Venezuela

Las encrucijadas del nacionalismo radical [1]

Por Claudio Katz [2]
Enviado por el autor, 19/11/07

Las sublevaciones populares que sacudieron a Sudamérica en los últimos años condujeron al derrocamiento de varios presidentes neoliberales, reforzaron la presencia de los movimientos sociales y facilitaron nuevas conquistas democráticas. También permitieron modificar las relaciones de fuerzas en desmedro del imperialismo y a favor de los oprimidos.

Otro efecto de las rebeliones ha sido el establecimiento de gobiernos nacionalistas radicales, como Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y probablemente Correa en Ecuador. Estos presidentes favorecen un curso económico estatista, mantienen fuertes conflictos con Estados Unidos, han chocado con las burguesías locales y desenvuelven políticas económicas que oscilan entre el neo–desarrollismo y la redistribución progresiva del ingreso.

Son gobiernos que se ubican en las antípodas de las administraciones conservadoras de Uribe en Colombia, Calderón en México y Alan García en Perú. Los derechistas mantienen políticas pro–norteamericanas, cursos abiertamente neoliberales y reaccionan con brutalidad represiva frente a cualquier demanda popular.

Los presidentes nacionalistas también se distinguen de sus colegas de centroizquierda, como Lula en Brasil, Kirchner en Argentina o Tabaré Vázquez en Uruguay. Estos mandatarios mantienen relaciones ambiguas con el imperialismo, apuntalan a las clases dominantes locales y utilizan los mecanismos constitucionales para obstaculizar el logro de mejoras sociales[3].

En los países gobernados por el nacionalismo antiimperialista se han creado condiciones de movilización por abajo y polarización socio–política, que no se verifican en las naciones dónde el poder burgués fue reforzado por medio de la desilusión (Brasil), el control (Uruguay) o la contención (Argentina). ¿Qué escenarios afrontan los gobiernos radicales? ¿Avanzarán en la construcción de sociedades igualitarias o recrearán otro sistema de opresión?

 Una forma de esclarecer estas disyuntivas es revisar el rumbo seguido en circunstancias semejantes de la historia latinoamericana. Esta comparación exige analizar cinco situaciones: la Unidad Popular Chilena, el Sandinismo nicaragüense, el PRI de México, los ensayos de nacionalismo militar en Perú, Bolivia o Panamá y la revolución cubana.

Este contraste no es un ejercicio académico para sugerir conclusiones imparciales. Apunta a definir estrategias adecuadas para la izquierda. Revisando el pasado se puede percibir cuáles son los caminos que conducen a la preservación del capitalismo o al avance hacia el socialismo.

De esas experiencias no surgen modelos de copia para el futuro. Ningún desenlace del siglo XX se repetirá en los próximos años. Pero resulta imposible construir el mañana ignorando lo que sucedió ayer. La manía por la novedad siempre oculta la reproducción de algo ya realizado. Asumir herencias, asimilar logros y cuestionar desaciertos es la condición de un nuevo proyecto de la izquierda.

La tragedia de Chile

El recuerdo de la Unidad Popular chilena golpea a cualquier analista que evalúe las opciones de un proceso reformista en América Latina. Ahogar en sangre estos ensayos ha sido la respuesta tradicional del imperialismo. Pinochet simboliza un tipo de reacción, que en algún momento del siglo XX soportaron varios países de la región. El Departamento de Estado y sus socios oligárquicos locales han recurrido repetidamente a la ferocidad fascista, para doblegar a los gobiernos que afectan los intereses del establishment. Lo único que varió fue la magnitud de los asesinatos perpetrados en cada asonada.

Pinochet concentra el modelo clásico de contrarrevolución que la derecha siempre tiene en carpeta. La conspiración se puso en marcha apenas asumió Allende, mediante el asesinato del general Schneider. Las bandas de Patria y Libertad comenzaron los atentados, aprovecharon las protestas de los camioneros, la irritación de los comerciantes y los cacerolazos de alta clase media. Con financiación de las compañías multinacionales Kissinger diagramó las principales agresiones de la reacción.

Este mismo esquema de provocaciones se reprodujo en Venezuela en los últimos años, especialmente durante el ensayo golpista del 2002. Las grandes empresas aportaron el dinero, la embajada norteamericana coordinó las provocaciones, los conservadores azuzaron a la clase media, los viejos partidos reclutaron el personal civil y los medios de comunicación inventaron las justificaciones del ataque. Cualquier medida genuinamente democrática –como la cancelación de la licencia manejada por monopolio mediático RCTV a principios del 2007– reactiva estas conspiraciones de las elites.

El mismo libreto se repite también en Bolivia. La amenaza golpista incluye allí, un chantaje de secesión de las provincias orientales que cuentan con grandes recursos de petróleo y gas.

Pero el recurso pinochetista es una opción que la derecha actualmente avizora solo como un instrumento de presión. En este terreno existe una diferencia sustancial con los años 70. El golpe es concebido para desplazar a un gobierno reformista, sin la intención de reimplantar dictaduras de mediano plazo. Dado el carácter obsoleto de las tiranías militares se busca una restauración conservadora en el marco constitucional. Tampoco el imperialismo norteamericano está en condiciones de sostener en el mediano plazo a un generalato reaccionario. Por estar razón, sus socios derechistas ejercen el terrorismo de estado (Uribe) o la represión salvaje (Calderón), pero mantienen la fachada constitucional.

La opción pinochetista es improbable, pero refrescar el antecedente chileno es muy útil para evaluar otro problema: los obstáculos que interpuso la Unidad Popular a un tránsito hacia el socialismo. Es importante recordar estos impedimentos, con independencia del corolario fascista que tuvo esa experiencia. Solo este balance impedirá la repetición de los errores cometidos por Salvador Allende.

Tal como ocurrió en esa época, las fuerzas políticas de izquierda han accedido al gobierno por la vía electoral en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Las sublevaciones sociales han logrado proyectarse al voto popular, pero nuevamente se ha verificado que llegar al gobierno no equivale a tomar el poder. El manejo de la gestión administrativa del estado no otorga el control de los resortes de la economía que detentan los capitalistas.

Allende buscó superar esta limitación desde el marco constitucional, aceptando todas las restricciones de la legalidad burguesa. Suscribió de entrada un Pacto de Garantías con la oposición, que acotaba severamente el alcance de las reformas promovidas por la izquierda. Los representantes del capital no se ataron en cambio, a ningún compromiso legalista. Solo utilizaron esos acuerdos para acorralar, desgastar y neutralizar a su oponente.

Esta experiencia ilustró cómo los derechistas socavan a un gobierno radical que acepta las reglas de juego de los dominadores. Este mismo condicionamiento es actualmente ensayado en las Asambleas Constituyente que acompañan la gestión de Chávez, Evo (y próximamente Correa). Pero a diferencia de lo ocurrido en Chile esta presión no se agota en un corto episodio. Tiende a prolongarse en una sucesión de batallas, que podría incluir varias Constituyentes.

El aspecto más trágico del legalismo de Allende fue su confianza en los militares. Primero incluyó solo exhortaciones, pero luego implicó la aceptación de muchas exigencias golpistas (designación de Pinochet, facultades a la justicia militar, leyes de control de armas, inacción frente a los ensayos de la asonada). Chávez siempre rememora este precedente y recurre a su propia experiencia en el ejército para afirmar que “la revolución bolivariana es pacífica, pero no desarmada”. La estrecha ligazón con Cuba, la adquisición de armamento fuera de la órbita norteamericana, los preparativos de organización de milicias expresan esta comprensión del reto militar, que plantearía un futuro choque con la derecha.

El contexto actual de los ejércitos latinoamericanos es por otra parte más contradictorio que en el pasado. Por un lado las fuerzas armadas perdieron la función gubernamental que ejercieron durante el siglo XX, pero al mismo tiempo se encuentran más atadas a las campañas que digita el Pentágono, con el pretexto de enfrentar el narcotráfico o la criminalidad. En un escenario diferente, las grandes encrucijadas políticas que enfrenta la región no han cambiado.

Legalismo o poder popular

La conciliación de Allende con los golpistas coronó una política de rechazo a la construcción de un poder popular extra–parlamentario (Asamblea Popular de Concepción, Juntas de Abastecimiento, Consejos Comunales, Cordones Industriales). Este tipo de edificación es indispensable para lograr un tránsito hacia el socialismo. El cuestionamiento de la Unidad Popular a estos ensayos, impidió la formación de los únicos organismos que podían preparar una resistencia de las masas contra Pinochet.

La ceguera parlamentarista no solo obstruyó esta cohesión. Bloqueó, además, la confluencia de las movilizaciones por la reforma agraria y la mejora de los salarios en las minas. Estos antecedentes son importantes para un país como Bolivia, con persistente acción autónoma de movimientos sociales de mineros, maestros y campesinos y gran demanda de soluciones inmediatas para los viejos reclamos.

Si el gobierno de Morales titubea como Allende, terminará provocando el mismo desconcierto popular que imperó en Chile en 1972–73. A este negativo resultado conduce también la atenuación de las propuestas transformadoras, que se observa en las negociaciones con los opositores para viabilizar la Asamblea Constituyente.

Los crecientes reclamos de los trabajadores bajo este tipo de gobiernos no son reacciones infantiles, ni irritaciones alimentadas por la impaciencia. Expresan el temor a una repetición de todas las frustraciones del pasado. La Unidad Popular llegó al gobierno con la promesa de superar el desengaño provocado por la gestión demócrata–cristiana en varios terrenos (especialmente el agro y las estatizaciones). Esta misma memoria de desengaños se verifica actualmente en Venezuela, Bolivia o Ecuador. Aunque el padecimiento neoliberal es un recuerdo fresco que opaca ese pasado, nadie olvida las frustraciones industrialistas con Carlos Andrés Pérez en Venezuela o las decepciones reformistas con Siles Suazo en Bolivia.

El trasfondo del problema radica en la persistente obstrucción capitalista a cualquier transformación progresista en los países latinoamericanos. Muchos gobiernos de raigambre popular pretenden eludir esta barrera. Estiman posible compatibilizar las mejoras sociales con las ganancias de los poderosos y terminan afrontando los mismos encierros que socavaron a Salvador Allende. La contundente enseñanza que legó el antecedente chileno se resume en un precepto: una vez comenzadas las reformas sociales hay afrontar en forma consecuente las resistencias que opondrán los dominadores. También es necesario saber que esta confrontación tiene consecuencias potencialmente anticapitalistas.

Del balance de la Unidad Popular surgen posturas muy distintas frente a la etapa en curso. Quiénes sitúan la falla en el “apresuramiento” o en las “presiones aventureras de la ultra–izquierda”, proponen ahora atenuar la marcha y conciliar con la derecha. Si por el contrario se ubica el desacierto de Allende en su ingenuidad legalista, la tarea es preparar el salto al socialismo, radicalizando los procesos políticos y construyendo el poder popular[4].

La experiencia chilena se desenvolvió en forma vertiginosa en un lapso de pocos años. Los procesos nacionalistas–radicales actuales cuentan con un margen temporal superior, pero no tan elástico. Venezuela puede utilizar sus recursos petroleros para ensayar cambios sociales en períodos más extensos. También puede aprovechar la ventaja de procesar por primera vez un tipo de experiencia radical, que el grueso de la región ya conoció en décadas anteriores.

En cambio Bolivia enfrenta un contexto más adverso. Recién ha comenzado a capturar una renta estatal significativa, en un país históricamente inestable y con fuerzas derechistas afianzadas, que cuentan con más capacidad que sus pares de Venezuela o Ecuador para ejercer el chantaje secesionista. Estos grupos le han puesto un candado en la Asamblea Constituyente a la heterogénea coalición del MAS y pueden paralizar al gobierno de Morales. El “empate catastrófico” entre contendientes que resurge desde hace varios años tiende a desgastar al nuevo presidente. En el Altiplano persiste el trágico recuerdo de Siles Zuazo, que en 1982–85 comenzó adoptando medidas progresistas y terminó instaurando el ajuste del FMI, en medio de la hiperinflación.

 Probablemente Ecuador se encuentra en una situación intermedia. No cuenta con el margen de acción que tiene Venezuela, pero tampoco enfrenta la estrechez de espacio que predomina en Bolivia. En menos de un año Rafael Correa ha ganado cuatro elecciones y está forjando una importante base de apoyo. Logró mayoría absoluta en la Constituyente y le propinó a la derecha una paliza electoral. Pero la gran incógnita gira en torno al uso de ese novedoso caudal político. Salvador Allende también contaba con una gran popularidad, que no supo utilizar en el momento adecuado.

Lecciones de Nicaragua

Las principales enseñanzas de la experiencia sandinista provienen más de la última etapa del gobierno del FSLN, que del triunfo guerrillero inicial o de la resistencia a la agresión imperialista. En esa fase final de la presidencia se abrió el camino para un retorno electoral de la derecha, que los conservadores vislumbran como una opción de mediano plazo para Venezuela. En Bolivia este reingreso de las elites por medio de los comicios es una amenaza siempre latente.

La revolución sandinista fue una insurrección popular muy diferente a las rebeliones recientes. Se apoyó en la acción guerrillera y en un levantamiento armado que aplastó a la dictadura de Somoza, en una situación de total colapso del estado. Una gran diferencia de intensidades separa a la eclosión de Nicaragua de las crisis latinoamericanas de la última década[5].

Pero lo más importante de esta acción sandinista fue su alto grado de radicalidad. Cuando la tiranía recurrió a sus últimas cartas –luego del asesinato de Chamorro y del feroz bombardeo de los barrios populares– el FSLN no aceptó la conciliación. Rechazó la propuesta opositora de sustituir al déspota por un cambio cosmético e impuso la disolución de Guardia nacional y la expropiación de bienes de la dinastía.

Este debut del Sandinismo corroboró la necesidad de medidas drásticas contra los plutócratas para comenzar a edificar una democracia plena. Aunque el contexto político que rodea a las rebeliones recientes es muy diferente, estas enseñanzas nicaragüenses no han perdido vigencia. Bajo los regímenes constitucionales actuales la gravitación de los distintos grupos del establishment está más distribuida, pero los resortes del poder continúan en manos de las clases dominantes. Estos sectores impiden la soberanía popular y no renunciarán a sus privilegios, sin drásticas medidas por parte de los oprimidos.

Las decisiones iniciales que adoptó el FSLN fueron más radicales que las medidas adoptadas por los gobiernos nacionalistas actuales. La nacionalización de bancos, el control de comercio exterior, la sustitución de la guardia nacional por un ejército popular, la sindicalización masiva y la organización barrial constituyeron medidas revolucionarias, que no se han observado en ningún país durante la última década.

Pero el impacto internacional del triunfo sandinista presenta cierta familiaridad con el contexto generado por el proceso bolivariano. En comparación con Nicaragua, los cambios introducidos en Venezuela son muy moderados, pero al desafiar la hegemonía global del neoliberalismo, estas medidas han creado una situación comparable a la vigente a principio de los 80. Esta equivalencia se verifica en la recomposición de las expectativas populares en varios países de la región.

El triunfo del Sandinismo suscitó un entusiasmo arrollador. No solo quebró el aislamiento de Cuba, sino que incentivó la lucha regional contra las dictaduras de la época. Este optimismo ha comenzado a renacer con las victorias contra la derecha en Venezuela. No por casualidad Caracas se ha convertido en un lugar de encuentro militante de la izquierda, semejante al papel que ocupaba Managua en el período anterior.

El FSLN intentó gestar un régimen político pluripartidista y representativo, con muchos ingredientes de la democracia participativa actualmente promovida por el proceso bolivariano. Ese sistema sustituyó en el primer caso a una dictadura y en el segundo a una estructura de alternancia gubernamental entre partidos corruptos. En las dos situaciones se registraron avances significativos, pero insuficientes para dotar a la población de poder efectivo de decisión. Por esta razón, los sectores capitalistas no somocistas que sobrevivieron en Nicaragua pudieron retomar el gobierno en el momento oportuno. Sus colegas en Venezuela preservan esta misma capacidad de intervención y mantienen fuerzas suficientes para intentar la recaptura de la presidencia.

El Sandinismo debió lidiar con la sistemática agresión del imperialismo. Los costos de este atropello fueron infinitamente mayores a los soportados por el proceso bolivariano. Venezuela no afrontó hasta ahora las invasiones de mercenarios entrenados por la CIA que agobiaron a Nicaragua. Desde 1981 hasta 1987 Reagan sostuvo una ofensiva abierta desde las bases militares de Honduras y Panamá y cuándo se le agotaron los recursos formales recurrió a la financiación ilegal. Nicaragua padeció una cifra de bajas equivalente a la sufrida por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, Corea y Vietnam. La producción agrícola quedó destruida y la vida económica sufrió daños monumentales.

Pero a pesar de este desangre el imperialismo fracasó. Sus bandas debieron negociar el desarme y a un elevado costo económico y social el Sandinismo pudo triunfar. El problema apareció posteriormente, cuándo no supo proyectar esta victoria al terreno político. El divorcio entre ambos planos es la principal lección de esa dura experiencia.

La confrontación con el imperialismo fue difícil, pero confirmó que las enormes diferencias del poder de fuego no impiden la victoria popular en el campo de batalla. Lo ocurrido en Vietnam se repitió en Nicaragua y se corrobora actualmente en Irak. Pero el Sandinismo perdió en las urnas lo que había conseguido a punta de pistola. Este fracaso constituye una señal de alerta para el proceso bolivariano. La arena política puede resultar más adversa que cualquier agresión del Pentágono.

Nicaragua contó con la misma solidaridad de Cuba que actualmente reciben Venezuela y Bolivia. Este apoyo contrastó con la escasa ayuda que aportó la Unión Soviética. Para no enemistarse con Estados Unidos la burocracia del Kremlin cortó los créditos, redujo las compras de productos y disminuyó abruptamente la provisión de combustible a los sandinistas. El escenario geopolítico del siglo XXI es muy diferente y la opulencia petrolera que detenta Venezuela contrasta con el desamparo económico que padecía Nicaragua. Pero la comparación entre los dos procesos permite registrar quiénes apoyan o socavan desde el exterior a un proceso antiimperialista.

Durante las duras negociaciones que acompañaron a la agresión militar contra Nicaragua, los gobiernos burgueses de Latinoamérica cumplieron el mismo papel de quintacolumnistas que han jugado frente cada golpe derechista en Venezuela. En ambos casos repudiaron formalmente a los conspiradores, mientras canalizaban las demandas de los conservadores en la mesa de negociaciones.

Esta duplicidad obedece a la defensa de los intereses capitalistas regionales, que anteriormente sostuvieron Alfonsín o Sarney y actualmente apuntalan Kirchner o Lula. Si alguna lección puede extraerse del acorralamiento internacional que sufrió Nicaragua es este nefasto papel de los falsos amigos.

El giro socialdemócrata

Los desaciertos cometidos por el FSLN en la última etapa de gobierno condujeron a su caída. Estos errores no obedecieron a las dificultades militares (reintroducción de la conscripción), a la ceguera frente a ciertas demandas (autonomía de las minorías étnicas de la costa atlántica) o al verticalismo auto–suficiente de una conducción forjada en la lucha guerrillera. Ninguna revolución está exenta de este tipo de problemas. El retorno de la derecha por vía electoral no fue producto de estas equivocaciones.

Esa restauración conservadora no era inevitable, ni obedeció sólo a la “política orquestada por Washington” o al “contexto internacional desfavorable creado por el derrumbe de la URSS”. Ambos argumentos descalifican la discusión de un balance real, al transformar al enemigo en el único responsable de las frustraciones populares. Esta forma de razonar, con la vista atada al ajedrez geopolítico conduce a posturas pasivas o a imaginar que el socialismo se construirá mediante argucias diplomáticas. Repite el tipo de fantasías que eran tan frecuentes en la época de la Unión Soviética.

Lo que debe evaluarse es la responsabilidad política que tuvo la dirección sandinista en la recomposición de la derecha. Desde 1988 rechazaron en forma explícita toda perspectiva anticapitalista, objetaron el carácter “anticuado” del marxismo y desplegaron crecientes elogios al mercado. Esta visión condujo al estancamiento de la reforma agraria, al abandono de los proyectos sociales e incluso a la adopción de un ajuste exigido por el FMI. El giro conservador del FSLN –en un marco de ascenso neoliberal y colapso de la URSS– desconcertó a los militantes, desmoralizó a la población y abonó el terreno para el retorno de la derecha[6].

Esta involución aporta una gran lección para los procesos actuales. Ilustra cómo el resurgimiento de los conservadores se apoya en el aburguesamiento de una dirección revolucionaria. La regresión socialdemócrata del Sandinismo le otorgó auditorio popular al predicamento derechista. La repetición de este escenario no está inmediatamente a la vista en Venezuela. Pero la derecha puede reconstituirse electoralmente con gran velocidad, ya que cuenta con estructuras, financiación y tradiciones para rehabilitarse en forma vertiginosa.

Hasta ahora la balanza electoral de Venezuela se ha inclinado claramente a favor de Chávez. Triunfó en ocho comicios consecutivos y últimamente alcanzó un récord del 60% de los sufragios, conquistando 20 de las 22 provincias y el 80% de las alcaldías. Pero también los Sandinistas lograban al principio éxitos contundentes, que los indujeron a fantasear con la infalibilidad electoral. Por eso la derrota de 1989 fue tan inesperada y fulminante. El FSLN quedó anonadado, perdió capacidad de reacción y acentuó su adaptación al orden capitalista. Este amoldamiento condujo a una transformación total de esa organización.

Antes de abandonar el gobierno muchos funcionarios se apropiaron de casas y terrenos, a través de un nefasto episodio de corrupción conocido como “la piñata”. Luego participaron de un gobierno de transición que convirtió a las milicias sandinistas en un ejército regular, aprobaron la devaluación, medidas de privatización y la devolución de fábricas expropiadas a sus viejos dueños. El corolario de estas decisiones fue la transformación del FSLN en un partido convencional, centrado en la actividad electoral y formalmente integrado a la social–democracia internacional.

Con este nuevo perfil Daniel Ortega ha retornado al gobierno el año pasado. Volvió con un vicepresidente que revistó en la contrarrevolución y con el compromiso de respetar el ajuste el FMI, los tratados de libre comercio con Estados Unidos y la supresión del aborto terapéutico exigido por la iglesia. Algunos analistas estiman que desde la conformación de un grupo empresarial acaudillado por Ortega, el Sandinismo ha quedado convertido en “Danielismo”. Negoció durante la década pasada con la derecha el reparto de los poderes del estado y se apoya actualmente en una fuerte estructura de prebendas. Se puede, por lo tanto, perder ciertas elecciones frente a la derecha y volver a ganarlas posteriormente, pero lo importante es lo que sucede durante el intervalo. El Sandinismo involucionó y si esta regresión se consolida, la nueva presidencia no servirá para recuperar el proyecto revolucionario[7].

La neutralización del FSLN no transitó por la derrota sangrienta que impuso Pinochet, ni por la invasión imperialista que sufrió Granada en 1983. Tampoco padeció un golpe destructivo desde el interior del movimiento, semejante al soportado por la izquierda de Argelia en 1965. El Sandinismo se erosionó desde adentro, sin un desenlace de sus conflictos interiores y terminó cerrando todos los senderos para una transición socialista.

A diferencia de lo ocurrido en la URSS, Yugoslavia, China o Cuba, el FSLN gestionó al país durante una etapa de varios años, sin producir la ruptura anticapitalista. Esta extensión temporal puede replantearse nuevamente en el futuro, pero los signos de marcha al socialismo nunca están sujetos a tantas ambigüedades. Actualmente se puede ir notando, si el proceso bolivariano tiende o no a repetir la frustración nicaragüense.

Un rumbo socialista no está necesariamente dictado por el alcance inmediato de las expropiaciones. Las insuficiencias del Sandinismo no se ubicaron en esta tibieza, sino en la adopción de un camino explícitamente pro–capitalista desde fines de los 80. Lo decisivo fue este cambio de estrategia y no la moderación del ritmo anterior. Es evidente que la extensión de la propiedad pública no puede ser abrupta, en un país tan pobre y atrasado como Nicaragua.

Tampoco aquí radica el principal obstáculo para un proyecto socialista en un país como Venezuela, que ya tiene estatizada la fuente petrolera de sus recursos económicos. En ambos casos la obstrucción al avance al socialismo se anida potencialmente en la involución desde arriba, la cooptación socialdemócrata y el abandono de la confrontación con las clases dominantes. El choque con estos grupos fue eludido en Nicaragua y no se ha consumado en Venezuela. En lugar de dirimir ese conflicto, el Sandinismo apostó a fortalecer a los capitalistas locales. Estos mismos sectores mantienen lo esencial de su poderío en Venezuela.

La experiencia sandinista se desenvolvió en un marco revolucionario que involucraba a toda Centroamérica. La prolongada guerra civil de Guatemala tuvo varios picos en los 80 y en la habilidad de la guerrilla para combinar lucha armada con movilización popular, mantuvo al ejército a la defensiva en El Salvador. Pero las posibilidades de victoria quedaron muy comprometidas por el fracaso en Nicaragua y el proceso salvadoreño concluyó a mediados de los 90 con los acuerdos de paz.

La secuela de pesimismo y desmoralización que sucedió al fracaso sandinista ya quedó atrás. El gran desafío actual es asimilar los desaciertos de ese proceso para incentivar un curso de reconstrucción socialista. Esta perspectiva exige un gran aprendizaje de otra experiencia esencial.

El antecedente mexicano

La trayectoria seguida por la revolución mexicana ilustra otro desemboque posible de los procesos nacionalistas actuales. Este acontecimiento fue celebrado oficialmente durante décadas como un hito de la emancipación, pero en los hechos permitió la gestación desde el estado de una clase capitalista. Muchos relatos han ilustrado cómo los próceres revolucionarios se enriquecieron con los fondos públicos a costa de la mayoría popular.

Esta duplicidad entre el mito liberador y la realidad opresiva dominó durante décadas la vida política mexicana y debe ser observada con atención en Venezuela, Bolivia y Ecuador. La creación de un segmento de privilegiados –desde las propias entrañas de un proceso liberador– constituye uno de los grandes peligros que afrontan los procesos radicales de los tres países.

Esta tendencia se verifica en varios sectores que integran el chavismo y es promovida por el establishment regional, con más entusiasmo que la opción pinochetista o la variante nicaragüense. Este curso cuenta, además, con el explícito sostén de los gobiernos del MERCOSUR y de los empresarios argentinos o brasileños que están haciendo pingües negocios con Venezuela. Pero la repetición del camino mexicano no es gratuita. Requiere contener los avances populares y disipar las expectativas de mayores transformaciones sociales.

La revolución mexicana fue desgastada al cabo de tormentosas secuencias. La primera irrupción campesina de 1911 convirtió un conflicto entre fracciones moderadas en la mayor convulsión de la historia del país. Esta fase se agotó después de una década de enfrentamientos armados, que desembocaron en un gobierno de arbitraje entre los grandes sectores en disputa (derrota de los zapatistas y neutralización de los carrancistas en 1919).

Los oprimidos no triunfaron, pero tampoco fueron vencidos y la revolución quedó incompleta en la realización de sus objetivos de modernización. También fue interrumpida la concreción de las aspiraciones populares y esta indefinición desembocó en los años 30, en la reapertura de un proceso inconcluso. Con el renovado sostén de las movilizaciones obreras y campesinas, la fracción progresista de Cárdenas desplazó a los conservadores de Calles y reinició las reformas[8].

Los seis años de gestión de ese presidente presentan varias analogías con el actual proceso bolivariano. Se implementaron mejoras sociales, reformas agrarias y varias expropiaciones de compañías petroleras norteamericanas. El impacto de estas medidas fue muy superior a la oleada de estatizaciones, que posteriormente implementaron otros mandatarios nacionalistas de la región, como Perón o Vargas.

Pero el propio Cárdenas orientó estas medidas hacia un nuevo desenvolvimiento del capitalismo mexicano. Incentivó la acumulación privada mediante la reducción de los impuestos, erigió un sistema bancario amoldado a las necesidades de los grandes grupos y auxilió con fondos públicos a los sectores empresarios en dificultades. Además, mantuvo una aceitada relación comercial con Estados Unidos y evitó la extensión de las nacionalizaciones al estratégico sector minero.

El complemento político de este esquema de capitalismo de estado fue la cooptación paternalista de los sindicatos obreros y campesinos. La burocracia de esas organizaciones fue consolidada a medida que se aislaba a la izquierda. Cuándo la etapa radical concluyó su cometido, Cárdenas abandonó la escena y el derechista Avila Camacho puso en marcha las medidas exigidas por los nuevos acaudalados. Allí comenzaron las tres décadas de monopolio político del PRI, que acentuaron la concentración de la riqueza en muy pocos sectores capitalistas.

Junto a la mistificación ritual de la revolución, el nuevo régimen político apadrinó la acumulación privada. Las conquistas populares fueron paulatinamente vaciadas y se disipó el contenido inicial que tuvo la eclosión de 1910. Los capitalistas utilizaron la legitimidad aportada por la revolución para estabilizar su dominación durante un largo período. Pudieron ahorrarse los costos e inconvenientes de las dictaduras sostenidas por sus pares del continente.

Esta trayectoria ilustra cómo un proceso que no se radicaliza termina borrando sus huellas progresistas. Reemplaza la gesta popular por un sistema de protección oficial de la clase capitalista. Si esta involución se repite en Venezuela, Bolivia o Ecuador, un giro conservador sucederá a la actual etapa cardenista de Chávez, Morales y Correa.

A diferencia de lo ocurrido en Chile o Nicaragua, esta regresión mantendría el mismo régimen político pero transformando su contenido. Del radicalismo inicial se pasaría a una recomposición del establishment, sin alterar la estructura de los símbolos gestados durante el período antiliberal. Las clases dominantes suelen aprovechar la permanencia de un hito liberador en la memoria de las masas para recrear su poder. Especialmente el PRI lucró en México con ese acervo ideológico, recurriendo a un discurso hipócrita de encubrimiento de su política de regimentación.

Venezuela ofrece un terreno propicio para ensayar esta repetición, ya que arrastra una importante tradición de capitalismo de estado. Hasta 1936 funcionaba como economía exportadora de productos agrícolas básicos, pero con la explotación del crudo se forjó una clase dominante local asociada con los multinacionales. Este sector se acostumbró a vivir de la renta petrolera junto a los gobernantes de turno. Todos los ensayos de industrialización, sustitución de importaciones y diversificación económica estuvieron signados por esta asociación, que generalizó además hábitos perdurables de consumismo parasitario e ineficiencia burocrática[9].

Este despilfarro de los recursos públicos condujo a un enriquecimiento de la burguesía, que terminó empobreciendo al propio estado. Los desfalcos de la era neoliberal –entre 1983 y 1988– fueron el corolario del fracasado intento de solventar la formación de una clase capitalista competitiva con los recursos del Tesoro. A pesar de las cuantiosas sumas invertidas por el estado, en Venezuela no emergió una burguesía siquiera comparable a la existente en México, Brasil o Argentina. Una transición cardenista representaría otro ensayo para alcanzar esa meta.

Enriquecimiento desde el estado

En la reiteración del sendero mexicano trabajan activamente los promotores de la “Boli–burguesía”, es decir los sectores que aprovechan el boom petrolero de los últimos años para enriquecerse. Son banqueros que lucran con la intermediación de títulos públicos, contratistas que obtuvieron jugosas licitaciones, importadores que aprovechan la fiebre de consumo dispendioso y empresarios que no invierten pero remarcan precios, generando un círculo vicioso de baja oferta y alta inflación[10].

 La expansión de las nacionalizaciones que caracteriza al proceso bolivariano –no solo en el área petrolera, sino también en telefonía, electricidad o agua– así como la anulación de la autonomía del Banco Central podrían llegar a ser funcionales a este proceso de reorganización capitalista. Cómo se demostró en la era del PRI mexicano, las estatizaciones pueden ser orientadas al servicio de los poderosos.

La misma tendencia a transformar un gobierno surgido de la sublevación popular en un régimen de nuevas elites existe en Bolivia. Es el proyecto de “capitalismo andino” que propicia el vicepresidente García Linera. Se apoya en la expectativa de utilizar la nueva renta que aportarán los hidrocarburos para industrializar el país, en beneficio de la clase dominante. Este programa supone que “un gobierno de los movimientos sociales” permitirá “redistribuir el poder”, a favor de “la economía comunitaria, el capitalismo y el pos–capitalismo”[11].

Pero estos objetivos no son conciliables. Cuándo un gobierno apoyado por las masas apuntala a los grandes empresarios, deja de expresar los intereses de los movimientos sociales. Puede ejercer un arbitraje entre capitalistas, pero no favorece a los oprimidos. Sanciona a los financistas a favor de los industriales, beneficia a los empresarios locales frente a sus competidores extranjeros, pero no incentiva la economía solidaria, ni prepara una transición socialista. Simplemente convalida una variante de capitalismo, que a la larga es muy adversa para los intereses populares.

En este esquema la nueva renta de los hidrocarburos tendería a financiar la acumulación y no la reforma agraria, los aumentos de salarios o las mejoras sociales. Los peligros de este modelo ya se están visualizando en Bolivia, en la postergación de las demandas salariales, la escasa redistribución del ingreso y la opción por el modelo menos radical de nacionalización de los hidrocarburos. Las mejoras de la rentabilidad y de la situación fiscal continúan sin traducirse en avances sociales.

Los proyectos de capitalismo de estado arrastran en Bolivia una historia de frustración muy superior a cualquier antecedente de México o Venezuela. El experimento clásico del MNR entre 1952 y 1956, no solo mantuvo intacto el pavoroso atraso del país, sino que concluyó en una involución pro–imperialista de su propio gestor. Luego de nacionalizar las minas, Paz Estensoro lideró la apertura al capital extranjero, el aumento de la deuda externa, el sometimiento al FMI y la entrega del petróleo a la Gulf Oil Company.

Actualmente existen presiones para sustituir la catastrófica experiencia neoliberal de 1985–2003 por un nuevo ensayo de capitalismo regulado. Pero los sectores capitalistas tienen grandes aspiraciones de lucro inmediato y poca predisposición para aceptar la supervisión estatal. En un país sometido a dislocantes tensiones regionales y con gran presencia del movimiento popular, el margen para gestar una nueva burguesía desde el estado es muy estrecho. Este espacio es significativamente menor al que tuvo el antecedente mexicano o mantiene el ensayo venezolano[12].

Un panorama semejante se observa en Ecuador. Históricamente el país quedó estructurado en torno a dos sectores dominantes: los agro–exportadores de la costa y la oligarquía de la sierra, que no avalaron los intentos de modernización desarrollista de los años 1960–70. El legado reciente de dos décadas de ajuste neoliberal, estancamiento productivo y colapso financiero acentúa la falta de cohesión para un nuevo modelo capitalista. El país carga, además, con el corset de la dolarización y la inestabilidad financiera que recrean las remesas de los emigrantes y la incidencia del narcotráfico[13].

La política exterior independiente y en conflicto con Estados Unidos que actualmente implementan Venezuela y Bolivia fue también ensayada por Cárdenas. Esta autonomía constituyó incluso la nota distintiva del PRI durante décadas. México fue el único país Latinoamericano que mantuvo relaciones con Cuba en los picos de la agresión norteamericana. La hidalguía de Chávez frente a Bush y la firmeza de Morales frente a diplomáticos que actúan como virreyes son actualmente aplaudidas en la región y contrastan con las posturas conciliatorias de los presidentes de centroizquierda. Pero esas actitudes pueden pavimentar una ruptura radical con el imperialismo o simplemente anticipar conductas más independientes de las clases dominantes.

Especialmente Morales debe definir el sentido de los cambios que postula. Si desactiva el racismo, la masa de la población indígena habrá logrado un objetivo ambicionado desde hace siglos. Pero este entierro de un apartheid no es sinónimo de emancipación social. El ejemplo sudafricano actual demuestra cómo se puede consolidar la desigualdad, forjando grupos capitalistas provenientes de la etnia marginada.

El camino mexicano hacia el capitalismo de estado presenta en la actualidad un cariz regionalista. Es alentado por los nuevos socios de Venezuela en el MERCOSUR y especialmente por los empresarios argentinos o brasileños que desarrollan negocios cautivos con el Caribe, en áreas protegidas de la competencia norteamericana o europea. Este protagonismo de los capitalistas latinoamericanos constituye una significativa novedad en comparación al antecedente mexicano.

Los proyectos de capitalismo de estado actual nutren la tendencia neo–desarrollista, que emergió en América Latina como resultado de la crisis neoliberal. Este giro es propiciado por los sectores de la burguesía que han tomado distancia de la ortodoxia monetarista, luego de un período de fuerte concurrencia extra–regional, desnacionalización del aparato productivo y pérdida de la competitividad internacional. Manteniendo aceitados vínculos con el capital financiero, promueven cursos más industrialistas para favorecer el desarrollo de las nuevas transnacionales “Multilatinas” (como Slim, Odebrecht, Techint). Estas compañías lucraron con las privatizaciones, pero ahora priorizan los negocios industriales y jerarquizan el mercado regional.

Algunos teóricos de izquierda aprueban el rumbo neo–desarrollista, presentándolo como un paso intermedio al socialismo. Pero olvidan que la estabilización de ese curso bloqueará cualquier evolución anticapitalista. El precedente mexicano aporta una contundente confirmación de este ahogo y de su incompatibilidad con una perspectiva socialista[14].

Muchos debates contemporáneos sobre la crisis del neoliberalismo se limitan a describir las opciones capitalistas alternativas, evaluando cuál tiene más posibilidad de concreción. Esta óptica elude valorar las opciones en juego y omite analizar sus implicancias anti–populares. Un retrato de la coyuntura actual, que no registre las consecuencias de los proyectos en disputa es totalmente insuficiente para la acción política de la izquierda. Nuestra revisión de las experiencias históricas regionales apunta a esclarecer esta intervención.

Nacionalismo militar

El nacionalismo militar constituye otro antecedente de los actuales gobiernos radicales. La influencia de estos precedentes en el proceso bolivariano es visible en la propia trayectoria de Chávez, que irrumpió en 1992 en la escena pública a través de un levantamiento. Este episodio lo proyectó como figura nacional y le permitió liderar el frente político, que seis años después ganó las elecciones.

 Su visión nacionalista se inspiró en las experiencias reformistas que encabezaron Velazco Alvarado en Perú (1974) y en las orientaciones antiimperialistas que en la misma época se ensayaron en otros continentes (primer Kadaffi de Libia). Absorbió en su juventud un pensamiento de izquierda, que se afianzó durante la confrontación con la guerrilla venezolana en 1975–89. Sobre estos pilares forjó la red de oficiales que ha constituido su núcleo de confianza[15].

La relación del gobierno de Evo Morales con los militares es muy diferente. Sólo incluye una reivindicación lejana del breve intento nacionalista que comandó Ovando en 1969–70. Esa acción incluyó la nacionalización de las empresas petroleras, la restauración de los derechos sindicales y fue seguida por un breve episodio insurreccional. En ese choque el general Torres autorizó en 1971 la asamblea popular y la formación de milicias para enfrentar a la oligarquía.

Con excepción de estas dos experiencias la memoria popular boliviana asocia a los gendarmes con la represión al servicio de los explotadores. La historia militar reciente del Altiplano está signada por esa brutalidad, desde que Barrientos concertó en 1964–78 una alianza con las elites campesinas para aislar a los obreros y perpetrar el asesinato del Che. Con el auspicio de Banzer, las fuerzas armadas se convirtieron –en las últimas dos décadas– en una sucursal del Pentágono. Acumularon, además, un récord de escándalos por narcotráfico y corrupción, en su acción conjunta con los tres partidos que manejaron la vida política del país (MNR, ADN y MIR).

La historia militar de Ecuador es análoga al resto de la región, con ensayos nacionalistas de reformas a mitad de los 70 y múltiples dictaduras represivas al servicio de la oligarquía. Pero durante la reciente etapa de sublevaciones populares contra presidentes neoliberales (1997–2005) apareció una tercera variante personificada en Gutiérrez, que se diferenció del curso radical venezolano y del clásico derechismo reciente de Bolivia.

Este general retomó la tradición de duplicidad militar, al desplegar gran demagogia desde el llano y puro servilismo hacia los poderosos desde el gobierno. Desarrolló una carrera fulgurante y lideró una fractura del ejército, en el marco del levantamiento popular (enero del 2000). Esta actitud lo catapultó al año siguiente a la presidencia, con el apoyo de las organizaciones indígenas. Pero a los seis meses retomó descaradamente el curso neoliberal que había denunciado anteriormente, estrechó relaciones con el Departamento de Estado y encubrió a todos los funcionarios corruptos de las gestiones precedentes.

Gutiérrez no duró mucho. Tuvo que abandonar su cargo frente a la nueva oleada protestas contra el nuevo contubernio que estalló en abril del 2004. El general terminó aplastado por la misma ira popular que lo llevó a la presidencia. En un clima general de hastío, la población se decepcionó de los gendarmes que reemplazan a los políticos en el engaño de la población.

Las tres experiencias militares recientes de Sudamérica han sido distintas. El caso venezolano de evolución radical difiere del distanciamiento boliviano de la acción gubernamental y de la defraudación observada en Ecuador. Esta diversidad es también ilustrativa del variado comportamiento que asume la oficialidad en la región.

La tónica predominante durante el siglo XX fue el acatamiento de las órdenes de un alto mando entrelazado con las clases dominantes. Este papel generalizó la identificación de los militares con las tiranías y la custodia de los intereses de los terratenientes, industriales o banqueros. El ejemplo extremo de esta función fueron los golpes fascistas del tipo Pinochet.

Pero más frecuentes fueron las asonadas que solo buscaron compensar la incapacidad de los partidos burgueses para gestionar el estado. Esta modalidad de gobiernos militares presentó características semejantes a cualquier esquema civil. El mismo tipo de fracciones (neoliberales, ortodoxas, desarrollistas, heterodoxas) que predominan en la burguesía se observan en las fuerzas armadas.

Junto a estas vertientes del establishment también han existido diversos ensayos nacionalistas, que chocaron con el imperialismo y las elites locales. Estas experiencias alcanzaron un pico de radicalidad en tres epopeyas: el levantamiento armado en Brasil con banderas de la izquierda (Columna Prestes en 1935), la resistencia a los marines junto al pueblo en la República Dominicana (Camaño en 1965) y la convalidación de las milicias obreras frene al golpismo en Bolivia (Torres en 1971)[16].

Otros precedentes de nacionalismo antiimperialista implicaron fuertes confrontaciones con Estados Unidos (Torrijos en 1968 por la nacionalización del canal de Panamá) y reformas agrarias, expropiaciones de complejos industriales o mejoras obreras de gran alcance (Velazco Alvarado en Perú). Estas vertientes se distinguieron del nacionalismo que encarnó Perón en Argentina, por la radicalidad en las medidas adoptadas y se diferenciaron de la experiencia de Vargas en Brasil. por su disposición movilizar a las masas.

Diferenciar los perfiles

Las intervenciones militares en América Latina abarcan desde el fascismo hasta la insurgencia antiimperialista, pero han incluido además muchas opciones intermedias. El brusco cambio de bando del general Gutiérrez es un ejemplo reciente de la ambigüedad que se ha observado en la región. Un agente de Estados Unidos como Batista ensayó varios coqueteos con el progresismo en Cuba y el propio Chávez mantuvo vínculos con el derechista argentino Seineldín, antes de adoptar definiciones a favor del socialismo. Probablemente el caso más enigmático de este universo gris es Humala, que se ha opuesto en Perú con un planteo nacionalista del conservador Alan García. Nadie logra descifrar si se orienta a reproducir a Chávez o a Gutiérrez.

En general los militares han perdido protagonismo político, luego del colapso de las dictaduras del Cono Sur. Pero su rol represivo en la acción anti–guerrillera (Colombia) o en el enfrentamiento con las movilizaciones sociales no se ha diluido (especialmente en México o Perú). Esta participación reactiva su influencia política.

La gravitación de las fuerzas armadas ha sido tradicionalmente explicada por la “debilidad de la sociedad civil frente al estado”. Pero esa fragilidad expresa, a su vez, el carácter históricamente endeble de las burguesías nacionales ante a sus rivales extranjeros y sus antagonistas populares. Los militares han gobernado –en forma endémica o periódica– para contrarrestar estas carencias y habitualmente actuaron como árbitros sustitutos del frágil poder burgués. El giro constitucionalista de las últimas dos décadas apunta a superar esta insuficiencia. Pero dada la inestabilidad de estos regímenes, nadie prescinde por completo de los militares.

Frecuentemente se ha utilizado el término “bonapartismo” para caracterizar esta función del ejército. La noción también indica a veces la presencia de los uniformados en puestos desechados por el personal civil. Pero se ha registrado un abuso de ese concepto, originalmente concebido para denotar situaciones muy provisorias. El Bonaparte acude en un momento excepcional de indefinición de las fuerzas en pugna, para garantizar la continuidad del orden burgués. Concluida esta intervención, también se extingue su rol. Por esta razón es incorrecto extender el uso de esa denominación a cualquier inestabilidad constitucional o exceso de presidencialismo.

Al utilizar en forma abusiva la noción de bonapartismo esta palabra se convierte en un comodín, que cataloga mucho y explica poco. La caracterización de Chávez como bonapartista incurre por ejemplo en este defecto, incluso cuándo es reemplazada por el término menos peyorativo de cesarismo.

El principal problema que plantea evaluar el rol de los militares, no radica tanto en la definición exacta de su mutable función. Lo más importante es reconocer en cada momento el carácter progresivo o regresivo de esa intervención. La ceguera frente al primer caso y las ingenuidades frente a la segunda variante han provocado efectos igualmente nefastos.

El primer error impidió comprender en el pasado que la pertenencia al ejército no era incompatible con el radicalismo de Caamaño, Torres o Torrijos, ni con el choque de Velazco Alvarado o Perón con las clases dominantes. Para comprender este conflicto bastaba con distanciarse del republicanismo abstracto y del antimilitarismo pueril que propaga el constitucionalismo burgués. La falsa oposición entre civiles y militares oculta la verdadera diferenciación que separa a la derecha con la izquierda y a los opresores con los oprimidos. Esta misma confusión impide actualmente aceptar el rol progresivo de Chávez o conduce a veces al alineamiento con la reacción. A esta degradación han llegado, por ejemplo, los ex izquierdistas de Bandera Roja o del MAS en Venezuela.

La tendencia opuesta al elogio indiscriminado de cualquier militar condujo a Salvador Allende a confiar en los generales golpistas. Un caso más patético fue la diferenciación que se establecía en Argentina, entre militares “más o menos reaccionarios” durante la criminal dictadura de Videla.

Si se reconoce que los uniformados integran una institución sujeta a las mismas divisiones y crisis que corroen a otros organismos del estado, su variedad de conductas pierde misterio. Esa multiplicidad expresa los desgarramientos recurrentes que acosan a esas instituciones, empujando a sus miembros hacia direcciones opuestas. Este curso antagónico han seguido recientemente Chávez y Gutiérrez.

Pero conviene también recordar que en los antecedentes más progresistas, ningún líder militar logró consumar un proyecto emancipador. Forjaron tradiciones antiimperialistas invariablemente inconclusas. Por esta razón sus experiencias se ubican –junto a lo sucedido en Nicaragua y México– en el campo de los ensayos frustrados. Ninguna variante de nacionalismo militar puede por sí sola avanzar hacia la ruptura anticapitalista. El camino hacia este giro exige otro basamento y otro curso, que fue transitado por los artífices del principal logro socialista en la región.

La revolucion cubana

A diferencia de lo ocurrido en México, Bolivia o Nicaragua, la revolución cubana no se limitó a desplazar a la oligarquía del gobierno o a introducir reformas sociales. Puso en marcha todas las transformaciones anticapitalistas requeridas para erradicar la miseria y la explotación. El alcance de estos logros quedó posteriormente acotado por el aislamiento, los errores y las adversidades geopolíticas. Pero la introducción de grandes conquistas populares en la salud, la educación o las condiciones de trabajo demostró cómo se puede mejorar la vida de los oprimidos, en un país del Tercer Mundo.

La gesta cubana cambió la historia de América Latina al romper todos los frenos que interpone el institucionalismo burgués a la emancipación social. Transformó una revolución democrática en una transición socialista, trastocando por completo el pensamiento de izquierda. Los guerrilleros del 26 de Julio refutaron las concepciones que objetaban la posibilidad de un desenvolvimiento socialista en Latinoamérica. Evidenciaron que en cualquier país de la periferia es factible iniciar esta ruptura anticapitalista e indicaron el camino de ese rumbo.

Es importante recordar esta lección en un momento de generalizados cuestionamientos a la adopción de medidas más radicales en Venezuela o Bolivia. Muchos analistas advierten contra la introducción de reformas que amenacen la continuidad del capitalismo. Esgrimen los mismos argumentos que desaconsejaban el curso socialista de Fidel en 1960–61.

Durante la última década de preeminencia ideológica derechista, estos razonamientos invocaban el carácter indeseable de un sendero anticapitalista. Pero en la actualidad, algunos sectores de izquierda han retomado también las viejas tesis de la imposibilidad. Ya no se pondera tanto las virtudes del mercado, ni se resalta la inconveniencia de la planificación. Simplemente se afirma que el socialismo no es factible en América Latina.

Pero Cuba demostró que la revolución es posible a 90 millas de Miami. Un pequeño país –sometido al dominio norteamericano luego de obtener su tardía independencia de España– logró doblegar a una potencia, que tiene instalados sus marines en Guantánamo. Los guerrilleros retomaron una lucha secular por la independencia nacional y lograron imponerse frente al gran coloso estadounidense.

El Departamento de Estado no pudo sostener a su dictador Batista, ni proteger a los grupos mafiosos que trataban a Cuba, como una sucursal de sus negocios. Todos quedaron desconcertados frente a la impotencia del Pentágono para detener a Fidel y bloquear la radicalización de su gobierno.

Imaginaron que por medio de invasiones (Bahía de los Cochinos), atentados (600 intentos de asesinato de Castro), embargos (cuatro décadas de comercio exterior bloqueado), terrorismo (encubrimiento reciente del criminal Posada Carriles) e incentivo de la inmigración ilegal (ciudadanía norteamericana para cualquier cubano) lograrían destruir la revolución. Pero fracasaron y este resultado aportó una prueba contundente de la posibilidad de doblegar al imperialismo.

Si Cuba pudo lograrlo durante casi medio siglo: ¿Por qué no alcanzarían el mismo éxito en la actualidad otros países de la región? Esta posibilidad cuenta hoy en día con una ventaja coyuntural: el gendarme norteamericano está muy debilitado por sus fracasos en Irak y Medio Oriente.

Frecuentemente se afirma que Cuba pudo desafiar a Estados Unidos porque contaba con el auxilio de la Unión Soviética. Pero este sostén no estaba previsto ni predeterminado, sino que emergió de la propia dinámica del choque con el imperialismo. Fidel recurrió a la URSS para sostener la revolución frente a la agresión estadounidense mediante una estrategia de alianzas externas, que tiene innumerables antecedentes en otras coyunturas. Suponer que este tipo de contrapesos mundiales desapareció con la caída de la Unión Soviética, equivale a identificar ese derrumbe con el fin de las rivalidades internacionales. Esta creencia ha quedado recientemente desmentida por el agotamiento del unilateralismo que ensayó Bush.

Conviene, además, no olvidar que la URSS negoció serías restricciones políticas a cambio de su apoyo a Cuba luego de la crisis de los misiles (1961), para no obstruir su estrategia de coexistencia pacífica con Estados Unidos. Por esta razón el Che Guevara denunció la ausencia de solidaridad internacionalista por parte de los líderes soviéticos. Una ruptura anticapitalista carecería, en la actualidad, del viejo sostén del “campo socialista”, pero no cargaría con los costos de ese apoyo. Podría recurrir al amplio espacio de choques geopolíticos, que le ha impedido a Estados Unidos recolonizar el Medio Oriente.

Pero lo más importante es el propio contexto regional. Cuba debió soportar el cerrojo impuesto por el Departamento de Estado, luego de su abandono de la OEA. Con pocas excepciones el grueso América Latina cortó vínculos con la isla. En la actualidad el imperialismo ha perdido esa capacidad de aislamiento. Los fracasos diplomáticos que acumula Bush frente a Chávez ilustran este retroceso. Estados Unidos ya no maneja los presidentes latinoamericanos como títeres y afronta conflictos con sus propios aliados en la región.

Existen, además, ciertas articulaciones políticas –como el ALBA– que contrapesan la ofensiva norteamericana, en un contexto de rivalidades económicas de la primera potencia con las principales burguesías de Sudamérica. No faltan, por lo tanto, condiciones favorables para encarar un giro socialista, si reaparece la audacia y la determinación que demostró Fidel a principios de los 60.

A veces se presenta lo ocurrido en Cuba como un hecho “excepcional” y se argumenta que obedeció a la peculiar cohesión política creada en la isla, durante la lucha contra Batista. Pero la secuencia de enfrentamientos iniciada con Moncada, seguida por la incursión del Granma y coronada con la resistencia en Sierra Maestra, no difiere de otras gestas revolucionarias. Lo que distinguió al movimiento 26 de Julio fue su consecuencia en esta lucha. Demostró gran flexibilidad en las distintas propuestas lanzadas desde 1957, pero nunca cedió en las exigencias democráticas y antiimperialistas básicas.

Esta firmeza determinó un salto socialista de la revolución, cuando fueron rechazados los compromisos de conciliación que propiciaban los reemplazantes iniciales del dictador (crisis de Urrutia, emigración de Miro Cardona). El enfrentamiento con los sectores guerrilleros opuestos al avance anticapitalista (Huber Matos) marcó un punto de inflexión. La decisión de seguir adelante con la revolución fue el signo distintivo del proceso cubano, en comparación con Chile, México o Nicaragua.

Un efecto persistente

A veces se afirma que la “estructura económico–social” cubana favoreció la radicalidad de la revolución, dado el papel centralizador que tenía la industria azucarera. Pero peculiaridades equivalentes se han verificado en otros países. Lo distintivo de Cuba fue la contundente respuesta a las conspiraciones de la derecha. Esta reacción llevó a la acelerada nacionalización de los ingenios, las refinerías, las telecomunicaciones, el sistema eléctrico y las grandes propiedades rurales.

La ausencia de esta dinámica de respuestas políticas radicales socavó al resto de las revoluciones latinoamericanas y amenaza actualmente a los procesos surgidos de las rebeliones recientes. Desde el año 2002 han aflorado en Venezuela algunos rasgos semejantes a la coyuntura cubana del 60, especialmente en el terreno de la polarización socio–política. Pero esta confrontación no se ha traducido en un curso anticapitalista. Aunque los ritmos actuales difieren del pasado, una prolongación indefinida del status quo conducirá a perder la oportunidad para avanzar al socialismo. El imperialismo y la derecha ya conocen la lección y buscan evitar la repetición de la experiencia castrista.

El impacto de Cuba sobre América Latina ha sido perdurable. Tuvo un efecto inicial sobre la región semejante al generado por la revolución bolchevique en Europa o la victoria socialista de China en Asia. Pero a diferencia de ambas situaciones esta influencia se mantiene hasta la actualidad. En los años 60 una dirección jacobina franqueó todas las fronteras y condujo la revolución más allá de lo imaginable. Es imposible predecir si ese curso volverá a repetirse, pero existen tendencias potenciales a su reiteración en los actuales procesos nacionalistas. La radicalización es una posibilidad latente que la izquierda debe apuntalar.

Cuba consumó la única revolución socialista exitosa de la región y por eso persiste como referencia estratégica. Esta atención incluye el legado de internacionalismo que singularizó el proyecto del Che. También aquí la revolución cubana se distanció de sus precedentes, al encarar una expansión hacia América Latina simbolizada en la creación de la OLAS. Más allá de los errores cometidos por el foquismo de la época, esta política indicó caminos para romper el encierro nacional de una revolución. Ratificó en la práctica que el éxito del socialismo se juega en la arena regional y mundial. La actualidad de este internacionalismo es mayúscula y ya nadie concibe un proyecto de emancipación acotado al plano nacional.

Cuba también aporta enseñanzas de errores económicos y desaciertos en el modelo político. Este balance tampoco debe ser soslayado a la hora de evaluar las estrategias socialistas viables para cada país de la región. Pero incluso al considerar estos espinosos problemas, no hay que perder de vista que Cuba se diferenció por el desenlace positivo de su revolución. Y este resultado obedeció al curso socialista adoptado por ese proceso. Para avanzar en la actualidad hacia una meta semejante hay que debatir abiertamente otro tema soslayado: la revolución. Abordamos este problema en nuestro próximo texto.


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Notas:

[1] El siguiente artículo forma parte del libro: Katz Claudio. Las disyuntivas de la izquierda en América Latina. Editorial Luxemburg, Buenos Aires (aparición a principios del 2008).

[2] Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz

[3] Hemos desarrollado esta caracterización en: Katz Claudio. “Gobiernos y regímenes en América Latina”. Los 90. Fin de ciclo. El retorno de la contradicción. Editorial Final Abierto, Buenos Aires, 2007.

[4] Una comparación entre Chile y Venezuela subrayando estas opciones plantea: Mazzeo Miguel. “La revolución bolivariana y el poder popular”. Venezuela: ¿la revolución por otros medios?, Dialecktik, Buenos Aires, 2006.

[5]Hemos analizado estas diferencias en: Katz Claudio. “Las nuevas rebeliones latinoamericanas”. www.argenpress info/nota 25, 26 y 29 de octubre del 2007.

[6] Este balance plantea: Clark Steve. “Apogeo y caída de la revolución sandinista”. Crítica de Nuestro Tiempo, n 9, julio–septiembre de 1994, Buenos Aires.

[7] Esta visión crítica postula: Baltodano Mónica. “¿La izquierda gobernando en Nicaragua?”. Revista Archipiélago. Reproducido por Le Monde Diplomatique octubre del 2006.

[8]Esta caracterización presenta: Gilly Adolfo. “La guerra de clases en la revolución mexicana”. Interpretaciones de la revolución mexicana. Nueva Imagen, México, 1979.

[9]Una descripción de estas tendencias presenta: Lacabana Miguel. “Petróleo y hegemonía en Venezuela”. Neoliberalismo y sectores dominantes. CLACSO, Buenos Aires, 2006.

[10] La derecha publicita intensamente este enriquecimiento para desacreditar al chavismo. Un ejemplo: De Córdoba José. “Un producto curioso de la Venezuela de Hugo Chávez: los burgueses bolivarianos”. Wall Street Journal– La Nación, 1–12–06.

[11] García Linera Alvaro. “Hay múltiples modelos para la izquierda”. Página 12, 11–6–07.

[12] Un retrato de estas dificultades presenta: Aillón Gomez Tania. “La fisura del estado como expresión de la crisis política de la burguesía en Bolivia”. OSAL, n10, enero–abril 2003.

[13] Burbano de Lara Felipe. “Estrategias para sobrevivir a la crisis del estado”. Neoliberalismo y sectores dominantes. CLACSO, Buenos Aires, 2006

[14]Hemos expuesto este problema en: Katz Claudio. "Socialism ou le néo–développementisme". Inprecor n 528/529, juin–juillet 2007.

[15] Estos antecedentes pueden consultarse en: Bonilla–Molina Luis, El Troudi Haiman. Historia de la revolución bolivariana, Ministerio de Comunicación e información, Caracas, diciembre 2004.

[16] Un panorama de este radicalismo militar presenta: Prieto Rozos Alberto. Ideología, economía y política en América Latina, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2005.