Una critica radical de las experiencias del “socialismo real”

La revolución socialista y el comunismo

Por Aldo Andrés Romero*

*Miembro del Consejo de redacción de Herramienta. Revista de crítica y debate marxista.

Militante del Movimiento al Socialismo (MAS) de Argentina. Este artículo es parte de un trabajo más extenso realizado en colaboración, y aprobado por la conferencia nacional del MAS en diciembre de 1999 con el nombre de  “Problemas de la revolución y el socialismo” editado en Construir otro Futuro, págs. 86-148, Editorial Antídoto, Bs. As. 2000

   

La bancarrota ignominiosa del "bloque socialista" y la falta de perspectivas alternativas al capitalismo, que limitan las acciones de los explotados y oprimidos del mundo, imponen un sistemático esfuerzo por restablecer los pilares de una renovada concepción del combate por la revolución socialista y el comunismo, enfrentándonos incluso con parte de nuestro patrimonio teórico-político. En esta tarea estamos empeñados desde la páginas de “Socialismo o Barbarie”, haciendo –al mismo tiempo- un llamado al resto de la izquierda revolucionaria a que abandone sus esquemas dogmáticos, los que impiden sacar lecciones de la experiencia histórica.

 

Una de las vertientes de esta renovación es la crítica radical de la experiencia de la degeneración burocrático-estatista de la URSS y el modelo de "socialismo en un solo país" sancionado por Stalin, prolongado con diversas variantes en las "democracias populares" de Europa Oriental, Yugoslavia, China y aun Cuba. Crítica de la cual se desprenden grandes parámetros de una genuina transición al socialismo. La primera reflexión que cabe inferir de esa vasta experiencia histórica es que si las masas trabajadoras no asumen conscientemente las tareas de la revolución y la transformación de la sociedad, no podrá existir siquiera un comienzo de transición al socialismo. También es preciso destacar desde ahora, en contra del culto al Estado y las concepciones que suponen posible introducir un socialismo "desde arriba", que fue el mismo Marx quien explicara que, entre los numerosos “fines” que persigue el socialismo, un lugar destacado corresponde al fin del Estado, sin que esto suponga sugerir (como los anarquistas) su inmediata desaparición. Esto no era considerado posible en los tiempos de Marx, y menos lo es en estos días en que los trabajadores combaten en el contexto de la “mundialización” y las transnacionales “globalizadas”. Creemos probado que “el poder de los obreros armados”(1) no podrá prescindir de un cierto tipo de Estado para reorganizar la producción y transformar las relaciones económicas y sociales, pero debe impedirse su transformación en un nuevo Leviatán erigido sobre la sociedad como un poder separado y autónomo. La norma no sólo debe ser la destrucción del viejo Estado, sino reducir al mínimo imprescindible el tamaño y las facultades de las instituciones y funcionarios del nuevo aparato estatal, porque afirmar las eventuales victorias iniciales de la revolución obrera en tal o cual región del mundo no deberá ser tarea de un Estado todopoderoso y totalitario, sino de un “Estado-no estado” o “Estado de nuevo tipo” subordinado a los trabajadores y a la constante transformación de la sociedad, que en definitiva es lo único que podrá hacerlo “fuerte” en un sentido genuinamente revolucionario.

 

Revolución, socialismo, democracia obrera

 

Consideramos que la revolución de los trabajadores, socialista, no deberá distinguirse de las revoluciones burguesas por restringir las libertades políticas, y desconfiar de la abierta confrontación de intereses y opiniones organizadas en múltiples organizaciones sociales, sindicatos y partidos, sino por la voluntad y necesidad de ir más allá de la representación y la democracia formal. La clase trabajadora, uniéndose social y políticamente desde su papel en la producción general, puede y debe crear una democracia directa de productores y consumidores, con organismos de tipo soviético o consejista.

La prédica socialdemócrata en favor de pactar con los capitalistas el respeto de la sacrosanta "propiedad privada" a cambio de mitigar las desigualdades e injusticias está desmentida cotidianamente por la realidad de una explotación cada vez más salvaje e insoportable. Por lo tanto, es preciso insistir en que una verdadera revolución implica la expropiación por el Estado proletario de los grandes medios de producción y cambio, como un paso imprescindible para cambiar la sociedad. Frente a esto no caben ambigüedades. Pero es también preciso apoyarse en la experiencia del mal llamado "campo socialista" para advertir que la estatización de la economía puede también servir como instrumento para nuevas formas de explotación, y desembocar en una anarquía y despilfarros mayores que los del capitalismo. Sostenemos que la transición al socialismo implica, desde el principio, un esfuerzo denodado para que la gestión y control de la economía y la vida social pase efectivamente a manos de los trabajadores. Para esto se requiere de la autoorganización y la intervención directa de los productores en las orientaciones a todos los niveles: en la empresa, a escala de las grandes ramas industriales y servicios, y en las decisiones macroeconómicas, en el marco de una planificación democrática y flexible. La acción directa en el terreno de la “construcción económica” es en sí misma una condición para afirmar la conducción política y dominación de los productores directos.

El concepto de dictadura del proletariado ha sido completamente desacreditado por todo lo que el estalinismo hizo en su nombre, y muchos revolucionarios sostienen que es equívoca y debe ser descartada. Es una preocupación legítima. Pero existen sobradas evidencias de que descartar esa formulación es un acto que en sí mismo tampoco aporta claridad estratégica... En todo caso, lo que importa es reivindicar un contenido o, mejor dicho, un proceso: la efectiva constitución del proletariado en clase dominante en tránsito hacia la abolición de las clases. En los albores del poder soviético, Lenin suponía una dictadura de nuevo tipo, por ser la imposición de la inmensa mayoría sobre la minoría, y también democracia de nuevo tipo, más extendida y profunda porque se extendía más allá de lo formal y la esfera política. Pero la desviación que antes vimos del poder bolchevique exige hoy excluir, sin ambigüedad alguna, la idea sustituista del poder en manos de un Partido, por revolucionario que sea.

La ampliación y profundización de la democracia desde abajo y directa, el predominio de la mayoría trabajadora y la progresiva expansión de lo social sobre lo político apuntando a la desaparición del Estado son dimensiones inseparables de la transición. Tanto como la capacidad de revolucionar la producción con una planificación orientada a elevar el nivel de vida y cultural de las masas, priorizando la satisfacción de las necesidades sociales, la reducción significativa de la jornada de trabajo y una radical transformación del salariato que apunte a su eliminación. En síntesis, la transición socialista no implica crecimiento del Estado (ni siquiera del Estado obrero), sino creciente socialización y apropiación directa por los trabajadores (productores y consumidores) de todas las funciones de dirección político-militar, económica y social, en correlación con los avances de la lucha contra el imperialismo en el ámbito mundial.

Porque la construcción del socialismo requiere el esfuerzo concertado de los trabajadores de todo el mundo. El poder obrero en algunos países o más bien regiones sólo podrá conquistarse y desarrollarse sobre la base del internacionalismo. En lugar de subordinar los esfuerzos y estrategias generales de los trabajadores del mundo a los intereses coyunturales de tales o cuales Estados (como hicieran la URSS, China o Cuba), la revolución socialista depende de su desarrollo en la arena mundial, apuntando a derrotar la burguesía en sus principales bastiones. Esto es doblemente necesario: para privar al imperialismo de su formidable poder destructivo, que representa un peligro cierto para la existencia misma de los hombres y el planeta, y para poner los enormes recursos acumulados por el gran capital a disposición de la humanidad.

 

La crítica al estalinismo y la socialización

 

La revalorización del contenido y alcances del concepto y el proceso de socialización se enlaza con el esfuerzo por recuperar las reflexiones acumuladas (y arrumbadas luego, también hay que decirlo) en los debates desarrollados en los primeros años de la Unión Soviética en torno a la NEP (1921-1927) y criticando el voluntarismo burocrático de los planes quinquenales estalinianos. En esas polémicas, había comenzado a señalarse que ni el régimen salarial, ni la plusvalía, ni la ley del valor, ni los desequilibrios económicos habían desaparecido porque así lo disponían las invenciones “teóricas” de Stalin. Medio siglo después, consumada la trágica experiencia histórica del estalinismo, comprendimos que debíamos (y debemos) descartar la falsa idea de que la eliminación de los grandes propietarios privados mediante la estatización implica acceder a una formación social en la que "por definición" no queda lugar para la subordinación del trabajo vivo al "trabajo muerto", la plusvalía, el mercado, la ley del valor... La realidad mostró algo muy distinto. La transición socialista es una compleja transformación revolucionaria, en la que la expropiación del gran capital –tanto más si inicialmente esto sólo ocurre en una región del mundo– representa un capítulo importante, pero de ninguna manera concluyente, y mucho menos irreversible. Como ya dijimos, y sea desde el ángulo nacional o internacional, el desarrollo de la revolución socialista y los problemas de la transición deben abordarse desde el supuesto fáctico y metodológico de la unidad del mundo y de la revolución mundial, incluso para calibrar la profundidad de los antagonismos, las desigualdades y los cambios parciales. En el terreno de la economía, esto implica comprender que la expropiación del capital no inauguró en la URSS –ni podrá hacerlo en ningún lado– un "modo de producción" socialista, ni una "base económica" dotada de algún automatismo “transicional”. Una vez más: no concebimos la transición sino como un proceso de permanente transformación revolucionaria. Como dijera Marx: "Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado".(2) ¿Pero qué ocurre cuando lo que existe es un Estado que legitima la dictadura de un grupo social diferenciado y privilegiado, como fueron las burocracias estalinista y posestalinista?

 

El Estado de la burocracia

 

Para un análisis concreto de la degeneración de la URSS es insuficiente un enfoque economista-mecanicista de la problemática del Estado "soviético" y del Estado en general. Los análisis en términos de estructura y superestructura, cuestionables en general, se revelan particularmente inútiles para comprender lo ocurrido en la URSS. Se requiere retomar y desarrollar lo esbozado por Marx y Engels.(3) Las formas políticas de la sociedad, que tienen sus raíces en determinadas relaciones sociales condicionadas por el desarrollo de las fuerzas productivas, tienen una tendencia a la autonomía y una innegable capacidad de reacción sobre las relaciones sociales y económicas, que pueden ser y de hecho son afectadas por la producción política de la clase o casta que controla el poder del Estado. Trotsky se aproximaba a esta cuestión cardinal cuando escribía que “Si el nuevo Estado no tuviera otros intereses que los de la sociedad, la agonía de sus funciones de coerción sería gradual e indolora. Pero el Estado no está desencarnado. Las funciones específicas se han creado sus órganos. La burocracia, considerada en su conjunto, se preocupa menos de la función que del tributo que ésta le proporciona. La casta gobernante trata de perpetuar y de consolidar los órganos de la coerción; no respeta nada y a nadie para mantenerse en el poder y conservar sus ingresos”.(4) Sin embargo, se mantuvo aferrado a una definición anacrónica de la URSS como "Estado obrero" pese a que, como él mismo denunciara con lucidez y vigor, una peculiar burocracia ("único grupo social privilegiado y dominante") había impuesto un régimen totalitario y manejaba todas las palancas del Estado en su exclusivo beneficio.

Es preciso volver sobre estas cuestiones, porque lo ocurrido en el siglo muestra que, efectivamente, esa institución de instituciones que es el Estado, esta forma política general que se extendió sobre todo el planeta, adquiere existencia social a través de determinadas relaciones y soportes sociales que se establecen entre una clase o casta dominante y su partido o partidos, y también a través de las que se establecen con los hombres y clases dominados. El grupo social dominante, que mantiene la cohesión mientras logra imponer su hegemonía, deja su impronta en la estética, lo moral, lo intelectual, lo jurídico, lo económico, todos ellos soportes de esa dominación. Esta dialéctica concreta es la que no debe perderse de vista, so pena de caer un reduccionismo economicista y mecánico que esteriliza la crítica marxista al capitalismo y que nos desarma ante la problemática de la transición socialista. Porque la transición no requiere sólo de una crítica abstracta de la política; exige, por el contrario, una dura batalla política revolucionaria para lograr precisamente la mutación radical de lo político, con el desarrollo de órganos de poder de tipo soviético y la expansión de múltiples formas de autoorganización, en forma tal que las transformaciones sociales surjan del choque vivo de opiniones entre múltiples agrupamientos políticos y/o sociales. La socialización como proceso debe desarrollarse en todo el espesor de las relaciones sociales, en un combate que también es político y que no puede saltar por encima de las potencialidades y de los peligros de la propiedad estatal en la transición, en conexión con la evolución de las relaciones de producción y las desigualdades que ellas representan en términos de posesión y apropiación de las clases y grupos sociales existentes.

 

Estatización no es socialización

 

Hoy es posible advertir que cuando Stalin liquidó toda posibilidad de dirección proletaria y se consolidó (relativamente) la gestión burocrático-estatal estaliniana, lo que se construyó nada tenía que ver con el socialismo. También se sabe que la autarquía de la economía soviética no la sustraía a la presión de las tendencias económicas generales que rigen las relaciones capitalistas a escala mundial, con la correa de transmisión más o menos directa del comercio exterior. Pero no se suele reconocer que en el interior de las formaciones "sin capitalistas" del llamado "campo socialista" subsistía la ley del valor como regulador económico, en combinación con las imposiciones del Estado burocrático.

Como antes dijimos, la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción es una herramienta indispensable para que los trabajadores puedan avanzar en la transformación económico-social. Pero esto sólo representa un comienzo o, más precisamente, un medio que debe ser puesto al servicio de destruir las relaciones económico-sociales heredadas del capitalismo, proceso que tiene su cara constructiva en el desarrollo consciente de la socialización, hasta la desaparición de la propiedad de Estado y del Estado mismo, de toda explotación y opresión, etc.

Un aspecto esencial de la socialización consiste en superar la separación (y aún enfrentamiento) entre los trabajadores y los medios de producción. Esta separación no desaparece porque el propietario de los medios de producción sea el Estado obrero. El trabajo asalariado sigue siendo una relación social que obliga a que cada obrero venda su fuerza de trabajo al Estado empleador mientras "otros" administran los productos (valores) producidos. Puesto que serán éstas y no otras las condiciones iniciales (subsistencia del Estado, de la propiedad y del salario), el impulso consciente hacia la socialización es imprescindible desde el primer momento, so pena de que lo que se desarrolle sean las tendencias que llevan a la explotación burocrática –y, en última instancia, a la restauración capitalista.

 

Nuevas formas de fetichismo y explotación

 

La gravedad y persistencia de los fetiches productivistas y estatistas levantados por el estalinismo, que tienen elementos comunes con la adoración del "Estado benefactor" por la socialdemocracia, las burocracias sindicales y los nacionalismos tercermundistas, justifica insistir en refutar la tesis de que la propiedad nacionalizada sea sinónimo de socialismo (como decretara Stalin y repitieron los epígonos), e incluso la creencia en que la preeminencia del sector estatal en la economía expresa la continuidad indefinida de un "Estado obrero degenerado", como postuláramos la mayoría de los trotskistas. Debemos insistir sin cansancio en que, para el marxismo, la cuestión del derecho de propiedad aparece relacionada y subordinada al concepto de relaciones de producción. Y, más allá de las palabras que se empleen, las relaciones de producción son relaciones de poder efectivas sobre las personas y las fuerzas productivas, antes que relaciones de propiedad legal. Precisamente, si se analizan las relaciones de producción que fueron impuestas en la URSS, surge la inconsistencia de hablar de "Estado obrero". La propiedad del Estado dejó de ser una herramienta que el conjunto de los trabajadores podía utilizar para avanzar hacia la apropiación social de los medios de producción, y consagró imprevistas formas de apropiación que, sirviendo a la burocracia, mantuvieron al proletariado soviético en condición de clase oprimida y explotada. La cuestión de la propiedad estatal debe ser considerada en su relación con otras categorías centrales del materialismo histórico, superando el enfoque jurídico que se queda en la apariencia de las cosas. Buscamos poner de relieve la conexión esencial que está dada por el conjunto de las relaciones sociales, tal como lo apuntara Marx en una significativa crítica a Proudhon: "en el mundo real, la división del trabajo y todas las demás categorías del Sr. Proudhon, son relaciones sociales que constituyen en su conjunto lo que actualmente se conoce como propiedad: fuera de estas relaciones, la propiedad burguesa no es más que una ilusión metafísica o jurídica (...) Al establecer la propiedad como una relación independiente, el Sr. Proudhon comete algo más que un error de método: muestra claramente que no ha aprehendido el vínculo que mantiene unidas todas las formas de la producción burguesa, que no ha comprendido el carácter histórico y transitorio de las formas de producción en una época determinada".(5)

La raíz de los conflictos y antagonismos sociales que maduraron en el “mundo comunista”, no residía sólo en el totalitarismo del régimen político, o en la supervivencia de “normas burguesas de distribución” agravadas por la corrupción, sino en las relaciones de producción establecidas. Vale decir, un régimen de trabajo asalariado altamente diferenciado, sometido a los imperativos de la división del trabajo, generador de plusvalía, que alienaba al trabajador de los demás trabajadores y de sí mismo, al tiempo que estimuló la elevación por sobre ellos de la casta burocrática y del Estado que la servía. Manifiestamente, el Estado burocrático no se fundó en una explotación idéntica al capitalismo, y la burocracia no logró fundar una forma orgánica de explotación. Pero la experiencia histórica nos advierte (y la teoría nos permite comprender) que mientras subsistan el dinero, el trabajo asalariado y la producción de valores de cambio, la propiedad estatal coexistirá con un germen de "explotación mutua" entre los trabajadores y con condiciones que pueden favorecer la imposición de una burocracia dominante. Teoría y experiencia nos dicen, también, que la degeneración política del Estado se desarrolló en correspondencia con el desarrollo de inestables relaciones de producción y explotación del trabajo asalariado que, potenciadas por la economía mundial, originaron poderosas tendencias a la restauración de la dominación directa y abierta del gran capital. Las futuras revoluciones socialistas por las que luchamos deberán enfrentar estos peligros en diversos planos. Uno de ellos es la extensión de la revolución socialista en la arena internacional, hasta culminar en la victoria mundial con la derrota de los baluartes imperialistas. Paralelamente y en sintonía con ese combate, en aquellos lugares en que la burguesía fuere derrocada y expropiada, se deberá poner el máximo de empeño y el máximo de dinamismo y energía en el ejercicio de la democracia obrera, dentro y fuera de los órganos del Estado, así como en la continua revolución de las relaciones (técnicas y sociales) de producción, vale decir, en la socialización: a riesgo de parecer tautológicos, es preciso decir clara y nítidamente que la revolución obrera no es estatista, sino socialista y comunista. Pero debemos ser claros también en señalar que estas conclusiones son, apenas, un nuevo punto de partida, un programa de trabajo a desarrollar polémica y colectivamente, abierto hacia el pasado y el futuro.

Al exponer nuestras posiciones, hemos insistido en la necesidad de combatir las concepciones que identifican o confunden socialización con estatización. Muchos autores y tendencias afirman también esta distinción capital. A partir de esta coincidencia, sin embargo, advertimos una significativa divergencia con quienes postulan o insinúan una “estrategia” de socialización en la que la ruptura revolucionaria, la lucha por el poder de los trabajadores y la construcción del Estado obrero (Estado de nuevo tipo, semi-Estado o como quiera decirse) son momentos rechazados o ignorados. Esto nos parece un error que se da de patadas con la experiencia histórica que muestra el encarnizamiento con que la burguesía defiende, por todos los medios, sus propiedades y su régimen de dominación política, y conduce a desvalorar la necesaria tarea de elaborar y reelaborar continuamente las estrategias para la revolución que abra paso a un socialismo de los soviets y el autogobierno de los trabajadores.

 

Notas

1. Como escribía el Lenin de El Estado y la Revolución.

2. Crítica al programa de Gotha.

3. Lojkine, analizando una carta de Engels escribió que: "Mientras los detentadores del poder de Estado 'constituyen una nueva rama de la división del trabajo en el seno de la sociedad', aparecen a los ojos mismos de sus mandatarios como más y más independientes de ellos, 'Y, en lo sucesivo, el desarrollo es el mismo que el del comercio en mercancías y, más tarde, el comercio en dinero; la nueva fuerza independiente, si bien debe seguir en lo esencial el movimiento de la producción, también, debido a su independencia interna (la independencia relativa que le fue conferida en un inicio y que se sigue desarrollando) vuelve a actuar, a su vez, sobre las contradicciones y el curso de la producción. Es la interacción de dos fuerzas desiguales: por una parte el movimiento económico; por el otro, el nuevo poder político'". En El marxismo, el Estado y la cuestión urbana, comentando una carta de F. Engels a C. Schmidt (lo resaltado son las frases de Engels).                        

4. La revolución traicionada.                                                                                                                              

5. Marx, Carlos, Miseria de la Filosofía.                                                                                                                                                                                                                 

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