Economía
mundial

 

Los bancos centrales y el “azar moral”

Por Joseph Halevi
Il Manifesto, 29/08/07
sinpermiso, 09/09/07
Traducción de Leonor Març

Hay un notable fetichismo en lo que hace al poder de los bancos centrales, sobre todo en las formaciones de izquierda. Esas instituciones son parte integral del sistema capitalista; no son autónomas de ese sistema. Si cambian las características del sistema económico, los bancos centrales tienen que adaptarse. El banco de la Reserva Federal (Fed) norteamericano fue creado en 1913, tras una serie de crisis financieras y monetarias marcadas por carreras de clientes hacia las ventanillas en los bancos privados. El objetivo era controlar la cantidad de moneda en circulación: inyectándola, en caso de evaporación de la liquidez, y reduciéndola en el caso contrario, evitando así el estallido de la crisis. Pero la Fed no consiguió realmente regular la dinámica económica. La razón fundamental es que el crédito y la moneda son endógenamente creados por los bancos privados. El banco central sólo puede actuar a toro pasado.

Hoy se pide a los bancos centrales el rescate del sistema financiero y el castigo de los truhanes, es decir, no crear un "azar moral" facilitando la reincidencia. Ambas exigencias son incompatibles. Quienes sostienen su compatibilidad dirán que basta con bajar los tipos de interés. Pero la última semana ha probado la inanidad de esa posición.

La inyección de dinero por parte de la Fed no ha tranquilizado a los "mercados". Las sociedades financieras sólo se calmaron cuando la Reserva Federal decidió bajar los tipos de interés, dando señales de que ponía proa a la rebaja. Esto a pesar de que Bernake [el presidente de la Fed] siguiera diciendo que había presiones inflacionistas. A nadie le importa, respondieron los "mercados"; si no bajan los tipos, nosotros nos desenganchamos y todos resultarán dañados.

La idea platónica, conforme a la cual el banco central puede determinar el cuadro macroeconómico, es ideología en el peor sentido de la palabra. Para entender el harto angosto camino por el que se mueven los bancos centrales, es preciso seguir las principales vicisitudes estadounidenses desde 1985. Con el acuerdo Plaza de septiembre de ese año, se acabó con la política de altas tasas de interés y comenzó una fuerte devaluación del dólar, que duró hasta 1995. A pesar de la reducción de los tipos, que debería haber incentivado la inversión real, la economía financiera dirige la economía real. La normal utilización de las capacidades productivas se hace más y más difícil, sin que el déficit público suministre estímulos persistentes, salvo el impacto directo en el complejo militar–industrial. Consiguientemente, las inversiones dejan de actuar como locomotoras. Si acaso, ellas mismas tienen que ser inducidas por la vía de un mayor endeudamiento y de burbujas especulativas, como sucedió luego con Clinton en el caso del boom del punto com.

La quincena de 1985–2000 está toda salpicada de terremotos financieros de gran magnitud, empezando por el  crac de Wall Street en octubre de 1987. A cada una de esas acometidas ha seguido inexorablemente, ya la inyección de dineros, ya la reducción in extremis de los tipos de interés. Con la creciente inestabilidad financiera, hicieron su aparición normas concebidas para proteger el sistema bancario ante eventuales riesgos graves. Esas medidas desplazan el riesgo a otra parte y abren el espacio a los mercaderes de la deuda, a la securitization, a los títulos papel, etc. Fue la Reserva Federal la que favoreció la formación de nuevos instrumentos de endeudamiento y la colateralización. Esto venía de la convicción de que, frente a la ineficacia del déficit público tradicional, la economía tenía que sostenerse en el consumo (a estimular con la deuda familiar, visto que los salarios no aumentaban gracias al shock Volcker–Reagan de 1980–81, que destruyó la fuerza contractual de los sindicatos), así como en expectativas optimistas en lo tocante a ganancias derivadas de plusvalías.

Ese es el contexto de la burbuja clintoniana, que estalló en 2000 dejando en herencia mucha capacidad productiva inutilizada. Cuando en 2001 los tipos de interés fueron reducidos al 1% y se volvió también a poner en marcha el gasto público militar, las inversiones no despegaron. De forma cada vez más aguda, el estímulo depende de la creación de una nueva burbuja, que vino a alimentarse ahora también con los recortes fiscales para los ricos. La dimensión estancacionista de la economía de EEUU puede colegirse del hecho de que –a pesar de la expansión del déficit público debido a la guerra de Irak— desde 2001 las empresas han invertido menos de lo que han ganado, destinando el resto a los mercados financieros. Son las familias endeudadas las que sostienen mayormente la economía.

Tras el shock Volcker–Reagan de 1980–81, la dependencia respecto de la dinámica financiera se ha convertido en la característica principal del capitalismo norteamericano, una característica que se ha extendido a Europa y ha llegado a envolver también al chapuceado Japón. Hoy, los bancos centrales no pueden sino tratar de reactivar la burbuja, pero sin garantías de lograrlo. Tienen, pues, más que nunca, necesidad del excedente chino.

El problema del "azar moral" es puramente metafísico. Se lo enfrentará como es ya rutina en el próximo terremoto financiero. Con permiso de China.


(*) Joseph Halevi es profesor de Economía Política en la Universidad de Sydney y está asociado al Institut de Recherches Economiques sur la Production et le Développement (IREPD) de la Universidad Pierre Mendès France de Grenoble, France. Es miembro del consejo editorial internacional de Economie Appliquée (Paris) y del consejo editorial de Cahiers d'Economie Politique (Paris). Está vinculado también al centro IREPD (Institut de Recherches Economiques sur la Production et le Développement) de la Universidad de Grenoble perteneciente al CNRS (Centre National pour la Recherce Scientifique) francés. Desde 1990 colabora regularmente con el periódico de la izquierda italiana Il Manifesto en Roma.