Colombia

 

Grietas en el pedestal de Uribe

Revista Semana Nº 1273
Bogotá, 26/09/06

Un mes después de su reelección, el gobierno no arranca, el Congreso está bloqueado y los uribistas agarrados. ¿Cuánto tiempo podrá Uribe mantener su gran popularidad?

No se han cumplido dos meses del segundo período de Álvaro Uribe y ya aparecieron señales prematuras de desgaste y descomposición que normalmente llegan en el ocaso de los gobiernos. La euforia del histórico triunfo electoral se esfumó y le abrió paso a una sensación de perplejidad y desconcierto. Que frente al Presidente más popular de la historia reciente se utilicen expresiones como las que hicieron boga entre sus antecesores –"le llegó el sol a la espalda", "dónde está el piloto", "se acabó la luna de miel"– da la medida exacta de que las cosas no andan bien. En teoría, tiene tres ases en la mano: 70 por ciento de imagen positiva, la economía creciendo al 6 por ciento y siete millones de votos en el bolsillo. Pero en la práctica hay señales inequívocas de que la gobernabilidad se está agrietando.

Uribe debe estar tan atónito como los ciudadanos que se preguntan qué está pasando. No está haciendo nada diferente a lo que hizo durante cuatro años con cifras cercanas al 70 por ciento de aprobación. No se ha salido del libreto que le redactaron los electores con una victoria histórica en las urnas. Y sin embargo, se ha visto acorralado en una situación en la que recibe palo porque boga y porque no boga. Si la reforma tributaria avanza, saltan todos los que se verían afectados por mayores tributos y menos exenciones. Pero si se bloquea, se le cuestiona que no invierta su capital político en la solución de los grandes problemas estructurales.

Lo mismo pasa con la discusión pública de ese complejo proyecto tributario: le han cuestionado a Uribe que en los foros cambia, luego de debatir, aspectos del texto. Pero también le darían fuete si se empeñara en mantener como dogma una iniciativa sobre algo tan controvertido como el aumento de impuestos. O en la política exterior: si pelea con Chávez, es que le está haciendo el juego a Estados Unidos a costa de la relación con el vecino, y si mantiene la alianza con Washington es "qué pitos tocamos en Irak", como escribió en su columna Daniel Samper Pizano. Al mandatario de teflón lo están atacando por todos los flancos.

Las críticas ya no sólo vienen de sus enemigos políticos, sino de sus propios seguidores. ¿Se fueron los días en los que para quedar bien con la opinión pública había que estar con Uribe? Se ha vuelto común que senadores gobiernistas critiquen al gobierno en temas que van desde las reformas económicas, el proceso de paz con los paramilitares y el acuerdo humanitario con la guerrilla, hasta fustigaciones al jefe máximo porque ya no ejerce el liderazgo omnipresente de otras épocas. El lenguaje de senadores como Germán Vargas Lleras, jefe de Cambio Radical, o Armando Benedetti de La U a veces parece más propio de la oposición que de aliados políticos.

¿Qué está pasando? ¿Se precipitó el desgaste que nunca salió a flote en el primer gobierno? ¿Resucitó el fantasma mítico que tiende a golpear a los presidentes reelegidos? Son las preguntas que se hace todo el mundo. Y que surgen de una cadena de noticias malas para el gobierno que han puesto al Presidente contra las cuerdas.

La mayoría tienen que ver con la situación política. La supuesta aplanadora uribista del Congreso no funciona. A estas alturas, todo apunta a que la legislatura será un fiasco. Y normalmente las primeras sesiones del Congreso en cada cuatrienio son las más fructíferas. Pero en esta ocasión los partidos gobiernistas no están alineados. Cada uno tiene un proyecto distinto sobre reforma tributaria, todos son reticentes a aprobar el crucial cambio de las transferencias del presupuesto nacional a las reformas, y el apoyo para la modificación de la ley 100, de seguridad social, es muy débil. Sin un giro de 180 grados, estas sesiones se van a ir en blanco. Al menos, en lo que se refiere a las decisivas leyes económicas que están en la lupa de la comunidad financiera internacional.

El desorden de las tropas uribistas no se limita al Congreso. La rivalidad entre Cambio Radical y La U cada día se agudiza y produce más peleas y discursos altisonantes, que desbordan el ámbito de las discusiones parlamentarias. La sucesión de Uribe, las aspiraciones presidenciales de Germán Vargas Lleras y Juan Manuel Santos y la rapiña por los puestos los hacen actuar como enemigos y no como aliados. Vargas Lleras llegó al extremo de cuestionar la credibilidad en la seguridad que le provee el Estado por el hecho de que Santos ocupa el Ministerio de Defensa.

El nuevo ministro del Interior, Carlos Holguín, no ha arrancado. En el mejor de los casos, porque no ha tenido tiempo. Pero hay quienes consideran que está cansado y que por provenir de uno de los partidos de la coalición gobiernista –el Partido Conservador– nunca será realmente aceptado como líder de todas las fuerzas. Más que una gran alianza comprometida con proyectos cruciales, el uribismo se ha comportado como una colcha de retazos, descolorida por peleas internas y voraces apetitos clientelistas. Que de paso les han quitado piso a las intenciones de Uribe de reemplazar las impopulares e inconvenientes cuotas burocráticas por una selección de funcionarios mediante meritocracia. Lo cual es muy grave para un Presidente que ha sido popular gracias a su imagen de antídoto contra la politiquería.

En el Palacio Presidencial tampoco andan bien las cosas. La descoordinación entre los ministros es tal, que los de Agricultura y Hacienda se enfrentaron en público, en una sesión del Congreso, por una partida presupuestal. Los jefes políticos del uribismo sienten que no tienen interlocutores útiles en la Presidencia. Nadie ha sido capaz de reemplazar a José Roberto Arango, un hombre que en el primer cuatrienio hablaba con moderación y equilibrio, y con la autoridad que da una cercanía absoluta con el jefe. Los consejeros recién llegados –Jorge Mario Eastman, Óscar Iván Zuluaga, y en alguna medida Fabio Valencia Cossio– no han agarrado todos los hilos que dejaron sus antecesores ni tienen la familiaridad que estos alcanzaron a tener con el pensamiento, costumbres y desordenado estilo del presidente Uribe.

Lo anterior se ha notado en el campo de las comunicaciones. El nombre de Jaime Bermúdez, el consejero que acaba de viajar como embajador en Argentina, se menciona mucho por estos días cuando se trata de averiguar qué está pasando. El experto en opinión pública y manejo de medios ha hecho falta para hacerles frente a situaciones tan críticas como el despelote de la Fiscalía y las denuncias sobre montajes de atentados falsos por miembros del Ejército. En el propio Palacio presidencial hay un grupo que considera que la alocución de Uribe sobre este escandaloso episodio fue contradictoria, débil y confusa. El discurso, en el que el Presidente dijo que no había pruebas sobre la participación de oficiales, fue además totalmente contradictorio con la rueda de prensa que dio el comandante del Ejército, general Mario Montoya, en la que afirmó exactamente lo contrario. También resultó desconcertante la declaración del Presidente en el sentido de que el gobierno pagaría por el rescate de Diego Rojas Coronel, un colombiano secuestrado en Afganistán, rectificado después. Un editorial de El Nuevo Siglo calificó estas declaraciones de "contradicciones inverosímiles". ¿Y cómo calificar la manifestación del director del DAS, Andrés Peñate, al echarle en cara a Germán Vargas Lleras el costo de su sistema de seguridad personal? Imprudente e innecesaria, sería lo mínimo. Igual que la poca diplomática aseveración del embajador ante la OEA, Camilo Ospina, sobre la existencia de fábricas de uranio en Venezuela.

El pedestal del presidente Uribe también se está resquebrajando en uno de sus cimientos fundamentales: la imagen positiva de la política de seguridad democrática. La sensación de que las FARC estaban acorraladas y todos los indicadores de homicidios y secuestros estaban mejorando tiende a quedar eclipsada por el escándalo de los montajes y los tropiezos en el proceso con las AUC. En especial, por las interminables revelaciones sobre delitos cometidos por algunos de los jefes paras después de su desmovilización, y por la infiltración de narcos que buscan los beneficios contemplados en la Ley de Justicia y Paz. Eso, sin hablar de otras papas calientes que por ahora están en la lista de 'tareas pendientes', como las extradiciones solicitadas por Estados Unidos contra algunos de ellos, o el embrollo de la reinserción de 40.000 ex combatientes.

Esta sorprendente cadena de hechos preocupantes pone en tela de juicio el optimismo que han tenido los colombianos desde la llegada de Álvaro Uribe al poder, cuatro añas atrás. La sensación de un Presidente a quien se le dañó la brújula, la parálisis del Congreso y las graves críticas en entidades de la trascendencia de la Fiscalía y el Ejército son un desafío enorme para la credibilidad institucional. La inquietud es tal, que las positivas imágenes de los últimos días, como el crecimiento del segundo trimestre de casi 6 por ciento, y los encuentros de Uribe en Nueva York con importantes líderes mundiales, tuvieron menos impacto que los nuevos eslabones de la cadena del caos político: una delegación de congresistas, encabezada por Dilian Francisco Toro, tuvo problemas para estructurar una agenda coherente en el Congreso estadounidense en Washington; la reelección de alcaldes y gobernadores, prometida por Uribe en la campaña, se hundió.

¿Qué hay detrás de todo? ¿Se cayó la estantería? ¿Un simple manejo equivocado de casos aislados? Muchas de las escenas que han visto los colombianos en el agitado panorama del gobierno en su arranque eran previsibles. Tienen que ver con el estreno de la reelección: estos 45 días vienen después de cuatro años con el mismo Presidente y el mismo gabinete. Esta vez no hubo nuevo oxígeno, por iniciativas esperanzadoras o renovación del equipo. Uribe considera que su agenda es la continuidad de la del primer período. Y en lugar de posesionar a los nuevos ministros el 7 de agosto, lo hizo a cuentagotas, según las circunstancias de cada persona. Además dejó a la mayoría en sus cargos. Se creó un clima de normalidad y no de renovación. De tedio en vez de emoción por algo nuevo. Como un 31 de diciembre sin cambio de año.

En el campo político, el desorden tiene que ver con la debilidad de los partidos uribistas, en especial el de La U. Cada día es más claro que su conformación fue más adecuada para responder a las necesidades puramente electorales de los políticos que se querían reelegir en el Congreso (acercarse a la figura de Uribe y alcanzar el umbral exigido) que para gobernar. Más que un partido, La U está demostrando que fue una empresa electoral. Por otro lado, la oposición ha encontrado una oportunidad dorada para buscar aire después de la apabullante derrota electoral. En particular, el Partido Liberal está trabajando con una disciplina y una coherencia que hace mucho tiempo no había tenido. La férrea jefatura de César Gaviria y las fisuras del hasta hace poco Presidente de teflón le han permitido hacer debates de control político que en forma incipiente se están saliendo del acostumbrado tono aburrido e intrascendente. Ahora generan noticia. Y no sólo los de los liberales: también los del Polo, que no son el fruto de ajustados métodos de trabajo colectivo. En todo caso, las sesiones de interrogaciones a los ministros en las últimas dos semanas, sobre al ajuste de cuentas al primer cuatrienio de Uribe y sobre los supuestos montajes del Ejército, quedaron en la retina del público.

Más que un descalabro estructural, en síntesis, al gobierno Uribe lo sorprendió su propia reelección. Minimizó la necesidad de mantener la iniciativa y perdió el control de la agenda al mantener un programa demasiado conocido y sin capacidad de conmover. No es una coincidencia que el discurso de posesión haya causado desconcierto, por soso y falto de iniciativas. Esta situación va en contravía de las necesidades de los aliados políticos del gobierno.

La gran pregunta es qué hará ahora el Presidente. Su carácter y su personalidad obligan a descartar la hipótesis de que se quedará con los brazos cruzados o se resignará al desgaste constante. Al cierre de esta edición, Uribe preparaba la reunión de ministros pública y televisada que se llevó a cabo el sábado. Sus asesores esperan que de allí salga claridad sobre las prioridades del gobierno: el norte perdido sobre qué seguirá igual y qué iniciativas nuevas se incorporarán. Todo indica que la estrategia a seguir tendrá dos pilares: una rectificación de la relación con el Congreso y una innovación de la agenda.

En cuanto a lo primero, Uribe ha dejado ver su inconformidad con el papel de los congresistas. Considera que son ellos los que no han entendido la nueva realidad política, que surge de la reelección, la reforma política y la ley de bancadas. Y tratará de recuperar la imagen de antipolítico. La pregunta es cómo. No tiene la fortaleza de 2002, cuando habló de cerrar el Congreso. Esa sería una receta exagerada y riesgosa. La situación no es tan crítica como para justificar una acción de ese tipo, u otras aún más audaces como la convocatoria de una Constituyente. Según el ex ministro Rudy Hommes, en su columna de Portafolio, "el Presidente puede estar dejando que se desgasten los miembros de su coalición para entrar a ejercer el liderazgo que se ha abstenido de ejercer". Las cartas que quedan se limitan a ajustarles las tuercas a las fuerzas uribistas o eludir al Congreso mediante políticas del Ejecutivo. Como por ejemplo, volver a retirar la reforma tributaria –como lo hizo hace un año– y buscar otros antídotos contra el déficit fiscal.

Y para diversificar el discurso y ampliar el debate, es probable que el Presidente se juegue por un diálogo con las FARC y el ELN. En el discurso ante la ONU, la semana pasada dijo una frase que pasó casi inadvertida: "Si hay un gesto de paz (de la guerrilla), el gobierno no será obstáculo". En realidad es un nuevo indicio de que Uribe quiere mover este frente y convertirlo en una prioridad de su segunda presidencia. Los distintos ministros tienen también instrucciones muy claras de promover los temas sociales para hacer más visibles los avances y los proyectos.

Estos giros no son fáciles, tienen riesgos, y falta ver si son suficientes para curar la incertidumbre. Pero es un hecho que el gobierno necesita un timonazo. Las grietas que le han aparecido a la sólida estatua del Presidente más popular ya pusieron en tela de juicio la gobernabilidad. Es decir, la capacidad de llevar a la práctica sus planes y proyectos. Y si nada cambia, en el mediano plazo esa situación puede llegar a debilitar también la alta popularidad que ha conservado durante cuatro años. Sin un cambio, las escaramuzas de estas semanas dejarían de ser los "pequeños errores de manejo" que aceptan los gobiernistas y eventualmente podrían conducir al "colapso de Uribe" que de manera acomodada presagia la oposición.


Gravísimas denuncias por la participación del Ejército en atentados
atribuidos a las FARC

Montajes

Revista Semana Nº 1271
Bogotá, 12/09/06

Hace mucho tiempo no se sentía un ambiente de indignación general como el que produjo la noticia de que un coronel, un mayor, un capitán y un teniente del Ejército participaron en siete actos terroristas. Las expresiones oscilaron entre el dolor, la ira y la estupefacción. Más aun cuando no es el primer escándalo que afecta a la institución militar, sino el último de una serie larga y vergonzosa. En uno de los ataques inventados murió José Antonio Vargas, un humilde reciclador que caminaba por una calle cercana a la carrera 45 con calle 75, en el barrio Gaitán de Bogotá, cuando explotó un carro bomba que en principio estaba dirigido contra una patrulla de soldados miembros del Batallón de Policía Militar número 15 que iba hacia el Cantón Norte. La explosión dejó heridos también a un suboficial y a nueve soldados. ¿Qué pueden sentir ahora estos damnificados, o los familiares de Vargas?

La mayoría de los actos terroristas se llevó a cabo en la capital en los días previos a la segunda posesión de Uribe. Cuatro años atrás, las FARC habían atentado contra el Palacio de Nariño en el momento de la transmisión del mando, y ese antecedente hacía prever que este año intentarían algo semejante. Bajo el clima de temor, los autores de los actos falsos pensaron que sería posible culpar al grupo guerrillero y cobrar la desactivación de carros bomba y otros atentados. La prensa y la opinión pública no dudaron en achacarle la oleada terrorista a las FARC. Incluso hubo comentarios en el sentido de que su bajo nivel, comparado con el de 2002, era producto de los éxitos de la política de seguridad democrática.

Todo era un engaño colectivo. Al menos eso dijeron las primeras versiones, corroboradas por un comunicado leído por el general Mario Montoya el jueves en la noche. Las investigaciones apenas comienzan, y el fiscal general, Mario Iguarán, habló de la posibilidad de que la autoría recayera en manos de miembros de las FARC infiltrados en el Ejército. Bajo esta alternativa, la responsabilidad de los militares sería menor.

Pero cualquiera de las hipótesis es preocupante. Si los atentados fueron una farsa, las secuelas serían gravísimas desde los puntos de vista ético, militar y político. El Ejército es la institución en la que recae la confianza de todo un país para combatir a sus enemigos. Que aparezcan oficiales inmersos en las mismas conductas que precisamente deben perseguir pone en juego su prestigio y su credibilidad y genera una profunda desazón. Los atentados fueron torpes y no se entiende que su desactivación se considerara más importante que la evidencia de que las FARC no podían repetir la ofensiva de hace cuatro años gracias a la política de seguridasd democrática.

Nadie cree que estos hechos hayan sido ordenados por la cúpula. Son individuales. Pero son tan frecuentes y desconcertantes, que producen inquietudes sobre la eficacia de las Fuerzas Armadas en momentos en que ha crecido el optimismo sobre la posibilidad de ganarles la guerra a las FARC y de derrotar al terrorismo. Peor aun cuando se han presentado otros casos recientes de características semejantes (ver recuadro).

Los militares se ganaron, después de un trabajo sostenido durante varios años, el apoyo de la comunidad internacional y el respeto de los colombianos. Durante la década de los 80 la ayuda de Estados Unidos se dirigió a la Policía y se limitó a la lucha contra el narcotráfico porque existía desconfianza sobre el compromiso del Ejército con los derechos humanos. Esa situación cambió desde mediados de los 90. El Plan Colombia ha incluido ayudas financieras cercanas a los 4.000 millones de dólares para las Fuerzas Armadas. En el plano interno, las encuestas indican que por primera vez los militares ascendieron a los primeros lugares de favorabilidad entre todas las instituciones. Los golpes que ha recibido su imagen en los últimos meses son un atentado contra estos importantes logros estratégicos.

Basta recordar el clima que reinaba en las principales ciudades del país en vísperas al 7 de agosto. En Bogotá, el alcalde Luis Eduardo Garzón convocó varios consejos de seguridad para monitorear los esfuerzos preventivos contra el terrorismo de las FARC. Las calles se militarizaron. La ciudadanía padeció retenes, requisas, restricciones en las ciclovías y ley seca. El regreso del terrorismo, o la repetición de los atentados de 2002, invadió el ambiente colectivo.

Hubo otras consecuencias de mayor alcance. En su momento circularon versiones de que el presidente Álvaro Uribe anunciaría en su discurso de posesión una generosa oferta de paz para la guerrilla, tanto de las FARC como del ELN. A última hora, las noticias sobre la ola de atentados con que supuestamente se saludaba su segunda administración habría obligado a un cambio del texto. Sólo hubo alusiones generales, de tono escéptico y contenido ambiguo, sobre las posibilidades de abrir una negociación de paz. La confirmación de que los actos terroristas fueron inventados con participación de miembros de las Fuerzas Armadas significaría que el Presidente de la República –el Comandante en Jefe– habría tenido que modificar su política por culpa de ilícitos cometidos por sus propios subordinados. Una barbaridad inconcebible.

No menos significativo fue el efecto de las informaciones sobre estos atentados en la comunidad internacional. Las medidas de seguridad para proteger a las delegaciones extranjeras que asistieron a la posesión, comenzando por la de Estados Unidos, fueron extremas y les dieron origen a despachos y crónicas de la prensa internacional que cubrió al evento. En todos se mencionaba la ofensiva de las FARC para 'recibir' el segundo cuatrienio de Álvaro Uribe. ¿Todo era un vil engaño? ¿Cómo puede un Presidente decidido a terminar el conflicto liderar a un Ejército que viola principios tan esenciales? ¿Cómo se ha llegado a una situación que permite semejantes despropósitos?

Las respuestas no son fáciles, pero hay varios indicios. En los últimos años se ha consolidado la cultura de los 'positivos'. Entre los generales y los mandos medios se ha incrementado la necesidad de mostrar a toda costa éxitos en la guerra. En parte, por la exigencia del propio presidente Uribe, que llama directamente a los comandantes en el terreno para mantener su presión. Y también porque se paga dinero y se reconocen los méritos. Otro factor es la expectativa que existe sobre el nuevo comandante del Ejército, general Mario Montoya, para que sostenga las 'cifras' de su antecesor. No se tiene en cuenta que en la medida en que hay progresos en la guerra, los 'positivos' deben disminuir. De hecho, llegan a cero en el momento de la victoria definitiva, porque el enemigo pierde toda su capacidad de acción. Este obsoleto concepto ha producido casos atroces como la desaparición de Tiberio García Cuéllar cerca de Chaparral, Tolima, sobre el cual hay investigaciones contra miembros de la Fuerza Pública; el montaje del secuestro de seis comerciantes por el Gaula del Ejército en Atlántico, y ejecuciones extrajudiciales por las que se acusa a la IV Brigada, en Antioquia, cuyas víctimas fueron presentadas como guerrilleros.

Un elemento clave de la política de seguridad democrática era el de cambiar la manera de cuantificar los éxitos de las Fuerzas Armadas en la guerra. Reemplazar indicadores como el número de muertos por otros más modernos como los resultados en términos de una mejor seguridad para la población civil. La reducción, por ejemplo, de homicidios, secuestros y desplazados. Lamentablemente, los casos mencionados indican que no se ha producido este cambio, sino que, por el contrario, se ha incrementado el apego al infame 'body count' (contabilización de muertos) que en el mundo se comenzó a desterrar después de su abuso en la guerra de Vietnam.

El comandante del Ejército, general Mario Montoya, en el comunicado que leyó el jueves pasado para dar a conocer el escándalo, reiteró que los hechos fueron cometidos por "personas inescrupulosas entre las que se encuentran dos oficiales". Un explicable énfasis en la responsabilidad individual y no institucional. Y aunque es cierto que no existe una política oficial, la repetición de la la infame práctica de inventar atentados genera una gran preocupación. La contundente declaración del ministro de Defensa, en el sentido de que estos crímenes son "hechos aislados" choca contra la percepción de que su número y frecuencia tienden a convertirlos en una conducta sistemática.

Por momentos, la reacción de la cúpula descubre una mayor preocupación por la imagen, que por enfrentar la realidad. El general Montoya salió a los medios con un comunicado de seis puntos para adelantarse a las informaciones que preparaban SEMANA y El Tiempo para denunciar los montajes. El objetivo era quitarle fuerza a la noticia y divulgarla en los términos oficiales. Una praxis de dudosa ética que ya había sido utilizada cuando se destaparon las torturas a que fueron sometidos 21 soldados del Batallón Patriotas en el municipio de Piedras, Tolima, en febrero pasado. Estas reacciones dejan la percepción de que importa más tapar llas irregularidades que llegar al fondo de las investigaciones.

Y hay problemas graves con aspectos tan cruciales como el alcance del control civil del manejo militar. Un precepto constitucional fundamental en una democracia, que en Colombia se profundizó desde cuando se reemplazaron los ministros de Defensa militares por civiles. Aunque esta medida ha servido para mejorar el debate sobre los asuntos castrenses y para mantener a los oficiales al margen de la política, todavía hay un largo camino que recorrer. La salida de Martha Lucía Ramírez de la cartera de Defensa tuvo que ver con el malestar que generaron en las Fuerzas sus intenciones de asumir el manejo de la contratación por parte del Ministerio. Otras áreas han sido impenetrables: esta es la hora en que los informes de los inspectores militares no llegan al despacho ministerial. Y para enfrentar la profunda crisis de la justicia penal militar, el ministro Santos tuvo que nombrar como directora de esa jurisdicción a Luz Marina Gil, la primera civil que llega a esa posición.

Pero se necesitan otras reformas. "El rápido crecimiento en el pie de fuerza en los últimos años no ha estado acompañado de la reingeniería necesaria para mejorar los controles internos", dice la ex ministra Martha Lucía Ramírez. También hay problemas de liderazgo. El relevo de oficiales respetados por la tropa, como los generales Reynaldo Castellanos y Carlos Alberto Ospina, ha dejado vacíos. También se necesita una revisión de la estrategia de pagos de recompensa para evitar el estímulo al logro de 'positivos' a cualquier precio. Y, agrega Martha Lucía Ramírez, "la formación de los soldados debe ser más integral: agregar una mejor educación en derechos humanos y ética, y no limitarse exclusivamente a lo militar".

Falta ver a dónde conducen las investigaciones sobre los atentados previos al 7 de agosto. ¿Tiene validez la hipótesis del fiscal Iguarán según la cual fueron las FARC las que impulsaron estos actos? ¿A esa conclusión conduce el material probatorio? En todo caso, una es la realidad procesal y otra la preocupación creciente por la protuberante existencia de fallas estructurales en las fuerzas. Y este punto, pase lo que pase con las investigaciones sobre los actos terroristas de agosto, no se puede dejar a la deriva –ni sin una respuesta convincente– en un país en guerra.