Economía
mundial

 

La Cumbre del G-8 en Petersburgo

La Cumbre sienta las bases de futuros conflictos y guerras por el petróleo, el gas y la energía

Por Konrad Ege [1]
Revista Freitag, Alemania, 21/07/06
Sin Permiso, 23/07/06
Traducción de Amaranta Süss

A Petersburgo ha asistido un George W. Bush dispuesto al compromiso, dicen los expertos. La revista estadounidense Time habla incluso en sus titulares del “final” de una desconsiderada “diplomacia de cowboys”.  Pero los hechos no acaban de casar con esas elevaciones retóricas. Ello es que el bosque periodístico alemán se ha aficionado a repetir la tesis del final de la “diplomacia de cowboys”, con el oportuno añadido de que la Canciller Merkel tiene ahora, en calidad de interlocutora privilegiada del presidente, más peso político internacional. Y puede que eso no ande completamente desencaminado; Bush necesita a la vieja Europa: en la cuestión de Irán, en Afganistán, en los asuntos norcoreanos y en Irak. La ministro de exteriores Rice, inclinada a la Realpolitik, modera a Bush y actúa a trechos como un contrapeso de los instintos de diplomático cowboy de Dick Cheney, el vicepresidente.

Ni que decir tiene que en Petersburgo quedó claro que el „adiós” a la “diplomacia de cowboys”  no significa, ni por mucho, tanto como dan a entender algunos transatlánticos: sobre todo si los socios del otro lado del Atlántico no impulsan política alternativa alguna. Lo que se decidió en la Cumbre sienta las bases de futuros conflictos y guerras por el petróleo, el gas y la energía, e incrementa el riesgo de que el choque de “Occidente” con el Islam fundamentalista acabe siendo irreparable. Para beneplácito de quienes, aquí y allí, precisan de dogmas de fe extremistas y del espantajo del terror para fortalecer su propio poder. El comunicado del G-8 sobre la seguridad energética echa, en cualquier caso, sus raíces en la edad de piedra de las políticas energéticas; muchos de sus pasos, lo mismo podrían haber sido escritos por los amigos íntimos de Bush en el negocio petrolero, que por los príncipes teocráticos de la Arabia Saudita.

Los jefes de Estado “saludan” como de pasada el desarrollo de energías alternativas e insisten en más energía nuclear. En substancia, se pronuncian por una competición de libre mercado en torno de los combustibles fósiles. El comunicado parte del supuesto de que la demanda de energía crecerá en los próximos 25 años en torno a un 50%, y de que el carbón, el gas subterráneo y el petróleo cubrirán en 2030 cuatro quintos de la demanda energética esperada; es decir, en términos porcentuales, lo mismo que ahora (en términos absolutos, más, huelga decirlo, aun si llegara a haber motores y centrales energéticas “más limpios”).

Quien por décadas se hace a tal extremo dependiente del petróleo y el gas y no fuerza un cambio radical a favor de las energías renovables, apunta necesariamente en dirección a guerras por materias primas, independientemente de que sean o no los diplomáticos cowboys quienes gobiernen el mundo. Puesto que las deseadas materias primas se hallan a menudo en países de impronta islámica –y no raramente, bajo la férula de regímenes represivos—, los conflictos en torno del petróleo pueden acabar siendo también instrumentalizados por movimientos islamistas fundamentalistas.

George Bush viene forjándose inveteradamente una oportuna „realidad alternativa”, a fin de justificar sus golpes militares preventivos. O a fin de embellecer retóricamente el fracaso en  Irak y los golpes fallidos en un Afganistán gradualmente retalibanizado. Los jefes de Estado y de Gobierno del G-8, por su parte, se aficionaron en su debate energético a los escotillones del miedo colectivo, a fin de crearse una realidad conforme a sus deseos que obliterara el creciente peligro representado por el cambio climático. Según acaba de estimar el Worlwatch Institute de Washington, la temperatura media global en 2005 fue de 14,5 grados, más alta que cualquiera otra obtenida desde que hay registro de temperaturas. La concentración atmosférica de dióxido de carbono aumenta en un 0,6 por ciento, un incremento asimismo mucho más trepidante de lo acostumbrado. Y los hielos se derriten. Pero en opinión del G-8, los osos polares podían afeitarse, si el clima les resulta demasiado caluroso.

Dudas sobre el final de la „diplomacia de cowboys” despierta también la manera de afrontar el sangriento conflicto en el Líbano, que consiguió torcer el programa de trabajo del G-8. Precisamente el Líbano, al que Bush había alabado hace poco como democracia árabe modelo. Las imágenes de cadáveres en Beirut o en Baalbek se utilizarán profusamente en las campañas propagandísticas de al Qaeda y otros. No faltará el añadido de que el G-8 –manifiestamente, conminado por el presidente de EEUU— vino a dar una suerte de patente de corso al gobierno israelí en la primera fase de los ataques.

Y aun si quisiera creerse que Bush puede acabar convirtiéndose en un político de ideas multilateralistas, la nave no puede alterar tan repentinamente el gobernalle. De la mano de una política exterior unilateral va una política interior que busca dotar a la Casa Blanca cada vez de más poder y que se pretende por encima de la ley. Tal acúmulo de poder es necesario en tiempos de guerra, se dice a modo de justificación. Más multilateralismo hacia fuera, destruiría esa coartada. El miedo a unos terroristas dispuestos a atacar de nuevo a América viene al punto para hacer una política favorecida por los escenarios amenazantes. Hace pocos días, se destapó como “discusión” en una página web un supuesto plan para destruir el túnel a Manhatan.

La guerra contra el Líbano y una posible extensión de las acciones de guerra a Siria tendrían drásticas consecuencias para la política exterior americana. Es difícil de imaginar que el gobierno israelí se atreva a tanto, sin tener la certeza de que Washington le seguirá. El vicepresidente y otros duros como él podrían aprovechar el momento para redoblar su apoyo militante a Israel, debilitando así decisivamente la influencia de Condoleezza Rice, a fin de destruir el germen de lo que tantos expertos consideran el principio del “fin de la diplomacia de cowboys”.


[1].- Konrad Ege es un analista de política internacional que colabora regularmente en el semanario alemán de izquierda Freitag.