Argentina

 

Economía

Crujidos en los pilares del “modelo K”

Por Marcelo Yunes
Socialismo o Barbarie, periódico, 10/05/07

En la campaña electoral porteña, en los actos, en las reuniones internacionales, el gobierno se encarga de difundir las bondades de la “nueva Argentina” post default, en la que se habría resuelto el problema de la deuda pública, los superávits fiscal y comercial garantizarían solidez económic y, el crecimiento bate récords. En suma, que desde la llegada de Kirchner y la puesta en marcha de un “modelo de crecimiento y producción”, la Argentina se encamina hacia un destino mucho mejor que el de país subdesarrollado y pobre al que parecía condenada en 2001.

Por supuesto, el gobierno muestra sólo la parte de la realidad que le conviene. Cuando se mira más de cerca este idílico panorama, actualizándolo con tendencias que se vienen afirmando desde hace un tiempo, se encienden luces amarillas respecto de la sustentabilidad futura del “modelo K”.

Suben las reservas… y sube la inflación

Kirchner brama en cuanta tribuna encuentra que quiere que las reservas lleguen a 40.000 millones de dólares. La cifra es posible de lograr, pero no hay que impresionarse demasiado; es mejor indagar qué hay detrás, porque con el “blindaje” de enero de 2001 se decía que había 35.000 millones de dólares de respaldo a la convertibilidad, y ya se sabe cómo terminó eso. La verdad sobre la reservas es bastante más complicada que la imagen que suele citar Kirchner del almacenero que guarda los ahorros en una lata.

Un pilar de la economía K es el dólar “recontraalto” (o, lo que es lo mismo, un peso subvaluado), por varias razones. Primera y principal, le da una competitividad “artificial” a las exportaciones (esto es, no por la vía de la productividad del trabajo sino por la de bajar los costos internos medidos en moneda internacional). Y además, obliga a importar sólo lo estrictamente indispensable (a diferencia del festival de las baratijas que se importaban con el 1 a 1).

Estas dos ventajas, que no existían bajo Menem-De la Rúa, ayudan a sostener los llamados “superávits gemelos”: el fiscal (ingresos del Estado) y el comercial (saldo de exportaciones vs. importaciones). El superávit fiscal, como hemos señalado muchas veces, es la madre de toda la política kirchnerista: con la plata del fisco se paga el servicio de deuda religiosamente, se dan subsidios para postergar tarifazos, se compra la voluntad política de gobernadores en apuros, se hace alguna obra pública que dé votos y se tapan todo tipo de agujeros. En tanto, el superávit comercial asegura que sobren dólares (para evitar presión sobre el peso) y, sobre todo, gracias a las retenciones a las exportaciones, engorda el superávit fiscal. Todo está relacionado, como se ve.

Este esquema funcionó bien en los primeros años post crisis; tan bien que los Kirchner creyeron que habían encontrado la piedra filosofal de la bonanza económica. Con este clima eufórico fue que se empezaron a pergeñar los proyectos de dinastía K hasta el 2019.

¿Qué sucede ahora? Varios problemas. Por empezar, la misma coyuntura económica internacional que viene favoreciendo al gobierno con altos precios de los productos argentinos y bajo crédito muestra su lado malvado. Como sobra plata en el mundo, los inversores ven que Argentina ofrece alto rendimiento financiero (gracias a los bonos de deuda que emitió Kirchner tras el megacanje) y traen sus dólares. Pero eso presiona la cotización del dólar a la baja, y en ese caso, todo el esquema anterior corre peligro. Por lo tanto, el Banco Central (la autoridad monetaria del país) compra todos esos dólares que andan por ahí y evita que el tipo de cambio caiga a menos de 3 pesos.

¿Con qué plata los compra? Con papel pintado: el Central emite los pesos con los que compra los dólares. ¿Qué pasa con esos pesos? Si quedan en la plaza, eso significa inflación seguro, porque hay más dinero circulando para comprar la misma cantidad de bienes (como decía, con toda razón, el finado chancho Alsogaray). Entonces, hay que sacarlos: los dueños de esos pesos los entregan a cambio de unas “letras” (algo así como bonos) que emite el Banco Central. Los dólares quedan en las arcas del Central, y los ex dueños de los dólares tienen letras en vez de pesos.

¿A cuánto asciende este jueguito? A nada menos que 50.000 millones de pesos, que técnicamente no se computan como déficit fiscal, sino como déficit “cuasifiscal”, porque, teóricamente, el Banco Central es “independiente”. Pero, en criollo, esto significa que “un tercio de esas reservas no son del Estado: están alquiladas (…) tienen como contrapartida un pasivo por el cual hay que pagar intereses”.[1]

Los economistas “ortodoxos” sugieren comprar esos dólares no con emisión, sino con la plata del superávit fiscal. De esa manera, el proceso sería más genuino y disminuirían las presiones inflacionarias. Pero, como ya explicamos, el superávit tiene muchos agujeros para tapar, de modo que por ahora seguirá funcionando la maquinita de imprimir billetes.

El resultado de este dudoso mecanismo de control del tipo de cambio es la aceleración de la inflación (sin que sea la única causa de ésta, por supuesto).  Los precios ya no resisten el corsé artificial de los acuerdos con las grandes empresas y salen de control. Como el gobierno no logra frenarlos, acude al asombroso método de querer engañar al público: la manipulación de los índices del INDEC. Aunque la inflación oficial del primer trimestre de 2007 fue del 2,2%, fuentes del propio organismo estiman que “cerca de tres puntos se barrieron bajo la alfombra”.[2] Un cálculo serio de la inflación real, anualizada, no puede bajar del 15-20%.

Pagar la deuda, siempre; tarifazo, pronto; infraestructura, nunca

Un dato que se suele publicitar mucho menos que los récords de recaudación fiscal es adónde va a parar esa masa de recursos. Los economistas neoliberales, añorando tiempos idos, se quejan del crecimiento del gasto público, como siempre, pero ni ellos ni el gobierno dicen en voz alta que la parte del león se la sigue llevando el servicio de deuda pública.

La trampa informativa es que siempre se bate el parche con el superávit primario, esto es, antes de pagar deuda. Pero en marzo de este año, por ejemplo, si el superávit primario fue de 1.485 millones de pesos, el servicio de deuda en ese mes insumió nada menos que 1.190 millones, ¡el 80% del superávit! El resultado financiero real (no primario) de marzo fue un modestísimo superávit de 295 millones.[3]

De la deuda no se habla, pero su pago –sin que tenga el dramatismo de otras épocas– sigue siendo el condicionante fiscal más fuerte en materia de gasto e inversión pública.[4] Por eso, entre otras razones, el gobierno prefiere comprar dólares para las reservas con plata “prestada”, no con recursos genuinos, como explicamos más arriba.

Por otra parte, hace rato que el famoso superávit fiscal dejó de ser tal en las provincias. La caja que sigue teniendo superávit es la del Estado nacional, pero las arcas provinciales, una vez superado el piso de la crisis, vuelven a su eterna condición deficitaria y dependiente de los aportes del Tesoro nacional. Esto, que se ha dado en llamar el fenómeno de “Nación rica, provincias pobres”, está en la base de los problemas en el interior a la hora de atender reclamos salariales de empleados estatales, como los docentes. Las provincias petroleras todavía tienen margen, pero las otras ya sufren las estrecheces habituales.

Segundo frente problemático: las tarifas. El cuasi congelamiento del costo de los servicios es, en cierto modo, una conquista que perdura desde el Argentinazo de 2001. La mejor prueba es que hubo tarifazos varios para la industria y el comercio, pero no para usuarios particulares: el gobierno sabe que se trata de un tema demasiado sensible. ¿Cómo se resuelven los reclamos de las empresas concesionarias, entonces? Con subsidios: el Estado paga el equivalente al tarifazo que hubieran debido soportar los usuarios. Mediante ese mecanismo se vienen postergando los aumentos, como se vio con toda claridad en la amenaza de lock-out de las empresas de colectivos.

Pero esta “solución” ya no da para más. Por primera vez en años se autorizó un aumento fuerte en el gas (Gas Natural BAN, en la provincia de Buenos Aires y otras), y es un secreto a voces que el próximo gobierno va a tener que afrontar un “sinceramiento” al respecto. La razón de fondo es otra vez la misma: sencillamente, el superávit fiscal no alcanza para todo.

Y la cuestión de las tarifas se vincula a otra limitación hasta ahora insalvable del “modelo K”: la falta de una infraestructura moderna y adecuada que sirva de plataforma al desarrollo. Justamente, lejos de constituir un proceso armónico e integrado de las ramas de la economía y la industria, el “crecimiento récord” es una muestra palpable de lo que es el desarrollo desigual y combinado en un contexto de atraso.[5] Veamos eso más de cerca.

Las exportaciones son récord, pero se concentran en unos pocos rubros de bajo valor agregado y que generan muy pocos puestos de trabajo directos. Argentina exporta crudo en cantidad, pero como las compañías privadas casi no invierten en exploración, hay serio riesgo de que en pocos años pase a ser importadora de petróleo. Los volúmenes de producción industrial crecen, pero con el límite del cuello de botella energético, ya que si hace mucho frío o mucho calor, vienen los cortes de suministro a las empresas. Argentina exporta servicios como los de los call centers, pero derrocha divisas en importar millones de celulares improductivos (que encima figuran en las estadísticas como “bienes de capital”). La producción automotriz es récord, pero la falta de rutas nuevas y de mantenimiento adecuado hacen de la Argentina el país del mundo con más muertos en accidentes cada 100.000 habitantes. Se anuncia un tren bala de pasajeros a Rosario, pero el transporte ferroviario de carga se cae a pedazos, y no hay vía en la que se puedan superar los 40 km por hora. Se anuncia el regreso de la flota mercante de bandera, pero en todo el país no hay un solo puerto de aguas profundas con buena integración vial y ferrovial (tienen una cosa, la otra o ninguna).

Todos los rubros vitales de la infraestructura presentan un panorama análogo. Y suponer que se superará esta herencia de atraso, condición imprescindible para un verdadero desarrollo, con emprendimientos privados o con mega obras públicas es soñar con las musarañas. Los inversores externos se orientan, en primer lugar, a la especulación financiera vía el regreso del festival de bonos, y en segundo lugar, a producir para el mercado mundial con salarios bajos y dólar alto, sin que al país le quede otra cosa que las retenciones a las exportaciones.

En cuanto a la tasa de inversión, subió algo respecto de los 90, pero no logra perforar el techo del 25% del PBI, el mínimo que calculan los especialistas para sostener un crecimiento de tasas elevadas.[6] Además, el 63% de la inversión total se destina a la construcción. Esto es doblemente significativo: por un lado, porque muestra que el aumento de la inversión productiva directa es mucho menor, y por el otro, el grueso de la construcción no es de infraestructura –caminos, plantas de energía, canales, diques– sino en viviendas particulares, en su amplia mayoría para un público de altos ingresos. Todo un símbolo del “crecimiento K”...

¿“Estrategia industrial”?

Uno de los rasgos distintivos del discurso oficial es la afirmación de un supuesto “perfil industrial” como base de despegue del crecimiento económico. Las reiteradas disputas de Kirchner con el campo –en las que cabe distinguir entre conflicto abierto, que nunca ha habido, y la mera negociación de márgenes, aunque sea con malos modos– ayudan a darle al gobierno una imagen de “defensor de la industria” como motor de un nuevo “modelo” de acumulación opuesto al de los 90.

Cabe aclarar, por lo pronto, que ni Menem fue tan antiindustrialista ni Kirchner tan proindustria. Durante el menemismo se vio claramente perjudicada buena parte de la industria nacional menos concentrada, pero en absoluto se puede afirmar que toda la industria haya retrocedido, mucho menos las multinacionales, a pesar del 1 a 1.

En cuanto al “modelo K”, es una pura fábula que exista un plan estratégico de desarrollo de la industria, al menos comparable al que se impulsó en algunos de los NICs (países de desarrollo industrial reciente) o lo “tigres asiáticos”. En una entrevista, al secretario de Industria, Miguel Peirano, le preguntaron si había un proyecto industrial: “No lo digo yo –respondió ofendido–, lo dicen los números (…) Tenemos un 40% de crecimiento acumulado desde 2003. El 32% de las exportaciones argentinas son industriales y se generaron más de 311.000 empleos registrados. Si eso no es un proyecto…”[7]

Lamentamos contradecir al secretario, pero esos números NO son un proyecto. Son estadísticas que muestran la recuperación del sector desde el piso de la crisis, pero NO muestran en absoluto un “boom” industrial ni plan articulado alguno. Sumando los nuevos empleos, por ejemplo, no se llega al total de obreros ocupados en la industria que había en 1997. Y un 32% de exportaciones industriales sobre el total no es ninguna hazaña: en toda la segunda mitad de los 90 la cifra rondaba el 30%.

Si hay un emblema de esta ausencia de “proyecto industrial nacional” es el grupo Techint. Se trata de la principal empresa industrial del país, una de las pocas con proyección internacional y que factura 16.000 millones de dólares anuales. La nueva cúpula de la UIA es Techint puro: el presidente, Juan Lascurain, representa a sus proveedores medianos, y el vice, Luis Betnaza, es uno de los máximos directivos del grupo. Pues bien, este gigante siderúrgico regional no aporta casi nada a alguna estrategia de integración o desarrollo industrial argentino (entre otras razones, porque no existe tal cosa), y en ningún caso piensa atar su destino como grupo al del país. Con todo lo amigo de Techint que es este gobierno –le abrió las puertas de Venezuela, por ejemplo–, incluso en los círculos K habría malestar con el grupo por su falta de compromiso inversor en el país. Eso tal vez explique que el ente oficial Enargas haya salido a fusilar a Techint en una solicitada, acusándola de responsabilidad en las coimas del caso Skanska.[8]

Si éste es el comportamiento del principal grupo industrial “nacional”, uno de los pocos realmente competitivos internacionalmente en cuanto a tecnología y calidad y al que este gobierno mimó durante toda su gestión, ya puede suponerse la conducta de otros candidatos a baluartes de esa “burguesía nacional” que Kirchner aspira a resucitar. Claro que se trata de un muerto que, en verdad, nunca llegó a nacer. Y difícilmente lo haga en las condiciones actuales y las que se vienen.


[1] D. Fernández Canedo en Clarín, 3-5-07.

[2] Idem.

[3] Daniel Muchnik en Clarín, 30-4-07

[4] Recordemos que la deuda pública se mantiene en cerca del 65% del PBI, esto es, más que en la mayor parte de los 90.

[5] Esta matriz conceptual fue desarrollada de manera magistral y absolutamente actual, en los años 60, por el historiador marxista argentino Milcíades Peña.

[6] Ver, de Manuel San Pedro, “El desafío del desarrollo integral”, en Le Monde Diplomatique, abril 2007.

[7] Clarín Económico, 22-4-07

[8] Inclusive, la solicitada –del 30 de abril, publicada en todos los diarios nacionales a página entera– dice que el caso debería llamarse “Skanska-TGN (Techint)”. El escándalo fue utilizado también por Hugo Chávez para cargar contra Sidor, empresa de Techint en Venezuela (la segunda industrial en importancia después de PDVSA, nada menos), que muestra la misma falta de “compromiso nacional” en el país caribeño que en Argentina. Por supuesto, los directivos del Enargas también buscaban lavar su responsabilidad por las coimas, que salpican barro a altísimo niveles del gobierno nacional. Y tras una reunión entre Alberto Fernández y Rocca, el gobierno bajó los decibeles de su denuncia.