John Holloway: "Como cambiar el mundo sin tomar el poder"

Elegante manera de hacerse el distraído

Por Isidoro Cruz Bernal

Analizar objetivamente los fundamentos de una posición teórico-política requiere a la vez evaluar los problemas reales que pone en consideración y las líneas directrices de su propuesta explícita. Las tesis actuales de John Holloway (1) son ampliamente deficitarias si son vistas de esta manera, más allá de que la lectura de ciertas partes de su libro, tomadas aisladamente, pueda ser útil.

Creo que es importante someter a esta teorización a una evaluación de este tipo ya que Holloway es especialmente diestro en escaparse por la tangente. El argumento más usual al que recurre es una postura "antidefinición", según la cual acceder a esbozar algunos rasgos del sujeto social que invoca o de la revolución que defiende es caer en el positivismo. Para esto se ampara en Adorno y su dialéctica negativa. Pero conviene recordar que este último la fundamentaba en un acabado pesimismo respecto de lo social y en una "suspensión temporal de la dialéctica histórica". Se esté o no de acuerdo, ésta era la postura de Adorno. Holloway está lejos de compartir esos fundamentos. Por el contrario, si para Adorno no había espacio o ni siquiera era deseable el cambio social revolucionario, Holloway nos anuncia la tierra prometida sin que tengamos que pasar por experiencias tan desagradables como la lucha por el poder político.

Ni reforma ni revolución

El telón de fondo general sobre el que se basan las tesis de Holloway son los problemas reales que han existido en el seno de la tradición revolucionaria (la burocratización del movimiento obrero, el desemboque totalitario de las revoluciones existentes, etc.), así como de su derrota provisoria hacia el final del siglo XX. El defecto es que Holloway recibe el impacto de esos problemas pero los resuelve desentendiéndose de ellos. Un problema tan determinante para la historia del movimiento obrero internacional como fue el estalinismo, por ejemplo, no es ni siquiera mencionado. Puede aducirse que sus tesis son "a futuro", pero, quiérase o no, el pasado trabaja sobre el presente y suele tomarse sus venganzas sobre el futuro si no se asimilan sus lecciones. Por otra parte, el diagnóstico de Holloway acerca de la situación actual carece de cualquier fundamentación histórica.

El diagnóstico sobre el que se erige la propuesta de Holloway es partir del fracaso de los proyectos de cambio social que ha conocido históricamente el movimiento obrero: "Ambas perspectivas, la reformista y la revolucionaria, han fracasado completamente en el logro de las expectativas de sus entusiastas seguidores" (2). Holloway -que cuando polemiza siempre elige la línea de menor resistencia, atacando al adversario que sostiene el punto de vista más endeble- pasa a desmontar los argumentos más usuales sobre la traición de los dirigentes: "Traición ha sido una palabra clave para la izquierda durante el último siglo, mientras un gobierno tras otro fueron acusados de "traición" de los ideales de quienes los sostenían" (3). Acá hay que decir que, más allá de que este elemento nunca pueda explicar de conjunto fenómenos complejos como el fracaso de las experiencias revolucionarias del siglo XX o la burocratización de los sindicatos en Occidente, la traición de los dirigentes es un dato de la realidad en ciertas circunstancias. No es un espejismo. Muchas veces la burguesía recurre a la cooptación de dirigentes combativos o de izquierda.

Volviendo al punto central, Holloway plantea que la razón de este doble fracaso se encuentra en un rasgo que comparten tanto reformistas como revolucionarios: "Lo que estos planteos tienen en común es que se centran en el Estado como el punto estratégico desde el cual es posible cambiar la sociedad" (4). Así, de un plumazo Holloway mete en la misma bolsa a Rosa Luxemburgo, Willi Brandt, Lenin, Jean Jaurès, Bernstein, Castro, Kim-il-sung, Trotsky, Stalin, etc. La única diferencia que Holloway hace es que caracteriza a los reformistas como gente tibia que quieren hacer buena letra y aparecer "serios" ante el capital, mientras que los revolucionarios, a fuerza de poner el acento en la toma del poder, terminan identificando su estrategia a las pautas de su enemigo, instrumentando su práctica y transformándose inevitablemente en "monstruos" (5). Así, ya tenemos a Bernstein, Jaurès y Brandt de un lado, pero deberemos soportar la difícil cohabitación de Rosa, Lenin y Trotsky con Castro, Kim-il-sung y Stalin. Todos revolucionarios a fin de cuentas.

La absoluta falta de discriminación entre procesos históricos distintos es un rasgo usual del análisis de Holloway. Doscientos años de movimiento obrero y de izquierda, revolucionario o reformista, se liquidan en una sola frase. Holloway, en sus "Doce tesis sobre el anti-poder" escribe: "un mundo digno no se puede crear por medio del Estado" (6). Y vuelve a reiterar una argumentación calcada de la antes mencionada, aunque más sintética. Dice: "La razón por la cual el Estado no se puede usar para llevar a cabo un cambio radical en la sociedad es que el Estado mismo es una forma de relación social que está incrustada en la totalidad de las relaciones sociales capitalistas. La existencia misma del Estado como una instancia separada de la sociedad significa que, sea cual sea el contenido de sus políticas, participa activamente en el proceso de separar a la gente del control de su propia vida" (7). Holloway identifica el programa de los marxistas revolucionarios con la conquista del Estado. Después, muy suelto de cuerpo, pasa a explicar que el Estado es una relación social. Debido a su orientación teórica, próxima a la "escuela derivacionista" alemana, lo homologa en demasía al ciclo del capital, relegando al olvido su aspecto de aparato o de "máquina", para usar la metáfora leninista, que constituye su especificidad.

Tomemos al ala revolucionaria del socialismo para ver las cosas desde un punto de visto más histórico. Es bastante bien sabido que en el programa bolchevique, en el espartaquista o en el programa del propio Marx, el Estado como aparato separado de la vida social debía ser sustituido en la realización de las tareas políticas por un poder político de hecho de los explotados y oprimidos que condujese a la reabsorción de esas tareas por la sociedad. Esto se conoce en la teoría revolucionaria como "extinción del Estado", lo que no significa extinción de la política o de toda clase de asociación de ese tipo; lo que la revolución busca hacer es eliminar la política como esfera separada, y por tanto, enemiga de la mayoría de la sociedad. Tan fuerte ha sido este elemento en la tradición marxista revolucionaria que Engels, al final de su vida, polemizaba contra quienes levantaban como consignas de poder esperpentos como el "Estado popular libre". Los bolcheviques, retomando al Marx de La guerra civil en Francia, hablaban de un "estado-comuna".

La primera objeción razonable que se puede hacer a lo que aquí señalo es que un proceso semejante no sucedió en ninguna parte. Después de aceptar esto como algo puramente fáctico pero bien real, diré que si ese programa no pudo llevarse adelante hay que explicar, aunque sea sumariamente, qué fue lo que pasó históricamente para que no se diera. Una explicación como la de Holloway, de que fracasaron por colocar al Estado como centro del cambio, que sirve urbi et orbi para explicar en dos líneas el fracaso de la revolución en el siglo XX, es de una ligereza aterradora. Elementos imposibles de eludir para entender el curso de la revolución en el siglo XX, como el papel del estalinismo en el destino de la revolución rusa y su decisiva contribución a que ésta concluyera estableciendo el dominio de una nueva clase burocrática, tan explotadora como la burguesía, ni siquiera es mencionado. Mucho menos se hace la recapitulación crítica de las corrientes que, desde el marxismo revolucionario, dieron una explicación coherente del fenómeno. El rasgo saliente de todas esas corrientes es que más allá de sus diversas interpretaciones (estado obrero burocratizado de Trotsky, colectivismo burocrático de Rizzi y Shachtman o capitalismo estatal de Munis, Korsch o Cliff) intentaron basarse en una indagación marxista acerca de la formación social soviética y de ningún modo atribuyeron la contrarrevolución estalinista a la "traición" de un dirigente (8).

Otro factor a tener en cuenta para entender la dinámica revolucionaria en el siglo XX es que varias de las revoluciones posteriores a la rusa fueron derivaciones del desmantelamiento de los imperios coloniales de las potencias europeas. La dinámica nacional adquirió una fuerza tal que subordinó otros componentes de clase que pudieran tener inicialmente. Esto favoreció que revoluciones como la china, la coreana, la cubana o la vietnamita terminasen erigiendo estados burocráticos que absorbieron de manera totalitaria a sus sociedades. Proceso exactamente inverso al del programa marxista clásico.

No pretendemos hacer aquí explicaciones "a lo Holloway". Simplemente nos interesaba apuntar que el balance de experiencias que Holloway despacha sumariamente obliga a considerar elementos históricos. Por ejemplo, la lucha de clases, algo que Holloway proclama casi de continuo pero pocas veces hace intervenir en sus análisis. Se puede decir que los programas marxistas revolucionarios no tuvieron concreción en la realidad y que de ahí hay que partir. Pero eso sería una mera tautología: equivale a decir que fracasaron porque fracasaron. Uno puede dar las vueltas que quiera pero tarde o temprano tiene que dar una explicación ajustada del destino de esos procesos. Y esa explicación sólo puede ser histórica.

La explicación ofrecida por Holloway se orienta en una dirección opuesta. Porque decir que las estrategias revolucionarias fallaron porque se centraban en el Estado es hacer depender el destino histórico de una "concepción", de una "idea" de cómo deben ser las cosas. Las concepciones en tanto que ideologías juegan, por supuesto, un papel muy destacado en el acontecer histórico. Pero darles la entidad que les da Holloway, que atribuye el fracaso de la revolución a una "concepción estadocéntrica" (9), es pensar que las ideas pueden legislar la realidad. Las enseñanzas y el balance que se puede hacer de los procesos vividos por los revolucionarios en casi dos siglos son, en este enfoque, un estorbo. Lo pasado pisado. La historia debe desaparecer.

El malentendido esencial que origina la clase de argumentación de Holloway es que él, sin llevar a cabo ningún balance real, aparece a primera vista como quien lleva a cabo un ajuste de cuentas más profundo. Cualquier opositor a sus argumentos, y especialmente si no cree que la tradición (conflictiva) del marxismo revolucionario sea una cosa para arrojar a los perros, aparece como un "conservador", como alguien "reactivo" frente a la "emergencia de nuevos paradigmas" revolucionarios.

Experiencia, fetichismo y conciencia

En "Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder" hay permanentes invocaciones a la experiencia inmediata. Hay dos imágenes que atraviesan de punta a punta el texto. Una de ellas es el grito. Otra es la mosca en la telaraña. Veamos: "Gritamos. Gritamos otra vez. Regresamos a nuestro punto de partida. Gritamos ante los horrores y las injusticias del capitalismo" (10). O si no: "Nosotros mantenemos nuestro grito, nuestra crítica, ya que ésta es la evidencia más segura que tenemos de que el poder-sobre es contradictorio, de que la dominación no es total" (11). Como se ve, hay una experiencia con la realidad que, si no es inmediata, le anda cerca. El grito es, sí, algo inmediato, accesible a todo aquel que esté metido en este mundo. El grito es la brújula de la crítica. También dice: "Somos moscas atrapadas en una telaraña. Comenzamos desde un desorden enmarañado porque no hay otro lugar para comenzar. No podemos comenzar simulando que estamos afuera del descontento de nuestra propia experiencia" (12). La primera es una imagen que busca ilustrar la experiencia subjetiva, la aprehensión del sufrimiento, de la alienación. La segunda agrega un componente situacional. Da idea de que ese sufrimiento no es algo que podamos abandonar si queremos o si recurrimos a un esfuerzo de voluntad.

Pero después de desechar los elementos históricos en la comprensión de la realidad capitalista, Holloway está obligado a encontrar algo donde anclar materialmente el sujeto radical del rechazo. Las dos imágenes anteriores indican a dónde apunta. Si procede desentendiéndose de la experiencia histórica y política, tiene que recurrir a otra clase de experiencia que dé sustento a su anticapitalismo. Su solución es encontrarla en la experiencia subjetiva, existencial, tal como se desarrolla en la vida cotidiana.

No voy a ser yo quien pretenda decir que ese plano carece de relevancia. Muy por el contrario, constituye el grueso de ese tiempo que llamamos vida. Pero para cualquiera cae de maduro que no es el indicador más fiable para registrar el progreso de una conciencia capitalista. El yo individual es, como dice Husserl, "un sustrato de habitualidades" (13); en su conformación cotidiana predominan los elementos de continuidad, lo igual y no las variaciones o momentos disruptivos que son más característicos de la formación de la conciencia histórica. En términos de lo que nos interesa a los revolucionarios, de la conciencia de clase. Justamente el tema de la conciencia es uno de los reprimidos en la teoría de Holloway. Pero eso lo veremos un poco más adelante.

Holloway define al fetichismo, en términos clásicos, como aquel efecto que producen las relaciones de producción capitalistas que hace que el producto de relaciones sociales aparezca como "cosa". Lo más característico de esto es el dinero. Para una visión inmediata no hay nada que parezca ser más una cosa que el dinero. Su apariencia de cosa hace que parezca tan natural como un arco iris o un árbol, cuando en verdad es producto de un proceso histórico, en donde existen relaciones sociales dominadas por los procesos de valorización y por la generalización del trabajo abstracto para la mayor parte de la humanidad. La consecuencia más importante de esta teoría es que en la conciencia de los actores sociales se produce una ocultación, un efecto de no-visibilidad sobre cómo están organizadas las relaciones sociales. Cierta tradición del marxismo consideró a esto como un impedimento absoluto para llevar adelante un cambio anticapitalista. Holloway se desmarca de esta tradición y afirma que el fetichismo nunca es total. Prefiere incluso hablar de "fetichización" (14) y no de fetichismo para dar una idea de proceso dinámico.

Hasta aquí estamos de acuerdo. El problema es que entonces aparece otro de los callejones sin salida de Holloway, que, como vimos, utiliza como indicador de anticapitalismo las más inmediatas experiencias cotidianas. Tirar contra la pared el despertador es citado explícitamente como una experiencia que forma parte de la base material del anti-poder (15). No está en nuestro espíritu creer que una experiencia de ese tipo carezca de fondo político. El problema está en que la repolitización y la resignificación que admite destrozar un despertador es bastante limitada. Sobre todo porque cualquier trabajador que haga eso y nada más que eso, lo único que conseguirá es perder un día de trabajo. La relación salarial toma una venganza inmediata. Otra cosa muy distinta sería si un día determinado ese trabajador destrozase el despertador contra la pared e igualmente fuera a su trabajo con la intención de ver cómo organizar a sus compañeros para mejorar sus condiciones de vida. O empezara a elaborar intelectualmente la explotación de que es objeto. Todas estas situaciones ilustran grados muy diversos de la conciencia que puede revestir una misma experiencia. Pero Holloway cree que las cosas hablan por sí mismas, que entre el sufrimiento, la conciencia de ese sufrimiento y la comunicación de ese mismo sufrimiento no media nada. Sólo aparece una humanidad que grita. La conciencia que los distintos sectores e individuos tienen de su situación en el mundo y la sociedad, así como sus problemas y desarrollos desiguales, todo eso queda fuera del análisis.

¿Qué política?

Visto que en Holloway desaparece la especificidad histórica de los procesos sobre los cuales hace su balance del siglo XX, y que la conciencia queda convertida, por una teoría de la desfetichización, en experiencia epidérmica e inmediata, podemos preguntarnos por la política que de ahí resulta.

A primera vista se podría pensar que no hay política, que se trata de una filosofía de la historia acotada a la época capitalista y con un tono muy radicalizado. No es así. Cuando en una teoría no se enuncia una política determinada (sobre todo en un trabajo de las ambiciones del de Holloway, que se propone casi como fundante de una "nueva radicalidad"), siempre tenemos que sospechar que se adhiere a alguna de las formas políticas existentes.

En el caso de Holloway la respuesta respecto de qué política es doble: una muy abstracta que se desprende de su teoría; la otra es un referente existente: el EZLN.

Empecemos por la primera. Como Holloway identifica desarrollo objetivo del movimiento del capital con una teoría de la reificación "dura", repudia la idea de que hay una lógica del capital (16). De allí deriva que todas las categorías analíticas nunca están fijas sino que permanentemente se reconstituyen a través de la lucha. Luchar contra la fijeza y, por lo tanto, contra la identidad, es parte de la lucha contra el capital. Por supuesto, el sujeto revolucionario también está afectado por esto. El sujeto crítico del mundo actual es indefinible. No tiene ninguna característica regular, dado que los procesos del capital siempre están en movimiento y, menos aún, puede llegar a proyectar una sociedad deseada, una "futuridad". La quiebra del proyecto revolucionario es total. Holloway escribe: "Un sujeto definido ha sido reemplazado por una subjetividad indefinible. El poder del proletariado ha sido reemplazado por un anti-poder indefinido" (17). El sujeto de la crítica revolucionaria es un sujeto sin rostro. "La revolución es urgente pero incierta, una pregunta y no una respuesta" (18).

El origen de ambas posiciones, la indefinibilidad del sujeto y la ausencia de proyecto revolucionario, es el mismo: la negativa a hallar una lógica del capital. El elemento de verdad que tiene la posición de Holloway es que los procesos de valoración están mediados por la lucha de clases y a partir de allí se producen movimientos y variaciones que redefinen las formas en que se acumula capital. Pero esto se da a través de una situación en la cual el capital manda y los trabajadores entran como dominados. La fluidez tiene un límite, dado a partir de la oscilación de explotación y lucha dentro de un arco de posibilidades estructurado, regular. De lo contrario las cosas serían por entero impredecibles.

Lo propio ocurre con la identidad. Si ésta es, como dice Hegel, la identidad de la identidad y la no-identidad, podríamos entender por qué la clase trabajadora cambia pero mantiene elementos de continuidad, tanto en sus prácticas sociales como en su memoria.

Por otra parte, como el sujeto hollowayano es indefinible, parece difícil preguntarse qué elementos de su lucha presente pueden potenciarse para trascender el orden del capital. Si el sujeto es indefinible, la revolución será una eterna pregunta, absolutamente incontestable. Una teoría que apela a lo epidérmico e inmediato deriva hacia la imposibilidad de decir nada, a excepción del grito.

Por fuera de cosas como tirar despertadores contra la pared, Holloway tiene un referente político concreto: el zapatismo. Curiosamente, a varios años de febrero de 1994 Holloway no hace ningún balance de la política del EZLN. Por supuesto, es absurdo, como lo hacen algunas sectas trotskistas, echarle en cara que no haya tomado el poder o rechazar "por principio" toda negociación con el gobierno y el Estado. Tomar el poder no depende puramente de la voluntad. Lo malo que tiene la posición de Marcos es que ha hecho una teoría de esa imposibilidad, tornándola deseable o, más aún, el nuevo camino para los revolucionarios. Acá estamos en el corazón de Holloway: "cambiar el mundo sin tomar el poder". Sin duda se han mantenido firmes en no tomar el poder (más allá de que, insistimos, no es algo que dependa sólo de ellos), pero... tampoco han cambiado el mundo. No queremos ser irónicos, el mundo es demasiado para tomarlo como escala, ya que es, como se sabe, ancho y ajeno. Midámoslo en relación con sus objetivos políticos: ¿consiguió el EZLN la aprobación de los artículos que consagraban los derechos para las comunidades indígenas, que reclamaban en la marcha al D.F.? No. ¿Orientó el EZLN su política para obtener esos derechos en base a la autodeterminación de las comunidades indígenas para que la aprobación del Parlamento se limitase a sancionar cosas que existían de hecho? Tampoco. El EZLN se orientó a confiar en el Parlamento.

El EZLN es la niña mimada de Holloway, que le concede sin pensarlo mucho lo mismo que al resto de las revoluciones pasadas le critica agriamente. Preguntándose si el carácter de ejército del EZLN no implica una "jerarquía de rangos militares" y "falta de democracia" (19), Holloway concluye que los zapatistas necesitan un "muro protector de realismo político" para llevar a cabo su proyecto, como si esa necesidad no hubiera acompañado (con efectos no precisamente libertarios) a toda revolución. Por otro lado, evitar una crítica irresponsable al zapatismo no impide que hagamos una caracterización política. Por su orientación general, forma parte del frente anti-neoliberal, quizá desde un ala izquierda si se tiene en cuenta el carácter de su lucha. Pero no es un movimiento definidamente anticapitalista.

Lo que Holloway rescata en el movimiento zapatista como cosas concretas es la "creación de municipalidades autónomas... áreas administradas por la gente misma, con total independencia del estado" (20). Los marxistas revolucionarios estamos a favor que las comunidades indígenas se organicen en forma independiente, que rescaten sus tradiciones culturales, incluso aquellas que tienen carácter precapitalista. Lo que podemos reprocharle al EZLN es que no se plantee proyectar revolucionariamente esa autodeterminación en oposición al orden existente. Sin ese marco, a la corta o a la larga, por progresivas que puedan llegar a ser esas prácticas autónomas, la falta de orientación como proyecto las lleva al reformismo.

En las escasas precisiones políticas que da Holloway por fuera de su teoría abstracta del sujeto indefinible por naturaleza, observamos una orientación general parecida. Hay atisbos de anti-poder en el "desarrollo de algunos centros de trabajadores desocupados, centros sociales o proyectos cooperativos de producción" (21). Una vez más, la posición política respecto de la no-toma del poder abre paso a dejar las prácticas de autodeterminación popular en manos del neorreformismo. Una autodeterminación que es pura potencialidad y se niega a devenir acto concluye expropiada por el orden capitalista.

Un discurso con una apariencia hiperradical y de gran novedad, pero que se basa en la negativa total a plantear la lucha política por erigir un poder de hecho para la clase trabajadora y todos los explotados (y dejando el poder, por ende, en manos de quien ya lo tiene: la burguesía) concluye siendo absolutamente funcional a las posiciones neorreformistas. No en vano la CTA, por ejemplo, suele levantarlo contra la izquierda. Y en relación con puntos políticos inmediatos (cooperativas, política municipal "participativa") dista de haber incompatibilidad, a pesar de que la CTA no comparte el anticapitalismo de Holloway. Nadie cuestiona la honestidad intelectual de Holloway. Pero la significación estratégica de sus ideas, así como sus potenciales peligros, no pueden ser pasados por alto por la izquierda revolucionaria en la Argentina. Especialmente después de las perspectivas abiertas en diciembre.

 

NOTAS

(1) Este trabajo ha tomado como bibliografía el libro "Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder" (aún inédito; circula una versión en mimeo) y otros dos trabajos de Holloway publicados en la compilación "Contrapoder. Una Introducción" Ed. De mano en mano, Bs. As. 2001, cuyos títulos son "Doce tesis sobre el anti-poder" y "Por un enfoque negativo, dialéctico, anti-ontológico".

(2) "Cómo cambiar...", capítulo 1.

(3) idem.

(4) idem.

(5) "Cómo cambiar...", capítulo 10.

(6) "Doce tesis...", pág. 73.

(7) idem.

(8) Reafirmamos esto pese a lo engañoso del título de la principal obra de Trotsky acerca del estalinismo. Estemos de acuerdo o no con su tesis, el gran revolucionario buscó las causas del estalinismo en factores estructurales y no en la política traidora de Stalin, más allá de que este calificativo le cabe perfectamente al dictador soviético.

(9) "Por un enfoque...", pág. 133.

(10) "Cómo cambiar...", capítulo 3.

(11) "Cómo cambiar...", capítulo 7.

(12) "Cómo cambiar...", introducción.

(13) Edmund Husserl, Meditaciones cartesianas, párrafo 32. Ed. Tecnos.

(14) Ver capítulo 7.

(15) "Cómo cambiar...", capítulo 10.

(16) "Cómo cambiar...", capítulo 7.

(17) "Cómo cambiar...", capítulo 9.

(18) "Doce tesis...", pág. 81.

(19) "Cómo cambiar...", capítulo 10.

(20) idem.

(21) idem.

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