La dialéctica marxista del progreso en Marx

 

Por Michael Lowy* 

 

* Sociólogo nacido en Brasil y director del Centro de Investigaciones Científicas en París.

El presente artículo es parte de un trabajo  más extenso publicado en Marx y el siglo XXI, compilado por R. Vega Cantor, Ediciones Antrophos, Bogotá, 1998. Esta versión es editada con la autorización del autor.

 

Con el siguiente artículo, estamos presentando una visión crítica del “progreso” del capitalismo. Este enfoque es hoy de enorme actualidad, en la medida que los capitalistas y sus intelectuales pregonan por el mundo las supuestas virtudes de la globalización. La revolución científica y técnica que se ha vivido en las últimas décadas, se ha dado sin embargo en el marco de la acentuación de los rasgos destructivos del hombre y la naturaleza por parte del sistema. Éste debe ser criticado desde la comprensión de que los verdaderos avances hay que medirlos en relación a las necesidades y el bienestar de la humanidad. Lo que no depende de “revoluciones” meramente “técnicas”, sino de que se abra paso una perspectiva de emancipación social frente a la creciente barbarie que se vive día a día.

 

A finales del siglo XX la ideología del progreso, de la modernización y de la expansión (del mercado y de la producción) sirve, más que nunca, para legitimar la dominación del Norte sobre el Sur, la acumulación ilimitada de  beneficios por parte de una reducida elite y la creciente destrucción del medio ambiente. Cualquier referencia a valores o criterios no mercantiles, es calificada como “arcaica”  y como “obstáculo a la modernización”.

¿Cómo debe situarse el marxismo frente a esta coyuntura? ¿De qué instrumentos teóricos dispone para desmitificar el nuevo rostro del fetichismo de la mercancía? ¿Cuáles son los aspectos de la herencia marxiana que lo hacen vulnerable al productivismo? Y, finalmente, ¿qué se puede pensar de los movimientos sociales que resisten la expansión modernizante del capital?

De manera frecuente Marx ha sido presentado como un pensador que se encuentra prisionero en la ideología del progreso del siglo XIX. Esta acusación, en términos generales, es inexacta. En el pensamiento de Marx existe una concepción dialéctica del progreso que tiene en cuenta el lado siniestro de la modernidad capitalista, lo que la distingue claramente de las visiones ingenuas (Condorcet) o apologéticas (Spencer) del gradual e irresistible mejoramiento de la vida social gracias a la civilización moderna. Sin embargo, es una dialéctica incompleta y no siempre escapa a una cierta teleología. En realidad, el pensamiento de Marx está atravesado por la tensión entre dos concepciones diferentes de la dialéctica del progreso.

La primera es una dialéctica hegeliana, teleológica y cerrada, de tendencia eurocéntrica. El objetivo final, necesario e inevitable, legitima los “accidentes históricos” como momentos del progreso en tanto que espiral ascendente. La “astucia de la razón”, de hecho una teodicea, permite explicar e integrar cualquier hecho (incluso el peor) en el movimiento irreversible hacia la libertad.

Esta forma de  dialéctica cerrada –cerrada por una finalidad que ya está predeterminada– no está ausente en ciertos textos de Marx, que parecen considerar al desarrollo de las fuerzas productivas – impulsado por las grandes metrópolis europeas– como idénticos al progreso, en la medida en que nos conduce necesariamente al socialismo. Basta pensar en sus artículos sobre la India de 1853. A diferencia de los apologistas del colonialismo, Marx no esconde en absoluto los horrores de la dominación occidental: “la miseria causada en el Indostán por la dominación británica ha sido de naturaleza muy distinta e infinitamente más intensa que todas las calamidades experimentadas hasta entonces por el país”.

Lejos de conducir al “progreso” social, la destrucción capitalista del tejido social tradicional ha agravado las condiciones de vida de la población. Sin embargo, en último término, a pesar de sus crímenes, Inglaterra ha sido “un instrumento inconsciente de la historia” al introducir las fuerzas de la producción capitalista en la India y al provocar una verdadera revolución social en el estado social (estancado) de Asia.(1)

En el segundo artículo, Los resultados futuros de la dominación inglesa en la India, Marx explicita su enfoque: la conquista inglesa de la India revela, de la manera más cruda, “la profunda hipocresía y la barbarie propias  de la civilización burguesa”. Sin embargo, Inglaterra cumple una misión histórica  progresista, en la medida en que “la industria y el comercio burgueses van creando las condiciones materiales de un nuevo mundo”, o sea el mundo socialista. La célebre conclusión de este texto resume perfectamente la grandeza  y los límites de esta primera “dialéctica del progreso”:

“Sólo cuando una gran revolución  se apropie de las conquistas de la época burguesa, el mercado mundial y las modernas fuerzas productivas, sometiéndolos al control común de los pueblos más avanzados, sólo entonces el progreso humano habrá dejado de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado.”(2)

Marx percibe claramente la naturaleza contradictoria del progreso capitalista y de ningún modo ignora su lado siniestro, su naturaleza de Moloc que exige sacrificios humanos; pero al mismo tiempo cree que el desarrollo burgués de las fuerzas productivas a escala mundial promovido por una potencia industrial como Inglaterra, es en última instancia históricamente progresista (es decir benéfico) ya que prepara el camino hacia la “gran revolución social”.(3)

Este tipo de razonamiento teológico y euro céntrico –que no es el único que se encuentra en los escritos marxianos– sin duda alguna sirvió de base a la llamada doctrina “marxista ortodoxa” de la segunda Internacional, con su concepción determinista del socialismo como resultado inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas (en contradicción creciente con las relaciones capitalistas de producción). También ha permitido la aparición de teorías “marxistas” que justifican la naturaleza “progresista” de  la expansión colonial o imperialista, desde la de los partidos socialdemócratas de la “colonización obrera” hasta la reciente defensa del papel benéfico del imperialismo por parte de Bill Warren, economista inglés, que dice apoyarse en Marx. También lo ha podido utilizar el productivismo estaliniano, que convirtió el desarrollo de las fuerzas productivas –en lugar del control democrático de la economía por los trabajadores– en el criterio de “construcción del socialismo”.

La lógica de esta visión de la historia puede resumirse  en un epigrama irónico del gran historiador marxista inglés, E.P. Thompson:

“Fuere el que fuese el número de los que el emperador ha masacrado, el historiador científico (aunque toma nota de la contradicción) afirma que las fuerzas productivas han aumentado.”(4)

Si bien es cierto que esta filosofía del progreso, de tinte determinista y economista, puede referirse a ciertos criterios de Marx, en éste se encuentra presente otra “dialéctica del progreso”, crítica, no teleológica y fundamentalmente abierta. Se trata de pensar la historia como progreso y catástrofe a la vez, sin favorecer ninguno de estos aspectos, ya que el proceso histórico no está predeterminado. Un comentario de Frederic Jameson sobre El Manifiesto Comunista da cuenta de este enfoque:

“Marx nos exige hacer lo imposible, es decir pensar el desarrollo (del capitalismo) positiva y negativamente a la vez. Se trata de una forma de pensar que sería capaz de captar simultáneamente los rasgos demostrablemente siniestros del capitalismo, y su dinamismo extraordinario y liberador en un solo pensamiento y sin atenuar la fuerza de ninguno de los dos aspectos. Debemos abrir nuestra mente hasta poder comprender que el capitalismo es a la vez la mejor y la peor cosa que jamás le ha ocurrido a la humanidad.”(5)

Esta dialéctica está presente, por ejemplo, en ciertos pasajes de El Capital, en los cuales Marx constata que, en el capitalismo, “cada progreso económico es al mismo tiempo una calamidad social” y observa que la producción capitalista ataca tanto a los seres humanos como a la propia naturaleza:

Destruye, al mismo tiempo, la salud física de los obreros urbanos y la vida intelectual de los trabajadores rurales (...) Y todo progreso en la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino a la vez en el arte de esquilmar el suelo; todo avance en el crecimiento de la fertilidad de éste durante un lapso dado, es un avance en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad. Este proceso de destrucción es tanto más  rápido, cuanto más tome un país  –es el caso de los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo–  a la gran industria como punto de partida y fundamento de su desarrollo. La producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los dos manantiales de toda riqueza. La tierra y el trabajador.(6)

En el marco de esta variante crítica del materialismo histórico que rompe con la visión lineal del progreso, la moderna civilización burguesa aparece, en comparación con las sociedades pre-capitalistas, como un avance y un retroceso a la vez. Esto explica el interés de Marx y de Engels por los trabajos de Maurer o de Morgan acerca de las formas comunitarias “primitivas”, que abarcan desde las tribus iroquesas hasta la “Marca” germánica. La idea de que el comunismo moderno rescata alguno de los valores humanos del “comunismo primitivo”, destruidos por una civilización que se basa en la propiedad privada y el Estado, es un tema recurrente en varios de sus escritos.

Los últimos trabajos de Marx sobre Rusia constituyen otro documento fundamental de la “dialéctica del progreso” no lineal, desligada de la herencia eurocéntrica. En su célebre respuesta a Mijailovsky (1877), Marx critica las tentativas de “metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en Europa occidental en una teoría histórico-filosófica del desarrollo en general, impuesto por el destino a todos los pueblos, sean cuales sean sus circunstancias”. Y en los borradores de la carta a Vera Zassulich, Marx contempla la posibilidad de que Rusia pueda evitar los tormentos del capitalismo, en la medida en que gracias a una revolución rusa la comuna rural tradicional podría ser la base de un desarrollo específico hacia el socialismo. Nos encontramos en las antípodas del razonamiento evolucionista y determinista de los artículos sobre la India de 1853.

La cuestión clave sigue siendo la de la apertura del proceso histórico, cuyos resultados no están determinados de antemano por un vector del progreso irreversible (el “desarrollo de las fuerzas productivas”). Esto permite dejar en suspenso la definición de la naturaleza definitiva del progreso capitalista: es lo “peor” o lo “mejor” de la historia de la humanidad (para retomar la fórmula de F. Jameson), la antecámara de la catástrofe o de la “gran revolución social”.

Se trata de un problema que está lejos de encontrar una respuesta inequívoca en Marx, pero al menos en El Manifiesto Comunista se afirma claramente que en cada época la lucha de clases puede acabarse, o con una reestructuración revolucionaria de la sociedad, o con el derrumbe de las clases en conflicto. Si esto se aplica a la lucha de clases moderna, esto significaría que la revolución socialista no es la única posibilidad, y por lo tanto que es imposible pronunciarse a priori sobre el carácter “progresista” o “regresivo” del desarrollo capitalista de las fuerzas productivas.

En el marxismo del siglo XX, ha predominado la primera versión de la teoría del progreso, determinista y economista, tanto en la Segunda Internacional como en la Tercera (después de 1924 sobre todo). Sin embargo, existe una tendencia “disidente”, que retoma y desarrolla el esbozo intuitivo de la “dialéctica abierta” esbozada por Marx.

Rosa Luxemburgo fue la primera en sacar, explícitamente, conclusiones contemporáneas a partir de la hipótesis general sugerida por El Manifiesto. Con su célebre fórmula “socialismo o barbarie” ella rompió de manera radical con cualquier teología determinista, proclamando el irreductible factor de contingencia del proceso histórico, lo que hizo posible una teoría de la historia que reconocía finalmente el peso del factor “subjetivo”. La conciencia de los oprimidos, su organización revolucionaria y su iniciativa política ya no son simplemente –como entre los pretendidos “marxistas ortodoxos” Kautsky y Plejanov– factores que aceleran o retardan el progreso histórico, cuyo resultado ya está predeterminado por la “contradicción entre las fuerzas y las relaciones de producción”, sino fuerzas decisivas para solucionar la crisis capitalista: la emancipación social o la barbarie. Esta última expresión no supone, en la obra de Rosa Luxemburgo, un imposible retorno al pasado, una “regresión” a etapas anteriores del desarrollo social, sino más bien una barbarie moderna, en la que la Primera Guerra Mundial se constituía en un buen ejemplo a escala planetaria (otros ejemplos todavía más terribles estaban por venir).

Tampoco el pensamiento de Lenin y de Trotsky escapa totalmente de la pesada herencia del “progresismo” y del productivismo de la Segunda Internacional, aunque en un cierto número de cuestiones clave, aquéllos contribuyen de forma significativa a una visión dialéctico-crítica del progreso. La teoría del imperialismo de Lenin considera a la expansión mundial del capitalismo no como un proceso benéfico de desarrollo de las fuerzas productivas (en última instancia), sino ante todo como una intensificación de las formas más brutales de dominación sobre los países coloniales o semi-coloniales y una fuente de guerras (inter-imperialistas) cada vez más criminales. Para retomar la metáfora utilizada por Marx en el artículo sobre la India de 1853, el monstruoso ídolo pagano sigue exigiendo incontables sacrificios humanos, pero Lenin ya no lo percibe como un “instrumento inconsciente” del progreso.

En cuanto a la teoría de la revolución permanente de Trotsky, su gran aporte es romper con el euro centrismo, al rechazar la relación mecánica entre el nivel de las fuerzas productivas y la madurez revolucionaria, y proclamar sin duda el “privilegio del retraso”: lejos de seguir una evolución lineal –feudalismo, revolución burguesa, desarrollo del capitalismo moderno, crecimiento de las fuerzas productivas hasta un punto en el cual ya no pueden ser contenidas por las relaciones de producción, revolución socialista– el movimiento social-revolucionario tiende a  comenzar en los países periféricos, menos desarrollados y menos modernos.

Los trabajos de Marx y de Engels sobre el “comunismo primitivo” o la comuna rural tradicional no han tenido mucha resonancia en el marxismo europeo, con la única excepción de Rosa Luxemburgo, que les dedica la mayor parte de su curso de Introducción a la Economía Política. En esta obra plantea dos tesis perfectamente heréticas desde el punto de vista de la doctrina evolucionista del progreso: el período dominado por la propiedad privada podría ser un simple paréntesis en la historia de la humanidad entre las dos grandes épocas comunistas, la del pasado arcaico y la del futuro socialista. Con esta concepción, ella propone la alianza entre el proletariado europeo moderno y los pueblos indígenas de los países coloniales, es decir entre el comunismo moderno y el arcaico, contra su enemigo común: el imperialismo.

Sin conocer los escritos en cuestión de Rosa Luxemburgo, el fundador del marxismo latinoamericano,  el gran pensador peruano José Carlos Mariátegui, desarrolló ideas análogas. Su obra (todavía poco conocida en Europa) incluye una concepción muy original del “socialismo indoamericano”, resultado de la fusión del comunismo proletario moderno con las tradiciones comunitarias indígenas, de origen precolombino (lo que denominaba de una forma algo inadecuada el “comunismo inca”).

Sin embargo, la tentativa más importante de una crítica marxista de la ideología del progreso,(7) es sin duda la obra –totalmente heterodoxa– de Walter Benjamin. Quizás es el único en proponer explícitamente el desarrollo de un materialismo histórico que debería abolir radicalmente la idea de progreso. Para Benjamin, la revolución no era inevitable y aún menos determinada por el nivel  de las fuerzas productivas, al contrario, la concebía como una interrupción de un progreso catastrófico, cuyo índex era el perfeccionamiento creciente de las técnicas militares, es decir, para retomar su imagen, como la extinción de la mecha antes de que el incontrolable fuego de la tecnología provoque una explosión fatal para la civilización humana.(8)

De allí “su pensamiento revolucionario”, su llamada angustiosa de 1929 por una “organización del pesimismo” por parte del movimiento comunista, puesto que, según su fórmula irónica –y extrañamente premonitoria– “no se puede confiar ilimitadamente en I.G. Farben y en el perfeccionamiento pacífico de la Luftwaffe.”(9) Benjamin reconoce el aporte positivo del desarrollo de los conocimientos y de las técnicas, pero se niega a considerarlos, ipso facto, como un progreso humano. Sin negar el potencial emancipatorio de la tecnología moderna, se preocupa por su dominio social, por el control de la sociedad de sus relaciones con la naturaleza. La sociedad sin clases del futuro, no solamente tiene que poner fin a la explotación del hombre por el hombre, sino también a la explotación de la naturaleza, reemplazando las formas destructivas de la tecnología actual por una nueva modalidad de trabajo, “que lejos de explotar la naturaleza, esté en condiciones de aliviarla de las criaturas que duermen latentes en su seno.”(10)

Rechazando el escribir la historia en términos del progreso –bien sea el de la “civilización” o el de las “fuerzas productivas”-, Benjamin se propone interpretarla desde el punto de vista de sus víctimas, de las clases y los pueblos aplastados por el carro triunfal de los vencedores. En esta perspectiva, el progreso se le aparece como una tempestad maléfica que aleja a la humanidad del paraíso originario y que ha hecho de la historia “una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina”.

La revolución ya no es la locomotora de la historia sino más bien es la humanidad la que acciona el freno de emergencia antes de que el tren se precipite al abismo.(11)

 

Notas

 

1.Marx, Carlos, “La dominación británica en la India”, en Marx-Engels, Acerca del colonialismo, Editorial Progreso, Moscú, s.f., págs. 18-25.

2.Marx, Carlos, “Futuros resultados de la dominación británica en la India”, op. cit., págs. 53-54.

3.Este análisis de la dialéctica del progreso de Marx se inspira en gran medida en el reciente libro de Alex Callinicos, Theories and Narratives. Reflections on the Philosophy of History, Polity Press, Cambridge, s.f., págs. 151-165. Sin embargo, mis conclusiones son muy diferentes.

4.Thompson, E.P., “History Lesson”, en “Power and Names”, London Review of books, (23-1-1986), pág.10.

5.Jameson, F., Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism, Verso, Londres, 1991, p.47.

6.Marx, Carlos, El Capital, Crítica de la Economía Política, Tomo I, Volumen II, Siglo XXI Editores, México, 1982, pág. 613.

7.Cf. Benjamin, Walter, “París capital del siglo XIX”, Para una crítica de la violencia, La Nave de los locos, segunda edición, México, 1978, págs. 189-214.

8.Benjamin, Walter, Sens unique, Lettres Nouvelles/ Maurice Nadeau, París, 1978, págs. 205-206.

9.Benjamin, Walter, “Le surrealisme”, en Mythe et violence,  Denöel/Lettres Nouvelles, París, 1971, pág. 312.

10.Benjamin, Walter, “Tesis  de filosofía de la historia”, op. cit., pág.128.

11.Ibid, pág. 123.

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