Perú

 

El efecto túnel y la convulsión social

Por Jürgen Schuldt (*)
La Insignia, julio del 2007

Lima.– En el transcurso de las últimas semanas y meses, poco antes de cumplirse el primer año de nuestro flamante gobierno, se ha ido desatando una ola de huelgas y protestas, de marchas y plantones, de paralizaciones y movilizaciones, de bloqueos y conflictos. A la que se añade todo un cargamontón que se iniciaría el próximo día 11 e involucrará a sectores que cubren prácticamente todo el espectro de la actividad económica, desde la CGTP, pasando por los gremios del agro (Comisión Agraria Nacional y Confederación Campesina del Perú) y la minería (Confederación de Comunidades Afectadas por la Minería y la Federación Minera), hasta llegar a los trabajadores municipales, los de construcción civil, a los del sector salud y a los docentes y personal administrativo de la educación superior. Y, a partir del 23, se espera la huelga indefinida de la región de Arequipa.

En ese marco de ebullición, nos parece que las autoridades del gobierno están muy equivocadas si creen que esos agitados procesos son atribuibles a "pequeños grupos de protesta focalizados", que estarían interesados en "romper el orden y atentar contra el sistema democrático", como lo ha expresado temerariamente el premier.

Los factores desencadenantes de tales movilizaciones son de diversa índole y magnitud. Hay algunas que claman por demandas largamente contenidas, como la de mayores recursos, la exigencia de obras sociales para las regiones y el cumplimiento de las promesas electorales, y otras más específicas que se oponen a la eliminación de las exoneraciones tributarias (región Ucayali), que se quejan por la contaminación derivada de la actividad minera artesanal (5 provincias de Puno), que piden la renuncia de un presidente regional (Huancavelica), que exigen la reposición de trabajadores despedidos (Casapalca), que solicitan una ley de carrera pública magisterial renovada, el nombramiento de maestros y sueldos dignos (nacional, SUTEP); etc.

A pesar de, o precisamente, por la bonanza macroeconómica de la que tanto alardea el gobierno, el trasfondo estructural de las diversas medidas de fuerza radica, entre otros, en la distribución desigual de la riqueza, la miseria de gran parte de la población y el abandono de las regiones por parte del Estado. Pero esos factores no permiten entender el surgimiento sorpresivo de estas movilizaciones y protestas. Quisiera resaltar uno solo, que me parece sustantivo y que deriva de un proceso psicosociológico dinámico, planteado por el prestigioso economista Albert Hirschman, que bautizara como el 'efecto túnel' en 1973 y que otros han denominado 'factor esperanza' (Pablo González Casanova) o la 'política de la frustración' (Ralf Dahrendorf) o la 'tolerancia limitada frente a las desigualdades' (Adolfo Figueroa).

De acuerdo con esta hipótesis, mientras las personas tienen la esperanza de ver alguna luz al final del túnel y de llegar a destino, la tolerancia respecto de las desigualdades e injusticias (que son la causa estructural del descontento) predominará sobre la impaciencia. Esto sería así porque saben que, si alguno de los viajeros que iba en otro vehículo pudo avanzar en esa dirección o incluso llegar hasta allá y salir del túnel, ellos también lo podrán lograr en algún momento. En ese entendido, "el efecto de túnel opera porque los avances de los demás proveen información acerca de un ambiente externo más benigno; la recepción de esta información produce satisfacción; y esta satisfacción supera a la envidia o, por lo menos, la suspende". Con buenas razones, por tanto, Hirschman concibe esta externalidad como una especie de 'válvula de seguridad' que asegura el statu quo... pero, sólo hasta cierto punto en el tiempo.

Así que muy bien puede haber una contradicción aparente entre las 'condiciones objetivas' dadas por paupérrimos ingresos, pésimas condiciones de trabajo y privación general, por un lado, y un favorable 'sentimiento subjetivo' de esperanza y expectativas, por el otro. Con lo que la tolerancia y, en muchos casos, la resignación –como es el caso de las nuevas capas medias no organizadas– predominan frente a la acción y hasta la rebelión. Esta hipótesis contrastaba con la que postulaba en su momento la mayoría de antropólogos, sociólogos y economistas, quienes proclamaban que la pobreza extrema nutre y es el principal determinante de los sentimientos de desengaño y las tendencias a la protesta, tesis que hasta ahora comparten muchos.

En efecto, detrás del planteamiento hirschmaniano persiste la esperanza de ascenso social por un buen tiempo, en que las condiciones objetivas –por pésimas que sean– no resultan determinantes. Sin embargo, según ese autor, ese proceso no dura ad infinítum: "Pero esta tolerancia es como un crédito que se vence en cierta fecha. Se concede con la esperanza de que, finalmente, se reducirán de nuevo las disparidades. Si esto no ocurre, habrá inevitablemente problemas y quizá desastres". Es decir, en el momento menos pensado, el proceso puede desembocar en desilusión, frustración, agresividad y depresión en el nivel personal–familiar y, más adelante, puede materializarse en movilizaciones sociopolíticas a diversos niveles y espacios locales, regionales o, en el extremo, nacionales. En nuestro caso, desde hace una década por lo menos, ha desembocado efectivamente en emigración masiva, delincuencia común, terrorismo resucitado, corrupción desaforada y, en las elecciones del año pasado, en anómicos votos anti–establishment. Y ahora, en erupciones sociales –aún descoyuntadas– en amplias zonas críticas del país.

Es decir, el 'crédito sociopolítico' parece haberse suspendido de golpe en el país. Por lo que, como bien ha dicho Figueroa, se presenta aun más pronunciada la crisis distributiva: "Los individuos no están dispuestos a tolerar cualquier grado de desigualdad. Hay grados de extrema desigualdad que no tolerarían. Pero, además, actuarían para remediar esta situación que la consideran injusta. Huelgas, protestas, redistribución privada con violencia son algunos de los mecanismos que utilizarán los individuos para tratar de restaurar una situación de desigualdad que sea más justa. Cuando el grado de desigualdad pasa los umbrales de tolerancia social, se produce caos y violencia (...)".

Lo interesante de este proceso es que, llegado un momento y a falta de canales institucionalizados de concertación, se da un inesperado efecto huayco sociopolítico. Hirschman ya lo señalaba, al indicar que las frustraciones se van acumulando silenciosamente y que –sin aviso previo– pueden explotarle en el rostro al gobierno y en las circunstancias menos esperadas, sin que medien necesariamente causas exógenas aparentes, como se está dando efectivamente en la coyuntura actual. De manera que, si pretendemos mantener la democracia en el Perú, por más delegativa que sea y por más que el 'efecto susto–humala' se haya desvanecido, el gobierno tendrá que afrontar seriamente esta 'crisis distributiva', para lo que un premier–bombero ciertamente no basta –ni, más aún, que los poderes fácticos del país la reconozcan y quieran afrontarla–, porque ahora lo único que atinan a balbucear es que esos conflictos sociales 'están espantando la inversión privada'.


(*) Profesor de la Universidad del Pacífico


De blancas harinas y papas cholas

Por Jürgen Schuldt
La Insignia, julio del 2007

Lima.– Han transcurrido apenas tres meses desde que se establecieran las nuevas tasas arancelarias en el país (1), que entonces se redujeron básicamente a tres niveles (0%, 12% y 20%), llegando a un promedio ponderado del 8%. Sorprendentemente, ayer se han vuelto a modificar para dos grupos de insumos agrarios (2), eliminando la sobretasa arancelaria del 5% al trigo (3) y recortando en dos puntos porcentuales (de 12% a 10%) las tarifas de importación al trigo duro, a los demás trigos y al maíz amarillo duro.

El propósito manifiesto de esta medida radica tanto en evitar el aumento aún mayor del precio del pan (tallarines y galletas incluidas) y de los pollos (huevos plus), como para –cómo no– "promover la eficiencia y competitividad de la economía". ¿Es que ahora la política antiinflacionaria ha pasado del Banco Central (metas explícitas) al Ministerio de Economía (política arancelaria)? El mes pasado, el rubro de alimentos aumentó apenas 0,47% en Lima, pero los huevos subieron 11%, la gallina 8,2% y el pollo 3%. Y el del pan se disparó en saltos que van del 20% al 60%, partiendo de una base de 10 centavos por unidad.

Por otro lado, el objetivo político que se persigue con esa rebaja tarifaria es más revelador, ya que la brusca e inconsulta modificación –como la han calificado los gremios involucrados– no se puede entender sino en el marco de la brusca e inconsulta agitación sociopolítica que azota el país de un extremo a otro. Comprensiblemente, en este avieso contexto, el gobierno no podía permitirse el lujo de abrir otro frente de malestar, que en este caso habría provenido de las capas medias y populares de las urbes, para quienes el pan y los fideos (más la leche que también amenaza subir) son componentes críticos de la canasta familiar, tanto pecuniaria como sobre todo psicológicamente.

En tal sentido la medida es resultado de una acción desesperada por evitar que las llamas no se expandan todavía más. Obviamente el precio del pan y de los pollos no va a caer, ya que la rebaja tarifaria será absorbida básicamente por los poderosos oligopolios molineros, más que para beneficio de los consumidores. Sin embargo, las presiones al alza serán contenidas en lo fundamental, a no ser que sigan subiendo los precios internacionales, que lo habían hecho antes como consecuencia, tanto de la creciente demanda de China e India (en el caso del trigo) y de EEUU (en el caso del maíz para la producción de etanol), como por las sequías que afectaron la oferta triguera de Argentina y Australia, entre otros.

Pero lo más dramático de esta medida es que golpea duramente a los de por sí pauperizados productores agrarios de la sierra, paperos y maiceros por igual. Y es que esa 'política' de rebaja arancelaria seguirá fomentando el consumo de insumos importados para alimentar a la población urbana (¡ahí están los que tienen voz y voto!), cuando lo que se necesitaría es precisamente fomentar el consumo de sustitutos que sí se producen en el país (pero, por quienes no tienen voz). Para remate, el mismo presidente, hace solo dos días, ha señalado que hay que ir precisamente en esa dirección: "cuando aprendamos a cambiar nuestra dieta no nos afectará el aumento del trigo extranjero". Lo que, por supuesto, nos podría traer malévolamente a la mente la célebre frase de María Antonieta, cuando exclamaba, poco antes de la revolución: "Si el pueblo no tiene pan, ¿por qué no come torta?".

Habría que preguntarse cómo se espera que la población cambie sus patrones de consumo dólar–adictos hacia los alimentos que produce el campesino peruano, si todas las medidas que se toman –o dejan de tomarse– van dirigidas a aumentar la propensión a consumir los que vienen de fuera. Es, en esencia, como ya debería haber aprendido nuestro mandatario, un problema de precios relativos: si se sigue 'embalsando' el precio del pan y los fideos de trigo (encima subsidiados en el extranjero), ¿quién va a comer bienes sustitutos como, por ejemplo, papas, ollucos, ocas o yucas? Para colmo, hace mucho tiempo que hasta los chips de papa se importan de Canadá y Holanda. Y lo sabe bien el Dr. García cuando agrega lamentoso –y justo después de hablar de la bendita rebaja arancelaria– que "la papa se pudre en Andahuaylas, Santiago de Chuco o Huánuco, porque los peruanos prefieren pan blanco de trigo extranjero" (técnicamente, dirían los buenos economistas, se trata de un problema por el hecho de que la 'elasticidad cruzada' de la demanda por esos bienes es mayor a cero, porque son sustitutos).

La cuestión que se le presentó al gobierno en estos días, obviamente, resultó tan urgente que ha tenido que recurrir al ramplón pragmatismo cortoplacista en esta materia, que por lo demás caracteriza a todos nuestros gobiernos. Porque, si la casa arde y no se dispone de agua o extintor, seguramente se intentará apagar las llamas sin pensar mucho y con lo que esté a la mano, sean frazadas o toallas o suegras, y el fuego seguramente se atizará. Eso es lo que se está empollando en este caso concreto y en otros mucho más complejos que vienen supurando –inesperadamente esperados– de la dermis de nuestras tierras, en que el albor de la harina que ingieren ávidamente los costeños seguirá desplazando de forma abusiva al alimento de la sierra. Es un símbolo de los tiempos, pero puede convertirse en augurio de tempestades.


Notas:

(1) Decreto Supremo No. 017–2007–EF.

(2) Según el D.S. No. 091–2007–EF.

(3) Que regía desde 1998 según el D.S. No.035–97–EF.