mullah Omar se niega a entregarlo para ser juzgado. Ergo, hay que destruirlos a
ambos –por osar enfrentar al amo- con la lógica de las armas. De ahí la
criminal agresión militar a un país atrasado, que vive en gran medida en condiciones
pre-capitalistas.
Mientras los Bush y
Cheney, televisión mediante, justifican el bandidismo terrorista contra el
pueblo afgano a través de despiadados bombardeos, los objetivos del plan
imperialista van cumpliéndose, aunque no sin dificultades.
Después de ganar la
“guerra” necesitarán de un gobierno, más que amigo, sirviente, e instalar bases
propias (como las que tienen en Arabia después de la guerra del Golfo) como
garantía de una presencia permanente en la región.
No hay plan o estrategia
eficaz que no requiera de puntos de apoyo firmes. Cuando el mundo está
conmocionado con el drama de Afganistán, con sus ciudades vaciadas de
habitantes ante el temor a los implacables bombardeos, con sus gentes
harapientas y hambrientas, con sus miles y miles de muertos y heridos, con la
derrota de los “malditos” talibán, Estados Unidos piensa en otra cosa que
considera más seria.
Como parte de su dominio
global necesita dotarse de otra pieza fundamental: el control sobre las
reservas de petróleo y gas más importantes luego de las de Arabia Saudita y el
Golfo.
Es que la producción
mundial de hidrocarburos baja inexorablemente, con una caída más acentuada en
los países no musulmanes que tienen menos reservas. En 1998, el 70% de la
exportación mundial de petróleo venía de los países árabe-musulmanes. Para
muchos analistas serios, la guerra contra el “terrorismo” es vista entonces
como una guerra en beneficio, y auspicio, de las empresas norteamericanas
Chevron, Exxon y Amoco; de la francesa Elf; de la British Petroleum, de la
Royal Dutch Shell y de otras multinacionales gigantes con multimillonarios
intereses en la región. Por tanto, es bueno recordar cómo las guerras responden
siempre a los oscuros intereses del gran capital.
El historiador Eric Hobsbawm ha escrito que Estados Unidos sería ingenuo
si piensa que puede controlar y proteger al mundo él sólo, sin ayuda de nadie.
Porque son apenas 300 millones de 6000 millones, o sea el 5% de la población
mundial, aunque ostentando el monopolio de las formas más genuinas del arsenal
tecnológico.
Ciertamente, no es ingenuo en esto. Desaparecido el “equilibrio” y el
reparto del mundo del orden de Yalta y Potsdam después de la guerra mundial
última, Estados Unidos emergió en este proceso –que comprendió el derrumbe de
la ex URSS, del conjunto de países del “socialismo real” y el término de la
guerra fría –como la superpotencia dominante. Francis Fukuyama proclamó
entonces el “fin de la historia”, entendida en realidad como el triunfo final
del proyecto liberal y de la democracia al estilo norteamericano. Otros se
animaron a decir que el marxismo como teoría y el socialismo como sistema no
tienen ya futuro. Por eso pocos hablan ya de marxismo y nadie toma en serio su teoría de la historia, de la lucha de
clases, afirman.
Pero Bush padre necesitó sin
embargo armar una coalición de países para hacerle la guerra a Irak y a Saddam
Hussein, también su ex aliado y protegido.
La “guerra internacional contra el terrorismo” de su hijo ha requerido
de otra coalición, formada por países imperialistas –Gran Bretaña, Francia,
Alemania, España- y países árabe-musulmanes reaccionarios o moderados,
temerosos de que el integrismo islámico amenace su poder. Pero en ambas
coaliciones –la del padre y la del hijo- lo dominante es la hegemonía de
Estados Unidos, tanto por su enorme poderío militar como por el carácter de sus
objetivos.
No ha concluido aún la “guerra” contra Afganistán y ya los “halcones”
del gobierno Bush dan una batalla en toda la línea para, apoyándose en el odio
e indignación de gran parte del pueblo norteamericano por el ataque terrorista
del 11 de setiembre, pasar a otra etapa que denominan el “segundo frente”. Hay
una campaña implacable y sostenida para que esta mayoría, como viene ahora
ocurriendo, dé su apoyo a la agresión militar a los Estados donde se
guarecerían núcleos terroristas activos. En la agenda de agresiones: Irak,
Somalía, Sudán, Irán, Argelia y, más cerca de nosotros, Colombia. Por supuesto
que el conflicto palestino-israelí está siempre en su orden del día. Sharon y
la derecha fundamentalista religiosa que lo apoya quieren forzar una decisión
de Estados Unidos. No sólo contra Hamas y la Jihad islámica sino contra el
propio Arafat, a quien caracterizan como “el Bin Laden del Medio Oriente”.
Por ahora, no sabemos si la dinámica que va imponiendo el terror de las
armas y el fundamentalismo de los halcones imperialistas logrará cristalizar en
nuevas agresiones a los países citados. Y esto porque temen que nuevos ataques
a países musulmanes produzca un violento rechazo no sólo de las minorías
integristas sino igualmente de las masas árabe-musulmanas.
Tampoco si lo que denominan el “tercer frente”, una directa intervención
en Colombia, en su afán de “capturar” la región de la Amazonia, so pretexto de
liquidar a los “terroristas” de las FARC y del ELN, no les abriría un frente
incontrolable en América Latina. Los “halcones” quieren aprovechar la dinámica
guerrera que imponen a la situación mundial para asegurarse su “patio trasero”.
Paciente, pero firmemente, se van dotando de los instrumentos que “legalicen”
una intervención. Presionan a los gobiernos, sobre todo a los vecinos de
Colombia, para que aporten su cuota a la “guerra mundial contra el terrorismo”.
De la Rúa, en su condición de agente, se postula, como antes Menem, para hacer
punta en esta siniestra operación contrarrevolucionaria.
Nadie dude entonces del significado que tiene en boca de los “halcones”
expresiones como “guerra entre el bien y el mal”; de su “guerra larga”; de la
“guerra entre civilizaciones”. Palabras más, palabras menos, son las
manifestaciones de la barbarie capitalista, porque el sistema en sus días del
“fin de la historia” no puede vivir, o sobrevivir, con régimens autenticamnete
democráticos.
Hoy, casi todos los países se reclaman de la democracia. Éste fue un
régimen del capitalismo naciente y que con el imperialismo universalizó sus
postulados. Pero a los países atrasados el desarrollo desigual sólo les dejó
caricaturas o migajas de ella.
Si para Fukuyama y otros adalides de la democracia norteamericana ésta
encarnaba “el fin de la historia”, el presidente Bush les está dando una
estocada brutal. Si bien la democracia nunca fue plena en las países centrales,
y menos aún perfecta, los objetivos estratégicos imperialistas, en un mundo de
crisis global y decadente, demuestran que lo que queda de valor de la democracia está en peligro.
Entonces, no es mero capricho que el gobierno norteamericano esté
tomando una serie de medidas que atacan derechos y libertades como el hábeas
corpus para establecer nuevas formas de control social, acentuando los rasgos
autoritarios del régimen. Es en cierta medida explicable porque la idea de
democracia nació subordinada al poder económico, o sea a la dominacion de clase
burgesa.
El gobierno obtuvo asimismo del Congreso una severísima ley ómnibus,
bautizada de “Acta Patriótica”, que los legisladores votaron por unanimidad y
bajo presión. Bush –casi imitando al dictador Fujimori- se autorizó a sí mismo
para convocar cortes militares con atribuciones para juzgar y condenar a los
extranjeros acusados o sospechados de terrorismo, negándoseles la protección de
la Constitución. Destacados juristas afirman que sus efectos podrían afectar potencialmente
a unos 20 millones de extranjeros que residen en el país. Pero, además, que por
su intencionalidad y vaguedad de redacción pueden alcanzar a los propios
ciudadanos norteamericanos.
Para el New York Times, Bush ya ha asumido “poderes dictatoriales”, al
reemplazar al Estado de derecho por comisiones especiales. Estaría aprovechando
el odio de la población al terrorismo para que no decaiga y se traduzca en
apoyo irrestricto a las operaciones del segundo y tercer frente.
Por ahora, el 60% de los ciudadanos está a favor de los tribunales
militares para los extranjeros acusados –sin derecho a defensa- de terrorismo.
Un 73% cree que es legal escuchar las conversaciones entre detenidos y sus
abogados. Y lo peor: el 78% está a favor de una intervención militar directa a
Irak.
Constituye un desafío a la conciencia democrática mundial que Bush se
niegue a investigar la criminal masacre de los 600 prisioneros de guerra en
Mazar-i-Sharif. En ella intervinieron tropas de la Alianza, pero especialmente
tropas especiales norteamericanas apuntaladas por un feroz bombardeo al local
de la prisión indefensa. Fueron así fusilados. Colin Powell dice que esta
matanza fue un acto de “legítima defensa”.
Es aún temprano para afirmar si este cercenamiento de derechos, libertades
y de derechos humanos elementales, conducirá a EEUU a una progresiva
“fascistización” . El cowboy Bush, siempre grandilocuente, al defender la
creación de los tribunales militares afirmó que “no debemos permitir que los enemigos externos usen de
los foros de la libertad para destruir la libertad misma”. Pero para James
Madison, preclaro fundador de Estados Unidos, “ninguna nación puede preservar
su libertad en medio de un continuo guerrear”. Y en la Revolución Francesa, en
1789, madame Rolland exclamaría “Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu
nombre”. Por esto, la “guerra larga” del imperialialismo yanqui, además de
desarrollar formas de genocidio y barbarie, liquidará de paso lo que queda de
rescatable de la democracia en el mundo.
Cayó finalmente Kandahar, el bastión talibán y de su gobierno. No hay
“milagros”, ni del Corán ni de los otros, que puedan impedir que el diluvio de
bombas asesinas y de exterminio y el cerco militar, coordinado con tropas de la
Alianza, de los pashtunes no talibanes y de fuerzas especiales yanquis e
inglesas, impida la derrota. Tierra arrasada, hombres, mujeres y niños
exterminados, fue la consecuencia.
A los imperialistas les queda como tarea secundaria, liquidar a Bin
Laden y a Al-Qaela, porque éste fue su pretexto para conquistar Afganistán; y
porque sería el “trofeo” a presentar al pueblo norteamericano. Porque necesitan
que este odio no amaine. Ya Bush aprovechó de la “victoria” para decir que la
opción de incursionar a otros lados (países)
está abierta más que nunca. Siempre Irak en primer lugar y a la lista conocida
agregó Filipinas para combatir –afirmó- al grupo musulmán rebelde Abu Sayyaf
“amigo y protector de Bin Laden “.
El Pentágono está además contento porque habrían revalidado su poderío
(no importa si ante un país prácticamente indefenso); y sobre todo, probado
todo tipo de armas en el terreno. Entre ellas, la bomba conocida como BLU-82 o
“Daisy Cutter”, de 6.800 kilos, considerada tan mortífera como una pequeña arma
nuclear, capaz de destruir todo en un radio de 550 metros. Con el apoyo de
estas mortíferas armas es que los “bandidos” de la Alianza del Norte pudieron convertir su derrota
anterior en victoria.
El nuevo gobierno de “unidad”, proclamado por la Conferencia de Bonn,
nace mal parido.
Su componente principal, la Alianza, no logra compatibilizar los
intereses y enfrentamientos que dividen a las etnias hazara, tajika y uzbeca.
La ONU, actuando como agente servil de EEUU, aportará tropas “de paz”,
según el acuerdo. Pero la etnia pashtún, mayoría nacional, no está considerada
en el reparto del poder, sancionada porque los talibán son uno de sus
componentes. No hay analista serio que dé ni medio por lo que produzca esta
espuria unidad, creación del amo imperialista.
No pierde tiempo Bush. Está creando el ambiente para su segundo frente,
componente de su guerra contra el terrorismo. Y no está solo en el
emprendimiento. Aunque con intereses propios, la OTAN y sus gobiernos
consideran que no pueden quedar fuera de esta estrategia general que les es
impuesta. Por ello acaban de definir su propio concepto de “terrorismo”, tan
amplio y abarcativo como lo pide el Pentágono. De su lado, militares y
gobiernos latinoamericanos se reúnen apresuradamente, en un ataque de
“responsabilidad” para afirmar oralmente y por escrito lo mismo que el
Pentágono y la OTAN. Aunque son más precisos: todo activista o militante
radicalizado caerá en su cuadro represivo.
Es que cuando la lucha arrecia, cuando la brutal crisis económica ataca
a sus regímenes y gobiernos, poniendo en peligro su dominación de clase, no
pueden permitirse desaprovechar la oportunidad para golpear preventivamente a
los trabajadores y los pueblos, tratando de someterlos y derrotarlos. Por ello,
sin pacto explícito o con él, (TIAR y otros mediante) son aliados aplicados del
imperialismo en sus planes “terroristas” de dominación mundial.
La tarea de impedir la acción mancomunada del imperialismo y de sus
agentes de todas las categorías es un desafío descomunal. Los latinoamericanos,
sobre todo, debemos impedir la concreción del tercer “frente”, la agresión a
Colombia, con el pretexto de combatir el terrorismo de las FARC y el ELN. Pero
siendo éste un desafío y una responsabilidad a la que debemos enfrentar
política y revolucionariamente, tenemos todavía otras responsabilidades. La de
ayudar a que se activen los movimientos antiglobalización, que no queden
detenidos en Génova; que se conviertan en movimientos antiguerra y en
antiimperialistas militantes. Igualmente tenemos el desafío de impulsar en cada
país las luchas de resistencia de las masas populares, con su componente
campesino importante, para que en el cuadro de la resistencia activa y
radicalizada, logren articularse entre sí a nivel continental. No es todo, pero
sería bastante para organizar la cadena de resistencia que derrote al
imperialismo y a su estrategia de guerra mundial contra el terrorismo.