China y Mc Donald

 

Los juguetes que la multinacional de hamburguesas McDonald’s regala en sus promociones están siendo elaborados en China por adolescentes entre 12 y 17 años. Cobran 0,16 euros la hora.

70 millones de esclavas en China

Por David Jimenez
Solidaridad.net, 16/11/03

Según un conocido diario de Hong Kong la empresa estadounidense utiliza en China el trabajo de menores de 14 años. McDonalds fabrica juguetes de peluche por medio de la compañía City Toys, con destino sobre todo al mercado japonés, con mano de obra infantil a los que paga unas 27 pesetas por hora. Los menores duermen en una nave en camas sin colchón y carecen del dinero necesario para adquirir el permiso de residencia en la región. Muchos de ellos trabajan bajo una identidad falsa.

Trabajan entre 14 y 18 horas. Tienen 15 minutos para comer y cuatro horas para dormir en cuchitriles situados en las mismas fábricas. Al anochecer, las trabajadoras son registradas para comprobar que no han robado nada. Con sus puertas de metal y sus barrotes en las ventanas, estos talleres parecen más un cuartel militar. Así es como los chinos son competitivos. Montar, empaquetar, montar, empaquetar, montar, empaquetar...

Las 600 jóvenes trabajan como robots, sin levantar la mirada, darse un respiro o hablar entre ellas. Todas han llegado del campo tratando de salir de la pobreza y aquí están, montando y empaquetando muñecos de plástico, entre 14 y 18 horas al día, 15 minutos para comer, permisos reducidos para ir al servicio y cuatro horas para soñar que en realidad no están durmiendo en los cuchitriles situados en la última planta de la fábrica.

Una ruidosa sirena les devuelve a la realidad y anuncia el nuevo día mucho antes de que amanezca. Las empleadas saltan de la cama, se ponen las batas y forman en línea antes de correr escaleras abajo hacia sus puestos.

La gigantesca nave está situada en las afueras de Shenzhen, la ciudad más moderna del sur de China, rodeada de otros almacenes parecidos, más o menos grandes, algunos con más de 5.000 empleadas. En China se las conoce como dagongmei o chicas trabajadoras. Jóvenes y adolescentes dispuestas a producir, producir y producir sin descanso por un sueldo de 15.000 pesetas al mes del que los jefes descuentan la comida y lo que llaman «gastos de alojamiento».

Las cientos de miles de factorías de mano de obra barata repartidas por todo el país son la otra cara de ese made in China que ha invadido las tiendas de todo el mundo, desde los artículos de las tiendas de Todo a 100 a las lavadoras o la ropa de marca. Y para las dagongmei, estas fábricas son su casa, su familia, su celda.

En ellas los supervisores se encargan de que no descansen y de que la producción nunca disminuya. Cada trabajadora es registrada al finalizar la jornada para comprobar que no se ha llevado ninguna unidad de los juguetes, llaveros, gorras o cualquier otra cosa que estén fabricando dentro del sinfín de productos elaborados a precio de saldo.

Si quebrantan las reglas internas o no rinden al nivel esperado, un sistema de penalizaciones permite a los jefes reducir el sueldo o los ocho días de vacaciones que se conceden al año. «Hay que vigilarlas; si no, se relajan», dice entre risas el patrón de esta fábrica de Shenzhen que fabrica diminutos juguetes de plástico.

Miles de empresas estadounidenses y europeas -entre ellas medio centenar de españolas- subcontratan fábricas chinas similares a esta para llevar sus productos a Occidente al mejor precio. «Si no fuera así, no sería rentable y nos iríamos a otro país», reconoce un empresario estadounidense que mantiene cerca de 40 talleres en el delta del río de la Perla, donde trabajan seis millones de dagongmei. No son ni siquiera la décima parte de las que hay en todo el país, alrededor de 70 millones.

Sobrecogida por esta realidad, la profesora del Centro de Estudios Asiáticos de la Universidad de Hong Kong, Pun Ngai, se decidió a pasarse por una campesina más, buscó una factoría y pasó seis meses viviendo y trabajando en una fábrica de productos electrónicos de Shenzhen para comprobar cómo viven las explotadas trabajadoras chinas.

El dormitorio donde fue alojada, situado en la última planta, tenía compartimentos donde debían dormir hacinadas hasta 15 jóvenes. La mayoría de ellas sufría de anemia, dolores menstruales o problemas en la vista, en el caso de las que tenían que montar diminutos productos a ojo sin apenas descanso. Otras enfermaban envenenadas por el contacto con productos químicos utilizados en el trabajo o simplemente desfallecían de cansancio tras interminables jornadas en las que se les daba de comer un simple plato de arroz al día.

«Les niegan todos los derechos, no tienen el permiso de residencia aunque pasen 10 años trabajando en el mismo lugar. Las tiendas o los médicos de las ciudades donde están situadas sus fábricas les cobran más que al resto de los vecinos», asegura la profesora, que ha reunido su experiencia en varios informes.

Las pesquisas de Pun Ngai no son las únicas. La investigación de un periódico de Hong Kong descubrió el pasado mes de agosto que los juguetes que la multinacional de hamburguesas Mc Donalds regalaba en sus promociones estaban siendo elaborados en China por adolescentes de entre 12 y 17 años. Las menores trabajaban sin descanso de siete de la mañana a 11 de la noche, todos los días de la semana. En ocasiones la jornada se alargaba hasta las dos de la mañana a cambio de un sueldo de 400 pesetas al día y una habitación de 25 metros cuadrados a compartir con otras 15 chicas.

El Comité Industrial Cristiano de Hong Kong, una ONG que se dedica a rescatar a los pequeños que trabajan en esas condiciones, envió un equipo de investigadores a la fábrica subcontratada por la cadena de restaurantes americana. Las historias que escucharon se parecían todas a las de Wang Hanhong, de 12 años: «Mis padres no querían que viniera. Lloré e imploré para que me dejaran porque quería ver el mundo. Mi familia tiene otros tres hijos, pero todos van al colegio. Quiero ahorrar dinero para que mis padres puedan sobrevivir».

Es un círculo casi indestructible. Por una parte, las multinacionales americanas o europeas no tienen que responder por las condiciones de sus fábricas en países del Tercer Mundo y ahorran costes laborales. Por otra, los Gobiernos locales tampoco están interesados en espantar la inversión extranjera haciendo demasiadas preguntas. Y las fábricas se multiplican. La empresa Chun Si Enterprise, por ejemplo, fue contratada por la mayor cadena de supermercados del mundo, Wall-Mart, para que confeccionara bolsos de mujer en su factoría de Zhongshan, en la provincia sureña de Guangdong. Más de 900 trabajadoras permanecían encerradas todo el día, salvo los 60 minutos de descanso y comida establecidos. Los guardias golpeaban constantemente a las empleadas y les multaban por faltas como «la utilización excesiva del servicio»

De la media docena de fábricas subcontratadas por empresas occidentales visitadas, sólo una mantenía las mínimas condiciones. El resto estaban sucias, mantenían a las empleadas trabajando en horarios ilegales, con sueldos míseros o habían sido convertidas en cárceles donde las ventanas estaban bloqueadas con barrotes y las puertas cerradas con llave las 24 horas del día.

En un intento de contrarrestar las crisis de relaciones públicas que tenían que afrontar cada vez que se denunciaban abusos, las grandes multinacionales comenzaron a contratar equipos de inspección más o menos independientes a mediados de los años 90. No sirvieron de mucho. «Los controles han sido un fracaso porque las empresas no tienen ninguna intención sincera de cambiar el sistema», según el Comité de Trabajo Nacional (NLC), una asociación de EE.UU. que centra sus denuncias en empresas americanas. Los inspectores de Wall-Mart, por ejemplo, nunca descubrieron las irregularidades en su centro de producción en China y sólo una denuncia periodística logró en 1999 revelar lo que estaba sucediendo.

Un cuartel militar

En la entrada de la factoría de la marca deportiva Nike de Jiaozhou, en la provincia de Shandong, se puede leer su famoso lema: «Just Do It» (Simplemente, hazlo). Dentro, 1.500 jóvenes, siempre menores de 25 años, trabajan 12 horas al día, según el NLC. Se trata de una pequeña parte de los más de 100.000 chinos que fabrican prendas deportivas Nike en todo el país, a los que hay que sumar 70.000 personas en Indonesia y 45.000 en Vietnam.

«Con su puerta de metal y sus barrotes en las ventanas, la fábrica se parece más a un cuartel militar que a una factoría», asegura en su informe NLC, que describe como «papel mojado» los códigos de conducta creados por las multinacionales.

Pero son las fábricas de productos Todo a 100, unas gestionadas y explotadas por empresas chinas y otras por empresarios extranjeros, las que peores condiciones tienen. La presión para abaratar los precios es mayor y detrás del negocio suelen estar compañías desconocidas que no tienen que cuidar su nombre. El lema es producir mucho, barato y rápido. Los accidentes entre las trabajadoras o incendios como el que ocurrió recientemente en una nave de Shenzhen en el que perdieron la vida 80 personas, son contingencias cotidianas.

La política de contratación en estos talleres del Todo a 100 es no admitir a mujeres mayores de 25 años, pero en ocasiones los gestores se saltan su propia regla si la candidata tiene hijos pequeños dispuestos a sumarse a la cadena de producción sin cobrar nada a cambio. Las madres sí cobran, pero el sistema leonino de sanciones tiende a reducir su retribución a unas 5.000 pesetas al mes: se recorta la paga de una hora por cada minuto de retraso en el trabajo, se penaliza con otras cinco horas las ausencias para ir al servicio o se retira completamente la mensualidad a las que se comporten de modo incorrecto.

La situación en China es especialmente desesperante para las víctimas de los abusos porque la dictadura comunista mantiene la ilegalización de sindicatos y asociaciones de trabajadores. «Aquellos que tratan de unirse para defender los derechos de los trabajadores son encarcelados. La gente tiene miedo de decir lo que les está pasando, aunque las condiciones sean extremadamente duras y no hayan recibido una sola paga durante meses», asegura Han Dongfeng, editor del Boletín del Trabajador en China y disidente encarcelado tras las manifestaciones de Tiananmen en 1989 por movilizar a los trabajadores. «Estoy en contacto con gente que trabaja en las factorías y a menudo me cuentan el miedo que le tienen a los jefes. Les he pedido que se unan y luchen por lo que es suyo», dice Han.

De esta forma, las dagongmei, abandonadas a su suerte y sin nadie que las defienda, trabajan hasta que sus cuerpos aguantan y después regresan a sus pueblos con lo puesto. El perfil de la «chicas trabajadoras» de China es casi siempre el mismo: jóvenes de entre 14 y 25 años, sin estudios secundarios y dispuestas a enviar más de la mitad de su sueldo a sus pueblos de origen.

Muchas, cada vez más, terminan dejando las factorías para prostituirse. «Es mejor que trabajar en la fábrica», dicen las muchachas que ya han dado el paso y ofrecen sus cuerpos abiertamente en las calles del centro de Shenzhen. No muy lejos, en la planta de fabricación de muñecos, la jornada termina cuando se ha cumplido el objetivo de producción impuesto por los supervisores, nunca antes de las dos de la madrugada. Aunque las 600 trabajadoras han tratado de mantener el tipo durante horas, varias han sido descubiertas exhaustas, completamente inconscientes, con la cabeza reposando sobre la mesa de montaje. Este mes tendrán que ver cómo su sueldo queda recortado a la mitad.

«Hay muchas chicas dispuestas a venir aquí, así que la que no trabaje bien se puede volver al pueblo», explica el capataz, cuyo sueldo depende también del número de camiones que se logren llenar con la producción. No existe un lugar mejor para ver hasta qué punto el pueblo chino está pagando con sudor y con lágrimas que la ropa, los electrodomésticos o los juguetes que compran los occidentales se vendan lo más barato posible. Así suena la matraca incesante de la ley del Made in China: montar, empaquetar, montar, empaquetar...

McDonald’s y el diccionario

McDonald’s expresó su indignación ante la inclusión en un diccionario del término "McJob" o "McTrabajo" que es explicado como pocas y malas perspectivas laborales. El gigante de la comida rápida ha reaccionado ante la publicación en la reciente edición del diccionario colegiado, Merriam-Webster´s, del término "McJob", definido como un trabajo mal pagado y sin futuro.

El presidente del directorio de McDonald´s, Jim Cantalupo, tildó el término como una "descripción errada del empleo en un restaurante". En declaraciones a la agencia Associated Press, Cantalupo describió el incidente como un golpe bajo para las 12 millones de personas que trabajan diariamente en los 900.000 restaurantes de Estados Unidos. En una carta dirigida a los directores del diccionario colegiado, Cantalupo dijo que "no más de 1.000 personas, entre los hombres y mujeres, que son dueños y operarios en los restaurantes de McDonald´s, iniciaron el día sirviendo a los clientes detrás del mostrador". La carta fue enviada a los medios y también figuró en la última edición de una publicación de la industria del comercio.

McDonald´s, la cadena de comida rápida más grande del mundo, tiene más de 30.000 restaurantes y casi 500.000 empleados. El término "McJob" fue acuñado por el novelista estadounidense Douglas Coupland en su novela "Generación X", publicada en 1991 donde describe esta palabra como "un trabajo poco prestigioso, de poca dignidad, poco beneficio y sin futuro en el sector de servicios".

McDonald´s y la infancia

Si preguntamos a los norteamericanos cómo McDonald’s los han modelado o construido su conciencia pondrán miradas de incomprensión. ¿Qué significa argumentar que el poder implica la capacidad para atribuir significados a diversos rangos de nuestra vida?

Como otras empresas internacionales gigantes de finales del siglo XX, McDonald’s ha utilizado los medios para invadir las esferas más privadas de nuestra vida cotidiana. Nuestras identificaciones nacionales, deseos y necesidades humanas se han convertido en mercancías con fines comerciales. Este uso de los medios concede a los productores un nivel de acceso a la conciencia humana nunca imaginado antes por el dictador más poderoso.

El nombre- McDonald’s- es agradable a los niños, con su evocación del viejo McDonald y su granja i-a-i-aa-o. La seguridad de McDonald’s proporciona asilo, si no refugio utópico, del mundo contemporáneo, poco amistoso para los niños, de abuso infantil, hogares rotos y secuestro de niños. De ahí que quieran celebrar sus cumpleaños en McDonald’s. Han descubierto un mercado infantil enorme.

Como si este nivel de colonización cultural no fuera suficiente, McDonald’s junto con diversas compañías ha escogido las escuelas públicas como un nuevo lugar para la comercialización y el consumo infantil . McDonald’s ha desarrollado un núcleo de anuncios infantiles llamados "fragmentos de la vida". Los publicistas, que no incluyen adultos en los anuncios, representan un grupo de preadolescentes entablando conversaciones "auténticas" en torno a una mesa de Mc Donalds cubierta con hamburguesas, patatas fritas y batidos. Utilizando vocabulario infantil para describir juguetes en diversas promociones de McDonald’s, los niños hablan entre sí de las dificultades de la infancia. En muchos anuncios hacen objeto de sus bromas a los adultos y comparten algunas que éstos no captan.

Por sutil que pueda parecer, McDonald’s intenta llevar parte del poder de la cultura subversiva infantil a sus productos, sin que nadie, excepto los niños, lo sepa. Desde el punto de vista cotidiano, McDonald’s no alienta comidas familiares largas, placenteras e interactivas. Los asientos y las mesas están diseñados para ser incómodos hasta el punto de que los clientes coman rápidamente y se marchen.

La lección para los niños está clara: la política no importa. La naturaleza benigna de la producción capitalista, con su ausencia de conflictos serios de todo tipo, es una tapadera para una realidad mucho más salvaje. Los operadores de la tienda hablan de la fe en McDonald’s como si fuera una religión. No hay sitio para la crítica o la disensión en McDonaldlandia. No se pueden sindicar los trabajadores.

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