Economía
mundial

 

Con qué criterio intervenir en la crisis financiera hipotecaria

Por Paul Krugman
The New York Times, 17/08/07
Sin Permiso, 19/08/07
Traducción de Roc F. Nyerro

En abril, Henry Paulson, el secretario del Tesoro, declaró que todas las señales que veía indicaban que el mercado inmobiliario estaba "ya o a punto de tocar fondo". A comienzos de este mes, todavía insistía en que los problemas causados por la desintegración del mercado de hipotecas subprime estaban "por mucho, contenidos". Pero el tiempo de las negaciones ya pasó.

De acuerdo con datos hechos públicos ayer [16 de agosto], tanto los comienzos de obra como las solicitudes de permisos de construcción han caído a su nivel más bajo en la última década, revelando que la construcción de vivienda está todavía en caída libre. Y si las relaciones históricas resultan orientativas, los precios de la vivienda todavía son demasiado altos. El desplome de la vivienda nos acompañará probablemente por años, no por unos meses.

Entre tanto, se ha hecho claro que el problema hipotecario está todo menos contenido. Por un lado, no queda confinado a las hipotecas subprime, que son préstamos a gente que consigue satisfacer los criterios financieros corrientes. También están los crecientes problemas en las llamadas hipotecas Alt–A (no pregunten), que constituyen otro 20% del mercado hipotecario. También comienza a haber problemas con los normales préstamos prime. Todo lo que podríais esperar, dada la profundidad del desplome inmobiliario.

Muchos en Wall Street claman por una fianza de rescate: que Fannie Mae [la principal compañía de financiación y garantías hipotecarias de Estados Unidos], o la Reserva Federal, o quien sea, intervenga y compre a los atribulados hedge funds garantías hipotecariamente respaldadas. Pero eso sería como pretender que los contribuyentes rescataran Enron o WorldCom cuando entraron en quiebra: sería salvar a malos agentes económicos de las consecuencias de sus tropelías.

Porque cada vez resulta más claro que la burbuja de los bienes raíces de los últimos años, como la burbuja accionarial de finales de los noventa, fue causada y nutrida por un mal comportamiento generalizado. Agencias de estimación del riego, como Moody's Investors Service, que cobraba muchísimo dinero por estimar el riesgo de garantías hipotecariamente respaldadas, parecen haber desempeñado un papel semejante al jugado por los complacientes auditores en los escándalos empresariales de hace unos pocos años. En los 90, los auditores certificaban dudosas declaraciones de ingresos; en la presente década, las agencias de calificación del riesgo afirmaban que las dudosas garantías hipotecariamente respaldadas era de elevada calidad, activos AAA, excelentes.

Sin embargo, nuestro deseo de evitar que los malos agentes económicos se salven de un mal final no debería impedir que actuáramos correctamente, tanto en términos morales como económicos, en favor de los prestatarios que fueron víctimas de la burbuja.

La mayoría de las propuestas que he visto para enfrentarse a los problemas de los prestatarios subprime son del tipo "cierra la puerta del cobertizo si el caballo ha escapado": lograrían evitar las prácticas del préstamo abusivo, lo que habría sido muy útil hace tres años, pero no serviría de nada ahora. Lo que llegados a este punto necesitamos es una política para enfrentarnos a las consecuencias del desplome inmobiliario.

Imaginad a un prestatario que no puede hacer frente a sus pagos hipotecarios, exponiéndose al embargo de su inmueble. Antes, como Gretchen Morgenson señaló hace poco en el New York Times, el banco que concedió el crédito habría estado dispuesto a ofrecer una vía de salida y cambiar los plazos del préstamo para facilitar su devolución, porque lo que el prestatario fuera capaz de pagar valdría más para el banco que meterse en los costes del embargo y de la posterior reventa del inmueble. Tanto más probable sería esta salida, en vista de un mercado inmobiliario deprimido.

Hoy, sin embargo, el intermediario hipotecario que concedió el préstamo es normalmente, como dice la señora Morgenson, "el primer peldaño de un alegre circuito financiero". La hipoteca fue juntada en haz con otras y vendida a bancos de inversión, los cuales, a su vez, rebanaron y trocearon derechos y responsabilidades para producir bienes artificiales que empresas financieras como Moody's o Standard & Poor's estaban dispuestas calificar como AAA. Y el resultado es que no hay nadie con quien negociar un arreglo.

Esto me parece a mí un caso claro de necesidad de intervención estatal: hay un grave fallo del mercado, y reparar ese fallo podría ayudar enormemente a miles, tal vez a centenares de miles de norteamericanos. El gobierno federal no debería proporcionar rescates, pero debería ayudar a organizar arreglos.

Ya hicimos esto una vez. Para países del tercer mundo, no para ciudadanos norteamericanos. Se puso fin a la crisis de la deuda latinoamericana de los 80 con las llamadas negociaciones Brady, conforme a las cuales los acreedores fueron constreñidos a reducir las cargas deudoras de los países a niveles manejables. Tanto los deudores, que se libraron de la sombra de la quiebra insolvente, como los acreedores, que lograron recuperar el grueso de su dinero, se beneficiaron.

La mecánica de una versión interna de esa solución necesitaría mucha elaboración, de juristas no menos que de expertos financieros. Intuyo que implicaría la intervención de agencias federales en la compra de hipotecas –no las garantías derivadas en espiral de esas hipotecas, sino los préstamos originales— a un descuento elevado, y luego renegociar los plazos. Pero estaría encantado de escuchar ideas mejores.

El caso es, empero, que no hacer nada no es la única alternativa a rescatar a las partes que nos metieron en este embrollo. Digamos no a los rescates, pero ayudemos a los prestatarios a conseguir un arreglo.


(*) Paul Krugman es uno de los economistas más reconocidos académicamente del mundo, y uno de los más célebres gracias a su intensa actividad publicística y divulgativa desde las páginas del New York Times. Colaboró en su día con el grupo de asesores de economía del Presidente Clinton, pero la dinámica de la vida económica, social y política de los EEUU en el último lustro le ha llevado a diagnósticos tan drásticos como lúcidos del mundo contemporáneo.