Economía
mundial

 

Jugar con fuego

EEUU y la ilusión del dólar

Por Gabor Steingart [1]
Sin Permiso, 29/10/06
Traducción de Paco Ramos

El dólar todavía es la moneda de reserva del mundo, aunque hace tiempo que no merece ese estatus. La desvalorización del dólar no puede detenerse –sólo puede diferirse. El resultado podría ser una crisis económica mundial. El siguiente ensayo, publicado por el semanario alemán Der Spiegel ha sido extraído del best seller alemán de Gabor Steingart La Guerra Mundial por la Riqueza: La Lucha Global por el Poder y la Prosperidad, asimismo editado por el sello editorial de Spiegel.

Las dos cosas que piden la mayoría de inversores son rendimientos altos y seguridad. Como resulta que uno nunca puede tener al mismo tiempo ambas, los humores de los inversores son como un barco de cabotaje emocional. Constantemente cambian del miedo a la codicia. Aunque los grandes inversores, como las corporaciones y los estados, claramente prefieren la seguridad por encima de imaginarios ingresos. Su miedo es más fuerte que su codicia. Renunciaran a inciertas grandes ganancias libremente, con tal de que la estabilidad de sus millones se garantice. Tienen miedo de la inquietud política, aborrecen los cambios demasiado pronunciados del valor del dinero, y la sola idea de inflación creciente los pone en estado de pánico.

Pocos países pueden proporcionar seguridad ante estos peligros. Esto incluye a los Estados Unidos y Suiza. De hecho, esta inseguridad se da porque el dólar no se usa simplemente para el intercambio o para inversión, sino que también tiene funciones como moneda de reserva en el mundo. Casi todos los países desconfían de su propia moneda, hasta el punto de que prefieren invertir el dinero de su tesorería en los Estados Unidos.

Uno casi podría descartar completamente la posibilidad de inquietud política en los Estados Unidos. La inflación es combatida por la Reserva Federal. Dada la dimensión del uso del dinero y la cantidad de dólares que circulan por el mundo, los especuladores no tienen ningún motivo para ponerse demasiado nervioso por el dólar.

Así, aquellos que tienen dinero prefieren guardarlo en dólares. Los Estados Unidos disponen de un monopolio virtual de la mercancía llamada seguridad. Para muchos inversores, comprar moneda americana no es sino otra manera de conservar su dinero. En 2005, sólo el 20 por ciento de todo el dinero en reserva en el mundo era en euros, mientras que más del 60 por ciento lo era en dólares. La introducción del euro fue un éxito considerable, y no debe minusvalorarse. No obstante, el dólar ha seguido siendo el ancla del dinero del mundo. Mientras esta ancla descanse firmemente en el fondo del océano, se garantiza la estabilidad en las economías nacionales que invierten en el dólar.

Pero si ese ancla se suelta y empieza a flotar libremente en el océano de finanzas global, el caos consiguiente produciría mas problemas que el de los tipos de cambio.

Comprar para evitar la venta

¿Pero por qué los mismos comerciantes que compraban productos ahora están tan locos por los billetes de dólar? ¿Por qué confían en la bien llamada seguridad –un artículo cuya cantidad no puede aumentarse en absoluto? ¿No aprende cualquier estudiante de negocios que el dinero de un país sólo es tan estable –y valioso–en la medida en que lo es la economía nacional de ese país? ¿Nadie ve que la tensión entre sueño y realidad está aumentando, y que esa tensión explotará llevando el sufrimiento a millones de personas?

¡Desde luego que lo ven! Los inversores pueden ver lo que está pasando. Se preguntan por ello y menean la cabeza. Incluso los asusta un poco, lo que les hace sentir un frió helado en sus espaldas. Pero siguen comprando dólares como posesos. Cuanto mas grandes sus dudas, más avariciosamente piden dólares. De hecho, eso es exactamente lo que es tan loco de esos inversores y su conducta: El cliente no es sólo un cliente. Crea la seguridad que está comprando por el mismo acto de comprarlo. Si detuviera la compra de dólares mañana, la sospecha sobre el dinero se extendería y la inseguridad crecería. Entonces el sueño acabaría. El dólar empezaría a vacilar, y todas las riquezas en dólares perderían su valor. Claro está que eso es lo que los inversores no quieren que suceda.

La única manera de luchar contra un dólar débil es fortalecerlo. Muchas personas ya no se preocupan de si el dinero americano todavía justifica la fe que las personas parecen tener en él. El nuevo juego, que trata de jugar con el fuego, trabaja precisamente al revés: El dólar merece la fe que consigue, porque de lo contrario perderá esa fe. Se compran los dólares, pero no hay que venderlos. El dólar es fuerte porque, ésa es la única cosa que puede impedirle ser débil. La realidad se ignora, porque sólo ignorándola troca el sueño en realidad. O, para decirlo con mayor claridad: comportarse irracionalmente se ha vuelto la conducta racional.

Todos conocen el peligro

Es verdad: quienes juegan a este juego saben que, a largo plazo, el dinero no puede ser más fuerte que las economías nacionales en que arraiga. El consumo sin producción, las importaciones sin exportaciones, el crecimiento a crédito; éstas son todas cosas que no pueden durar en este mundo. Ken Rogoff, el anterior economista principal del Fondo Monetario Internacional (FMI) y un hombre que piensa con tanta claridad como con descaro se expresa, criticaba recientemente la política económica estadounidense cuando parecía estar alabándola: del actual boom en los Estados Unidos dijo Rogoff que es "la mejor recuperación económica que el dinero puede comprar ".

Pero si las cosas se han vuelto tan obvias, ¿por qué los inversores no están retrocediendo de miedo? ¿Por qué los extranjeros, presidentes americanos de todo tipo e incluso presidentes de la Reserva Federal conocidos por su solemne gravedad se permiten verse involucrados en un juego arriesgado a tal extremo, que el riesgo es que se destruya todo? ¿Por qué los mecanismos de regulación del mercado que se supone representan la ventaja del sistema capitalista sobre las economías planificadas no están funcionando?

La respuesta es espantosamente simple: todos sabemos lo peligroso que es el juego, pero continuarlo es menos peligroso que dejarlo. ¿Después de todo, qué se ganaría reaccionando? Los inversores se metieron a consciencia hace años en la trampa del dólar, y no hay ninguna manera fácil de salir de ella. Si llevan al mercado sus dólares y su deuda pública, perderían el dinero –o gradualmente, o de repente–. Les gustaría evitar ambos disyuntos, por lo menos durante un tiempo. Un presidente que no hace más que reconocer la situación como un problema importante puede perder su posición cuando las miradas de descontento públicas buscan una escapatoria. Aunque los gobernadores de la Reserva Federal están bajo la obligación de decir la verdad, han dejado pasar el momento adecuado para una intervención eficaz.

Esperar la señal

Alan Greenspan, el legendario anterior presidente de la Reserva Federal americana, hizo mucho por alimentar la ilusión del dólar. Siempre que el escepticismo aumentaba, él subía el tipo de interés. Cualquier incremento del tipo de interés también sirve como premio para aquéllos que se arriesgaron invirtiendo en el dólar. Cuando se oía cualquier duda sobre el mantenimiento del crecimiento económico americano, Greenspan se esforzaba por desvanecerla sin tardanza. Para ser un hombre bien conocido por su empeño en mantener a las personas en la oscuridad sobre el mundo financiero, habló con precisión notable. "En conjunto, el sector nacional parece estar en buena forma ", dijo en octubre de 2004. Si los gerentes del mercado financiero global rinden culto a Greenspan, es en parte porque daba un aliento de varios años a sus sueños.

Su sucesor no tiene otra opción que hacer lo mismo. Sabe que cada consejo dado por alguien en su posición tendrá consecuencias. Si advierte sobre desviaciones de la economía, la propia advertencia se vuelve una profecía autocumplida al instante. Aun cuando escogiera una formulación sutil, el mercado financiero entendería lo que está diciendo perfectamente. Todos estamos esperando la señal de que la tendencia se ha invertido. Nadie la desea, pero nadie puede permitirse el lujo de obviarla.

A estas alturas, podría formularse una objeción legítima, a saber: si los mercados financieros hacen normalmente caso omiso de los políticos, ¿por qué los mercados no se autocorrigen en este caso como normalmente hacen? ¿Quién o qué está impidiéndoles a los inversores comportarse de forma diferente respecto al dólar de como se comportaron respecto de las acciones de la Nueva Economía?

Lo harán. La única pregunta es cuándo. Los inversores financieros no son recaudadores de impuestos o contables: Su trabajo no es el de un inspector meticuloso. Aman el exceso, y causan regularmente fricciones en los mercados. Después de todo, la especulación es su negocio, y ello implica vivir con el riesgo de ir demasiado lejos. Su actitud profesional se parece en eso a los pilotos de coches de carreras, cuya meta es la victoria más que evitar los accidentes a toda costa. Lo que permanece incierto es, simplemente, la magnitud de la caída. Los expertos han previsto a menudo los efectos del hundimiento. Si la tendencia descendente empezara, los intereses de los créditos subirían paulatinamente en un esfuerzo por refrenar la desvalorización. Así, la crisis del dólar se extendería del mundo del dinero al mundo real de las fábricas, de los negocios y de los hogares en cuestión de días.

Las inversiones privadas dan los más bajos rendimientos cuando suben las tasas de interés. Las personas empezarían a ahorrar, la economía vacilaría y, en el futuro, se retraería. Los primeros despidos en masa llegarían poco después. Los ciudadanos americanos tendrían que reducir drásticamente una vez más su nivel de consumo, cuando el desempleo y las oleadas de quiebras agitaran al país. Millones de hogares se verían incapaces de pagar sus préstamos. Entonces los precios de bienes raíces y los valores de las acciones empezarían a caer, después de haber sido sobrevalorados durante años y usados como hipotecas para el crédito al consumo. Cuando estallara la burbuja inmobiliaria, el consumo se reduciría aún más. El ansia por las importaciones se marchitaría, lo que causaría problemas a los países exportadores. Sería sólo cuestión de días el que los periódicos usaran una vez más una locución que parecía haber caído definitivamente en desuso desde hace décadas: crisis económica mundial.

Esteroides para el gigante

En el pasado siglo, los Estados Unidos ya padecieron una crisis económica profunda que gradualmente se extendió al resto del mundo. La Gran Depresión duró 10 años y trajo desempleo en masa e inanición a los Estados Unidos. El poder económico del país se hundió en un tercio. El virus de la crisis causó estragos en Occidente. Hubo seis millones de personas desempleadas en Alemania cuando la fiebre económica estaba en su cúspide.

Los inversores de hoy se enfrentan a un difícil dilema, que no les envidio. Pueden ver la debilidad relativa de la economía americana y se aperciben de los movimientos tectónicos en la economía mundial. Saben que está haciéndose un gran esfuerzo estadístico para prolongar la ilusión del sueño americano. Ahora, que durante algún tiempo las estadísticas gubernamentales han anunciado un sensacional crecimiento de la productividad de la economía americana, precisamente ahora los incrementos de productividad, por extraño que pueda parecer, no han traído consigo el crecimiento de los salarios en años. Esto es de hecho genuinamente raro: o bien los capitalistas están recogiendo ellos solos los frutos del crecimiento de la productividad –lo que ya de por sí podría ser un escándalo político en el corazón de capitalismo–, o bien los crecimientos de productividad sólo existen en el papel. Muchas cosas sugieren que la segunda hipótesis es la correcta.

Medio mundo está impresionado por los bajos niveles de desempleo en Estados Unidos. La otra mitad sabe que estas estadísticas no son oficiales, sino el resultado de encuestas telefónicas voluntarias. Muchos de aquéllos que se declaran empleados son ayudantes y obreros por un día. Trabajar simplemente una hora a la semana es bastante para ser clasificado como "empleado". Dado que es considerado antisocial declararse desempleado, las estadísticas americanas dicen seguramente más sobre las normas dominantes de la sociedad americana que sobre su condición real.

Las altas tasas de crecimiento de la economía americana tampoco son muy fiables. Son el resultado de una alta deuda pública y privada. De ninguna manera expresan un crecimiento en la producción y los servicios que los Estados Unidos hayan logrado por su propia fuerza. Dicen más sobre los éxitos de las ventas de asiáticos y europeos. Nuevos préstamos pedidos por el gobierno americano fueron responsables de un tercio del crecimiento económico americano en 2001. En 2003, eran responsables de la cuarta parte del mismo crecimiento. Los Estados Unidos son un gigante económico dopado con esteroides para que su declive no sea demasiado evidente.

En Dios confiamos, de acuerdo con el mercado

Para los inversores en el mercado de capitales, la realidad no es la realidad hasta que la mayoría se convence y reacciona convenientemente. Ahora mismo, todos se vigilan de reojo. Todos saben que el sueño de la superpotencia económica ha acabado, pero todos mantienen sus ojos cerrados para que el sueño dure un poco más.

La deuda publica y las acciones no tienen valor objetivo –no son nada que usted puede ver, pesar, probar o incluso comer–. Su valor es mediado por la fe de los inversores, de acuerdo con la cual el poder adquisitivo de 1 millón de dólares ahora seguirá siendo 1 millón dentro de 10 años, en lugar de reducirse a la mitad. Esa fe es medida en los mercados casi cada segundo –y la medida usada no es otra que la fe de los demás inversores–. Con tal de que el número de creyentes exceda al de los escépticos, todo funciona bien para el dólar (y para la economía mundial). El problema comenzará el día en que la balanza empiece a torcerse.

El proceso se complica por el hecho que los inversores no se manejan exclusivamente por la fe ciega. En parte, parece, los hechos también los empujan a extender su crédito de confianza un poco de tiempo más. El crecimiento económico americano –un dato impresionante sobre el papel– es una referencia importante. Cuando es alto, los inversores se sienten tranquilizados por su fe en el poder de la economía nacional estadounidense. Ciertamente el déficit de la balanza comercial ha subido como un cohete desde su aparición a mitad de los años setenta. Pero, sin embargo, la economía está creciendo firmemente, como los soñadores apuntan con creciente autoconfianza. Puede no estar creciendo tan rápidamente como la economía china, pero está creciendo a un ritmo que es el doble de la economía europea.

Con todo, esta referencia no es tan fiable como parece. La fe que los inversores tienen en el dato realmente ha ayudado a crearlo. Después de todo, el precio de compra de la deuda pública alimenta casi directamente el consumo estatal, así como el precio de compra de una acción inclina a las compañías a consumir más. También extiende la base del crédito de millones de hogares –que, a su vez empuja al consumo–. De esta manera, las expectativas de los inversores –incluida la expectativa de que los Estados Unidos continuarán creciendo– trocan por sí propias en certezas.

En otros términos, el capital de confianza crea la misma tasa de crecimiento que necesita para justificarse. El crecimiento económico americano, de hecho, es alimentado por un creciente aumento en el consumo; lo que resulta sorprendente dada la pérdida de poder adquisitivo de los salarios y el declive de los resultados industriales. Todos conocemos la respuesta a este enigma. El crecimiento del consumo no está basado en una expansión de la producción, un incremento de los salarios o aun en un aumento en las exportaciones. Está basado, en gran medida, en la deuda creciente. ¿Pero por qué los bancos siguen dando créditos? Porque ellos aceptan los acrecidos precios de las acciones y de bienes raíces como un elemento subsidiario. Se ha creado un circuito cerrado milagroso de acuñar dinero.

Autoengaño

La magnitud de este autoengaño puede leerse en los balances de los bancos: casi nadie ahorra hoy día en los Estados Unidos. La deuda externa crece aproximadamente mil quinientos millones de dólares cada día de la semana y ha alcanzado aproximadamente los tres billones de dólares. La deuda de los hogares, sea en EEUU o en el extranjero, ha alcanzado los 9 billones de dólares –y el 40 por ciento de esta deuda es posterior a 2001–. Los americanos están disfrutando el presente a costa de hipotecar su vida futura. Sin discusión, la crisis económica inminente es la más predictible en la reciente historia. En lugar de refutarla, el boom económico americano no hace sino anunciarla.

Los biólogos han observado fenómenos similares en plantas contaminadas por toxinas. Antes de que marchiten, producen un último brote de retoños a tal punto vigorosos, que apenas pueden distinguirse de las plantas saludables. Algunos hablan de una flor de pánico.

Así pues, ¿quién será el primero en destruir la ilusión del dólar? ¿No están todos los inversores atados por un lazo invisible, que hace que cada ataque al dinero conlleve una pérdida de valor para ellos, amenazando incluso con destruir una gran parte de sus recursos financieros? ¿Por qué los bancos centrales de Japón o Pekín deben tirar sus dólares en el mercado? ¿Qué podría hacer que los fondos de pensiones americanos destruyan su riqueza, mantenida en dólares? ¿Qué sentido tiene arrojar a los Estados Unidos a una crisis profunda, cuándo esa crisis pudiera arrastrar al resto de los países y Estados?

El motivo subyacente es el mismo que incitara una vez a los inversores a comprar dólares: el miedo. Ahora es el miedo de que alguien pueda ser más rápido, de que la fuerza del dólar no dure, de que los días de espera resulten demasiado largos. Miedo de que el instinto de manada de los mercados financieros globales se dispare y se apodere de quienes que no pueden mantenerse firmes.

Más débil de lo que dicen

Estos días, el dólar está resultando incómodo para muchas personas. Un día de éstos, muchos dueños de dólares se despertarán y mirarán los hechos sobre la economía americana sin sus gafas de color de rosa. Lo mismo que antos inversores privados se despertaron un día y miraron firme y fríamente a la Nueva Economía, para no ver sino compañías cuyo valor comercial ni siquiera podía justificarse por elevados aumentos de beneficio. Algunas de las previsiones de rédito que se habían hecho, excedían el valor total del mercado. El Nasdaq presentó el espectáculo de una bolsa de valores cuyo valor añadido creció un mil por ciento en sólo unos años, cuando el crecimiento nominal de la economía americana durante el mismo período era sólo del 25 por ciento.

La codicia triunfó sobre del miedo por unos años: pero el miedo acabó regresando. El valor de las acciones de alta tecnología ha caído más de un 70 por ciento en sólo unos meses, y ahora están en menos de la mitad del valor que llegaron a tener. Incluso el Dow Jones, un índice de la bolsa de valores que se basó en el valor de las compañías americanas más grandes, se devaluó en un 40 por ciento.

El mismo destino le espera al dólar y a los préstamos en dólares. Los Estados Unidos han vendido más seguridad de la que tienen. Las expectativas resultarán ser sin valor porque no podrán realizarse. Así como la Nueva Economía era incapaz de proporcionar a los inversores o el crecimiento o las ganancias que se habían predicho, los comerciantes de dinero tendrán que admitir algún día que el respaldo económico del dinero que ellos vendieron era harto más débil de lo que decían.

La caída puede diferirse, pero no podrá evitarse

La dependencia de los bancos centrales extranjeros respecto del dólar diferirá su caída, pero no la evitará. La ventisca de nieve de hoy, trocará en alud mañana. El volumen de nieve ya está aumentando a una velocidad impresionante. El alud podría llegar mañana, en unos meses o en años. Mucho de lo que las personas piensan hoy que es inmortal, será enterrado por la crisis del dinero global: tal vez incluso el mismo liderazgo de los Estados Unidos.

A propósito, la comisión que el anterior presidente norteamericano Bill Clinton creó para investigar el balance negativo del comercio concluyó que el gobierno tiene que hacer lo posible para acabar con la disparidad creciente entre las importaciones y las exportaciones. Exigió que el público abandone su optimismo y vuelva al realismo, que las personas vuelvan a ahorrar de nuevo y que el Estado reduzca sus importaciones para prevenir una caída demasiado dura.

Nada de eso se hizo. De hecho, lo que está haciéndose es todo lo contrario de lo que los expertos recomendaron. La deuda está creciendo, las importaciones están aumentando, y un optimismo falto de base real se ha convertido en política oficial del gobierno. Lester Thurow, miembro de la comisión de Clinton, concluye con la sobria observación de que nadie creerá que la balanza comercial americana pueda producir una crisis "hasta que la produzca".


[1].– Gabor Steingart encabeza la oficina de Berlín de a revista Der Spiegel. Su último libro se titulaba “Alemania: El declive de una superestrella”, el cual, lo mismo que éste “La guerra mundial por la riqueza” (del que está extraído el texto aquí reproducido) fue un éxito de ventas y de crítica en Alemania. Steingart fue elegido "escritor económico del año" en 2004.