Estados Unidos

 

El Waterloo liberal

Por Slavoj Zizek
Memoria nº 190
Rebelión, 14/01/05,
Traductor, Guillermo Crux

(Oh, ¡por fin algunas buenas noticias desde Washington!)

La primera reacción de los progresistas a la segunda victoria de Bush fue de desesperación, incluso de miedo: los últimos cuatro años no fueron sólo un mal sueño. La coalición de pesadilla de los grandes empresarios y el populismo fundamentalista continuará, mientras Bush prosigue su agenda con nuevo gusto, nombrando a jueces conservadores a la Corte Suprema, invadiendo el próximo país después de Iraq y empujando un paso más hacia la extinción al liberalismo en Estados Unidos. Sin embargo, esta reacción emocional es precisamente lo que debemos resistir; sólo es una muestra de la medida en que los liberales lograron imponernos su visión del mundo. Si mantenemos la mente fría y analizamos serenamente los resultados, la elección de 2004 se nos aparece bajo una luz totalmente diferente. Muchos europeos se preguntan cómo pudo ganar Bush, con toda la élite intelectual y de la cultura popular en contra suya. Ahora, tienen que enfrentar finalmente el poder de movilización subestimado del fundamentalismo cristiano norteamericano. Debido a su evidente imbecilidad, es un fenómeno mucho más paradójico y propiamente posmoderno que lo que parece.

Tomemos los bestsellers literarios del fundamentalismo norteamericano, la serie de doce novelas de Tim F. LaHaye y Jerry B. Jenkins, Left Behind, que tratan sobre el próximo fin del mundo que y de las que ya se han vendido más de 60 millones de copias. La historia de Left Behind empieza con la desaparición súbita e inexplicable de millones de personas: las almas salvadas a quienes Dios llama para que no pasen los horrores del Armagedón. Entonces aparece el Anticristo, un joven y hábil político carismático rumano llamado Nicolae Carpathia, quien, luego de ser elegido secretario general de Naciones Unidas, muda la sede de la ONU a Babilonia, donde impone un gobierno mundial antinorteamericano que desarma todos los Estados nacionales. Esta trama ridícula se desarrolla hasta la batalla final cuando todos los no cristianos –judíos, musulmanes y otros– son consumidos en un fuego cataclísmico. ¡Imaginen cómo se rasgarían las vestiduras en los medios de comunicación liberales occidentales si una historia similar escrita desde el punto de vista musulmán fuera un bestseller en los países árabes! Lo más impresionante no es la pobreza y el primitivismo de estas novelas, sino la extraña coincidencia parcial entre el mensaje religioso “serio” y las convenciones de la peor calidad del comercialismo de la cultura de masas.

Mi próxima reflexión tiene que ver con la paradoja básica de la democracia tal cual como se revela en la Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS, la biblia estalinista. Stalin (quien oficialmente escribió dicho libro, pero en realidad lo escribieron por él) describe cómo se vota en un congreso del partido a fines de los años veinte: “Con una gran mayoría, los delegados unánimemente aceptaron la resolución propuesta por el Comité Central”. Si el voto fue unánime, ¿entonces dónde desapareció la minoría? Lejos de traicionar algún giro perverso “totalitario”, esta paradoja se construye sobre la estructura misma de la democracia. La democracia se basa en un cortocircuito entre la mayoría y el “Todos.” En él, el ganador toma todo y la mayoría cuenta como Todos y obtiene todo el poder, aun cuando esta mayoría sea meramente un par de cientos de votos entre millones.

La “democracia” no es meramente el “poder de, por y para el pueblo”. No se alcanza con afirmar que en una democracia la voluntad y los intereses de la mayoría (los dos no coinciden automáticamente) determinan las decisiones estatales. Hoy, la democracia es, sobre todo, un legalismo formal, la adhesión incondicional a un juego de reglas formales que garantizan que los antagonismos de la sociedad se absorban totalmente en la arena política. La “democracia” significa que, sea cual fuera la manipulación electoral, todos los políticos respetarán los resultados incondicionalmente. En este sentido, la elección presidencial norteamericana de 2000 fue efectivamente “democrática”: a pesar de manipulaciones electorales obvias y el sin sentido patente del hecho de que varios cientos de votos en Florida decidieran quién sería presidente del conjunto de la nación, el candidato demócrata aceptó su derrota. En las semanas de incertidumbre después de la elección, Bill Clinton hizo un comentario amargo, pero apropiado: “El pueblo americano habló; simplemente no sabemos qué dijo”. Este comentario debería tomarse más seriamente de lo que se supuso en ese entonces. Hasta el momento, todavía no sabemos qué dijo, tal vez porque no hubo en absoluto ningún “mensaje” detrás del resultado.

Los que son viejos todavía recuerdan los intentos aburridos de los “socialistas democráticos” de oponerse al miserable “socialismo realmente existente” sosteniendo la visión de un socialismo auténtico. Para tales esfuerzos, la respuesta hegeliana normal brinda una réplica suficiente: el fracaso de la realidad de vivir según su noción habla de la debilidad inherente de la propia noción. ¿Por qué no debería sostenerse lo mismo para la democracia? ¿No es demasiado simple oponer a la democracia capitalista “realmente existente” una democracia radical más verdadera?.

Esto no es para implicar que la victoria de Bush fue un error accidental, un resultado del fraude o de la manipulación. Hegel escribió sobre Napoleón que tuvo que perder dos veces: sólo después de Waterloo vio claramente que su derrota no fue un accidente militar, sino la expresión de un cambio histórico más profundo. Lo mismo se aplica a Bush: tuvo que ganar dos veces para que los liberales percibieran que todos nosotros estamos entrando en una nueva era.

El 11 de septiembre de 2001, las Torres Gemelas fueron derribadas. Doce años antes, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. El 9 de noviembre anunció los “felices noventa”, el sueño de Francis Fukuyama del “fin de la historia”, la creencia de que la democracia liberal había ganado en principio y que los únicos obstáculos para este final feliz ultra hollywoodense eran apenas conatos locales de resistencia donde los líderes aún no captaban que su tiempo se había terminado. Por contraste, el 11-9 simboliza el fin de los felices noventa clintonianos, anunciando una era de nuevos muros; entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la frontera mexicano-norteamericana.

En su reciente libro The War Over Iraq, William Kristol y Lawrence F. Kaplan escribieron: “La misión empieza en Bagdad, pero no acaba allí… Estamos en la cúspide de una nueva era histórica… Éste es un momento decisivo… claramente se trata de algo más que de Iraq. Incluso, se trata de mucho más que del futuro de Medio Oriente y la guerra contra el terrorismo. Se trata de qué clase de papel piensa jugar Estados Unidos en el siglo veintiuno”. Uno no puede más que estar de acuerdo con ellos. Efectivamente, lo que está en juego ahora es el futuro de la comunidad internacional, las nuevas reglas que lo regularán, cuál será el nuevo orden mundial.

Está surgiendo una nueva visión del Nuevo Orden Mundial, lo mismo que el marco efectivo de la política norteamericana de los últimos tiempos: después del 11 de septiembre, Estados Unidos sencillamente borró al resto del mundo como un socio fiable. El fin último ya no era más la utopía de Fukuyama de extender la democracia liberal universal, sino la transformación de Estados Unidos en la “Fortaleza Americana”, una única superpotencia aislada del resto del mundo, protegiendo sus intereses económicos vitales y afianzando su seguridad por medio de su nuevo poder militar. Este nuevo ejército no sólo incluye fuerzas de despliegue rápido para cualquier lugar del mundo, sino también el desarrollo de armas espaciales que permiten al Pentágono controlar la superficie global desde arriba. Esta estrategia echa una nueva luz sobre los recientes conflictos entre Estados Unidos y Europa: no es Europa la que está “traicionando” a Estados Unidos. Estados Unidos ya no necesita apoyarse en su sociedad exclusiva con Europa. En resumen, la Norteamérica de Bush pretende ser un nuevo imperio global, pero no lo es. Más bien, sigue siendo un Estado nacional que persigue sus intereses crudamente. Es como si la política norteamericana ahora estuviera guiada por una extraña inversión del lema muy conocido de los ecologistas: Actúa globalmente, piensa localmente.

Dentro de estas coordenadas, todo progresista que piense debería alegrarse por la victoria de Bush. Es bueno para el mundo entero, porque ahora los contornos de las confrontaciones por venir se delinearán de una manera mucho más descarnada. Una victoria de Kerry hubiera sido una especie de anomalía histórica, haciendo más borrosas las verdaderas líneas de división. Después de todo, Kerry no tenía una visión global que representara una alternativa factible a la política de Bush. Más aún, la victoria de Bush paradójicamente es mejor para las economías europea y latinoamericana: para conseguir el respaldo de los sindicatos, Kerry prometió apoyar medidas proteccionistas.

Sin embargo, la principal ventaja tiene que ver con la política internacional. Si Kerry hubiera ganado, hubiera obligado a los liberales a enfrentar las consecuencias de la guerra de Iraq, permitiendo al campo de Bush culpar a los demócratas de los resultados de sus propias decisiones catastróficas. En su famoso ensayo de 1979, Los dictadores y las dobles medidas, Jeanne Kirkpatrick conceptualizó la distinción entre los regímenes “autoritarios” y “totalitarios” para justificar la política norteamericana de colaborar con dictadores derechistas, al tiempo que subvertía activamente a los regímenes comunistas. Los dictadores autoritarios son gobernantes pragmáticos preocupados por el poder y la riqueza e indiferentes a los problemas ideológicos, aun cuando sirvan de palabra a alguna gran causa. Por contraste, los líderes totalitarios son generosos, fanáticos conducidos por la ideología que ponen todo en juego por sus ideales, de modo que, mientras uno puede tratar con los gobernantes autoritarios que reaccionan racional y predeciblemente a las amenazas materiales y militares, los líderes totalitarios son más peligrosos y hay que enfrentarlos directamente. La ironía es que esta distinción encapsula perfectamente lo que salió mal en la ocupación norteamericana de Iraq. Saddam era un dictador autoritario y corrupto que luchaba por poder y se guiaba por brutales consideraciones pragmáticas (que lo llevaron a colaborar con Estados Unidos durante los ochenta), pero, al removerlo, la intervención norteamericana ha llevado a la creación de una oposición “fundamentalista” que evita todo compromiso pragmático.

La victoria de Bush dispersará las ilusiones sobre la solidaridad de intereses entre los países occidentales desarrollados. Dará un nuevo ímpetu al proceso doloroso, pero necesario, de fortalecer nuevas alianzas como la Unión Europea o el Mercosur en América Latina. Es un cliché periodístico alabar la dinámica “posmoderna” del capitalismo norteamericano contra la “Vieja Europa” apegada a sus ilusiones del Estado de Bienestar regulador. Sin embargo, en el dominio de la organización política, Europa ahora está yendo mucho más lejos que Estados Unidos en constituirse como una colectividad transestatal inaudita, propiamente “posmoderna”, capaz de brindar un lugar para cualquiera, independientemente de la geografía o la cultura.

Entonces, no hay razón alguna para desesperarse. Las perspectivas pueden ser oscuras hoy, pero recuerden uno de los grandes apotegmas bushistas: “El futuro será mejor mañana.”.

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