Economía

2001 o el cambio profundo de la coyuntura*

Por Michel Husson

*El presente articulo fue editado originalmente en la revista Inprecor de octubre del presente año. La versión completa se puede encontrar en WWW.inprecor.org.fr. La traducción fue realizada por Renata C.

 

SoB publica este texto de Michel Husson, economista de ATTAC y de la Liga Comunista Revolucionaria francesa, con la intención de aportar elementos de discusión sobre el estado de la economía mundial. Lo hacemos con el criterio de acercar a los compañeros un material que lleva a cabo un tratamiento serio de estos problemas. La redacción de SoB no comparte algunos aspectos del análisis de Husson, especialmente la ausencia de los elementos degenerativos del capitalismo actual, particularmente visibles en el sur y este del mundo, pero creemos que ello no debe ser obstáculo para difundir un análisis de estas características.

 

El análisis de la coyuntura económica mundial está perturbado por los atentados del 11 de septiembre último. Es necesario llevar adelante un doble debate, sobre la naturaleza del cambio al cual asistimos y sobre las coordenadas del nuevo período abierto después del 11 de septiembre. Esto implica hacer un ida y vuelta entre el corto plazo y un período un poco más largo.

Si dejamos provisoriamente de lado la onda de choque del 11 de septiembre, y si volvemos sobre los debates recientes, encontramos dos aspectos que subrayan el carácter profundamente ambivalente del período. Al día siguiente de las crisis financieras de 1997-98, el debate se había polarizado alrededor de esta pregunta: ¿crac final o estancamiento? Finalmente no fue ni lo uno ni lo otro, sino un rebote del crecimiento, un detenimiento (1997-2001) que hizo aparecer una nueva pregunta: ¿era un ciclo “high tech” excepcionalmente vigoroso o el comienzo de una nueva onda expansiva? El examen de los indicadores avanzados de producción permite verificar que el cambio coyuntural era anterior al 11 de septiembre, de la misma manera que la recesión del comienzo de los años 90 había empezado antes de la guerra del Golfo. Esto justifica tomar una cierta distancia para sacar las lecciones de la coyuntura actual, que viene a disipar una cierta cantidad de ilusiones.

 

El fin de la “nueva economía”

 

El ciclo económico se ha vuelto claramente hacia Estados Unidos, y las modalidades de ese retorno tornan evidentes los límites del modelo de la “nueva economía”. Esos límites son de dos órdenes: algunos son clásicos y reenvían a las contradicciones de fondo del capitalismo, y en especial a la tendencia a la sobreacumulación de capital; otros derivan de algunas formas concretas de la “nueva economía” y todavía no se han manifestado plenamente.

La expresión “nueva economía” usada a propósito de Estados Unidos hace referencia a muchos fenómenos pero descansa sobre todo en el incremento de los beneficios de productividad ligado a las nuevas tecnologías. Esta  inflexión constituye la condición necesaria de un crecimiento más elevado y más estable. Pero no es suficiente, en tanto que la solución a las contradicciones del capitalismo no es tecnológica.

El crecimiento de los años 90 estuvo, efectivamente, sostenido en los Estados Unidos por un boom de la inversión, particularmente marcado entre 1996-2001, que alimentó los beneficios de productividad. Los mas recientes de éstos estuvieron sostenidos por medio de un esfuerzo de inversión sin precedente. Se ve entonces esbozarse una respuesta objetiva a la cuestión de saber si se trata de un ciclo o de un nuevo crecimiento. Para diagnosticar una nueva fase de crecimiento hará falta, efectivamente, que los beneficios de productividad se mantengan a un nivel elevado, y por lo tanto que el reciente esfuerzo de inversión no se relaje. Sin embargo, todos los datos disponibles muestran que “todo vuelve”: la inversión disminuye y la productividad decae. Parece posible cerrar el debate diciendo que la “nueva economía” no era más que un ciclo “high tech”. Esta constatación aclara a su vez la naturaleza de la recesión en Estados Unidos, que tiene todas las trazas de una crisis clásica de sobreacumulación.

Para convencerse de eso alcanza con examinar la evolución comparada de las tasas de acumulación de capital. Esta última aumentó regularmente todo a lo largo de los años 90, y luego este aumento se dio vuelta durante el año 2000. En cuanto a la tasa de beneficio, acompañó la acumulación de capital durante los dos primeros tercios de la década, pero se dio vuelta mucho antes, a mediados de 1997. Estas observaciones necesitan un trabajo de elaboración estadística, en la medida en que no se dispone de datos oficiales acerca del stock de capital. Pero la vuelta de tuerca de la rentabilidad puede verse directamente sobre los beneficios de las empresas, que bajan de 858 mil millones de dólares en 1997 (tercer trimestre) a 761 mil millones en 2001 (segundo trimestre).

La baja de la tasa de beneficio es el resultado de dos efectos combinados. En primer lugar, la parte de los salarios progresa: la masa de salarios volcada por el sector privado aumenta un 30% entre 1997 y 2001, y el PBI crece un 21,5%. Puede verse un aumento simultáneo de la composición orgánica de capital. La razón capital-producto entonces aumenta un 17% en volumen, y un 10% en valor. Dicho de otra forma, la pesadez del capital y la baja de la tasa de explotación confluyen en una baja de la tasa de beneficio. Como en ese tiempo continuó la inversión, se desemboca bastante lógicamente en una sobreacumulación que se manifiesta por la constitución de capacidades excedentes en relación con las condiciones de rentabilidad. Este excedente tiene la forma de una subutilización de las capacidades de producción: en el mes de agosto de 2001, estaba en 76,2%, o sea su punto más bajo después de la recesión de 1982. Esto toca particularmente las industrias de alta tecnología, en las que la tasa de utilización de las capacidades pasa del 88% en 1995 a 63,4 en 2001. Son entonces los sectores simbólicos de la “nueva economía” los que han sido más afectados.

 

La triple “gran desviación” de Estados Unidos

 

Ahora que las contradicciones clásicas explotaron abiertamente, toda la cuestión está en saber cómo van a articularse con las contradicciones resultantes de la configuración actual de la economía mundial, y con las consecuencias de los ataques del 11 de septiembre. Estas contradicciones se expresan bajo la forma de grandes desequilibrios económicos que afectan a la Bolsa, el consumo y el déficit exterior.

La primera gran desviación, la que puede existir entre beneficios y ciclos bursátiles, está en vías de ser reabsorbida, por medio de un retroceso tendencial que permite por lo menos hablar de “crac rampante”. Aquí todavía ese movimiento debe interpretarse como un llamado al orden de la ley del valor. Las acciones representan un no-valor sobre la plusvalía creada. A mediano plazo, los dividendos y las rentas bursátiles que procuran esas acciones no pueden alejarse mucho tiempo de los beneficios reales. Una de las afirmaciones centrales de la “nueva economía” consiste, al contrario, en afirmar que el capital se liberó de la regulacion de la ley del valor. Algunos plantean teóricamente, como Michel Aglietta (1), ese “capitalismo patrimonial” en nombre del cual se pretendía de los asalariados que fueran modernos y aceptaran productos financieros en lugar de un salario. Toda esta fantasmagoría se disipó con el cambio bursátil y la ideología del capitalismo sufrió un fuerte golpe en esta ocasión, cualquiera sea la evolución de los índices en los meses venideros. El movimiento de corrección bursátil comenzó hace casi dos años y por lo tanto no tiene nada que ver con los atentados del 11 de septiembre. Funcionó en dos tiempos: el año 2000 vio interrumpirse el movimiento de subida y los índices se estancaron. Los analistas bursátiles desplegaron toda su energía para explicar que se trataba de una estabilización provisoria que sería rápidamente seguida por una recuperación. Pero la baja continuó a lo largo de 2001. Este repliegue tiene la forma de una impresionante caída de las acciones del Nasdaq, cuyo índice cayó de 5000 a 2000 en el transcurso del 2000, y luego continuó bajando hasta 1700, o sea un retroceso global de dos tercios. El índice de la nueva tecnología se junta de esta manera con los índices bursátiles “tradicionales”, lo que simboliza perfectamente el fin de la “nueva economía”.

La segunda gran desviación concierne al consumo privado. Estados Unidos se caracteriza por una situación excepcional, porque los hogares se han puesto a consumir una fracción creciente de sus ganancias que alcanza en este momento el 100%. Ese dinamismo del consumo es por otra parte el motor principal del famoso “nuevo crecimiento”, pero no es sostenible. Algunos consumen mucho porque consideran que las ganancias virtuales concretadas en la Bolsa equivalen a un ahorro, otros se endeudan para consumir, e incluso para jugar en la Bolsa. La prosperidad reciente descansa en un gran volumen de endeudamiento privado. El retroceso de Wall Street, al revelar que la base de esos cálculos era falsa, debe traducirse por un aumento de la tasa de ahorro (que ha empezado, tímidamente), por la ruina de ciertos hogares, en suma, por una menor progresión en el consumo. Los atentados del 11 de septiembre deberían empujar en ese sentido, acelerando la degradación de las anticipaciones eufóricas. Se puede imaginar un escenario catástrofe de una ola de quiebras personales que conducirán a una caída del consumo y de la demanda.

La última gran desviación se traduce por un déficit de la balanza externa que alcanza los 450 mil millones de dólares por año, o sea un 4,5% del PBI. Eso significa que el ahorro mundial proveniente del resto del mundo sustituye al ahorro interno para financiar el crecimiento de Estados Unidos. Hasta aquí, esto podría ser considerado relativamente “sano”, porque los capitales excedentes provenientes de Europa y Japón iban a financiar el boom de la “nueva economía”. Este flujo de capitales estuvo alimentado por la fuga de los mercados emergentes y fue sostenido por un dólar fuerte y una rentabilidad elevada. Pero las cosas están cambiando. La inversión se dio vuelta, de suerte que los nuevos capitales financian el consumo, lo que no puede sostenerse mucho tiempo, sobre todo cuando la rentabilidad cae y la baja del dólar se vuelve plausible.

El shock del 11 de septiembre viene a trastornar este triple reparto del juego en varios aspectos. Corre el riesgo de precipitar la vuelta de tuerca del consumo pero, al mismo tiempo, esboza una vía de escape para el imperialismo dominante. El período que se abre va a representar un programa de reactivación keynesiana que puede, al menos por un tiempo, sustituir a un consumo salarial bien anclado. Se habla ya de 100 mil millones de dólares, o sea el 1% del PBI. La necesidad de financiamiento exterior podrá dar lugar al siguiente arreglo entre Estados Unidos y Europa: el primero no intentará equilibrar su balanza recurriendo a una baja ofensiva del dólar, que equivaldría a exportar su recesión hacia Europa y Japón. A cambio de esta benevolencia, los partenaires de Estados Unidos se comprometen a asegurar un financiamiento legítimo de aquí en más para el esfuerzo de la guerra contra el terrorismo.

La vía es estrecha, y los desequilibrios parecen ser tan considerables que se puede perfectamente imaginar un resbalón de Estados Unidos en el escenario catástrofe donde todo se trastornaría al mismo tiempo: los hogares no consumirían más y los capitales dejarían de afluir. El ajuste es complicado, pues implica a la vez acompañar la disminución de la demanda interna y suscitarla frenando los salarios, todo al tiempo de relanzar la economía a partir de sectores distintos a los bienes de consumo. El éxito de la operación depende en gran medida de la evolución de las relaciones políticas entre Europa y Estados Unidos, y de la capacidad de estos últimos para hacer pagar al resto del mundo el sostenimiento de su coyuntura.

 

En Europa se terminó el recreo

 

Decididamente, las cosas van muy rápido. Todavía hace 12 meses los dirigentes europeos surfeaban sobre la recuperación y se vanagloriaban del éxito de Europa, nueva locomotora mundial, capaz de tomar el puesto de Estados Unidos. Hoy en día, esos mismos dirigentes se preguntan cómo podrán hacer para no aplicar el calamitoso pacto de estabilidad anexado al Tratado de Amsterdam de junio de 1997.

Sin embargo vamos bien. No solo el euro logró imponerse sin mayores problemas, sino que ha avanzado más allá de la primera etapa en un ambiente favorable. Entre 1996 y 2000, se crearon 7 millones de empleos, y el número de desocupados oficialmente censados bajó en 3,5 millones. Es absolutamente necesario analizar la naturaleza de esta recuperación, que permitirá comprender mejor la vuelta de tuerca coyuntural. Rápidamente, puede decirse que esta recuperación es “no-neoliberal”, en el sentido de que emana de la relajación y no de la aplicación estricta de los dogmas liberales. Esa relajación no es más que parcialmente una elección deliberada y se explica fundamentalmente por factores externos.

El primer elemento es la devaluación de hecho de las monedas europeas en relación con el dólar, a mediados de 1997. Europa gana en competitividad, sus exportaciones dan un salto hacia delante y comienza un nuevo miniciclo. El dinamismo de las exportaciones fue sustituido en 1998 por un aumento del poder adquisitivo de los salarios proveniente de la inesperada disminución de la inflación más que del alza del salario nominal. El consumo crece inmediatamente y la inversión vuelve a arrancar a su vez. La recuperación de la actividad suscita la creación de empleos, que a su vez sostienen el consumo. Del lado del presupuesto, el crecimiento hace aumentar los ingresos y bajar los déficits de forma inesperada.

Es necesario, nos decían los neoliberales, tener una moneda fuerte antes de tener una moneda única. Fue en nombre de ello que se impuso en Europa una política digna de los planes de ajuste estructural que costó muchísimos puestos de trabajo. Pero la gran paradoja es que el euro finalmente se constituyó como una moneda débil. Sin esa inyección de oxígeno que significó la subida del dólar en 1997, la concreción del euro habría encontrado graves dificultades.

El impulso salarial muestra que un aumento de los salarios no provoca ninguno de los desastres anunciados. La inflación permanece baja, y Europa es globalmente excedentaria en relación con el resto del mundo. El dogma neoliberal postulaba que el saneamiento de las finanzas públicas era un requisito para la recuperación del crecimiento, y hete aquí que las cosas funcionan al revés: es la recuperación la que absorbe mecánicamente el déficit. La mejor salud de la economía que se ha visto durante esos años permite medir el tiempo perdido en llevar adelante políticas neoliberales portadoras de austeridad y desempleo. Es necesario ahora abandonar la postura ingenua que consiste en tomar literalmente los discursos neoliberales y creer que la política llevada adelante tiene como objetivo luchar contra el desempleo.

En el fondo, estamos en el escenario que parecía más plausible en 1998, a saber: una frenada progresiva de todos los motores de la economía mundial. Contrariamente a los pronósticos optimistas, la disminución en Estados Unidos casi inmediatamente se transmitió a Europa. Se ven aparecer los efectos brutales de una globalización aumentada, reforzada por las trabas puestas a los mercados internos.

 

La puesta en duda de una globalización implacable.

 

Para una gran parte de los países del sur y del este, la coyuntura económica no es más que el reflejo, apenas desfasada, de la de los países imperialistas. Dicho de otra forma, su capacidad de desarrollo autónomo, fundada en la satisfacción de las necesidades sociales, es más o menos nula. La posibilidad de crecer está completamente subordinada al hecho de ocupar un “nicho” en el mercado mundial. En cuanto a los países que dependen del precio de las materias primas, tienen que sufrir un retroceso tendencial de sus recursos. Unicamente los países productores de petróleo pueden aprovechar la coyuntura durante las fases de aumento de los precios, pero eso desemboca en un funcionamiento caótico e inestable de esos países. La Argentina (2) brinda un ejemplo límite de esos desarreglos, pero ¿qué decir de la situación de Japón, estancado desde hace 10 años, y de todos esos países que oscilan entre dependencia y marginalidad en relación con las grandes potencias?

Esta coyuntura siniestra va acompañada de una puesta en duda generalizada de la globalización capitalista. Esta pérdida de legitimidad no es, tampoco, un puro producto del 11 de septiembre. Es larga la lista de países golpeados por crisis periódicas muy duras y que dan un giro caótico a sus economías: México, Argentina, Corea, Tailandia, Rusia, Argentina otra vez. Se torna evidente que pocos países sacan realmente su beneficio de la globalización y Europa está a punto de descubrir que el paréntesis de tranquilidad se cierra. El euro va a concretarse, pero ni todas las campañas de publicidad juntas van a tener éxito en convencer a los trabajadores de los países implicados de que deben esperar lo que resulte de él.

Inclusive la respuesta inmediata a los atentados tomó la forma de una autocrítica. En lo interno, es espontáneamente keynesiana, casi rooseveltiana, y traza una línea sobre el objetivo del excedente presupuestario. En el plano internacional, Estados Unidos descubrió, un poco tarde, que la liberalización financiera a ultranza permitió una cómoda interpenetración entre economía ilegal y economía real. Algunos meses antes, Estados Unidos había saboteado la reunión del OCDE sobre esta cuestión y el actual secretario del Tesoro, Paul O’Neill, había llamado la atención contra cualquier ataque contra la soberanía de los estados con el pretexto de combatir el dinero sucio y las prácticas fiscales dudosas (3).

 

Las coordenadas políticas de la nueva fase

 

Actualmente, la perspectiva más probable es un deslizamiento de la economía mundial acompañado por recesiones fuertes en sus eslabones más débiles, especialmente en el sur. Esta nueva fase, una vez más, no fue creada por el 11 de septiembre, sino que se inscribe en las tendencias de la última década. Su perfil exacto depende a fin de cuentas de variables políticas que conciernen principalmente a Europa y Estados Unidos. La cuestión de saber si Europa va a entrar en recesión o solo disminuirá su desarrollo depende del grado de dogmatismo de las políticas implementadas. Pero la clave de la situación está en el status de potencia dominante de Estados Unidos. Lo que el 11 de septiembre introdujo fue la posibilidad renovada por el imperialismo dominante de tener éxito en evitar la recesión en toda su amplitud potencial gracias a un keynesianismo de tipo militar (similar en ese punto al reaganismo) cuya viabilidad se fundaría en un financiamiento impuesto a sus partenaires de todo el mundo en razón de consideraciones geopolíticas.

Contrariamente a las tesis de Toni Negri sobre el imperio planetario (4), este escenario implica un giro de la economía de Estados Unidos hacia los intereses de sus propios capitalistas y en su propio aparato productivo. El eventual resurgimiento estará dirigido a no beneficiar a la competencia. Como corolario, esto debería tener como efecto poner a toda una serie de países en la situación de redefinir una política que asegure una mayor coherencia entre los intereses de los capitalistas en general y los de los capitalistas nacionales. Los estados deberían reencontrar en esta situación una nueva razón para intervenir en la economía.

La nueva fase que se abre debería al mismo tiempo acentuar el carácter “contradictorio” del triunfo del capitalismo. En un sentido, el capitalismo triunfó, porque obtuvo más o menos lo que quería. Congelamiento de salarios, liberalización, privatización, flexibilización, son las grandes tendencias del momento en todo el mundo. El capital se reestructura a su gusto, y saca ganancias cada vez más considerables. Pero esta victoria tiene su contracara, porque el capitalismo no tiene excusas para su funcionamiento caótico, recesivo y desigualitario. La década de crecimiento en Estados Unidos, igual que la recuperación de los últimos años de Europa, no condujeron a un mejor reparto de las riquezas, a una difusión del progreso social, sino todo lo contrario. Esos éxitos tienen siempre como contrapartida restricciones suplementarias para la gran mayoría de los trabajadores del planeta.

Después de la crisis, se extendió ampliamente la idea de que hacía falta sanear la economía para permitirle volver a avanzar desde nuevas bases. Este esquema no funciona: los asalariados se encuentran frente a un capitalismo convencido de que todas las concesiones que se le han otorgado son de aquí en más conquistas que hay que impulsar cada vez más adelante. ¡Ninguna moderación en el ansia de beneficios vendría a responder a la moderación salarial! En consecuencia, la cuestión no es más saber cuánto tiempo más hay que tener paciencia antes de la recuperación. Ya llegó y no cambió nada en la suerte de la mayoría. La lección fue aprendida: la situación de los asalariados no puede mejorarse sino en función de la presión que ellos ejerzan para hacer avanzar sus reivindicaciones. En Francia, todas las últimas luchas sociales se basan en un rechazo casi moral a los despidos que llevan a cabo las empresas. Ese rechazo mayoritario esboza otra legitimidad, opuesta a la del capital, que no es posible neutralizar por un discurso de compromiso. Los explotados aprendieron, a una escala de masas, que este capitalismo es incapaz de una redistribución espontánea y que no obtendrán más que lo que puedan arrancarle. Esta puesta al desnudo debería facilitar el pasaje de acciones de resistencia y de defensa de las conquistas pasadas a la afirmación de nuevos derechos. El aprendizaje de la brutalidad sin maquillaje del capitalismo debería conducir a la formación de una coalición internacional, en la cual los nuevos movimientos y actores sociales vendría a regenerar el movimiento obrero tradicional. Esta perspectiva está absolutamente comprendida dentro de las posibilidades abiertas por esta nueva fase del capitalismo, incluso si las consecuencias del 11 de septiembre la nublan provisoriamente.

 

¿Para cuándo la nueva onda larga?

 

 No hay ya ninguna duda acerca de la vuelta de tuerca del ciclo. En lo que concierne a la evolución ulterior, podemos resumir nuestras principales hipótesis. La gran catástrofe que tomaría el camino de un enorme crac bursátil seguido por una recesión mundial es poco plausible, por dos razones. La primera es que el desmoronamiento bursátil se hace difícil por la ausencia de alternativas para los inversores institucionales que no tienen más elección que comprar títulos más que otras cosas, pero que no tienen vocación de retirarse completamente del mercado. Eso forma un piso por debajo del cual las acciones no deberían bajar. La segunda razón es que las burguesías internacionales mostraron, en los últimos años, que saben reaccionar de manera coordinada, sin vacilar en echar mano de los medios (inyección de liquidez, control de cambio, etc.) que ellos mismos condenan categóricamente en los períodos “tranquilos”.

Una cierta reregulación de los mercados no está por otra parte excluida si las crisis se suceden en plazos próximos. Todo esto no constituye en absoluto un retroceso en nuestras posiciones anticapitalistas, puesto que ellas no se limitan al anuncio del gran crac. Se desarrollan, al contrario, sobre la base de una crítica del funcionamiento “normal” del sistema capitalista y no en función de su próximo desmoronamiento. Evidentemente, el período en curso no es un período de acumulación fuerte y regular, de crecimiento sostenido, y de redistribución a los asalariados de los beneficios de productividad. Los ciclos económicos, lejos de amortizarse, son cada vez más amplios y cortos. Es cierto, el capitalismo dispone de un modelo global que es por naturaleza regresivo y fundado en una distribución injusta de la riqueza. Esto no incomodaría evidentemente al capital si no fuera porque esta característica implica una inestabilidad del crecimiento, y viene a conmover los fundamentos ideológicos de su dominación, a un punto que no deberíamos subestimar. De lo que debemos estar persuadidos, en todo caso, es de que el modo de funcionamiento actual del capitalismo es por naturaleza antisocial y de que sus éxitos venideros serán directamente proporcionales a su capacidad para imponer un modelo fundado sobre desigualdades cada vez mayores. Eso debería ser suficiente para ser anticapitalista.

 

Notas:

1- Michel Aglietta, El capitalismo de mañana, nota de la Fundación Saint-Simon, 1998.

2- Cf. Eduardo Lucita, Crisis y reorganización del movimiento social, Inprecor nº461/462, agosto-septiembre 2001.

3- Cf. Babette Stern, “Paraísos fiscales: desacuerdos entre Estados Unidos y el OCDE”, Le Monde, 16 de mayo de 2001.

4- Cf. Michaël Hardt y Tony Negri, “La multitud contra el Imperio”, ContreTemps nº2, septiembre de 2001, Editions Textuel, París.

 

Sumario