Teoría y debate

Lecciones de las experiencias “socialistas” del siglo XX, para el socialismo de este siglo

Plan, mercado y democracia obrera: la dialéctica de
la transición socialista

Por Roberto Sáenz, para Socialismo o Barbarie, 16/07/10

San José de Costa Rica, 16 de julio 2010.– En una reciente charla organizada por los compañeros del PST –integrantes de nuestra corriente SOB– en la Universidad de Costa Rica (UCR) acerca del balance de las experiencias “socialistas” del siglo XX, surgió un conjunto de ricos interrogantes. Estos se concentraron –sobre todo– en la dinámica de la transición socialista a posteriori de la toma del poder por parte de la clase obrera. A propósito de la misma se nos ocurrió hacer el siguiente artículo, concentrándonos en una somera revisión crítica de los debates llevados adelante en los años ‘20 en la ex URSS y también en las enseñanzas dejadas por los límites de la experiencia anticapitalista –pero no socialista– de la China del ’49.

Bujarin, Preobrajensky y Trotsky

El análisis de nuestra economía desde el punto de vista de la interacción (tanto en sus conflictos como en sus armonías) entre la ley del valor y la ley de la acumulación socialista es en principio un enfoque extremadamente provechoso; más precisamente, el único correcto (...) Pero ahora hay un peligro creciente de que este enfoque metodológico sea convertido en una perspectiva económica acabada que prevea el ‘desarrollo del socialismo en un solo país’. Hay motivos para esperar, y temer, que los seguidores de esta filosofía, que se han basado hasta ahora en una cita mal entendida de Lenin, van a tratar de adaptar el análisis de Preobrajensky convirtiendo un enfoque metodológico en una generalización para un proceso casi autónomo”.
(León Trotsky:
“Notas sobre cuestiones económicas”, 1926)

En la década del ‘20 del siglo pasado se procesó en la ex URSS un debate apasionante acerca de las vías de la transición socialista luego de la revolución. Al compás de circunstancias económicas cambiantes y del aislamiento en el que quedó la república bolchevique luego del fracaso de la revolución europea, una polémica y durísima lucha política se fue abriendo paso acerca de la orientación para impulsar hacia adelante la transición económica en el contexto de las constricciones que imponía el encierro económico y político de la ex URSS.

El oficialismo burocrático encarnado por Stalin y Bujarin, impulsaba una orientación de enriquecimiento campesino y lenta industrialización hasta que a finales de la década, el frente único entre los dos se rompe, y el primero –en un giro político brutal– impone la orientación de colectivización agraria e industrialización a ritmos forzosos[1].

Por su parte, la oposición de izquierda encabezada por Trotsky, alertaba que sin una rápida industrialización y planificación económica, los campesinos terminarían dejando las ciudades sin alimentos y presionando cada vez más por vincularse con el mercado mundial. Esta posición se vio verificada –a la postre– por el curso de los acontecimientos, lo que no llevó a Trotsky a capitularle a Stalin señalando que la “manera” y “quien” estaba llevando adelante este giro podría terminar socavando las bases mismas del Estado obrero. Se generó así un debate estratégico acerca de cuál debía ser la orientación general para hacer avanzar la transición en un sentido socialista.

A comienzos del siglo XXI volver sobre esta discusión no deja de tener importancia. Los postulados generales del debate llevado adelante en esos años ha dejado un manantial de enseñanzas “universales” que, sin embargo, desde hace décadas que no se vuelve a revisar de manera sistemática.

Su importancia estriba en que lo que se terminó colocando sobre la mesa es la comprensión de la “mecánica” misma del proceso de transición socialista: sus condiciones más “universales”.

Lo que nos interesa aquí es subrayar los clivajes teóricos más generales, encarándolos desde una óptica en cierto modo original: dar cuenta no solamente de las “inercias” teóricas de la fracción burocrática, sino, sobre todos, de las limitaciones del enfoque del propio Eugen Preobrajensky (eminente economista de la oposición de izquierda), las que se vieron puestas sobre la palestra –en tiempo real– cuando este termina capitulando ante el giro “izquierdista” de Stalin a finales de los años ’20. Postulamos un intento de superación dialéctica de su enfoque.

Haremos esto tomando como punto de partida algunos de los señalamientos dejados por el propio León Trotsky (pero no desarrollados in extenso) a comienzos de los años 30 acerca de la necesaria imbricación –en el proceso de la transición– entre plan, mercado y democracia obrera[2] configurando una superación crítica del punto de vista estrictamente “económico” de Prebrajensky.

Ley del valor, fuerza de trabajo, proteccionismo y acumulación socialista

Lo primero a señalar es que lo que está aquí esta en juego es cuál es, cual debe ser a la luz de la experiencia práctica del siglo XX la verdadera mecánica de la transición socialista. Aquí se pone en juego un problema que no pocas consecuencias ha tenido entre las filas de los marxistas revolucionarios: el tener una mirada esquemática de la transición socialista cómo si fuera un proceso regido por “puras leyes económicas de tipo newtoniano” que podrían operar mecánicamente por encima de las clases y las fracciones de clase llevando a uno y solo un resultado posible: el socialismo.

Existe un nudo teórico en este debate: tiene que ver con la relación entre los tres elementos que necesariamente “regulan” la economía en la transición: el mercado, la planificación y la democracia de los trabajadores. En primer lugar, la discusión acerca del mercado quedó planteada correctamente en “La Nueva Economía” de E. Preobrajensky: tenía que ver con la continuidad –o no– de las imposiciones de la ley del valor en la transición.

Bien, la cuestión siempre se ha expresado bajo la forma de una ardua polémica dentro de las filas de las corrientes revolucionarias socialistas. Desde nuestra corriente siempre hemos sostenido que la ley del valor inevitablemente se mantiene en las economías de transición, y que oscurecer este hecho flaco favor la hace al proceso mismo de la socialización de la producción.

Esto se debe a varias razones. La principal tiene que ver con la subsistencia del mercado mundial y con el hecho que al realizarse la mayoría de las revoluciones anticapitalistas del siglo pasado en países atrasados, inevitablemente su “racionalización económica” no podía prescindir de la medida del valor: la medición de la riqueza por el tiempo de trabajo medio empleado en producirla.

Por esto mismo, no es casual que el mismo Trotsky haya insistido una y otra vez en que como correlato de la necesaria subsistencia de la ley del valor, la moneda estable es una forma inevitable de racionalización económica. No hay otra manera de medir, objetivamente, la productividad económica del Estado obrero. Es para ello que hace falta el señalado patrón objetivo y común: una moneda estable es la medida de la productividad del trabajo.

Amén del elemento anterior, hay otro que en general no ha sido tomando en consideración: el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo, incluso después de la expropiación de los capitalistas. Porque en los países donde fue expropiado el capitalismo, en todos los casos, sea la Revolución Rusa del 17 o la China del ’49, la fuerza de trabajo mantuvo, invariablemente, el carácter de mercancía intercambiable por un salario.

Si el principal “factor de la producción” siguió siendo una mercancía… no hay como suponer que la ley del valor no siguiera rigiendo –al menos hasta cierto punto– en la economía de transición. Oscurecer esto implica negar las imposiciones que la misma sigue implicando respecto del carácter todavía –por así decirlo– no “emancipado del todo” de la fuerza de trabajo y la problemática de la generación y administración del trabajo no pagado.

Al respecto, y como digresión, digamos que en la transición sigue subsistiendo, inevitablemente, un principio de explotación del trabajo: “la autoexploración” o “explotación mutua”: este es un tributo colectivo y conciente de la clase obrera para las generaciones posteriores. Pero si esta autoexploración no significa que la acumulación este al servicio del progreso general de la clase obrera sino de una burocracia que se encarama por encima de ella, esta auto–explotación se transforma en lo opuesto: una nueva forma –no orgánica– de explotación unilateral al servicio de la burocracia que es la que se queda con la parte del león de la acumulación. Veamos un ejemplo de la China del ‘49: “[No se puede dejar de ver] el problemático papel del Estado, que nunca es neutral, y menos aun cuando la burocracia del aparato estatal no está sometida a ningún tipo de control. En China, desde los años cincuenta, la burocracia ha secuestrado en los hechos el Estado, y lo usa como maquinaria para apropiarse del excedente social”[3].

Retornando sobre nuestro argumento, señalemos que cuando hablamos de ley del valor en la transición, inevitablemente debemos hablar de los alcances pero también de los límites del imperio de la misma. Porque si el Estado obrero dejara regir plenamente la ley del mercado está claro que lo qué ocurriría es el retorno al capitalismo y no la acumulación socialista[4]. Por el contrario, y contra esta tendencia al enriquecimiento pequeño–burgués, lo que debe hacerse para promover la acumulación socialista en manos del Estado proletario es precisamente violar este imperio de la ley del valor[5].

Desde el Estado obrero debe haber –y no puede dejar de “haberlas”–, “infracciones” necesarias e inevitables al imperio del valor: hay que infligirla –claro que no al precio de la caída en la “irracionalidad económica”– so pena de que no haya acumulación socialista.

¿A qué nos referimos con esto? Al hecho inevitable que la acumulación –una vez expropiados los capitalistas, pero en el contexto de la subsistencia del mercado capitalista mundial– deberá hacerse en toda una serie de ramas y dominios económicos en los que seguramente la economía del país postrevolucionario del que se trate no debería poner en pié si se atuviera a los criterios promedios de productividad del mercado mundial.

Y, sin embargo, a la “espera” de la extensión “universal” de la revolución, el hecho es que se debe poner en pie todo el mecanismo de la economía so pena la “inanición” del Estado obrero: todo un sistema de ramas de la economía. Más aun teniendo en cuenta el seguro aislamiento a la que será sometida la revolución (por lo menos en un primer momento).

En esas condiciones, esta infracción de la ley del mercado es una obligación de principios de la transición que tiene que ver con los necesarios mecanismos de “proteccionismo socialista” de la economía. Es que si se permitiera el libre comercio con el mercado internacional a “valores” los campesinos (o productores capitalistas agrarios, o cualquier productor todavía “privado” de mercancías subsistente), inevitablemente preferiría exportar su producción.

Esto por dos razones: con toda seguridad, estos productores privados (sobre todo los agrarios) obtendrían mayores precios en el mercado internacional que los fijados internamente por el Estado; podrían comprar con divisas o moneda dura mejores mercancías –de mejor calidad y menor precio– que en el mercado interno.

Es decir: es obvio que cuando el Estado proletario fija los precios a la producción agraria y obliga a los productores del campo a comprar productos de la industria más atrasada del país que del exterior, hasta cierto punto esta “explotando” a estos productores agrarios entregándoles menos valor a cambio de más valor: hecho que sirve a la acumulación socialista como correctamente –a este respecto, también– subrayara Preobrajensky.

Es así que la ley del valor subsiste, debe en cierto modo subsistir para racionalizar la economía y, a la vez, desde ser necesariamente infringida en el proceso de la transición para lograr que la acumulación socialista vaya para adelante.

La planificación socialista como principio de racionalidad

Establecida la problemática de la ley del valor, está la problemática de la planificación. Es aquí donde se observan los costados más defectuosos del pensamiento “preobrajenskiano” (y que los “trotskistas” de la segunda posguerra tomaron al pie de la letra).

Es que con la justa preocupación de impulsar la industrialización en manos del Estado obrero hacia adelante, Preobrajensky llegó a caracterizar unilateralmente a la planificación como una suerte de “ley” natural (“Ley” con mayúscula en todo el sentido de la palabra)[6].

En puridad, fue bajo la dirección política de Trotsky que la oposición de izquierda levantó la necesidad de industrializar el país y planificar sistemáticamente su economía. Pero el concepto de “ley del plan” o “ley de la acumulación socialista” fue más producto del economista señalado, cuestión que fue visualizada por el mismo Trotsky –como ya hemos señalado arriba– al denunciar el peligro de que esta misma “ley” pudiera ser interpretada como un proceso casi autónomo del sujeto social y político que está al comando de la transición.

Profundicemos un poco en este tópico. A nuestro modo de ver, esta idea de “ley de la planificación” se la puede asumir en dos sentidos diferentes. Por un lado, partiendo correctamente del hecho obvio que si la asignación de recursos ya no se hace por la vía de la anarquía del mercado (no se hace ya centralmente sobre la base de productores privados porque los capitalistas han sido expropiados) una planificación de los “factores” económicos se debe necesariamente imponer para llevar adelante la organización económica como un todo.

Pero lo que nos preocupa aquí es la utilización de esta idea de “ley” en otro sentido: si lo que se entiende por “ley” es una que se debe imponer en el sentido socialista del término, de una acumulación al servicio de la clase obrera, la acepción de “ley” es cuestionable porque parecería que la misma se pudiera imponer cual ley de la naturaleza independientemente del sujeto que esté al frente de la dirección de la economía.

Repetimos por si no quedó claro: si se cree que esta “ley” se impondría espontáneamente cual ley de la gravedad que haga avanzar la acumulación en un sentido obrero y socialista… la idea está toda mal, porque la experiencia histórica ha demostrado que los procesos económicos–políticos–sociales de la transición no avanzan en el sentido socialista si la clase obrera no está al frente verdaderamente del Estado.

Esta idea –que la transición socialista avanzaría “espontáneamente”– ha dado lugar a equívocas derivas objetivistas en el sentido de creer que se trataría de una “ley” que se impondría por si sola, independientemente de los sujetos: de “quien” y “como” planifique. Esto último es completamente falso.

En puridad, cuando se habla de la “ley del plan”, sobre todo en las etapas iniciales de la transición, se esta frente más a un “principio de planificación” que a una verdadera “ley”[7].

Es decir, no hay como –en la transición– la planificación se imponga con la regularidad de una ley espontánea tal cual se impone el valor cuando se la libera de trabas en el capitalismo (revolución burguesa mediante).

Esto se debe a varias razones: entre ellas, que el plan debe ir, conscientemente, contra determinaciones que libradas al solo imperio de lo “natural”, irían para la ruptura del monopolio del comercio exterior y a una “racionalidad económica” según los precios del mercado.

Pero, además, hay otro problema: “quién” y “como” planifique no es un problema menor. Es decir: es un craso error creer que la planificación se podría imponer –en toda su “racionalidad”– por si sola. La planificación es hasta cierto punto una intervención de la política –y de las valoraciones– en la economía. Contra lo que muchos “trotskistas” suponen, la planificación no tiene –no puede tener– una racionalidad per se: “quién”, “cómo” y “para qué” planifica es fundamental. Como decía Pierre Naville, la racionalidad de la planificación, su superioridad respecto de la anarquía del mercado, no se puede afirmar mecánicamente: depende de sus fines. ¡Y sus fines dependen de al servicio de qué clases y fracciones de clase está la planificación misma!

También la anarquía del mercado capitalista tiene su racionalidad: sin algún tipo de racionalidad los sistemas sociales se vendrían abajo. Lo que pasa es que su racionalidad es una al servicio de la acumulación capitalista (incluso en detrimento del desarrollo de las fuerzas productivas). Pero el desarrollo de las fuerzas productivas en la transición socialista, la acumulación socialista, para que sirvan realmente a la clase obrera, no se podría imponer espontáneamente: eso ha sido demostrado por toda la experiencia del siglo XX.

En definitiva: creer que la planificación podría tener una “racionalidad per se” podía ser algo comprensible en las primeras décadas del siglo pasado. Pero viendo toda la experiencia de conjunto, no deja de ser un comportamiento necio: un error de craso de objetivismo que pierde de vista el hecho que para que la acumulación económica sirva a la clase obrera debe estar en sus propias manos y no de una burocracia que como capa social ajena a la misma buscará, sobre todo, resolver su propia cuestión social.

Propiedad, posesión y estado proletario

Hay todavía un tercer problema. Se trata de que las relaciones entre economía y política en la transición se encuentran modificadas respecto del “tipo ideal” del capitalismo de libre mercado. En el tipo ideal capitalista, economía y política están separados estrictamente. Pero esto se trastoca en la transición: necesariamente ambas instancias se vuelven a “fusionar”: con la economía “estatizada” el estado se transforma en el organizador económico.

Aquí llegamos al problema de la democracia obrera: necesariamente se debe pasar al nivel del carácter del Estado, del carácter real del poder: la dictadura del proletariado.

Porque si la planificación no tiene una racionalidad per se, si todo depende de quien y como planifica, es evidente que esto no podría quedar en el mero nivel “económico”: depende de definiciones políticas y de política económica más estratégicas. Y esto se desprende, inevitablemente, del carácter del poder; más aun cuando nos encontramos en una situación donde la economía, los medios de producción, han sido estatizados: en ese caso, de quien “es” realmente el Estado, es fundamental.

Esto rompe, necesariamente, con la igualación mecánica habitual –en las filas del “trotskismo”– entre propiedad estatal y propiedad de la clase obrera (o socialización). Por varias razones.

Una: que la propiedad solamente es tan absoluta en el caso de la propiedad privada capitalista. Pero cuando se proclama la “propiedad del pueblo entero” y cuando dentro de tal “pueblo entero” hay, necesariamente, tan diversas clases y fracciones de clase, hay que especificar de qué “pueblo” se está hablando…

Porque, además, en los demás regímenes sociales que en la historia ha habido, la propiedad siempre enmascaró distintas posiciones reales: distintos grados de apropiación real de las cosas[8]. Es decir, además del concepto de propiedad, está el de posesión efectiva. Si se declara que la clase obrera es propietaria de un bien pero ese bien nunca está en sus manos realmente –léase los medios de producción–, evidentemente la clase obrera muy propietaria de los medios de producción no se va a sentir. Un viejo dicho en los países del Este europeo era muy ilustrativo al respecto: “la propiedad que se declara de todos… no es de nadie… y se la apropia el más vivo”.

Al respecto, es interesante un reciente señalamiento respecto del caso de China del ’49: “[Muchas veces se pierde de vista que en las sociedades no capitalistas] las leyes y regulaciones escritas no son necesariamente vinculantes en la práctica. Desde los años cincuenta, la burocracia china gobierna usando un conjunto de reglas ocultas y no escritas (…). El objetivo de las reglas ocultas es obvio: están al servicio de [los intereses] ocultos de la burocracia, esto es, del enriquecimiento de esta”[9].

Pero, además, en la definición de la propiedad como “social” hay una evidente contradicción ya marcada por Pierre Naville: el hecho que siempre qué se declara una propiedad es en relación a no propietarios. Efectivamente, la propiedad estatizada al principio se afirma contra los capitalistas expropiados. Pero con el devenir de la transición, la propiedad misma se debe reabsorber en la socialización efectiva de la producción –esto es, la gestión colectiva de los medios de producción por parte de la clase obrera autoorganizada– so pena de que la propiedad se termine afirmando –como ocurrió en los hechos– contra la masa de los trabajadores.

Así las cosas, la propiedad estatizada debe remitir, más concretamente, a la posesión efectiva de los medios de producción por parte de los trabajadores –superación de la división entre trabajo vivo y trabajo muerto de manera efectiva– y la disolución de toda la propiedad por la vía de la socialización del trabajo.

Porque, a la vez, son estas mismas relaciones las únicas que pueden permitir una planificación económica al servicio de la clase obrera y un carácter efectivamente obrero del Estado en la medida que la expropiación de los medios de producción sea puesta realmente al servicio, gestión y control efectivo por parte de la propia clase obrera.

Es decir, la democracia obrera, una auténtica dictadura del proletariado, el ejercicio del poder de manera efectiva por parte del proletariado, es el tercer factor para poner la acumulación al servicio de las necesidades de la masa de los explotados y oprimidos.

El poder en manos de la clase obrera

En síntesis: ¿qué tenemos luego de la valoración de estos tres aspectos señalados? Lo que tenemos es que, en la transición, la interrelación de los factores económicos y políticos, objetivos y subjetivos, está necesariamente imbricada, profundamente interrelacionada.

Nuestra posición es una crítica a los abordajes puramente “economicistas” de la transición que creen que la economía de la transición socialista se puede definir por el solo factor de la estatización de la propiedad privada.

Toda la experiencia del siglo pasado ha demostrado que esto no es así: no alcanza con que la propiedad capitalista haya sido expropiada –condición absolutamente necesaria pero no suficiente– para que estemos en una sociedad y economía realmente de transición: hace falta que el poder político pase efectivamente a manos de los trabajadores: que se ponga en pie una verdadera dictadura del proletariado.

Porque si como hemos tratado de demostrar más arriba, la transición esta pautada por la inextricable relación de los tres elementos señalados, para dónde vaya esa transición realmente depende no solamente del contexto económico de la misma, sino de la naturaleza del poder político del Estado.

En síntesis: no alcanza para definir una economía de transición socialista con que la propiedad sea de “la clase obrera”… “aunque esté –pequeño “detalle”– en manos de la burocracia” tal cual dijo el “trotskismo” en la 2° posguerra: la propiedad y la posición de los medios de producción, el poder político y la capacidad efectiva de planificación, deben estar en manos de los trabajadores para que la transición camine en sentido socialista[10]: ésta es una de las principales lecciones que la experiencia del siglo XX ha legado para las revoluciones socialistas del XXI.


[1] A nuestro modo de ver, este giro del estalinismo, amen de destruir las fuerzas productivas en el campo por varias décadas, comienza a sentar los pilares para la transformación del “Estado obrero con deformaciones burocráticas” en “Estado burocrático con restos proletarios y comunistas” como lo definiera –en tiempo real– Christian Rakovsky.

[2] A este respecto, repetimos aquí nuestra crítica al compañero Claudio Katz que en un trabajo sobre esta materia llega a plantear, equívocamente, que los enfoques de Bujarin, Preobrajensky y Trotsky serían simplemente complementarios…

[3] “¿Final de un modelo o nacimiento de uno nuevo?”, por Au Loong Yu, New Politics, verano del 2009, En www.socialismo–o–barbarie.org

[4] La anterior era la consecuencia inevitable de la orientación oportunista de Nicolai Bujarin acerca del enriquecimiento ilimitado de los campesinos propietarios.

[5] Violarla hasta cierto punto en el sentido de impulsar la producción en ramas económicas que inevitablemente tendrán menos productividad que las del mercado mundial capitalista, esto como condición para poner en pié el mecanismo de la economía de transición. Hasta cierto punto decimos, porque esto no quiere decir el quedarse sin medida objetiva de la riqueza o pretender, voluntaristamente, que la medida de la producción sobre la base de las horas de trabajo podría ser desechada administrativamente…

[6] Este análisis es seguido por los compañeros del PSTU de Brasil, el PO (burdamente economicista) o el PTS de la Argentina que llega a hablar de una “racionalidad per se” de la planificación. A decir verdad, veinte años atrás Nahuel Moreno estaba por delante de estos análisis cuando en una escuela de cuadros del viejo MAS demostraba palmariamente la irracionalidad completa de la planificación en manos de la burocracia.

[7] En el transcurso del debate de los años ’20 Nicolai Bujarin llegó a hablar de este “principio de la planificación” pero en su caso era para un objetivo contrario al que estamos criticando acá: para quitarle toda entidad real, toda “necesidad”, lo que también es falso porque justamente uno de los contenidos centrales de la planificación es justamente romper la racionalización económica sobre la base de los valores.

[8] Este era el caso, por ejemplo, del colonato en el feudalismo: se trataba de una forma de propiedad que significaba muy diferentes formas de acceso a la misma por parte de los campesinos propietarios de la tierra.

[9] Au Loong Yu, ídem.

[10] Esto no parece entenderlo del todo –aunque lo intenta, en parte– Roberio Paulino, ex militante del PSTU de Brasil y actual integrante de Socialismo Revolucionario (grupo brasileño del CWI) que en un libro de reciente edición, “El socialismo del siglo XX: ¿qué falló?”, no logra superar realmente un enfoque de tipo deutscheriano del estalinismo: a pesar de todos los pesares… la burocracia habría sido agente de la transición socialista.